jueves, 10 de julio de 2014

JORGE FEDERICO ZEPEDA [12.248]


JORGE FEDERICO ZEPEDA 

(HONDURAS,   1883-1932)
Cuando el poeta Jorge Federico Zepeda cerró sus ojos para siempre, el 13 de enero de 1932, en San Salvador, dejaba tras de si una obra dispersa en periódicos y revistas salvadoreñas, en su gran mayoría.
Fue entonces cuando su madre, la señora Calixta Argeñal Morazán, comenzó, emulando el periplo de Froylán Turcios con la obra moliniana, a agrupar esa obra dispersa para publicarla como libro, en forma póstuma. Cuando la obra recolectora hubo terminado, doña Calixta, tocó las puertas del gobernante hondureño de turno, General y Doctor Tiburcio Carías Andino, quien escuchando sus propósitos, ordenó que la obra de Zepeda se imprimiera por cuenta del Estado en la Tipografía Nacional, saliendo el libro, en 1935, tres años después de la muerte del bardo, con el título de "Poemas".
Nació Jorge Federico, en Santa Bárbara, el 23 de abril de 1883. Fueron sus padres, Juan Pablo Zepeda y la ya mencionada, Calixta Argeñal Morazán. A la edad de 12 años, en 1895, se traslada junto a sus padres a Santa Ana, El Salvador, donde la familia Zepeda, se afincaría para siempre. En 1906, ganó un concurso literario convocado por el "Diario del Salvador". En 1908, a la edad de 25 años, publica siempre en El Salvador, su primer y único poemario, tiulado "Ritmos y colores de la tierruca", de claro corte modernista, elogiado por el mismo Rubén Darío, quien en 1911, tuvo la oportunidad de leer el libro.
En 1911, Zepeda participa en un concurso convocado por la presidencia salvadoreña en ocasión de cumplirse los primeros cien años de la iniciación en El Salvador de los movimientos preindependentistas. Zepaeda gana el concurso con so obra "Las dos banderas", que le permitió ingresar al podio del reconocimiento ofical y que le ganó una oportunidad de trabajo en el gobierno.
Zepeda fue uno de los fundadores de "El Ateneo del Salvador". Al momento de su deceso, contaba con apenas 49 años de edad.


Jorge Federico Zepeda, autor de Ritmos y colores de la tierruca (1908), de quien Salatiel Rosales hacía notar ―su innata tendencia bucólica..., a la pradera verde, al aprisco patriarcal. 

Zepeda merece especial mención y atención en la lírica hondureña por dos principales motivos: porque es el mejor de los cantores del paisaje patrio y porque puso la primera piedra de la poesía social en Honduras.  
Alejado de su patria a muy temprana edad, vivió rememorando sus nativos alcores, sus ríos, sus montañas, los paisajes donde alentó su primera inquietud. En Aire, Pampa y  Sol lo dijo él así: 

Yo fui un muchacho montaraz y rudo, 
el sol de Honduras agitó mi entraña 
y mi instinto creció fuerte y desnudo 
como el alto pendón de la montaña.

El cielo, el bosque, la gentil colina 
los admiré de modo tan diverso, 
que fueron la visión que mi retina 
aprisionó para el cristal del verso. 

Evidentemente que los Poemas rústicos de Manuel José Othón vinieron a ser como una preceptiva para Zepeda: su encendido lirismo, la compenetración perfecta con el paisaje y la forma sinfónica en el tratamiento de la naturaleza traslucen en la geografía poética de la tierruca que intentó el hondureño. Selva sagrada es ejemplo de ese discipulado formal: la composición de la obra viene a ser, más o menos, la de la Noche rústica de Walpurgis othoniana. Pero hay mayor alegría en Zepeda; hay en sus versos, por momentos, ese especial sabor de la metáfora que se impregna de vida provinciana y que es patente en López Velarde. Véase, si no, en estos versos: 


Gama ondulante de floridas granjas; 
nevar de los eglógicos rosales; 
dulce vino de áuricas naranjas 
y mieles de selváticos panales. 

Trigal de sementera que la brisa 
mueve con rítmico vaivén; tal una 
sedosa, blanca y vaporosa cuna 
que mano maternal mece sumisa. 
.............................................. 
Atardecer de lila en la montaña 
y niebla rosa que sutil empaña 
los campanarios de la iglesia antigua, 
en donde la campana es abadesa 
que al Arcángel Gabriel mística reza, 
mientras devotamente se santigua 
con olor de jazmines la campaña. 



Como poeta descriptivo, logra Zepeda aciertos verdaderos, como este de su Selva sagrada: 



Hasta el fondo intrincado 
del boscaje magnífico y sonoro, 
de lianas exornado, 
del sol penetran cual puñales de oro 
las temblorosas flamas; 
y en los pinos gallardos y altaneros, 
ocultos en la urdimbre de sus ramas, 
lirizan los jilgueros 
sus églogas de miel en flébil coro. 

En el cristal del agua que se arruga 
y lenta corre entre peñascos grises, 
la arboleda bravía 
su armazón refleja y sus matices 

de vívida poesía; 
y luego pasan en sonora fuga 
las cándidas perdices 
que reman en lo azul del ancho cielo 
y el aire cortan con tremante vuelo 
bajo la luz aurisolar del día. 

Entre troncos y rocas 
negras y afiladas, 
se rompen borbollantes las cascadas 
que audaces corren, cual serpientes locas, 
por un potente látigo azotadas. 

Alto levantan su caudal de espumas 
en líricos penachos, 
hasta formar picachos 
que coronan las brumas; 
y así, saltan bramando 
sus olas irisadas 
y, en su escape rodando, van rodando 
a la oquedad siniestra del abismo 
y fingen, al caer alborotadas, 
que mil y mil bocas inflamadas 
de juvenil ardor y patriotismo 
cantan alborozadas 
hurras y marsellesas de heroísmo. 



Cantor de la naturaleza, Zepeda no olvidó el elemento primoldial del paisaje, de la tierra. No fue ajeno a las injusticias sociales, a la terrible desigualdad del agro hondureño, raíz de todas nuestras luchas políticas, que como una línea roja recorre nuestro cuaderno histórico. En el Canto a los labriegos volcó su protesta airada, quizá en versos de menor perfección, pero con igual adhesión sincera que la que tuvo para los contornos en que el hombre se afana:  


¡Canto a los héroes del trabajo! A esos 
sembradores de enérgica pujanza 
que aman el sol y que con rojos besos 
comulgan en su templo: la labranza 
...................................... 

Aquel que hundiendo la mirada fría 
por el ámbito azul que el cóndor huella, 
es el primero que saluda al día, 
mirando agonizar la última estrella. 

(A)aquel desheredado sin fortuna 
que esclavo viene a ser desde la cuna 
por el continuo trabajar forzado, 
que da la rica savia de su vida 
entregado a labores sin medida 
y aumenta el capital del potentado. 



Es tal la oposición que el poeta advierte entre el amo y el labriego, que simbolizando en sus atuendos sus causas, exclama: 



¡Qué hermoso el dril de tu camisa tosca; 
y qué asquerosa y fea y qué manchada 
la leva del señor que te asesina! 



Finalmente, el poeta hace profesión de fe y se une a los desheredados, previa una invocación al combate por la igualdad social: 



Espera, sembrador, que el despotismo 
del rico ha de abdicar en mansedumbre, 
cuando el derecho de igualdad alumbre; 
y tú, que fuiste ayer lodo de abismo, 
mañana serás águila en la cumbre. 

¡Prepárate a luchar. Heroico y rudo, 
demuele la granítica barrera: 
mi férrea lira llevarás de escudo 
y mi lírico verso de bandera! 



Hay que hacer notar muy especialmente que Jorge Federico Zepeda escribe este poema en 1911. Es el primer poeta hondureño que plantea —como tal— la lucha social; y resulta una verdadera excepción entre sus contemporáneos. Sólo veinticinco años después revivirá su canción en tierras de Honduras. 




TEMPORAL CAMPESINO

En este impertinente, monótono llover 
de un cielo gris, opaco, de brumosa poesía, 
en la casa de campo, tiene el amanecer 
una evanescente, rural melancolía...

La arboleda es difusa tras la niebla sutil; 
muestra apenas el monte un lánguido diseño, 
y del Quezaltepec, y si se esboza el perfil 
es como el entrevisto miraje de un ensueno...

El gallo, en el amate, afina su clarín 
que súbito despierta del sueño a las gallinas;
entanto en el corral,
jovial el zacapin (1)alegremente canta,
borracho de neblinas...

El negro clarinero (2) de cola tornasol, 
lanza una clarinada infantil y bucólica 
que entre la bruma estalla como una flor melódica
que en ritmos se deshoja sin un rayo de sol.

La lluvia tornadiza del rudo temporal 
cae sonoramente con caer de granizo, 
de la casa montesa sobre el techo rojizo, 
en la huerta de plátanos y en el verde maizal.

El agua en la quebrada se desboca al pasar
como yegua salvaje para la brida huraña, 
que en la impetuosa fuga baja de la montaña 
y entre rocas y abismos se le oye galopar...

La selva negra y fría tiene un hondo rumor; 
desplómanse ruidosos los árboles ya secos; 
y de las ramas jóvenes ruedan los tibios huecos 
de nidos maternales que entretejió el amor.

Lienzo de claroscuro rembrandtesco pincel, 
es el llano cubierto por las nébulas castas; 
y son de la boyada las más erguidas astas,
mástiles entrevistos de un lejano bajel...

En el corral las vacas balan con emoción, 
que vierte una tristeza que el corazón conmueve,
y mientras las ordeñan,
la ubre celeste llueve sonoro goterío como una bendición...

Y sigue y sigue hilando la lluvia matinal,
la malla gris y opaca que aprisiona el paisaje,
que es ante los ojos un quimérico encaje,
tejido con tremantes tejidos de cristal.

Y en este impertinente, monótono llover 
hay un llover de ensueños y de filosofía 
sobre vulgares cosas, 
y en la casa de campo,
tiene el amanecer una evanescente,
rural melancolía,
y un dulce olor de ubres,
de mangos y de rosas.








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