lunes, 30 de junio de 2014

GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA [12.110]


Gertrudis Gómez de Avellaneda

Gertrudis Gómez de Avellaneda (Camagüey; 23 de marzo de 1814 - Madrid, 1 de febrero de 1873), llamada coloquialmente «Tula», fue una escritora y poetisa del romanticismo hispanoamericano. Precursora del feminismo en España y una de las más grandes poetisas de la lengua castellana según la consideración de Marcelino Menéndez y Pelayo. Está considerada, además, como una de las precursoras de la novela hispanoamericana junto a Juana Manso, Mercedes Marín, Rosario Orrego, Julia López de Almeida, Clorinda Matto de Turner, Manuela Gorriti y Mercedes Cabello de Carboneda, entre otras.

Nació en la antigua Santa María de Puerto Príncipe, entonces colonia española, hoy Camagüey, Cuba el 23 de marzo de 1814. Sus antepasados paternos eran oriundos de Constantina de la Sierra en la provincia de Sevilla mientras los maternos provenían de las Islas Canarias y el País Vasco. Pasó su niñez en su ciudad natal y residió en Cuba hasta 1836. En este año parte con su familia hacia España. Al comienzo de este viaje compuso uno de sus más conocidos poemas, el soneto «Al partir» una composición antológica por excelencia, marcada por el desgarramiento existencial y que encabezará su producción en el futuro.

¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente!
¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo
la noche cubre con su opaco velo
como cubre el dolor mi triste frente.

Antes de la llegada a España, la Avellaneda (junto al resto de su familia) estuvo durante una corta temporada en Burdeos, visitando en las cercanías de la comuna de Martillac el mítico Castillo de la Brède y el centro espiritual La solitude de la congregación La Sagrada Familia de Burdeos. Finalmente en España se establecieron en La Coruña, ciudad donde vivían los familiares de su padrastro. Fue en La Coruña donde realmente emerge la poetisa, allí escribió sus primeras seis composiciones, «A la poesía», «A las estrellas», «La serenata», «A mi jilguero», etc. En esta ciudad, a pesar del ambiente discrepante que vivió, mantiene una relación amorosa con el hijo del capital general de Galicia, Mariano Ricafort Palacín y Abarca, pero el noviazgo se rompe porque el joven Ricafort no consideró oportuno que su novia se dedicara a escribir poesías. De La Coruña pasó, junto a su hermano Manuel Gómez de Avellaneda, a Andalucía y allí, gracias a la amistad que entabló con Alberto Lista y el joven Manuel Cañete publicó versos en varios periódicos de Cádiz y Sevilla (La Aureola de Cádiz) y (El Cisne de Sevilla) bajo el seudónimo de La Peregrina que le granjearon una gran reputación. Instalada definitivamente en Sevilla es donde en 1839 conoce al que será el gran amor de su vida Ignacio de Cepeda y Alcalde joven estudiante de Leyes con el que vive una atormentada relación amorosa, nunca correspondida de la manera apasionada que ella le exige, pero que le dejará indeleble huella. Para él escribió una autobiografía y gran cantidad de cartas que publicadas a la muerte de su destinatario muestran los sentimientos más íntimos de la escritora. Los originales de las mencionadas cartas, así como la autobiografía y otros documentos de capital importancia para el estudio del personaje, se han encontrado recientemente en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras.

En el verano de 1840 estrenó en Sevilla su primer drama titulado Leoncia. En otoño de ese mismo año se marchó a Madrid donde se instaló e hizo amistad con literatos y escritores de la época. Al año siguiente publicó con gran éxito en la capital de España su primera colección de versos titulada Poesías, que contenía el soneto «Al partir» y un poema en versos de arte menor dedicado, como indica su título, «A la poesía».2 Ese mismo año publica su famosa novela, Sab, considerada como la primera novela antiesclavista de la historia, anterior incluso a Uncle Tom's Cabin de la escritora norteamericana Harriet Beecher Stowe. En 1842 publica Dos mujeres, la novela, obra en la que defiende el divorcio como la solución a una unión no deseada, cosechando a sus primeros detractores por el abierto feminismo que ya destaca en su obra. Su tercera novela será Espatolino, obra de corte social, en la que denuncia la terrible situación en que se encuentra el sistema penitenciario de entonces.

En 1844 estrena Alfonso Munio su segunda obra de teatro. El éxito fue apoteósico y la fama de la escritora sube a niveles insospechados. Por aquellos años ha conocido, entre otros, al poeta Gabriel García Tassara. Entre ellos nace una relación que se basa en el amor, los celos, el orgullo y el temor. Tassara desea conquistarla para ser más que toda la corte de hombres que la asedian, pero tampoco quiere casarse con ella. Está enfadado por la arrogancia y la coquetería de Tula, escribe versos que nos hacen ver que le reprocha su egolatría, ligereza y frivolidad. Pero la Avellaneda se rinde a ese hombre y poco después casi la destroza. Tula, como era conocida por sus amigos y familiares, está embarazada y soltera, en un Madrid de mediados del siglo XIX, y en su amarga soledad y pesimismo viendo lo que se le viene encima escribe «Adiós a la lira», es una despedida de la poesía. Piensa que es su final como escritora. Pero no será así.

En 1845 obtuvo los dos primeros premios de un certamen poético organizado por el Liceo Artístico y Literario de Madrid, momento a partir del cual la Avellaneda figuró entre los escritores de mayor renombre de su época, convirtiéndose en la mujer más importante de todo Madrid, después de Isabel II.

En abril de ese año tiene a su hija María, o Brenhilde, como ella prefiere llamarle. Pero la niña nace muy enferma y muere con siete meses de edad. Durante ese tiempo de desesperanza escribe de nuevo a Cepeda:

Envejecida a los treinta años, siento que me cabrá la suerte de sobrevivirme a mí propia, si en un momento de absoluto fastidio no salgo de súbito de este mundo tan pequeño, tan insignificante para dar felicidad, y tan grande y tan fecundo para llenarse y verter amarguras.
Son escalofriantes las cartas escritas por Gertrudis a Tassara para pedirle que vea a su hija antes de que muera, para que la niña pueda sentir el calor de su padre antes de cerrar los ojos para siempre. Brenilde muere sin que su padre la conozca.

El 10 de mayo de 1846 se casó con don Pedro Sabater el gobernador civil de Madrid, su primer marido, que padecía una terrible enfermedad. Los recién casados viajaron a París en el intento por buscar una cura a la dolencia del enfermo, pero el 1 de agosto, regresando, don Pedro Sabater muere en Burdeos en brazos de su esposa. Gertrudis, totalmente desesperada se recluyó en el centro espiritual de La solitude de Martillac perteneciente a la congregación de la Sagrada Familia de Burdeos, lugar donde escribió Manual del cristiano (hay edición de Carmen Bravo-Villasante, 1975), que supuso el comienzo de una inclinación hacia la religión que se haría progresivamente más presente en su obra. Tras morir su primer esposo compuso dos elegías que se cuentan entre lo más destacado de su obra poética. Estos y los dos poemas titulados «A él» dan cuenta de sus experiencias personales, aunque habitualmente ella no utilizaba como materia directa de su producción lírica. Más tarde apareció una segunda edición aumentada de sus Poesías (Madrid, 1850).

Movida por el éxito de sus producciones y acogida tanto por la crítica literaria como por el público en 1853 a raíz de la muerte de Juan Nicasio Gallego, su gran amigo y mentor, presentó su candidatura a la Real Academia Española pero el sillón fue ocupado por un hombre. Los misóginos académicos de entonces no permitieron que una mujer ocupara una silla reservada exclusivamente para ellos, más bien la envidia les carcomía. (No fue hasta 1974 que una mujer, Carmen Conde pudo entrar a la RAE como académica).

Se casó nuevamente en 1856 con un político de gran influencia, don Domingo Verdugo. En 1858, a raíz del fracaso en el estreno de su comedia Los tres amores (un gato fue arrojado a las tablas), su esposo achacó a un tal «Antonio Ribera» la autoría del incidente. Por tal motivo ambos se enfrentaron en la calle y «Antonio Ribera» hirió de gravedad a Domingo Verdugo. El matrimonio viajó a Cuba en 1859 con la esperanza de que el clima del Caribe sanara las heridas. En Cuba, la Avellaneda, fue celebrada y agasajada por sus compatriotas después de veintitrés años de ausencia. En una fiesta en el Liceo de la Habana fue proclamada poetisa nacional. Durante seis meses dirigió una revista en la capital de la Isla, titulada Álbum cubano de lo bueno y lo bello (1860). . A finales de 1863 moría su esposo el coronel Verdugo, lo que acentuó su espiritualidad y entrega mística a una severa y espartana devoción religiosa. En 1864 regresó a Madrid, tras pasar por Nueva York, Londres, París y Sevilla. Finalmente murió en Madrid el 1 de febrero de 1873 a los 58 años de edad. Sus restos, sin embargo, reposan en el cementerio de San Fernando de Sevilla junto a los de su esposo y su hermano Manuel.

Su poesía se ha comparado con la de Louise-Victorine Ackermann o la de Elizabeth Barrett Browning por su análisis de los estados emocionales derivados de la experiencia amorosa.

Como se dijo, su poesía fue tratando cada vez más asuntos religiosos, especialmente a raíz de la muerte de Pedro Sabater y su enclaustramiento en La solitude de Martillac. Esta temática procuraba dar respuesta a uno de los temas constantes de su trayectoria literaria: el vacío espiritual, y el anhelo insatisfecho, ya expresado en un poema anterior a su boda con Pedro Sabater:

Yo como vos para admirar nacida, 
yo como vos para el amor creada, 
por admirar y amar diera mi vida, 
para admirar y amar no encuentro nada.

En este sentido destacan los poemas «Dedicación de la lira de Dios», «Soledad del alma» o «La cruz», cuya métrica incluye un acertado cambio del endecasílabo al eneasílabo. En poemas como «La noche de insomnio y el alba» y «Soledad del alma» introdujo también innovaciones en el metro que anuncian la experimentación en esta faceta que llevó a cabo el Modernismo. Así, en la obra de Avellaneda se encuentran versos de trece sílabas con cesura tras la cuarta; de quince y de dieciséis sílabas, poco frecuentes en la poesía en español. También utilizó un verso alejandrino (de catorce sílabas) cuyo primer hemistiquio es octosílabo y el segundo hexasílabo, o donde el primero es pentasílabo y el segundo eneasílabo.

También cultivó los géneros narrativo y especialmente el dramático. En España escribió una serie de novelas, la más famosa Sab (1841) que trata la temática antiesclavista y de amores no correspondidos. Dos mujeres supone una invectiva contra el matrimonio. Su cuarta novela, Guatimozín, reúne una gran cantidad de erudición histórica y se sitúa en el México de la etapa de la conquista. En sus restantes obras narrativas, si bien carecen del vigor de las tres primeras, sigue presente la decidida crítica a la sociedad convencional.

En cuanto al teatro, su obra ocupa un lugar importante en la escena española del periodo 1845-1855, cuando el drama romántico había decaído y aún no había surgido la alta comedia. Leoncia fue estrenada en Sevilla en 1840, tuvo una buena acogida y poseía cierta originalidad. Su primera obra estrenada en Madrid, en 1844, fue Munio Alfonso, ambientada en la corte de Alfonso VII de León y Berenguela de Barcelona, con una producción de dramas históricos que seguían la estela de Manuel José Quintana, y del que son muestras representativas El príncipe de Viana (1844) y Egilona (1846).

Pero sus mayores éxitos en el teatro los obtuvo con dos dramas bíblicos: Saúl (1849) y, sobre todo, Baltasar (1858), considerada su obra cumbre en el ámbito dramático. Los dos muestran aspectos distintos del Romanticismo. Saúl representa la rebeldía, mientras que Baltasar escenifica el hastío vital, la melancolía del «mal del siglo» que será sentida en la segunda mitad del siglo por los poetas simbolistas franceses y en el modernismo hispánico.

Entre sus comedias, cabe destacar La hija de las flores (1852), alabada por su adecuada combinación de fuerza cómica y poesía.

Obras de la escritora

Poesías de la señorita Da. Gertrudis Gómez de Avellaneda, Est. Tip. Calle del Sordo No. 11, Madrid, 1841.
Sab, Imprenta de la Calle Barco No. 26, Madrid, 1841.
Dos mujeres (sic), Gabinete literario, Madrid, 1842-43.
La baronesa de Joux, La Prensa, La Habana, 1844.
Espatolino, La Prensa, La Habana, 1844.
El príncipe de Viana, Imp. de José Repullés, Madrid, 1844.
Egilona, Imp. de José Repullés, Madrid, 1845.
Guatimozin, último emperador de Méjico, Imp. de A. Espinosa, Madrid, 1846.
Saúl, Imp. de José Repullés, Madrid, 1849.
Dolores, Imp. de V.G. Torres, Madrid, 1851.
Flavio Recaredo, Imp. de José Repullés, Madrid, 1851.
El donativo del Diablo o La velada del Helecho, Imp. a cargo de C. González, Madrid, 1852.
Errores del corazón, Imp. de José Repullés, Madrid, 1852.
La hija de las flores; o, Todos están locos, Imp. a cargo de C. González, Madrid, 1852.
La verdad vence apariencias, Imp. de José Repullés, Madrid, 1852.
Errores del corazón
La aventurera; Imp. a cargo de C. González, Madrid, 1853.
La mano de Dios, Imp. del Gobierno por S.M., Matanzas, 1853.
La hija del rey René, Imp. de José Rodríguez, Madrid, 1855.
Oráculos de Talía; o, Los duendes en palacio, Imp. de José Rodríguez, Madrid, 1855.
Simpatía y antipatía, Imp. de José Rodríguez, Madrid, 1855.
La flor del ángel (tradición guipuzcoana), A.M. Dávila, La Habana, 1857.
Baltasar, Imp. de José Rodríguez, Madrid, 1858.
Los tres amores, Imp. de José Rodríguez, Madrid, 1858.
El artista barquero; o, Los cuatro cinco de junio, El Iris, L Habana, 1861.
Catilina, Imprenta y Librería de Antonio Izquierdo, Sevilla, 1867.
Devocionario nuevo y completísimo en prosa y en verso, Imprenta y Librería de Antonio Izquierdo, Sevilla, 1867.
Obras literarias, Imp. y estereotipia de M. Rivadeneyra, Madrid, 1869-1871, 5t.
Leyendas, novelas y artículos literarios. Reimpresión de los tomos 4 y 5 de las Obras literarias, Imp. de Aribau, Madrid, 1877
Obras dramáticas, Reimpresión de los tomos 2 y 3 de las Obras literarias Imp. y estereotipia de M. Rivadeneyra, Madrid, 1877.
Poesías líricas, Reimpresión del tomo 1 de las Obras literarias, Librería de Leocadio López, Madrid, 1877.
La Avellaneda. Autobiografía y cartas de la ilustre poetisa, hasta ahora inéditas, con un prólogo y una necrología por D. Lorenzo Cruz de Fuentes, Imprenta de Miguel Mora, Huelva, 1907.
Cartas inéditas y documentos relativos a su vida en Cuba de 1839 a 1864, La pluma de oro, Matanzas, 1911.
Obras de la Avellaneda. (Edición del centenario)
Memorias inéditas de la Avellaneda, Imprenta de la Biblioteca Nacional, La Habana, 1914.
Obras de la Avellaneda. Edición del centenario, Imp. de Aurelio Miranda, La Habana, 1914.
Leoncia, Tipografía de la Revista de Archivos, Biblioteca y Museos, Madrid, 1917.
El aura blanca, Oficina del historiador de la Ciudad, Matanzas, 1959.
Teatro, Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1965





A él

No existe lazo ya; todo está roto:
Plúgole al Cielo así; ¡bendito sea!
Amargo cáliz con placer agoto;
Mi alma reposa al fin; nada desea.

Te amé, no te amo ya; piénsolo, al menos.
¡Nunca, si fuere error, la verdad mire!
Que tantos años de amarguras llenos
Trague el olvido; el corazón respire.

Lo has destrozado sin piedad; mi orgullo
Una vez y otra vez pisaste insano...
Mas nunca el labio exhalará un murmullo
Para acusar tu proceder tirano.

De graves faltas vengador terrible,
Dócil llenaste tu misión; ¿lo ignoras?
No era tuyo el poder que, irresistible,
Postró ante ti mis fuerzas vencedoras.

Quísolo Dios, y fue. ¡Gloria a su nombre!
Todo se terminó; recobro aliento.
¡Ángel de las venganzas!, ya eres hombre...
Ni amor ni miedo al contemplarte siento.

Cayó tu cetro, se embotó tu espada...
Mas, ¡ay, cuán triste libertad respiro!

Hice un mundo de ti, que hoy se anonada,
Y en honda y vasta soledad me miro.

¡Vive dichoso tú! Si en algún día
Ves este adiós que te dirijo eterno,
Sabe que aún tienes en el alma mía
Generoso perdón, cariño tierno.





A la muerte de D. José María de Heredia

Le poète est semblable aux oiseaux de passage,
Qui ne batissent point leur nid sur le rivage.
Lamartine

Voz pavorosa en funeral lamento,
Desde los mares de mi patria vuela
A las playas de Iberia; tristemente
En son confuso la dilata el viento;
El dulce canto en mi garganta hiela,
Y sombras de dolor viste a mi mente.
¡Ay!, que esa voz doliente,
Con que su pena América denota
Y en estas playas lanza el océano,
"Murió —pronuncia— el férvido patriota..."
"Murió —repite— el trovador cubano";
Y un eco triste en lontananza gime,
"¡Murió el cantor del Niágara sublime!"

¿Y es verdad? ¿Y es verdad?... ¿La muerte impía
Apagar pudo con su soplo helado
El generoso corazón del vate,
Do tanto fuego de entusiasmo ardía?
¿No ya en amor se enciende, ni agitado
De la santa virtud al nombre late?
Bien cual cede al embate
Del aquilón el roble erguido,
Así en la fuerza de su edad lozana
Fue por el fallo del destino herido...
Astro eclipsado en su primer mañana,
Sepúltanle las sombras de la muerte,
Y en luto Cuba su placer convierte.

¡Patria! ¡Numen feliz! ¡Nombre divino!
¡Ídolo puro de las nobles almas!
¡Objeto dulce de su eterno anhelo!
Ya enmudeció tu cisne peregrino...
¿Quién cantará tus brisas y tus palmas,
Tu sol de fuego, tu brillante cielo?...
Ostenta, sí, tu duelo;
Que en ti rodó su venturosa cuna,
Por ti clamaba en el destierro impío,
Y hoy condena la pérfida fortuna
A suelo extraño su cadáver frío,
Do tus arroyos, ¡ay!, con su murmullo
No darán a su sueño blando arrullo.

¡Silencio!, de sus hados la fiereza
No recordemos en la tumba helada
Que lo defiende de la injusta suerte.
Ya reclinó su lánguida cabeza
—De genio y desventuras abrumada—
En el inmóvil seno de la muerte.
¿Qué importa al polvo inerte,
Que torna a su elemento primitivo,
Ser en este lugar o en otro hollado?
¿Yace con él el pensamiento altivo?...
Que el vulgo de los hombres, asombrado
Tiemble al alzar la eternidad su velo;
Mas la patria del genio está en el cielo.

Allí jamás las tempestades braman,
Ni roba al sol su luz la noche oscura,
Ni se conoce de la tierra el lloro...
Allí el amor y la virtud proclaman
Espíritus vestidos de luz pura,
Que cantan el hosanna en arpas de oro.
Allí el raudal sonoro
Sin cesar corre de aguas misteriosas,
Para apagar la sed que enciende al alma
—Sed que en sus fuentes pobres, cenagosas,
Nunca este mundo satisface o calma—.
Allí jamás la gloria se mancilla,
Y eterno el sol de la justicia brilla.

¿Y qué, al dejar la vida, deja el hombre?
El amor inconstante; la esperanza,
Engañosa visión que lo extravía;
Tal vez los vanos ecos de un renombre
Que con desvelos y dolor alcanza;
El mentido poder; la amistad fría;
Y el venidero día
—Cual el que expira breve y pasajero—
Al abismo corriendo del olvido...
Y el placer, cual relámpago ligero,
De tempestades y pavor seguido...
Y mil proyectos que medita a solas,
Fundados, ¡ay!, sobre agitadas olas.

De verte ufano, en el umbral del mundo
El ángel de la hermosa poesía
Te alzó en sus brazos y encendió tu mente,
Y ora lanzas, Heredia, el barro inmundo
Que tu sublime espíritu oprimía,
Y en alas vuelas de tu genio ardiente.
No más, no más lamente
Destino tal nuestra ternura ciega,
Ni la importuna queja al cielo suba...
¡Murió! A la tierra su despojo entrega,
Su espíritu al Señor, su gloria a Cuba;
¡Que el genio, como el sol, llega a su ocaso,
Dejando un rastro fúlgido su paso!






A la poesía

¡Oh tú, del alto cielo
Precioso don al hombre concedido!
¡Tú, de mis penas íntimo consuelo,
De mis placeres manantial querido!
¡Alma del orbe, ardiente poesía,
Dicta el acento de la lira mía!

Díctalo, sí, que enciende
Tu amor mi seno, y sin cesar ansío
La poderosa voz, que espacios hiende,
Para aclamar tu excelso poderío,
Y en la naturaleza augusta y bella
Buscar, seguir y señalar tu huella.

¡Mil veces desgraciado
Quien -al fulgor de tu hermosura ciego-
En su alma inerte y corazón helado
No abriga un rayo de tu dulce fuego;
Que es el mundo, sin ti, templo vacío,
Cielo sin claridad, cadáver frío!

Mas yo doquier te miro;
Doquier el alma, estremecida, siente
Tu influjo inspirador; el grave giro
De la pálida luna, el refulgente
Trono del sol, la tarde, la alborada...
Todo me habla de ti con voz callada.

En cuanto ama y admira,
Te halla mi mente. Si huracán violento
Zumba, y levanta el mar, bramando de ira;
Si con rumor responde soñoliento
Plácido arroyo al aura que suspira...
Tú alargas para mí cada sonido
Y me explicas su místico sentido.

Al férvido verano,
A la apacible y dulce primavera,
Al grave otoño y al invierno cano
Me embellece tu mano lisonjera;
¡Que alcanzan, si los pintan tus colores,
Calor el hielo, eternidad las flores!

¿Qué a tu dominio inmenso
No sujetó el Señor? En cuanto existe
Hallar tu ley y tus misterios pienso:
El universo tu ropaje viste,
Y en su conjunto armónico demuestra
Que tú guiaste la hacedora diestra.

¡Hablas! ¡Todo renace!
Tu creadora voz los yermos puebla;
Espacios no hay que tu poder no enlace;
Y rasgando del tiempo la tiniebla,
De lo pasado al descubrir ruinas,
Con tu mágica luz las iluminas.

Por tu acento apremiados,
Levántanse del fondo del olvido,
Ante tu tribunal, siglos pasados;
Y el fallo que pronuncias -trasmitido
Por una y otra edad en rasgos de oro-
Eterniza su gloria o su desdoro.

Tu genio, independiente
Rompe las sombras del error grosero;
La verdad preconiza; de su frente
Vela con flores el rigor severo,
Dándole al pueblo, en bellas creaciones,
De saber y virtud santas lecciones.

Tu espíritu sublime
Ennoblece la lid; tu épica trompa
Brillo eternal en el laurel imprime;
Al triunfo presta inusitada pompa;
Y los ilustres hechos que proclama
Fatiga son del eco de la fama.

Mas, si entre gayas flores,
A la beldad consagras tus acentos;
Si retratas los tímidos amores;
Si enalteces sus rápidos contentos;
A despecho del tiempo, en tus anales,
Beldad, placer y amor son inmortales.

Así en el mundo suenan
Del amante Petrarca los gemidos;
Los siglos con sus cantos se enajenan;
Y unos tras otros -de su amor movidos-
Van de Valclusa a demandar al aura
El dulce nombre de la dulce Laura.

¡Oh! No orgullosa aspiro
A conquistar el lauro refulgente,
Que humilde acato y entusiasta admiro,
De tan gran vate en la inspirada frente;
Ni ambicionan mis labios juveniles
El clarín sacro del cantor de Aquiles.

No tan ilustres huellas
Seguir es dado a mi insegura planta...
Mas, abrasada al fuego que destellas,
¡Oh, genio bienhechor!, a tu ara santa
Mi pobre ofrenda estremecida elevo,
Y una sonrisa a demandar me atrevo.

Cuando las frescas galas
De mi lozana juventud se lleve
El veloz tiempo en sus potentes alas,
Y huyan mis dichas como el humo leve,
Serás aún mi sueño lisonjero,
Y veré hermoso tu favor primero.

Dame que puedas entonces,
¡Virgen de paz, sublime poesía!,
No transmitir en mármoles ni en bronces
Con rasgos tuyos la memoria mía;
Sólo arrullar, cantando, mis pesares,
A la sombra feliz de tus altares.







A las estrellas

Reina el silencio: fúlgidas en tanto
Luces de paz, purísimas estrellas,
De la noche feliz lámparas bellas,
Bordáis con oro su luctuoso manto.

Duerme el placer, mas vela mi quebranto,
Y rompen el silencio mis querellas,
Volviendo el eco, unísono con ellas,
De aves nocturnas el siniestro canto.

¡Estrellas, cuya luz modesta y pura
Del mar duplica el azulado espejo!
Si a compasión os mueve la amargura.

Del intenso penar porque me quejo,
¿Cómo para aclarar mi noche oscura
No tenéis ¡ay! ni un pálido reflejo?






Al árbol de Guernica

Tus cuerdas de oro en vibración sonora
Vuelve a agitar, ¡oh lira!,
Que en este ambiente, que aromado gira,
Su inercia sacudiendo abrumadora
La mente creadora,
De nuevo el fuego de entusiasmo aspira.

¡Me hallo en Guernica! Ese árbol que contemplo,
Padrón es de alta gloria
De un pueblo ilustre interesante historia
De augusta libertad sencillo templo,
Que -al mundo dando ejemplo-
Del patrio amor consagra la memoria.

Piérdese en noche de los tiempos densa
Su origen venerable;
Mas, ¿qué siglo evocar que no nos hable
De hechos ligados a su vida inmensa,
Que en sí sola condensa
La de una raza antigua e indomable?

Se transforman doquier las sociedades;
Pasan generaciones;
Caducan leyes; húndense naciones
Y el árbol de las vascas libertades
A futuras edades
Trasmite fiel sus santas tradiciones.

Siempre inmutables son, bajo este cielo,
Costumbres, ley, idioma.
¡Las invencibles águilas de Roma
Aquí abatieron su atrevido vuelo,
Y aquí luctuoso velo
Cubrió la media luna de Mahoma!

Nunca abrigaron mercenarias greyes
Las ramas seculares,
Que a Vizcaya cobijan tutelares;
Y a cuya sombra poderosos reyes
Democráticas leyes
Juraban ante jueces populares.

¡Salve, roble inmortal! Cuando te nombra
Respetuoso mi acento,
Y en ti se fija ufano el pensamiento,
Me parece crecer bajo tu sombra,
Y en tu florida alfombra
Con lícita altivez la planta asiento.

¡Salve! La humana dignidad se encumbra
En esta tierra noble
Que tú proteges, perdurable roble,
Que el sol sereno de Vizcaya alumbra,
Y do el Cosnoaga inmoble
Llega a tus pies en colosal penumbra!

¿En dónde hallar un corazón tan frío,
Que a tu aspecto no lata,
Sintiendo que se enciende y se dilata?
¿Quién de tu nombre ignora el poderío,
O en su desdén impío,
Tu vejez santa con amor no acata?

Allá desde el retiro silencioso
Donde del hombre huía
-Al par que sus derechos defendía-,
Del de Ginebra pensador fogoso,
Con vuelo poderoso,
Llegaba a ti la inquieta fantasía;

Y arrebatado en entusiasmo ardiente
-Pues nunca helarlo pudo
De injusta suerte el ímpetu sañudo-,
Postró a tu austera majestad la frente
Y en página elocuente
Supo dejarte un inmortal saludo.

La Convención Francesa, de su seno
Ve a un tribuno afamado,
Levantarse de súbito, inspirado,
A bendecirte, de emociones lleno
Y del aplauso al trueno
Retiembla al punto el artesón dorado.

Lo antigua que es la libertad proclamas,
-¡Tú eres su monumento!-
Por eso cuando agita raudo viento
La secular belleza de tus ramas,
Pienso que en mí derramas
De aquel genio divino el ígneo aliento.

Cual signo suyo mi alma te venera,
Y cuando aquí me humillo
De tu vejez ante el eterno brillo,
Recuerdo, roble augusto, que doquiera
Que el numen sacro impera,
Un árbol es su símbolo sencillo.

Mas, ¡ah!, ¡silencio! El sol desaparece
Tras la cumbre vecina,
Que va envolviendo pálida neblina...
Se enluta el cielo, el aire se adormece,
Tu sombra crece y crece...
¡Y sola aquí tu majestad domina!






Al partir

¡Perla del mar! ¡Estrella de occidente!
¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo
La noche cubre con su opaco velo,
Como cubre el dolor mi triste frente.

¡Voy a partir! La chusma diligente,
Para arrancarme del nativo suelo
Las velas iza, y pronta a su desvelo
La brisa acude de tu zona ardiente.

¡Adiós!, ¡patria feliz, edén querido!
¡Doquier que el hado en su furor me impela,
Tu dulce nombre halagará mi oído!

¡Adiós! Ya cruje la turgente vela
¡El anda se alza... El buque, estremecido,
Las olas corta y silencioso vuela!






Al Sol en un día de diciembre

Reina en el cielo. ¡Sol, reina e inflama
Con tu almo fuego mi cansado pecho!
Sin luz, sin brío, comprimido, estrecho,
Un rayo anhela de tu ardiente llama.

A tu influjo feliz brote la grama;
El hielo caiga a tu fulgor deshecho:
¡Sal, del invierno rígido a despecho,
Rey de la esfera, Sol: mi voz te llama!

De los dichosos campos do mi cuna
Recibió de tus rayos el tesoro,
Me aleja para siempre la fortuna:

Bajo otro cielo, en otra tierra lloro,
Donde la niebla abrúmame importuna,
¡Sal rompiéndola, Sol, que yo te imploro!






Amor y orgullo

Un tiempo hollaba por alfombras rosas,
Y nobles vates, de mentidas diosas
Prodigábanme nombres;
Mas yo, altanera, con orgullo vano,
Cual águila real al vil gusano,
Contemplaba a los hombres.

Mi pensamiento -en temerario vuelo-
Ardiente osaba demandar al cielo
Objeto a mis amores:
Y si a la tierra con desdén volvía
Triste mirada, mi soberbia impía
Marchitaba sus flores.

Tal vez por un momento caprichosa
Entre ellas revolé, cual mariposa,
Sin fijarme en ninguna;
Pues de místico bien siempre anhelante,
Clamaba en vano, como tierno infante
Quiere abrazar la luna.

Hoy, despeñada de la excelsa cumbre,
Do osé mirar del sol la ardiente lumbre
Que fascinó mis ojos,
Cual hoja seca al raudo torbellino,
Cedo al poder del áspero destino,
¡Me entrego a sus antojos!

Cobarde corazón, que el nudo estrecho
Gimiendo sufres, dime: ¿qué se ha hecho
Tu presunción altiva?
¿Qué mágico poder, en tal bajeza
Trocando ya tu indómita fiereza,
De libertad te priva?

¡Mísero esclavo de tirano dueño,
Tu gloria fue cual mentiroso sueño,
Que con las sombras huye!
Di, ¿qué se hicieron ilusiones tantas
De necia vanidad, débiles plantas
Que el aquilón destruye?

En hora infausta a mi feliz reposo,
¿No dijiste, soberbio y orgulloso:
-¿Quién domará mi brío?
¡Con mi solo poder haré, si quiero,
Mudar de rumbo al céfiro ligero
Y arder al mármol frío!

¡Funesta ceguedad! ¡Delirio insano!
Te gritó la razón. Mas, ¡cuán en vano
Te advirtió tu locura!
Tú mismo te forjaste la cadena,
Que a servidumbre eterna te condena,
Y a duelo y amargura!

Los lazos caprichosos que otros días
-Por pasatiempo- a tu placer tejías,
Fueron de seda y oro:
Los que ahora rinden tu valor primero,
Son eslabones de pesado acero,
Templados con tu lloro.

¿Qué esperaste, ¡ay de ti!, de un pecho helado,
De inmenso orgullo y presunción hinchado,
De víboras nutrido?
Tú -que anhelabas tan sublime objeto-
¿Cómo al capricho de un mortal sujeto
Te arrastras abatido?

¿Con qué velo tu amor cubrió mis ojos,
Que por flores tomé duros abrojos
Y por oro la arcilla?
¡Del torpe engaño mis rivales ríen,
Y mis amantes, ¡ay!, tal vez se engríen
Del yugo que me humilla!

¿Y tú lo sufres, corazón cobarde?
¿Y de tu servidumbre haciendo alarde,
Quieres ver en mi frente
El sello del amor que te devora?
¡Ah!, velo, pues, y búrlese en buen hora
De mi baldón la gente.

¡Salga del pecho -requemando el labio-
El caro nombre, de mi orgullo agravio,
De mi dolor sustento!
¿Escrito no le ves en las estrellas
Y en la luna apacible, que con ellas
Alumbra el firmamento?

¿No le oyes, de las auras al murmullo?
¿No le pronuncia -en gemidor arrullo-
La tórtola amorosa?
¿No resuena en los árboles, que el viento
Halaga con pausado movimiento
En esa selva hojosa?
De aquella fuente entre las claras linfas,
¿No le articulan invisibles ninfas
Con eco lisonjero?
¿Por qué callar el nombre que te inflama,
Si aún el silencio tiene voz, que aclama
Ese nombre que quiero?

Nombre que un alma lleva por despojo;
Nombre que excita con placer enojo,
Y con ira ternura;
Nombre más dulce que el primer cariño
De joven madre al inocente niño,
Copia de su hermosura:

Y más amargo que el adiós postrero
Que al suelo damos donde el sol primero
Alumbró nuestra vida.
Nombre que halaga, y halagando mata;
Nombre que hiere -como sierpe ingrata-
Al pecho que le anida..

¡No, no lo envíes, corazón, al labio!
¡Guarda tu mengua con silencio sabio!
¡Guarda, guarda tu mengua!
¡Callad también vosotras, auras, fuente,
Trémulas hojas, tórtola doliente,
Como calla mi lengua!






Contemplación

Tiñe ya el Sol extraños horizontes;
El aura vaga en la arboleda umbría;
Y piérdese en la sombra de los montes
La tibia luz del moribundo día.

Reina en el campo plácido sosiego,
Se alza la niebla del callado río,
Y a dar al prado fecundante riego,
Cae, convertida en límpido rocío.

Es la hora grata de feliz reposo,
Fiel precursora de la noche grave
Torna al hogar el labrador gozoso,
El ganado al redil, al nido el ave.

Es la hora melancólica, indecisa,
En que pueblan los sueños, los espacios,
Y en los aires -con soplos de la brisa-
Levantan sus fantásticos palacios.

En Occidente el Héspero aparece,
Salpican perlas su zafíreo asiento
Y -en tanto que apacible resplandece-
No sé qué halago al contemplarlo siento.

¡Lucero del amor! ¡Rayo argentado!
¡Claridad misteriosa! ¿Qué me quieres?
¿Tal vez un bello espíritu, encargado
De recoger nuestros suspiros, eres?

¿De los recuerdos la dulzura triste
Vienes a dar al alma por consuelo,
O la esperanza con su luz te viste
Para engañar nuestro incesante anhelo?

¡Oh, tarde melancólica!, yo te amo
Y a tus visiones lánguida me entrego...
Tu leda calma y tu frescor reclamo
Para templar del corazón el fuego.

Quiero, apartada del bullicio loco,
Respirar tus aromas halagüeños,
A par que en grata soledad evoco
Las ilusiones de pasados sueños.

¡Oh!, si animase el soplo omnipotente
Estos que vagan húmedos vapores,
Término dando a mi anhelar ferviente,
Con objeto inmortal a mis amores.

¡Y tú, sin nombre en la terrestre vida,
Bien ideal, objeto de mis votos,
Que prometes al alma enardecida
Goces divinos, para el mundo ignotos!

¿Me escuchas? ¿Dónde estás? ¿Por qué no puedo
-Libre de la materia que me oprime-
A ti llegar, y aletargada quedo,
Y opresa el alma en sus cadenas gime?

¡Cómo volara hendiendo las esferas
Si aquí rompiese mis estrechos nudos,
Cual esas nubes cándidas, ligeras,
Del éter puro en los espacios mudos!

Mas, ¿dónde vais? ¿Cuál es vuestro camino,
Viajeras del celeste firmamento?
¡Ah!, ¡lo ignoráis!, seguís vuestro destino
Y al vario impulso obedecéis del viento.

¿Por qué yo, en tanto, con afán insano
Quiero indagar la suerte que me espera?
¿Por qué del porvenir el alto arcano
Mi mente ansiosa comprender quisiera?

Paternal Providencia puso el velo
Que nuestra mente a descorrer no alcanza,
Pero que le permite alzar el vuelo
Por la inmensa región de la esperanza.

El crepúsculo huyó; las rojas huellas
Borra la luna en su esmaltado coche,
Y un silencioso ejército de estrellas
Sale a guardar el trono de la noche.

A ti te amo también, noche sombría;
Amo tu luna tibia y misteriosa,
Más que a la luz con que comienza el día,
Tiñendo el cielo de amaranto y rosa.

Cuando en tu grave soledad respiro,
Cuando en el seno de tu paz profunda
Tus luminares pálidos admiro,
Un religioso afecto el alma inunda:

¡Que si el poder de Dios, y su hermosura,
Revela el Sol en su fecunda llama,
De tu solemne calma la dulzura
Su amor anuncia y su bondad proclama!






Deseo de venganza

¡Del huracán espíritu potente,
Rudo como la pena que me agita!
¡Ven, con el tuyo mi furor excita!
¡Ven con tu aliento a enardecer mi mente!

¡Que zumbe el rayo y con fragor reviente,
Mientras -cual a hoja seca o flor marchita-
Tu fuerte soplo al roble precipita.
Roto y deshecho al bramador torrente!

Del alma que te invoca y acompaña,
Envidiando tu fuerza destructora,
Lanza a la par la confusión extraña.

¡Ven al dolor que insano la devora
Haz suceder tu poderosa saña,
Y el llanto seca que cobarde llora!






La pesca en el mar

¡Mirad!, ya la tarde fenece...
La noche en el cielo
Despliega su velo
Propicio al amor.

La playa desierta parece;
Las olas serenas
Salpican apenas
Su dique de arenas,
Con blando rumor.

Del líquido seno la Luna
Su pálida frente
Allá en Occidente
Comienza a elevar.

No hay nube que vele importuna
Sus tibios reflejos,
Que miro de lejos
Mecerse en espejos
Del trémulo mar.

¡Corramos! ¡Quién llega primero!
Ya miro la lancha...
Mi pecho se ensancha,
Se alegra mi faz.

¡Ya escucho la voz del nauclero,
Que el lino despliega
Y al soplo lo entrega
Del aura que juega,
Girando fugaz!

¡Partamos! La plácida hora
Llegó de la pesca,
Y al alma refresca
La bruma del mar.

¡Partamos, que arrecia sonora
La voz indecisa
Del agua, y la brisa
Comienza de prisa
La flámula a hinchar!

¡Pronto, remero!
¡Bate la espuma!
¡Rompe la bruma!
¡Parte veloz!

¡Vuele la barca!
¡Dobla la fuerza!
¡Canta, y esfuerza
Brazos y voz!

Un himno alcemos
Jamás oído,
Del remo al ruido,
Del viento al son,

Y vuele en alas
Del libre ambiente
La voz ardiente
Del corazón.

Yo a un marino le debo la vida,
Y por patria le debo al azar
Una perla -en un golfo nacida-
Al bramar
Sin cesar
De la mar.

Me enajena al lucir de la luna
Con mi bien estas olas surcar,
Y no encuentro delicia ninguna
Como amar
Y cantar
En el mar.

Los suspiros de amor anhelantes
¿Quién, ¡oh amigos!, querrá sofocar,
Si es tan grato a los pechos amantes
A la par
Suspirar
En el mar?
¿No sentís que se encumbra la mente
Esa bóveda inmensa al mirar?

Hay un goce profundo y ardiente
En pensar
Y admirar.
En el mar.

Ni un recuerdo del mundo aquí llegue
Nuestra paz deliciosa a turbar;
Libre el alma al deleite se entregue
De olvidar
Y gozar
En el mar.

¡Prestos todos! ¡Las redes se tiendan!
¡Muy pesadas las hemos de alzar!
¡Prestos todos, los cantos suspendan,
Y callar
Y pescar
En el mar!






Las contradicciones

No encuentro paz, ni me permiten guerra;
De fuego devorado, sufro el frío;
Abrazo un mundo, y quédome vacío;
Me lanzo al cielo, y préndeme la tierra.

Ni libre soy, ni la prisión me encierra;
Veo sin luz, sin voz hablar ansío;
Temo sin esperar, sin placer río;
Nada me da valor, nada me aterra.

Busco el peligro cuando auxilio imploro;
Al sentirme morir me encuentro fuerte;
Valiente pienso ser, y débil lloro.

Cúmplese así mi extraordinaria suerte;
Siempre a los pies de la beldad que adoro,
Y no quiere mi vida ni mi muerte.







Mi mal

En vano ansiosa tu amistad procura
Adivinar el mal que me atormenta;
En vano, amigo, conmovida intenta
Revelarlo mi voz a tu ternura.

Puede explicarse el ansia, la locura
Con que el amor sus fuegos alimenta.
Puede el dolor, la saña más violenta,
Exhalar por el labio su amargura...

Mas de decir mi malestar profundo,
No halla mi voz, mi pensamiento, medio,
Y al indagar su origen me confundo:

Pero es un mal terrible, sin remedio,
Que hace odiosa la vida, odioso el mundo,
Que seca el corazón... ¡En fin, es tedio!






Oración al Cristo del Calvario

En esta tarde, Cristo del Calvario,
Vine a rogarte por mi carne enferma;
Pero, al verte, mis ojos van y vienen
De tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.

¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
Cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
Cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
Cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
Cuando tienes rasgado el corazón?

Ahora ya no me acuerdo de nada,
Huyeron de mí todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
Se me ahoga en la boca pedigüeña.

Y sólo pido no pedirte nada,
Estar aquí, junto a tu imagen muerta,
Ir aprendiendo que el dolor es sólo
La llave santa de tu santa puerta.
Amén.






Paisaje guipuzcoano

Suspende, mi caro amigo,
Tus pasos por un instante:
No está la ermita distante,
Y apenas las cinco son.
Ven a admirar -bajo el toldo
De aquellos verdes ramajes-
Los pintorescos paisajes
De esta encantada región.

Mira a tus pies ese río,
Cuyas herbosas orillas
Millones de florecillas
Cubren, difundiendo olor;
Y desde el borde escarpado
Oye las mansas corrientes
Deslizarse transparentes
Con soñoliento rumor.

Hileras de álamos blancos,
Que el hondo cauce sombrean,
Sus altas copas cimbrean
Del viento al soplo fugaz;
Mientras pescan silenciosos,
Con luengas cañas y anzuelos,
Dos vigorosos chicuelos
De viva y morena faz.

Mira en torno cuál se extienden
Cuadros de trigos dorados,
Por ricas franjas cortados
De verde-oscuro maíz;
Y esos tan varios helechos
-Fieles hijos de las sombras-
Que prestan al bosque alfombras
De primoroso matiz.

¿Ves allá los caseríos
-Que siembran el valle a trechos-
Levantar sus rojos techos
De entre el verde castañar?
¿Ves cuál visten sus paredes
De parra lindos festones,
Y cómo van los gorriones
Sus racimos a picar?

Mas que ya las chimeneas
Despiden humo, repara,
Anunciando se prepara
La cena del segador;
Y a las vacas lentamente
Mira bajar de esos cerros,
Llamando con sus cencerros
Al perezoso pastor.

Mas, ¡oh, ve! También desciende,
Saltando por entre breñas,
Turba de niñas risueñas
Que acá parece venir.
Sí; no hay duda: ramilletes
Nos ofrecen con empeño.
¿Comprendes tú, caro dueño,
Lo que nos quieren decir?

¡Ah!, sabe que esos perfumes,
Que rinden cual homenaje,
Sólo son mudo lenguaje
De un triste y constante afán;
Pues -con rara poesía-
El mendigo guipuzcoano,
Cubre de flores la mano
Que tiende pidiendo pan.

Acepta al punto, ¡querido!
¿Quién hay que negarse pueda
A cambiar una moneda
Por cada hermoso clavel?
Venid, niñas, cada tarde;
Yo en el trueque me intereso,
Y si al ramo unís un beso
Garante os salgo de él.

¡Pero no entienden! ¡Se alejan!
Mira por esos barrancos
Saltar, desnudos y blancos,
Sus breves y lindos pies...
Se detienen, se sonríen
Viendo en mi pecho sus ramos,
Y ligeras como gamos
Desaparecen después.

Mientras tanto las montañas
Sus picachos desiguales
Van envolviendo en cendales
De gualda, azul y arrebol,
Y en su carro majestuoso
-Surcando el tibio occidente-
Hunde a su espalda la frente,
Cansado de vida, el Sol.

A su postrera mirada
Y a su postrera sonrisa,
Suspiros vuelve la brisa,
Perfumes vuelve la flor,
Y llanto puro los cielos
Vierten en el valle umbrío,
Que lo convierte en rocío
De delicioso frescor.

¡Oh, mira! Ya por las faldas,
Que cubren altos castaños,
Bajando van los rebaños
Para acogerse al redil...
Ya los niños sus anzuelos
Han recogido y su pesca,
Y se van armando gresca
Con regocijo infantil.






Significado de la palabra "yo amé"

Imitación de Parny.

Con yo amé dice cualquiera
Esta verdad desolante:
-Todo en el mundo es quimera,
No hay ventura verdadera
Ni sentimiento constante.
Yo amé significa: -Nada
Le basta al hombre jamás:
La pasión más delicada,
La promesa más sagrada,
Son humo y viento... ¡y no más!





Soledad del alma

La flor delicada, que apenas existe una aurora,
Tal vez largo tiempo al ambiente le deja su olor...
Mas ¡ay!, que del alma las flores que un día atesora
Muriendo marchitas no dejan perfume en redor.

La luz esplendente del astro fecundo del día
Se apaga, y sus huellas aún forman hermoso arrebol.
Mas ¡ay!, cuando el alma le llega la noche sombría,
Qué guarda el fuego sagrado que ha sido su sol?

Se rompe, gastada, la cuerda del arpa armoniosa,
Aún su eco difunde en los aires fugaz vibración.
Mas todo es silencio profundo, de muerte espantosa,
Si dan un pecho amante el postrero tristísimo son.

Mas nada, ni noche, ni aurora, ni tarde indecisa
Cambian del alma desierta la lúgubre faz.
A ella no llegan crepúsculo, aroma ni brisa;
A ella no brindan las sombras ensueños de paz.

Vista los campos de flores gentil primavera,
Doren las mieses los besos del cielo estival,
Pámpanos ornen de otoño la faz placentera,
Lance el invierno brumoso su aliento glacial,
Siempre perdidas, vagando en su estéril desierto,
Siempre abrumadas de peso de vil nulidad,
Gimen las almas do el fuego de amor está muerto...
Nada hay que pueble o anime su gran soledad.






Suplicio de amor

¡Feliz quien junto a ti por ti suspira,
Quien oye el eco de tu voz sonora,
Quien el halago de tu risa adora
Y el blando aroma de tu aliento aspira!

Ventura tanta, que envidioso admira
El querubín que en el empíreo mora,
El alma turba, el corazón devora,
Y el torpe acento, al expresarla, expira.

Ante mis ojos desaparece el mundo
Y por mis venas circular ligero
El fuego siento del amor profundo.

Trémula, en vano resistirte quiero.
De ardiente llanto mi mejilla inundo.
¡Delirio, gozo, te bendigo y muero!




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