viernes, 9 de junio de 2017

POESÍA POPULAR Y NARRATIVA DE LOS ÁRABES ESPAÑOLES [20.202]


Poesía popular y poesía narrativa de los árabes 
españoles


por Adolf Friedrich von Schack

Al lado de la poesía erudita tuvieron los españoles mahometanos, sin que en ello quepa la menor duda, una poesía popular. Aunque de ella no quedase resto alguno, su existencia estaría confirmada por el acorde testimonio de los escritores cristianos y musulmanes. Al-Qazwini cuenta que en los alrededores de la ciudad de Silves no había nadie que no compusiese versos, y que, si se pedía al gañán que iba detrás del arado que los recitase, al punto los improvisaba sobre cualquier tema que se le diera. Populares, como éstos, debieron ser asimismo los versos a que se refiere el Arcipreste de Hita cuando habla de los cantares de danza que él mismo compuso para cantadoras judías y moriscas, y de los instrumentos que no convienen a los cantares de arábigo. Aún mucho más tarde, cuando la lengua escrita de los árabes hacía tiempo que había caído en desuso entre los infelices moriscos, les prohibió la inquisición cantar versos arábigos, los cuales estaban, sin duda, en el dialecto del pueblo.

Se ha de considerar además que de las innumerables obras escritas de los árabes de España, sólo una mínima parte ha llegado hasta nuestros días. Primero en las devastadoras invasiones de los almorávides y almohades, y después en las de los cristianos, fueron destruidas las bibliotecas, Y por último, los libros mahometanos que en la Península quedaban fueron entregados a las llamas por el fanático furor de los vencedores. Sólo se salvaron de la gran destrucción algunos pocos, que por una feliz casualidad pudieron ocultarse, y los que de antemano habían sido enviados a África o a Oriente. Más cruel aún que con los documentos escritos de la literatura, debió de ser el destino, que lanzaba de su antigua mansión a aquel pueblo, y que le destruía como nación, con los cantos populares, los cuales, de acuerdo con su naturaleza, pasaban de boca en boca, y rarísima vez eran conservados por escrito. No debiera, pues, parecernos extraño si totalmente hubiesen desaparecido, sin dejar vestigio alguno. Con todo, no ha sido así, por dicha, porque muchos de ellos se conservan. Por ejemplo, la siguiente poesía, que trae Maqqari, tiene un carácter enteramente popular. Para su mejor inteligencia importa saber que se compuso en los últimos tiempos del reino de Granada, cuando la ciudad y el campo padecían mucho a causa de la guerra:

    Con sus rayos el amor
aún inflama nuestros pechos;
mas ¿dónde están las amigas
y los dulces compañeros?
¿Cómo pasaron las fiestas
alegres en otro tiempo?
Los convites y manjares
¿Cómo se desvanecieron?
¿Dónde están los ricos guisos,
condimentados con queso,
que el corazón nos robaban
en la mesa apareciendo?
¿Dónde los tarros, de leche
deliciosísima llenos,
preparada con almíbar
y arroz esponjoso y tierno?
¿Do la carne que, pendiente
del hogar en un caldero,
en las brasas se cocía
con moscatel del añejo?
¿Do del añafil alegre
los melodiosos acentos,
que competían acordes
con el laúd y el pandero?
Allí cantábanse en coro
tales tonadas y versos,
que a Mabid y que a Zirjab
envidia dieran y celos.
La rienda allí se soltaba
a las burlas y a los juegos;
y rompía los cerrojos
de toda puerta el deseo.
Idos, allí se decía
a los censores severos,
si no queréis que a jirones
el vestido os arranquemos.
Sin escándalos rompía
allí cada cual el freno;
nadie censurarle osaba,
nadie vigilar sus hechos.
Exprimido de las uvas
el deleite andaba suelto,
entre la verde enramada
y entre las flores del huerto.
Alzaban allí las copas
los árboles hasta el cielo,
cual grupo de amigos fieles
y camaradas discretos.
Cuando en sus tallos lozanos
las flores se iban abriendo,
de su beldad y su gracia
se maravillaban ellos.
Eran esposas las flores,
que en aquel hermoso tiempo
de primavera venían
a celebrar su himeneo.
Y cuando la nueva fruta
los árboles daban luego,
miel el paladar gustaba,
rubíes los ojos viendo.
¡Ay! todas estas delicias
como relámpago huyeron.
Ya no las gozan los grandes;
¿qué han de esperar los pequeños?
¿Cómo vencer el destino
y derogar sus decretos?
En balde el bien que nos roba
que nos devuelva queremos.



También debe contarse entre la poesía popular la siguiente lamentación del tiempo en que Granada estaba sitiada por los cristianos:

   El clangor de los clarines
y el son de los atabales,
turbando nuestro reposo,
asustan a cada instante.
Horror de guerra denuncian,
llamando a duros combates,
¡Señor, mis brazos se rinden;
esfuerzo y brío prestadles!
¡En tal angustia, a mi alma
dad sufrimiento bastante,
para que de él se revista
cual arnés impenetrable.



Pertenecen además al género popular dos especies de cantares, que en España estuvieron muy en moda y que fueron cultivados con extraordinario afán: el zéjel o himno sonoro, y la muwaššaha o cantar del cinturón. El signo característico que los distingue está en la forma. Consiste ésta en que la rima, o combinación de rimas, de la primera estrofa, es interrumpida por otras rimas; pero vuelve al fin de cada estrofa, haciendo así la terminación del todo. Se dan también ejemplos en que falta la estrofa de introducción, mientras que la composición conserva en lo restante la misma estructura, y todas las estrofas están ligadas entre sí por las mismas rimas finales. El orden y enlace de los pensamientos y la elección del metro quedan a gusto del poeta. Que el zéjel pertenece a la poesía del pueblo es cosa segura, porque los cantos de esta clase que se han conservado están escritos en dialecto vulgar, y por lo común no guardan en la metrificación las leyes de la cantidad, tan severamente observadas en la poesía culta o erudita, antes bien se guían por el acento. De la muwaššaha se puede afirmar lo mismo, en vista de lo que dice un escritor arábigo, de que parta semejantes poesías no hay lugar en los libros de un mérito duradero. Se deduce también de esta sentencia que los escritores que juzgaron dignos algunos de estos cantos populares de que ellos los transcribiesen y conservasen en sus obras, escogieron precisamente aquéllos que más se aproximan al carácter de la poesía erudita. Hacer una distinción entre estos dos géneros de composiciones es harto difícil, pues ambos tienen en toda su estructura gran semejanza entre sí.

La imitación de la forma de estas composiciones poéticas, sólo es posible traduciendo muy libremente el texto. Con esta condición, presento aquí los primeros ejemplos de un zéjel y de una muwaššaha en nuestra lengua.




ZÉJEL

   Cercada de guardadores
y tímida y zahareña,
¿do hallarla, si me desdeña,
huyendo de mis amores?

    ¿Acaso nunca entraré
donde reposa mi amiga?
¿Cuándo será que consiga
que una respuesta me dé?
En el corazón guardé
el amor que me maltrata;
mas extraño que la ingrata,
sin piedad de mis dolores,
en lid traidora me mata,
huyendo de mis amores.

    Deja mi bien, el huir,
y ven do amor te convida;
ven a la margen florida
del claro Guadalquivir;
ven conmigo a compartir
de amor el fruto y las flores,
do en átomos voladores
esparce el agua el molino;
allí beberemos vino,
allí aprenderás amores.

    Y si otro sitio te agrada,
ven donde gira la noria,
donde Ruzafa su gloria
despliega en regia morada,
do no vienes, prenda amada,
me quema el vino y hastío,
esquivo la compañía
de los amigos mejores,
y juzgo noche sombría
del alba los resplandores.

    Ten confianza en el cielo,
valor y desenvoltura,
y no te inspiren recelo
mis caricias y ternura.
Di, ¿por qué inclinas al suelo,
toda confusa, los ojos?
Sé propicia a mis amores,
y con místicos fervores
burla sospechas y enojos
de tus necios guardadores.

    ¿Llegó el alma a delirar
con ensueños de esperanza?
¿El bien que anhela y no alcanza,
al cabo podrá lograr?
No sé; mas siento un pesar
enorme en el alma mía,
que sólo vencer ansía
tu desdén y tus rigores,
y que un imperio daría
por conseguir tus amores.



MUWAŠŠAHA

   Los vasos circulan, la fiesta ha empezado;
no dejéis de darme del licor dorado.

      Gocemos del claro vino
   en el ameno banquete;
   chispeante y espumoso
   en el hondo vaso hierve,
   y una tempestad de perlas
   y de topacios parece;
como si en el seno del vino agitado
las pléyades mismas se hubiesen prensado.

      Mil dulcísimos cantares
   hacen más vivo el deleite,
   y el ser la fiesta entre flores
   bajo la enramada verde,
   do las gotas de rocío
   entre las ramas se mece.
Frescura el rocío difunde en el prado
y exhalan las flores olor delicado.

      Recorriendo los jardines
   linda moza se divierte;
   sobre su fresca mejilla
   posé mis labios ardientes,
   y dije: ¡Bendito sea
   el punto en que logro verte!
Antes que la vida nos haya dejado,
del goce apuremos el vaso encantado.



De otros ejemplos de esta clase hablaremos más tarde, cuando examinemos la poesía de los árabes en relación con la poesía de los pueblos cristianos de Europa.

La muwaššaha fue inventada, en el siglo IX de nuestra era, por un poeta de la corte del emir Abd Allah. De él la tomó Ibn Abd Rabbih, el contemporáneo de Abd al-Rahmán III. Posteriormente, en la primera mitad del siglo XII, se distinguieron en este género Ibn Zuhr e Ibn Baqi, muerto en 1145. El zéjel empezó a usarse en tiempo de los almorávides. Con esto queda rebatida la opinión de que los árabes no hubiesen usado esta forma antes de conocer los cantares españoles, y hasta de que no hubiesen poetizado en el dialecto vulgar y por semejante estilo. Dicha opinión descansaba en la errónea creencia de que pudiese existir un pueblo sin una poesía popular, la cual se ha descubierto siempre, así entre las tribus más rudas como entre las naciones de la más refinada civilización. La diferencia ha consistido sólo en la mayor perfección y difusión de esta poesía. Por lo tocante a la de los árabes españoles, sólo podremos añadir a nuestras escasas noticias, citando varias composiciones del género del zéjel, porque si no se puede asegurar decididamente su procedencia española, todavía consienten que algo nos inclinemos en favor del país donde el género tuvo origen. La primera de estas composiciones, de la que daremos pocos versos como muestra, describe el día del juicio y sus horrores:


   Al fin habrá de cumplirse
de Dios el alto mandato,
y se quedarán vacíos
las chozas y los palacios;
y será dada la orden
de exterminar lo creado,
y dominará la muerte
sobre ciudades y campos.
No habrá hombres ni habrá duendes,
morirán fieras y pájaros,
se oscurecerá la luna,
y el sol perderá sus rayos.



Otras dos poesías hemos de citar, que nos parecen más importantes; pues demuestran que había cantores o declamadores, semejantes a los juglares de la edad media, los cuales recitaban versos por el estilo del zéjel, en un corro de gente del pueblo que en torno suyo reunían. Algunas de estas composiciones no eran meramente líricas. En una de ellas suplica el cantor a su noble y benévolo auditorio que le preste atento oído, pues va a referir una aventura amorosa. Luego prosigue:

   Una hermosa y noble dama,
que solazándose iba,
hallé un viernes, en la calle,
de cuatro esclavas seguida.
Miróme, y quedó en sus ojos
de amor el alma cautiva.
A una esclava me dirijo;
la esclava dice con risa:
la Princesa, mi señora,
del emir Yaban es hija.
Yo replico que el emir
cuanto tiene me debía.
Luego hablé de mis tesoros
y riquezas infinitas,
de mis siervos y corceles,
de mis palacios y quintas.
La Princesa me escuchaba
y de este modo decía:
sujeto de tan buen talle
no puede decir mentira.
Alentado, le propuse
ir a hacerle una visita;
entre amorosa y turbada
ella al fin lo concedía.
Muy pronto un alma y un cuerpo
fuimos, y una sola vida;
los besos que yo le daba
con usura me volvía.
No bien cumplí mi deseo,
y logré toda mi dicha.
Ver mis inmensos tesoros
la Princesa pretendía.
Yo respondí: Soy poeta,
y tengo un alma tan rica,
que al oro, de que carezco,
aventaja mi poesía.
Aunque mis joyas y mis chales
ni te adornen ni te vistan,
mis versos harán famosa
tu hermosura peregrina.



Terminada esta narración, el poeta hace el elogio de Mahoma, declara su nombre y su patria, se jacta de haber compuesto muchas qasidas y muchos zéjeles, y concluye con estas palabras: «¡Oh pueblo de Zifta! cuando yo esté en el sepulcro, pide a Dios, siempre que te acuerdes de mí, que me perdone mis pecados».

La otra poesía, como ya lo indica su título, es también una narración, y trata igualmente de una visita nocturna a una hermosa. De un pasaje de esta composición se puede inferir que el que la recitaba pedía dinero a sus oyentes.

En las poesías mencionadas, no sólo tenemos interesantes pruebas de que existía la poesía popular entre los árabes, sino también de que se equivocaba la opinión de que entre los árabes no hubo más forma de poetizar que la lírica. Lo único, por consiguiente, que nos queda por dilucidar es hasta qué punto la poesía arábiga, singularmente la arábigo-hispana, contuvo en sí el elemento narrativo.

Como, según Tácito, los cantos de los antiguos germanos eran sus únicos documentos de los casos pasados, así, según Suyuti, los árabes anteriores al Islam no tenían más historia que sus breves poesías. «Cuando un beduino, dice, refería un suceso histórico a personas para quienes era nuevo, había regularmente la exigencia de que recitase algunos versos que viniesen en apoyo del caso narrado». La narración en prosa, con poesías interpoladas, que daban autoridad y crédito a la narración, mientras que la narración misma era como comentario y aclaración de ellas, fue la más antigua forma de la tradición, y aun la única, mientras no vino la escritura a servir de medio para conservar la memoria de los sucesos. Hasta después de haberse extendido el uso de la escritura duró este modo de tradición oral. Versos de carácter lírico, improvisados en un instante dado, y explicando una determinada situación, corrían de boca en boca, con una aclaración en prosa sobre las circunstancias en que se compusieron, y una clase de hombres, que ya dijimos en otra parte que se llamaban ruwah, en singular rawi, esto es, narradores o recitadores, se encargaban de difundir entre el pueblo, en esta mezcla de prosa y de poesía, los acontecimientos dignos de conmemoración. Estos narradores eran famosos por su prodigiosa memoria y afirmaban que no sólo recitaban fielmente los versos, sino también la narración prosaica, que repetían palabra por palabra, conformen la habían aprendido de ancianos jeques, y éstos de otros más ancianos. Una gran cantidad de tales tradiciones sobre las batallas y aventuras de los árabes del desierto, fue reunida por un contemporáneo de Harun al-Rašid, y nos ha sido conservada por el andaluz Ibn Abd Rabbih, poeta de la corte de Abd al-Rahmán III.

Pero, si puede creerse que este o aquel rawi fue bastante escrupuloso de conciencia para repetir los hechos sin la menor adición y con las mismas palabras que sus antecesores, también es imposible pensar que sean constantes tales escrúpulos en todos ellos y a través de tantas generaciones. No cabe duda en que muchos rawíes han de haber intentado referir los acontecimientos, no como realmente sucedieron, sino como debieron suceder, excitando así con más viveza el interés del auditorio. Semejante procedimiento ha ido creando por todas partes la epopeya, propiamente dicha, y es menos de creer que faltase en el caso de que hablamos. En otros casos, la actividad del rapsoda sólo podía emplearse sobre un contenido, firmemente encerrado ya en el metro, el cual ayudaba también a la memoria, y sin embargo, esta actividad, cambiando la forma y la estructura, ponía mano en la poesía. Entre los árabes, por el contrario, siendo dificilísimo conservar la prosa en la memoria, era no sólo más fácil, sino también más ventajoso para el narrador el enriquecer y adornar los hechos tradicionales con la propia fantasía, en vez de atenerse a recitar meramente lo aprendido. De esta suerte no podía dejar de ocurrir la transformación de la historia en la leyenda, y de que en efecto la hubo es claro testimonio y ejemplo, en la historia literaria de los árabes, el libro de los hechos de Antara. La gran colección de leyendas sobre dicho héroe y poeta tiene por esencial fundamento hechos históricos, conocidos y conservados en el libro de los cantares y en el comentario de las mu'allaqat. El modo de narrar es el ya descrito: una noticia sobre las hazañas del héroe, con versos interpolados, que él pronunció en esta o en esta otra circunstancia. Es de presumir que, en un principio, se conservaron fielmente las palabras del primer narrador; pero, mientras que los versos, que se guardaban con facilidad en la memoria y que a causa de su forma artística no se podían cambiar sin trabajo, permanecieron en gran parte los mismos, la parte prosaica de la narración hubo de sufrir notables mudanzas al ir pasando de boca en boca. No sólo tomó en muchos pasajes cierta estructura rítmica y se adornó con rimas, sino que recibió en su contenido multitud de adiciones y cambios. Los narradores procuraron prestar un nuevo encanto a lo ya conocido, y hacer más interesante el asunto, añadiendo con la propia inventiva aventuras por el orden de las primeras. Por último, aquel de quien este conjunto de tradiciones recibió la forma que tiene hoy, aquel que pasa comúnmente por el autor de la obra, sólo puede colocarse al final de una serie de antecesores, cuyo trabajo, que había durado siglos, él terminó y perfeccionó, reuniendo y ordenando con diestra mano los trozos esparcidos. Así, en la narración de las hazañas de Antara, la historia, pasando de generación en generación, ha venido a convertirse en poesía, y la misma manera de nacer han tenido otros monumentos importantes de la poesía épica, aun cuando les haya faltado, para ser una epopeya en todo el sentido de la palabra, la unidad y el conjunto armonioso.

También en España, durante los primeros siglos de la dominación arábiga, apenas si la noticia de los sucesos se transmitía de otro modo que por los labios y los oídos del pueblo. La necesidad de escribir la historia casi no se hacia sentir cuando diariamente se contaba en los campamentos, en los palacios y en las plazas de las ciudades. Así es que más tarde apelaban los historiadores al testimonio de los narradores o rawíes, al referir los sucesos de los primeros siglos después de la conquista. Los guerreros sabían recitar versos y aventuras de los antiguos tiempos, y hasta los reyes eran encomiados porque guardaban en la memoria los versos y las hazañas de los árabes, así como los anales de los califas, y porque eran buenos recitadores de versos. El visir Muza, principal miembro de la sociedad que el emir Abd Allah solía reunir en torno suyo para conversar discretamente, no sólo era famoso como improvisador y como poeta, sino también como buen narrador y muy versado en la historia de los Banu omeyas. En el palacio, en aquella especie de tertulias literarias, se recitaban poesías que narraban los combates de los antiguos árabes y otras historias guerreras, y que ensalzaban las gloriosas hazañas. Esto recuerda un pasaje de Cicerón, idéntico casi, así en el sentido como en las expresiones, en el que se dice que era costumbre entre los antiguos romanos cantar en los festines las alabanzas de los ilustres varones. Así como de estas palabras se ha venido a deducir la existencia de cantares narrativos entre los romanos, podemos también nosotros sacar la consecuencia de que entre los árabes españoles había tradiciones épicas. No se quebranta nunca la ley según la cual la historia, cuando pasa oralmente de individuo a individuo y de lugar a lugar, se convierte en poesía. Y no es objeción que el tiempo de que aquí se habla era ya demasiado histórico para que en él se llegase a crear una tradición épica. Aun durante las cruzadas, cuando en el ejército de los cruzados mismos había cronistas, han empezado a formarse semejantes tradiciones. Desde que se hizo el importante descubrimiento de que la historia de los primeros tiempos de Roma, escrita por Tito Livio, no sólo se funda en una poesía heroica ya perdida, sino de que además esta poesía ha entrado en parte en la historia mencionada, se ha observado tan a menudo el mismo fenómeno en tantas supuestas obras históricas de los más diversos pueblos, que un nuevo caso de lo mismo no debe ya maravillar a nadie. La primitiva Historia de Armenia, por Moisés de Chorene, está ya demostrado hasta la evidencia que se funda sobre antiguos cantares. Las sagas escandinavas, tomadas de los propios labios de los scaldas, constituyen la mayor parte del asunto que Saxo Grammatico ha tratado en prosa latina. De góticas poesías heroicas nace la obra de Jornandes, y longobárdicos cantares, aunque con diversas palabras, ha entretejido Paulo Diácono para formar la suya. Una multitud de romances, que desaparecieron ya, se han conservado, al menos en los contornos, en la Crónica general de D. Alfonso X. Nadie duda ya que Gonfried de Monmouth, en su Historia de los reyes bretones, ha intercalado cantares gaélicos del cielo épico del gran rey Arturo. Y no es maravilla que antiguos historiadores procediesen así; pero ¿hasta qué extremo llegaría esta transformación de la poesía en historia, cuando todavía historiadores de estos últimos siglos han seguido involuntariamente las huellas de Turpin, el cual compuso su historia de Carlos Magno y de Roldán con poesías románicas, traducidas en prosa latina? Esto ha sucedido, sin embargo: Mariana cuenta de buena fe una historia de las bodas de los Condes de Carrión con las hijas del Cid, que lleva tan claramente el sello de la poesía popular como cualquiera otra de la Crónica general. Mariana siguió en esto a un cronista; pero el cronista había, sin duda, tomado por garante a un compositor de romances. Por último, Hume ha introducido en su Historia de Inglaterra dos narraciones sobre los amores de Edgardo, sacadas de Guillermo de Malmesbury, el cual, a su vez, las había compuesto siguiendo unas antiguas baladas.

Si abrimos ahora los libros arábigos que tratan la antigua historia de Andalucía, reconoceremos al punto que hay mucho de fabuloso y poético en las noticias allí contenidas. Sirva de ejemplo lo siguiente: Ibn al-Qutiyya, que casi exclusivamente ha bebido en la tradición oral, refiere como Musa, el conquistador de España volvió en triunfo a Siria. Iban en su séquito cuatrocientos hijos de príncipes godos, adornados con coronas y cinturones de oro. Cuando ya se acercaba a Damasco, supo que el califa al-Walid estaba enfermo de muerte, y recibió una embajada de Sulayman, el inmediato sucesor al trono, exigiéndole que dilatase su llegada, a fin de que el nuevo califa pudiese solemnizar el principio de su reinado con la entrada del conquistador de España. Musa, no obstante, contestó al mensajero: «Mi deber me ordena ir adelante sin detenerme. Si el destino llama a mi bienhechor a otra vida antes de mi llegada, suceda lo que está escrito». Musa, en efecto, prosiguió su viaje e hizo aún su entrada en Damasco antes de la muerte del anciano califa. El enojo de Sulayman le amenazó desde entonces. Apenas Sulayman subió al trono, cargó de cadenas a Musa, extendió su venganza sobre su hijo Abd al-Aziz, y envió mensajeros a Andalucía para que le trajesen su cabeza. Abd al-Aziz, casado con la viuda del último rey godo, residía en Sevilla como gobernador, y recibió a los enviados sin el menor recelo. La mañana después de su llegada fue a hacer su oración a la mezquita, y estaba leyendo en el mihrab la sura de la apertura cuando los que le cercaban desnudaron de pronto los alfanjes y le cortaron la cabeza, la cual fue enviada a Damasco al califa. Éste tuvo la crueldad de hacer venir al padre del asesinado y de presentarle en un plato la cabeza de su hijo. Al verla prorrumpió el infeliz anciano en estas palabras: «Por Alá, tú le has asesinado mientras hacía su oración como un buen muslim; pero tú mismo, Sulayman, no tendrás otra suerte, durante tu reinado, que la que has hecho sufrir a Musa.

Otro ejemplo es éste: En Córdoba se había encendido una rebelión espantosa. Multitud de pueblo, ardiente en ira, recorría la ciudad, y se dirigía de todas partes contra el alcázar para entrar en él por asalto. El rey al-Hakan veía desde la azotea las turbas que se agitaban en siempre creciente número, y oía sus amenazas y feroces gritos, que se mezclaban con el resonar de las armas. Entonces llamó a su paje Jacinto y le mandó que le trajese un pomo de bálsamo. Jacinto creyó que había entendido mal la orden, y vacilaba antes de cumplirla. Al- Hakan exclamó impaciente: «Ve, hijo de un incircunciso, y traéme pronto lo que deseo». El esclavo se dio prisa, y al volver con el pomo, el Rey se ungió con el bálsamo las barbas y el cabello. Maravillado el paje, se atrevió a preguntar: «Señor, ¿es éste tiempo a propósito para aromas? ¿No ves el peligro en que estamos?» «-Calla, miserable», replicó al-Hakan; «¿cómo podrán aquellos en cuyas manos caiga, distinguir de los demás la cabeza de al-Hakan, cuando la encuentren separada del tronco y no ungida?» Dicho esto, se vistió el arnés, repartió las armas entre los suyos y se lanzó en la pelea.

Es tan innegable el carácter poético-popular de estos fragmentos, que parecen romances desligados e interpolados en la prosa. Tampoco faltan prodigios. Cuando Tariq se dio a la vela, en la costa de África, para la conquista de España, vio en sueños al Profeta, rodeado de sus primeros prosélitos: todos llevaban espadas en las manos y arcos en la espalda, y Mahoma caminaba delante del bajel, hacia la orilla española, y decía a Tariq: «Ve a tu destino». Después de sus conquistas en el norte de España, vio Musa un ídolo, en cuyo pecho estaban escritas estas palabras: «¡Oh hijos de Ismael! hasta aquí habéis llegado con buen éxito; pero, si queréis saber de la vuelta, os diré que habrá entre vosotros discordias y combates, y que los unos a los otros os cortaréis la cabeza».

Sobre las aventuras de Abd al-Rahman I, y sobre la fundación del imperio omiada en Córdoba, se conservan los restos de una grande epopeya tradicional, esparcidos en diversos historiadores. Citaremos lo más sustancial. En tiempo en que los abasidas ejercían una sangrienta persecución sobre la derribada dinastía y familia de los Banu omeyas, el joven Abd al-Rahmán estuvo a punto de asistir al traidor convite del gobernador de Damasco, donde le aguardaba el mismo fin que en él hallaron los otros omiadas. En el camino se encontró con un hombre que le debía muchos favores. Éste se llegó a él, dando muestras de la más viva emoción, y le dijo: «Atrás, atrás; huye hacia el Occidente, donde un reino te espera; todo esto es traición de Abd al-Abbas, que desea librarse de los omiadas con un solo golpe». Abd al-Rahman contestó: «¿Cómo puede ser eso, cuando el gobernador ha recibido orden de convidarnos, de restituirnos nuestros bienes, y aun de hacernos ricos presentes?- No te dejes alucinar por tales ofrecimientos, replicó el hombre; porque, créeme, los abasidas no se juzgarán nunca seguros en el poder mientras los omiadas tengan abiertos los ojos.- Si yo sigo tus consejos, preguntó Abd al-Rahman, ¿qué habrá de sucederme?» El de los avisos contestó: «Desnuda tus espadas y déjame ver tus hombros; porque si no me equivoco, tú eres el hombre a quien el destino promete el imperio de Andalucía». Abd al-Rahman desnudó sus hombros, y el hombre vio en uno de ellos el lunar negro que había visto mencionado en el libro de las profecías. Entonces repitió las palabras: «Atrás, atrás; huye hacia el Occidente»; y añadió: «Yo te acompañaré una parte del camino y te daré veinte mil dineros. No bien los recibas debes partir». Abd al-Rahman preguntó quien le daba aquella suma, y exclamó maravillado, cuando supo que su tío Maslama: «¡Por alá, hombre, tú dices la verdad! Ahora recuerdo que cuando yo era niño todavía, mi tío Maslama, en cuya casa me crié desde la muerte de mi padre, descubrió un día sobre mi hombro el lunar de que hablas, y al verle prorrumpió en llanto. Mi abuelo el califa Hišam, que estaba allí, preguntó a mi tío la causa de su repentina emoción, y Maslama dijo: «¡Oh príncipe de los creyentes! este niño huérfano ha de sobrevivir a la caída de nuestro imperio en Oriente y ha de ser rey en Occidente!» Mi abuelo preguntó de nuevo que cuál era el motivo del llanto en lo que acababa de decir, y mi tío replicó: «Yo no lloro por él; lo que me arranca lágrimas es la suerte de las mujeres y de los niños de la estirpe omiada, cuyos collares de plata y de oro han de convertirse en cadenas de hierro, y cuyos dulces aromas y olorosos ungüentos han de convertirse en hediondez y podredumbre. ¡Pero Dios está sobre todo! A la prosperidad y a la gloria siguen la decadencia y el infortunio».

En virtud de estos avisos, Abd al-Rahman se abstuvo de ir al convite. Pronto recibió la nueva del asesinato de los omiadas, del cual pocos de sus parientes lograron salvarse. Los esbirros de los abasidas le buscaron luego; hallaron a su hermano Yahya y le dieron muerte. Abd al-Rahman huyó con uno de sus más cercanos parientes, durante la oscuridad de la noche, hasta que llegó a una aldea, oculta entre árboles y cañaverales, a orillas del Éufrates. Allí esperó esconderse y aguardar una ocasión favorable para fugarse a África. Estando así escondido y descansando en un cuarto oscuro, porque estaba enfermo de los ojos, vio que su hijo Sulayman, que sólo contaba cuatro años y que estaba jugando a la puerta de la casa, entró de pronto en la habitación y se echó en sus brazos como si buscase asilo. Como el príncipe no comprendía lo que aquello podría significar, rechazó al niño; pero éste se asió a él más fuertemente aún, y con gestos de violenta angustia empezó a lamentarse. Abd al-Rahman salió entonces de la estancia para averiguar la causa de aquel espanto, y vio los negros estandartes de los abasidas, que ondeaban al viento muy cerca ya de la aldea. Apresuradamente tomó consigo algún dinero y emprendió la fuga con su hermano menor, dejando a su hijo pequeño bajo la custodia de sus hermanas. A éstas y a su liberto Badr los informó del camino que emprendía, y les indicó un lugar donde volverían a encontrarse. Así pudo escapar de sus perseguidores, y vino a ocultarse de nuevo, con su hermano, a corta distancia de la aldea. La casa, no bien ellos la dejaron, fue circundada por una tropa de gente de a caballo y registrada escrupulosamente. Entre tanto llegó Badr donde estaban los fugitivos; pero mientras éstos enviaron al dicho Badr y a las otras personas de confianza a comprar caballos y otras cosas conducentes a continuar la fuga, un esclavo traidor descubrió a los enemigos el sitio en que se escondían. Otra vez oyeron a poco el estruendo de los jinetes que se aproximaban, y huyeron precipitadamente hacia el Éufrates. Antes de que los de a caballo llegasen a la orilla, la alcanzaron ellos y se echaron al agua para pasar el río a nado. Los perseguidores, habiendo tocado la orilla poco después, les gritaban: «Volved; no os haremos ningún daño». Abd al-Rahman no se fió de aquellas traidoras palabras y siguió nadando sin cesar. Cuando estuvo en medio del río, vio que su hermano, no tan buen nadador como él y desconfiando de sus fuerzas, retrocedía para volver a la orilla de que había partido. Abd al-Rahman procuró animarle para que siguiese, pero el temor de morir ahogado, y las mentidas promesas que le hacían los jinetes de que respetarían su vida, le decidieron a volver, falto de aliento. Abd al-Rahman le gritaba: «¡Adelante, hermano, a mí, a mí!»; pero en balde. Abd al-Rahman llegó solo a la opuesta margen del Éufrates. Uno de los de a caballo pareció inclinarse por breves instantes a lanzarse en el río y nadar detrás de él, pero sus camaradas le disuadieron, y cesó la persecución. Apenas Abd al-Rahman puso pie en tierra, buscó con los ojos a su hermano, y le vio con angustia entre las manos de los soldados, los cuales, sin tener compasión de aquel mancebo de trece años, que se les había entregado bajo la fe de su palabra, le degollaron, y partieron, llevando en triunfo su cabeza.

Después de este horrible momento, el príncipe continuó sin descanso su fuga, hasta que logró internarse y esconderse en un espeso bosque. Cuando se creyó más seguro de ulteriores persecuciones, salió del escondite y prosiguió su viaje hacia el Occidente.

Poco después aparece Abd al-Rahman en Palestina, donde vuelve a encontrar a su fiel Badr; más tarde le vemos buscar un asilo en África. Un judío, que había estado primero al servicio del tío de Abd al-Rahman, había profetizado al gobernador de aquella provincia que un quraysita de la familia de los Banu omeya, a quien era fácil reconocer por dos rizos en la frente, y que se llamaba Abd al-Rahman, había de apoderarse del imperio en Andalucía. Ocurrió que el gobernador vio por acaso al príncipe, y habiendo observado los dos rizos en su cabeza, dijo al judío: «Ése es aquel de quien me hablaste; mandaré que le maten». El judío respondió: «Si no es aquél, nada te importe; y si es aquél, no podrás matarle».

Abd al-Rahman prosiguió su fuga, y acordándose de la primera predicción, trató de ir hacia Andalucía. Errante de lugar en lugar, y de una tribu de beduinos en otra tribu, corrió mil aventuras y se expuso a mil peligros entre los bárbaros habitantes del norte de África. Durante algún tiempo le tuvieron oculto los parientes de su madre. También un caudillo bereber le hospedó amistosamente en Maghila. Cierto día, hallándose en la tienda del mencionado caudillo, aparecieron los espías del gobernador, que le perseguía siempre, y registraron, buscándole, todos los rincones; pero la mujer del caudillo le escondió bajo sus ropas y así le salvó de sus perseguidores. Abd al-Rahman no olvidó en toda su vida aquel servicio; y cuando fue soberano de Andalucía, convidó al caudillo y a su mujer a que fuesen a Córdoba, los recibió entre las personas que le eran más familiares, y los colmó de honores y distinciones.

En España, destrozada por las guerras de los diferentes generales, siempre enemigos, se habían formado una parcialidad, que abrigaba la idea de que solo un jefe independiente de los califas orientales podía curar las heridas que los golpes de la guerra civil habían abierto en la ensangrentada patria. Cuando Abel al-Rahman oyó hablar de este partido, compuesto en gran parte de partidarios de los omiadas, se despertaron con brío sus antiguas esperanzas y planes, alimentados con predicciones; y su fiel Badr, comisionado por él, desembarcó en las playas andaluzas para preparar la realización de dichos planes. Los parciales de los Banu omeyas recibieron bien al embajador, y luego le enviaron de nuevo a África, en compañía de dos de los suyos, para que invitase al fugitivo a pasar a la península. Abd al-Rahman siguió la voz que le llamaba, atravesó el estrecho, pisó el suelo español, y pronto se vio rodeado de un numeroso ejército, que de día en día, conforme avanzaba en su marcha, se iba engrosando. En Archidona, el emir del distrito le condujo a la mezquita el día en que termina el ayuno, y no bien el imán subió al mimbar, le dijo de repente con voz sonora: «Anuncia la destitución de Yusuf, y di la oración en nombre de Abd al-Rahman, hijo de Muawiya, porque él es nuestro soberano y el hijo de nuestro soberano». Volviendo luego a la gente allí congregada, le preguntó su opinión, y en seguida le respondieron: «Nuestra opinión es la tuya «Poco tiempo después ya había Abd al-Rahman sujetado a su dominio todo el occidente de Andalucía, e hizo su entrada en Sevilla. Aún tenía en contra, como poderoso contrario, a Yusuf, el lugarteniente del califa, quien también pretendía para sí la independencia del poder supremo. Para combatirle, marchó Abd al-Rahman sobre Córdoba, y dio orden a sus soldados de prepararse para una marcha nocturna, a fin de hallarse delante de los muros de la ciudad al romper el alba. «Si dejamos, dijo, que nos siga a pie la infantería, no será posible que avance al mismo paso que nosotros. Tome, pues, cada jinete un peón a la grupa de su caballo». Y al punto, para dar ejemplo, llamó a un joven guerrero que por acaso se ofreció a su vista, y le preguntó su nombre. «Mi nombre, respondió, es Sabik, hijo de Malik, hijo de Yazid.- Bien está, replicó Abd al-Rahman, haciendo un juego de palabras con el significado de los nombres; Sabik, ponte al frente de mi ejército; Malik, guíale; Yazid, cumple nuestros deseos. Dame la mano y salta en las ancas de mi caballo». La descendencia de este mancebo conservó como recuerdo los nombres de Banu Sabik-r-Radif: esto es, hijo de Sabik, el que iba en la grupa.

El ejército marchó con gran prisa durante la noche, y se halló al amanecer a orillas del Guadalquivir, enfrente de Córdoba. Difícil era vadear el río, que entonces no tenía puente; pero un soldado se echó resueltamente al agua, y siguiendo su ejemplo, se aventuraron todos los demás; de suerte que en breves instantes había pasado a la otra orilla todo el ejército, caballeros y peones.

Un combate de pocas horas aniquiló el partido de Yusuf. Éste emprendió la fuga, y Abd al-Rahman entró como vencedor en Córdoba, donde en la solemne oración del viernes asistió a la mezquita, y prometió con juramento velar por el bien de sus súbditos.

Aún tuvo que luchar el joven príncipe omiada con otro peligroso competidor. El califa al-Mansur envió a al-Alá, empleado en la España occidental, un diploma dándole la lugartenencia de Andalucía, con la condición de que destruyese el poder del nuevo dominador. Al-Alá acudió al punto a las armas, y reunió un numeroso ejército bajo sus banderas. Abd al-Rahman salió contra él con un corto número de sus leales, y se fortificó en Carmona, bajo cuyos muros acampaba el enemigo. Dos meses había ya pasado Abd al-Rahman en aquel encierro, cuando el desorden que notó en el ejército contrario le animó a hacer una salida, a pesar de la enorme inferioridad de sus fuerzas. Hizo encender una hoguera en la puerta de Sevilla y ordenó a sus compañeros de armas que arrojasen en ella las vainas de sus alfanjes. Luego todos ellos, y Abd al-Rahman a la cabeza, salieron de la fortaleza con los alfanjes desnudos, y aunque sólo eran setecientos, pusieron en fuga a los sitiadores. La cabeza de al-Alá, a quien encontraron muerto sobre el campo de batalla, fue separada del tronco por mandato del vencedor, embalsamada con alcanfor, y colocada en la misma caja en que al-Alá había recibido el diploma de lugarteniente y el estandarte de los abasidas. Un piadoso habitante de Córdoba, que hizo la peregrinación a la Meca, recibió el encargo de llevar consigo la caja, a fin de que fuese conservada como trofeo de Abd al-Rahman en aquel santuario del mundo mahometano.

Ocurrió que en la misma época el califa al-Mansur también cumplía el deber de todo creyente, de visitar el templo de la Caaba, y que vio la caja que contenía la cabeza. A su vista se conmovió profundamente, y dijo: «¡Desgraciado! ¡le hemos condenado a muerte sin pensar! ¡Alabado sea Alá, que me separa por medio de los anchos mares de un contrario como Abd al-Rahman!»

Inmediatamente comprenderá cualquiera que estas noticias de las maravillosas aventuras de Abd al-Rahman no contienen una historia en el más severo sentido, sino que los acontecimientos reales están va algo transformados y propenden a cambiarse en leyenda al pasar por el espíritu y la boca del pueblo. Aun prescindiendo de pormenores aislados, que llevan el sello evidente de su origen poético-popular, hasta el conjunto tiene en sí un carácter que manifiesta la tradición poética, y que, a pesar de su fundamento histórico, que sin duda existe, se diferencia esencialmente de la historia. No por eso se afirma aquí que los árabes españoles hayan poseído una verdadera poesía heroico-épica. Es de creer que la leyenda heroica sólo tomó la forma de narración en prosa o de la ya mencionada mezcla de prosa y verso, que desde antiguo era propia de los árabes, y en la cual aún se nos muestra la historia de Antar. No es, sin embargo, infundada la conjetura de que fueron celebrados en cantares muchos memorables acontecimientos y hazañas. El tono fundamental de estos cantares habrá sido lírico sin duda, pero en la intercalación de la parte narrativa deben de haber traspasado los límites del lirismo puro. Algunas veces, como pronto haremos ver, falla la regla de que la poesía erudita de los árabes españoles haya sido siempre extraña a la narrativa, y en lo tocante a la poesía popular, es inconcebible que precisamente desechase lo que está más cerca de ella, y que los cantores públicos, que sin duda hubo, no se hubiesen nunca apoderado de las historias y tradiciones. La desaparición de estos cantos populares, que jamás se escribieron, no nos debe maravillar; mayor maravilla hubiera sido que se hubiesen conservado, a pesar de la suerte que tuvieron los árabes españoles. ¿Dónde están hoy los cantos épicos de los longobardos, de cuya primera existencia nos persuade Paula Diácono? ¿Dónde los de los godos, de que se valió Jornandes? A pesar de la invención de la imprenta, hasta las antiguas poesías populares de muchas naciones de Europa han estado a punto de perderse para siempre, si la curiosidad erudita no se hubiese consagrado a reunirlas y salvarlas desde fines del siglo pasado; y con todo, se han perdido muchas de ellas.

Tal, con notable extensión, ha sido el caso en Portugal. Casi nadie sospechaba que este país, así como España, poseía romances caballerescos; los más habían caído en olvido, cuando, pocos años ha, un hombre de mérito, el señor Almeida Garrett, reunió los que quedaban, cuya hermosura hace que lamentemos doblemente la pérdida de los otros. Del mismo modo han desaparecido en gran parte las narraciones de los provenzales, y sólo de la imitaciones de los franceses del Norte se infiere que las hubo.

Viene en apoyo de nuestras conjeturas lo que el general Daumas, uno de los más distinguidos conocedores de la moderna Argelia y de sus habitantes, dice sobre los cantares que allí corren entre el vulgo. Para que el peso de este testimonio sea valedero en la cuestión presente, se ha de considerar que, no sólo las tribus árabes de África del Norte pertenecen a la misma familia que las que habitaban entonces en España, sino que también entre Andalucía y África hubo, durante la dominación mahometana, el comercio más activo. Toda la extensión de tierra del otro lado del estrecho de Gibraltar se surtió de instrumentos músicos que iban de España, y aún en el día de hoy son muchos de los más usuales, como laúd, rabel, gaita y adufe, los mismos que los españoles, hasta con los nombres, tomaron en otro tiempo de sus compatriotas muslimes. Cuando las armas cristianas se volvieron a enseñorear poco a poco de la Península, el África del Norte fue el asilo donde los árabes vencidos se refugiaron con los restos de su cultura; y, por último, después de la caída del postrer trono mahometano, la población del reino de Granada emigró en gran parte a la Argelia; de modo que se puede afirmar que circula sangre española en las venas de los actuales argelinos. Como éstos muestran notable predilección por los cantares lírico-épicos, es de presumir que sus antepasados de Andalucía sintiesen la misma predilección. El general Daumas dice: «La historia vive para el pueblo árabe casi exclusivamente en las narraciones y cantos populares, prestando en ellos su espíritu entusiasta duración a los sucesos, en los que cree ver el dedo de Dios. Sus libros mismos son leyendas escritas, y de todo esto, así como de los recuerdos de los ancianos, pueden la política y la erudición sacar una interminable multitud de noticias, hechos y estudios de costumbres. Desde que entramos en Argelia, no se ha conquistado una ciudad, ni se ha dado una batalla, ni ha ocurrido acontecimiento alguno importante, que no haya sido cantado por un poeta árabe». El general Daumas ha publicado muchos de estos cantos, y entre ellos, uno a la conquista de Argel, donde, en medio de líricas lamentaciones, están pintadas con viveza la lucha de los naturales contra los franceses, y la toma de la ciudad por éstos últimos.

Tampoco la poesía erudita, si bien predominaba la narración como fuera de su jurisdicción y dominio. Sirva de ejemplo de esta clase épico-lírica la composición siguiente a la victoria del emir Muhammad sobre los cristianos y los renegados, a orillas del Wadi-Salit o Guadalete:

   Con variados colores
con gritería confusa,
en hileras apretadas
los guerreros se apresuran,
y hacia los hondos barrancos
bajan en revuelta turba,
como rasgando las nubes,
brillan en la noche oscura
el relámpago y el rayo,
las cimitarras deslumbran.
Moviéndose a un lado y otro
los estandartes ondulan,
como al golpe de los remos
barca que las ondas surca.
El poder de la batalla,
que a los contrarios tritura,
es cual rueda de molino
que el agua a girar empuja;
y es el eje de la rueda
del rey la mente profunda;
del rey, que en virtud y gloria
sobre los reyes despunta,
y su nombre, el del Profeta,
con mil hazañas ilustra.
Loor al Profeta demos,
que el triunfo nos asegura,
cuando, sacudiendo el alba
el cendal que la circunda,
la verde yerba y las flores
cubre de perlas menudas,
de Wadi-Salit los cerros
lloran la mala ventura,
que de los incircuncisos
y renegados son tumba,
pues el destino allí quiere
que su pérdida se cumpla.
Cual enjambre de langostas
acudieron a la lucha;
pero las huestes reales
pronto los ponen en fuga.
Cayeron nuestros valientes
sobre la medrosa chusma,
como balcones que destrozan
una bandada de grullas,
o cual persiguen y matan
las bravas sierpes astutas
a los escuerzos cobardes,
que en vano esconderse buscan.
Huyendo, dice Ibn Yulis
estas palabras a Musa:
«¡La muerte! ¡Do quier la muerte!
no hay esperanza ninguna».
Murieron miles y miles,
murieron en lid tan ruda,
al filo de los alfanjes,
de las lanzas en la punta,
o en la corriente del río
encontrando sepultura,
o rodando por las peñas
o rompiéndose la nuca.



Ibn al-Qutiyya, como él mismo declara, ha tomado, en parte, las noticias que da en su historia, de una composición en verso sobre la conquista de España, escrita por Tamman, visir de Abd al-Rahman II. Yahya Ibn Hakan escribió una historia o crónica, todo en verso y lo mismo se cuenta de Abu Talib de Alcira. De Ibn Sawwan, de Lisboa, se conserva aún una poesía, en la cual se refiere cómo estuvo cautivo entre los cristianos de Coria, y cómo fue rescatado. Sobre estas citas podrán, sin duda, hacerse otras, cuando el tesoro que aún nos queda de la literatura arábigo-hispana esté más al alcance de todos. Esperamos la pronta publicación del poema, en el cual Ibn Abd Rabbih ha cantado las hazañas de Abd al-Rahman III, y donde podremos tener un modelo cumplido de la poesía narrativa de los poetas árabes cortesanos. Entre tanto servirá aquí para este fin otra composición que celebra la expedición de los Banu merines a España, y de la cual traduciremos un par de fragmentos. Empieza con las alabanzas de Dios:


   Alabando al Señor empiece el canto,
de poesía y de bien rico venero;
entrar, por obra de su auxilio santo,
en el recinto del Edén espero,
luz en mi mente, y en mi ingenio encanto,
y verdad en los casos que refiero
piden la voz y el corazón ahora
al Rey eterno que en los cielos mora.

    Su palabra sacó, con decir «sea»,
a todo ser del polvo, de la nada:
es vida, amor, poder, fuerza e idea;
toda la existencia en él está cifrada,
no impiden las tinieblas que no vea
del más ruin viviente la pisada.
No evita el trueno, ni la mar bramando,
que oiga la voz de quien le está llamando.

    No comprende el humano pensamiento,
por más que se dilate su grandeza;
el da a los siete cielos movimiento,
y al sol su resplandor y su belleza;
y en su trono, en el alto firmamento,
mira de nuestro mundo la bajeza,
y cuenta, a par de estrellas a millares,
cada grano de arena de los mares.



Después de esta introducción o invocación, que se extiende mucho más, entra el poeta en su asunto propio:


   Desembarcó el ejército en Tarifa;
llenó el rumor el pueblo y la montaña:
Abu Jacub, espléndido califa,
desplegó allí su tienda de campaña:
sobre una hermosa pérsica alcatifa
su trono alzó para domar a España,
y tomó asiento en él, rico y luciente,
como el dorado sol en el Oriente.

    Luego cayó sobre Arcos, y asolada
dejó toda la tierra circunstante:
por el fuego y el filo de la espada
de los infieles se miró triunfante:
después pasó a Jerez, la celebrada,
y de sus puertas acampó delante:
circundan la ciudad prados y huertas
y hazas de rica mies todas cubiertas.

    Mil aldeas y lindos caseríos
al campo daban esplendor y adorno;
pero de Abu Jacub los duros bríos
difunden el terror por los contornos:
los lugares quedando van vacíos,
y la desolación se esparce en torno:
huyen los campesinos aterrados
del ímpetu y furor de los soldados.

    Abu Jacub después con los ligeros
corceles a Sevilla se encamina;
y sujetan la tierra sus guerreros,
y la llenan de escombros y ruina;
y haciendo mil cristianos prisioneros,
los lleva do su hueste predomina,
como lobos con buitres peleando
y a los cristianos por do quier domando.

    Abu al-Mushafi y su hermano llegan,
célebres ambos por heroicos hechos;
a Arús los de Carmona ya se entregan,
a donde sus soldados van derechos;
los enemigos que con él refriegan
quedan muertos o en fuga van deshechos,
siendo tanto el botín en aquel día
que estrecho el campamento parecía.












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