domingo, 14 de octubre de 2012

VLADIMIR AMAYA [8.040]


Vladimir Amaya

Nació en San Salvador, en 1985. 
(San Salvador , 1985) es licenciado en Letras graduado por la Universidad de El Salvador. Fue miembro fundador del extinto taller literario «El Perro Muerto». Ha publicado los poemarios: Los ángeles anémicos (Editorial EquiZZero Soyapango, 2010), Agua inhóspita (Colección Revuelta, volumen II, San Salvador, 2010), La ceremonia de estar solo (Leyes de Fuga Ediciones, San Salvador, 2013), El entierro de todas las novias (Editorial Universitaria, San Salvador, 2013) y Tufo (Laberinto Editorial, San Salvador, 2014). Además las antologías: Una madrugada del siglo XXI (s/e, San Salvador, 2010), Perdidos y delirantes: 36-34 poetas salvadoreños olvidados (Zeugma Editores, San Salvador, 2012), Segundo índice antológico de la poesía salvadoreña (Editorial Kalina/ Índole Editores, San Salvador, 2014) y Torre de Babel. Antología de la poesía joven salvadoreña de antaño (Editorial EquiZZero, 2015). Dirigió, cuando era estudiante, el boletín de poesía «La huesera colectiva» en el Departamento de Letras de la UES. Ha publicado poemas y ensayos en revistas y periódicos. Se dedica a la docencia e imparte talleres de escritura.



Exordio  

Déjame morir, madre,  
aunque con ello te duela la vida. 

Porque he leído el llanto en las paredes de esta casa. 
He dormido en la helada punta de los gritos. 
Incandescentes son las sombras desde su núcleo. 
Yo no he podido atar las perdiciones de mi carne. 
Soy uno más que lleva su cruz entre las urgencias de la lluvia. 
He rodado por los peldaños de mi propia muerte inconclusa tantas ocasiones. 
Cristo ha visitado mis sueños y ha salido preñado de hierbas agridulces y tormentas.  
Soy pagano por adorar el polvo de los meses que concluyen con sal en sus bocas  
Déjame morir, madre, aunque con ello te duela la vida 
pues la escarcha ardorosa monta las arterias que forman la noche.   
En esta casa aprendí a escribir con los dedos rotos.  
El sol se hunde en las heridas del hombre,  
su oxidado aliento calienta mis mejillas demasiado tarde. 
Todo es demasiado tarde en brazos del amante fermentado que es el odio mismo. 
Sólo conozco parques y plazas abandonadas, mi ternura ha sido relámpago mortífero                                                                                                                     entre las sedas     
He propiciado la ruina del destino, me duele la sangre. 
Sé de los dientes en el barro, las llagas hijas del fuego de los hombres. 
Sé de los hombres como mentiras de sí mismos. 
He sostenido el silencio en mis manos y he besado sus manos.
He sobrevivido más de lo que creían... 

Déjame morir 
aunque con ello te duela la vida, madre. 


LA VIDA EN UN PUÑO
                                   
 a Elena Salamanca

I

Por esta vez no soy yo frente al espejo.
El corazón me es lágrima agridulce
en las mejillas de un perro que nunca aprendió a llorar.

Pero esta vez
no es un mar adentro de un reloj
lo que apresura mi mano.

Estoy solo
solo como Dios en toda su eternidad.

Como un niño envejecido,
como beso que aprende a ser pólvora bajo la lluvia.


II

No soy yo frente al espejo.
Perdí mi imagen entre los hombres,
entre sus ojos que me escupieron vidrios.

Ahí quedó mi rostro y mi nombre.
Ahora la música
sólo es música para los sordos.

¡Yo no soy yo esta vez en el espejo!

Hoy no soy yo.
No quiero serlo.
Mañana es cuento viejo para los recién nacidos.


III

Aquí, en mi casa, la noche
es arpa violenta de fantasmas.
La calle, la lengua del infierno
donde algas y jeringas descienden de las sombras.

Ya no bastan los arribos sin las flores.
No basta tener flores y quedarse sin destino.    
Hoy no soy yo en el espejo,
y por esta vez
no es un mar adentro de un reloj
lo que apresura mi mano.

No puedo ser yo esta vez en el espejo,
creer en el azar, fumar una esperanza
y andar por las aceras con el mismo vestido.


IV

Estoy solo
como muerto ya enterrado.
Partido del alma
como una carta que se rompe por orgullo.

Esta vez no hay espejo donde se duplique la esperanza.
No soy yo esperando inaugurar una puerta
o secar una lágrima en el misterio de los soles.

El niño no rejuvenece
ni rejuvenece el beso.

Mi silencio sólo es decir
que a veces la vida cabe en un puño.





LA VOZ ESTÁ HECHA DE DOCE PUERTAS
CERRADAS

Esas piedras en la ciudad
son las voces que pudrió la espera
y cada voz es un laberinto de hélices cuando callan.

Once puertas se abren al mencionar el milagro
y haces la noche, los trenes,
el viento y levantas el diluvio.

La voz no es la llave del Universo,
es sólo la llave a la esperanza más tonta de la Tierra.

Y es la flor para la amada,
y es la misma flor para el padre muerto.

De voces está formado el árbol donde Dios descansa
y él es otra voz,
suave como el fuego en la madera
ronca como el sueño del whisky.
                            
La voz está hecha de doce puertas cerradas.
cuerdas subterráneas que sólo la saliva
maquina y empuña
en el eco de las humedades y las sombras.

Y al decir
no se sabe nada
y al decir
en su vacío se da todo.




EL AMARGO ORÍN DE LOS DÍAS
                                
 A Roque Dalton y Alfredo Espino.

Este es el amargo orín de los días
cauce luminoso de sonidos extraños,
sombras largas como lágrimas de niño.

Es el mundo derrumbado bajo la hierba
y rastro de las horas diseminadas en el lodo.

Este es el amargo orín de los días
ropa sucia que nos recluye en nosotros mismos,

hedor a casa enferma entre los dedos,
labios que sobraron en la saliva,
sello pretérito,
cadena breve de la diadema en la penumbra.

Este es el amargo orín de los días
reino del enigma y la sed de donde no se regresa.

Es redoble de tijeras en la memoria herida,
petardos de lluvia en el ojo ya muerto;

tren de los alcoholes matutinos,
fétida raíz de témpanos solares,

padre que muere sin decir que nos amó,
novia que se va con un largo puñal en el costado;
Es palabra de silencio. La palabra  “silencio”. Poema que termina.



ENTRE UN ESCARABAJO Y OTRO

Nos acostumbramos dulcemente al crujir de los insectos en la noche,
a los partos de mujeres sin vulvas ni bocas.

No dijimos nada ante el ventanal roto.
Todo fue tan ordinario y vulgar que sonreímos con náusea. 

No hubo paz.
No hubo un amor que valiera el amor de aquellos que nos odiaron un día.
(Escribimos cartas de perdón a hombres vestidos de payaso.)

Perdóname ahora si no logro reparar tu muerte con mi muerte y la muerte de otros.

Nos acostumbramos dulcemente a no olvidar. Y a morir sencillo.

Ninguno de nosotros sabía que los labios duelen después de llegar a tantos labios,
que nuestros labios ya no lo son cuando sólo se llenan de polen y de besos.

Ahora, cada quien sabrá llevar esta lluvia en sus manos.
No podremos sostener nuestra herida mientras preguntemos una noche más por nuestra sangre.

Nos acostumbramos a los poemas más tristes,
a que fueran nuestras lagrimas si alguna vez nos quedábamos sin lágrimas.

Nos acostumbramos sí, dulcemente al crujir de los insectos en la noche.
Y al crudo cinismo de hacer las bodas
con las mismas trompetas y los mismos violines de los funerales.

Deberé de perdonarte si me alcanza la ternura,
en una noche parecida más a la luz que a la lluvia.
Deberé de perdonarte sí,
entre un escarabajo y otro….




PÁJARO TÓXICO

                       a Marissa Corleto,
                        por compartir conmigo
                       la siempre honrosa medalla de la sonrisa y del silencio.

                             11:30 AM

Siempre limpié mi cráneo antes de las ejecuciones.
Porque era lo más sencillo,
porque era cuestión de cerrar los ojos y olvidar la luna;
De romper el vidrio y comer los restos del espejo.
Así de sencillo era parir tantos muertos que fui.

                               
                            3:00 PM

Siempre regresé a los desperdicios del cuerpo después de las ejecuciones.
Porque era lo doloroso y lo divertido:
Armar de nuevo el rostro,
comprar otra alma en la tienda de guitarras,
enseñarles a los niños las grotescas quemaduras de la roca.
Así de sencillo era fingir tantos vivos que fui. 

                            
                            8: 15 PM

Cada aplauso que recibí
nunca estuvo a altura de mis lágrimas.


Poemas de Fin de Hombre (Ganador de Juegos Florales, Sonsonate, mayo 2013) (poemario posterior a Tufo, 2014)



No hay vuelta en el cadáver

No hay regreso a la cordillera de lo que fueron su coraje y su ternura.
No hay nada en él
que detenga la soledad de sus ropas dentro de una maleta vacía,
o algún mapa que lleve de vuelta nuestra pupila errante hacia su ojo.

Tanto amor entre las manos.
Mucho amor,
y un beso ahora sólo es una palabra.
(Vacíos nuestros labios al decirla)

No hay en el cadáver
una última vuelta hacia la vida.

Ceniza hoy donde creció su abrazo:
un pozo abren en la tierra
para todos esos días que se lleva consigo.

«Buen viaje», le dicen,
«Hasta pronto», le dicen algunos,
«Hasta la eternidad», le dicen los más soñadores.

No.
No hay vuelta.
No hay vuelta en el cadáver.
Y es que no hay.

Hoy sólo es
ese callejón sin aire;
cadáver para un ataúd,
(el cadáver siempre es el ataúd de los vivos que quedan);

es un túnel espeso y sin salida,

Y es que no hay,
No hay vuelta en el cadáver.
No hay vuelta.
No.




Poesía, te oí caer sobre mis úlceras,
derramada para mí en una sola luz, abundante, higiénica.
Te oí caer y entendí la tempestad
y la sordera de quienes se comen los ojos en la noche
para no ver su herida más sucia en los espejos.

Te oí caer en el humo de mis estropajos,
y en tu cálida voz lavé mi sombra
y entendí el mineral y la fibra de tus galaxias.

Sin entender tu nombre, puse tu nombre sobre las arenas del mundo.
Me olvidé del mundo y besé toda arena con mis párpados.
Porque naciste en mi mano antes que yo naciera.
Y te oí caer y eras el golpe al final de los besos, el grito al final de los sueños.
Pero no respondí,
no respondí hasta ahora que regreso de la ruina de mí mismo,
en un galopar de furiosos caballos.
Porque abrí el cerebro de tajo, cual fruta, y lo comí entero.

Te oí caer sobre cadáveres de niños, y fui feliz.
Te oí caer entre esos cadáveres, monumental.

Te oí caer, gota de saliva,
gota de mí que encontré necesaria en la sed, en la noche, junto a las estrellas.

Y los ídolos cayeron y también las casas.
Los años y los segundos, todo cayó contigo.

Te oí caer
y vi hombres tristes crecer a tu lado.
Hombres eternos y tristes,
y los seguí hasta olvidar la muerte y mi cadáver;
conocer el mar, abrir tus manos,
nombrar mi amor eterno;
caer sobre el mundo para oír el amor correr por todas las venas;
escuchar en tus ojos
mi sangre construir mi otro cuerpo.



Mi padre abrazó al humo
sin saber que el humo fue su padre.
Lo abrazó y quedó sin brazos,
tirado en el suelo, como padre de lo sucio.
Besó vidrio, hiriéndose los ojos con ese beso.
Sangró humo mi padre cuando regresó del beso.
Calló por horas su oscuro vinagre y sólo escupió cáscaras de cariño.
Abrazó el humo de fábricas lejanas,
el de calderas profundas,
el de sus cigarros.

Mi padre abrazó al humo con su ancho rencor de hombre asmático.
Me dijo que soy hijo del humo,
que debo aprender a vestir su ojo,
a calzar su músculo dentado,
porque el humo es cadáver etéreo
―siempre último grito de las cosas que arden bajo la piel―.

La casa se quemó y mi padre abrazó al humo.
Mi madre se quemó entre sombras y lágrimas, y él abrazó al humo.
Leyó el humo en el odio de sus manos,
leyó el humo en las líneas de todas las piedras.
Me dijo que yo no tengo alma,
que el humo sólo es el alma de todos los fuegos;
que todo lo que brilla junto a mis manos, mañana será humo.

Las palabras de mi padre oxidaron el cielo.
Por eso humo su escama, su páncreas;
de humo, su espina más amada.

«Nada más fuerte que el humo,
nada más terrible que el humo», me dijo.
«Los poetas no saben nada del humo», sentenció.





No hemos vivido a nuestros muertos lo suficiente.

Pronunciar sus nombres es en vano.
Por muy joven que haya sido su arruga
la vida inconclusa es la nuestra.

He aquí, entre las lágrimas, las fechas cuando sus cruces se erigieron sobre panales oscuros.
Aquí, junto a mi pan, el hambre que les dejó desnudo de migajas.
Pero no hemos vivido demasiado su muerte
aún faltan soles más profundos que sus infartos, que sus tumores, que sus asesinos
para aprehender la ceniza que les robó las lámparas del rostro,
y encontrar sus ojos en el joyero, una oreja suya en el portalápices.

Pronunciar sus nombres
sólo es gastar oxígeno que a ellos ya no les sirve,
es construir ataúdes y hacerlos llorar como guitarras.
No hemos vivido suficiente su memoria, su estambre de dolor continuo.
Llevar sus flores, sus argollas,
es poco
y vale menos que la mugre sobre nuestras camisas.

Esto que digo es otra tumba: no hemos vivido a nuestros muertos lo suficiente.
No merecemos caminar a la habitación de su estirpe.
Su oro no es ni será nuestro oro.
Vivimos la vergüenza y la soledad con los ojos cerrados
porque cada mañana, porque cada noche
morimos una vida, y otra, y otra vida sobre su muerte.





Golpéame, hermano, golpéame;
acuchíllame los ojos,
arráncame las orejas porque he escuchado al mar decir tu nombre.
En el estómago golpéame,
en la cabeza.
Cortos son los hilos de sangre que nos separan,
porque no son las ciudades, no son las noches con sus moscas
es la sangre, hermano.
Golpéame la sangre con los últimos martillos de tu sombra.
Golpéame, no te quedes sin golpearme en este vértigo,
en esta luz que se arrastra voraz a nuestra puerta.

Con fuerza, hermano, como besando a una novia.
Golpéame con tus dos toros,
uno tras otro embistiendo,
imponiéndose sobre el cuerpo
como cuando la lluvia llega con sus botas oscuras a los campos
y derrumba puentes.
Golpéame la cara, hermano, la cara;
porque sé que cantas la tarde,
porque sé que esperas todos los abismos y lloraste ya todos los trenes.
Muérdeme el hígado que voy a tu lado en este humo;
porque sé, no habrá día para mi cruz en tu calendario.

Golpéame el corazón porque no entiendes su caligrafía.
Hazlo sin ternura, sin piedad pero con tus lágrimas.
Soy el hombre que camina al otro lado de tu espejo,
el que sabe tu calabozo, tu dios y tu mesa.

Soy yo, y golpéame los riñones.
Arranca mi cabeza y déjala en un parque.
Golpea profundo, pega profundo en el cuerpo,
como quien cava la tumba para un padre o un hijo.

Quiebra el hueso, hermano,
desgarra y abre, una a una, mis costillas.
Golpea para regresar a casa,
patea, desmiembra, para volver al árbol de nuestra sangre.
No me dejes solo y golpea,
abolla, aplasta, rompe,
hasta encontrar tu amor enterrado en mi pecho.




Poemas de La princesa de los ahorcados 
y otras criaturas aéreas (poemario posterior a Fin de Hombre)



Raras aves que fueron del paraíso

                               VII

Andrea es un recuerdo con la altura y la melancolía de un astro.

Ella solía brillar cuando yo estaba en el fondo de esa lágrima que debió haber sido suya.

Durante algún tiempo,
a cada minuto de nuestras pequeñas vidas,
ocurría el preciso instante cuando decidió irse.
Y la veía marcharse cada noche antes de dormirme.
No podía detenerla,
no quería detenerla, a veces.
Supuse que en su momento llegaría a ser una más de mis arrugas,
y yo una más de sus canas. Sólo eso.



                               VI

Ella vivía a cuatro pisos de mi cariño.
Yo tenía doce años y empezaban a gustarme los jugos de manzana.
Ella tenía catorce sonrisas en su edad, las más dulces, de seguro, de toda su vida.
Yo era demasiado viejo, de algún modo, como para besarla en los labios.

                               V

Una tarde dejó de hablarme
o en una tarde yo dejé de buscarla,
y se terminaron los paseos en bicicleta,
el viaje a tirar piedras a los techos de las casas abandonadas al final de los pasajes
y ese reír solamente porque era posible.



                               IV

Por mi cuenta sólo me hice mayor en los días de lluvia.
A veces la alcanzaba a ver con alguien de la mano,
porque aún seguía viviendo a cuatro pisos de mi cariño,
y había dejado de tener catorce sonrisas hacía mucho,
y algunas lágrimas habían pasado ya por las mejillas de su corazón.

En otras manos la vi crecer
y la vi amar
con esa dulzura que debió de haber sido para mí.



III

Hubo ocasiones cuando la encontré en la calle, sola,
e iba con sus libros bajo el brazo.
Al verme, se entregaba a la nada, cambiaba de acera,
y éramos barcos que naufragaban en mares distintos
golpeados por el mismo témpano.

Y qué decirle, si ella era mi palabra, violenta, vehemente.
Y qué esperaba de ella,
si mi miedo era una mano sobre su boca.
Nunca lo dijo. Nunca lo dije.
De todas formas, el silencio fue nuestro hijo.



II

En esos pétalos que arden en la vida,
su gesto fue siempre el de aquella niña aprendiendo a ser muchacha;
era también mi mueca de niño jugando a ser un hombre tonto.
Pero cada uno entendió, como pudo, el torcido renglón de su plana.
Y en las ejecuciones del mundo fuimos los espectadores.
Algo nos hizo detener el rostro sobre los helados aguijones del polvo
y llegar por último a nuestras culpas;
aprender a ser nosotros sin nosotros.




                               I

Llegó el cambio de estación
y todos los pájaros amanecieron muertos.
Todos los corazones amanecieron iluminados.

El mundo era otro en nuestros antiguos ojos de niños.
Y yo la miraba sin mirarla ya.
Un día me fui para no presenciar más todas sus despedidas,
para no rondar más por sus cabellos,
para no sentir su olor a relámpago en mi insomnio.
Me fui,
aunque mi cariño se quedó a cuatro pisos de su casa.

Si me viera, no me reconocería ahora;
si la viera, no supiera ciertamente si fuera ella.

Tengo edad para la arruga y no la encuentro;
tiene edad para la cana y no me encuentra.

Perversa es toda esta ternura de la nostalgia.





Poema suelto de distinto trabajo aún por armar.

Otra vez sin monedas, camino de regreso a casa

Las calles de esta ciudad
lo son sólo cuando caminas sobre ellas,
y éstas te caminan.

Y llegar por esas venas de asfalto candente y apolillado por la lluvia
es estar llegando por primera vez a la ciudad, todas las veces.

Ahí,
es la misma gente alrededor desde hace muchos años:
los padres que ayer fueron los hijos,
los abuelos que un día fueron los padres,
los hijos que ahora tienen hijos.

Nuevas casas
donde antes un parque, donde antes una oficina;
y una oficina, donde antes era una casa o un parque:
ciudad que cambia
y no abandona su primera piedra.

Y hay algo en mi ciudad,
lo noto desde sus calles llenas de atropellados y protestas,
algo que la hace tierna y triste como una madre desahuciada.

En sus plazas,
los novios que aún esperan la luz del primer faro;
las novias que aún lloran el último beso que jamás recibieron;
y los masacrados,
los olvidados de fechas inolvidables
siguen en el mismo corazón-plaza de todos los siglos.

Yo camino sobre estas calles
sin prisa, sin apremio alguno,
(esta ciudad es tan pequeña
que cualquiera de sus calles me lleva hacia mi casa.)

Cruzo las arterias,
los puentes
sobre un río que aguarda la próxima tormenta
para levantarse y tomarse estas calles en nombre del mar.

Cruzo pasajes donde esperan el cuchillo y la bala,
y la boca del hambre con los labios pintados de amor.

Y es que estas calles
te llevan a puertos de huracanes,
a burdeles, como a iglesias;
a un cadáver de perro, como al de un niño.

En mi ciudad las calles no son largas.

Largo sólo el cielo;
largos los sueños,
las esperanzas
y el dolor,
que son el mismo promontorio de basura sobre estas calles.





Del libro La ceremonia de estar solo (El Salvador: Leyes de Fuga Ediciones, 2013)

Agujero de gusano

Comparto la misma edad con mi padre.
Él y yo somos de musgos distantes.
Somos del frío.

Venimos
con la canción del otro sucia sobre el pecho,
al unísono
con idéntico rostro hecho pedazos.

Mi padre y yo
nos llevamos amarrados a la sangre
desde un tiempo remoto y terrible.

Yo estuve con él
cuando aún dormía en el vientre de mi abuela,
y soñaba en su sueño, que era el mío,
la sal rosada
de un mundo entonces ignorado.

Grité con él su primer latido
cuando transparente se eclipsó con la vida.

Sus primeros pasos también fueron mis primeras sendas.
Mis primeras palabras soltaron amarras desde su boca.

Y fui con él dentro del tornado de las hojas,
en el dulce resplandecer de los frutos.

Fueron los primeros inviernos de mi padre
los que me dejaron herido el recuerdo de esta lluvia.

Besé con él a todas sus novias.
Todas sus novias fueron mi primer beso en el mundo.
También besé a mi madre en el día de su boda.

Con mi padre entré a las cárceles, a los burdeles
y a los psiquiátricos de todas las ciudades.

Fue la soledad de mi padre mi «primera comunión».

Yo estuve con él
frente a ese espejo sin respuestas
y supe de barcos hundidos, de trenes oxidados.

Estreché las manos que mi padre estrechó en su momento.
Con él probé
las vísceras de la tarde hechas duro hueso de tinieblas
y también le di la espalda a Dios
el día en que rechazó todo cáliz.

Mío fue su primer alcohol
que quemó en ese instante mi garganta para siempre.

Su puño fue mi puño en mi cara de siempre.
Con él era yo, injuriándome siempre.
Conmigo era él, culpándome siempre.

Y fui con él.
Y vine.
Estoy.

Comparto la misma edad con mi padre
y hoy que muere
también la muerte me lleva.





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