miércoles, 8 de octubre de 2014

JOSÉ ANTONIO BILBAO [13.597] Poeta de Paraguay


JOSÉ ANTONIO BILBAO

Poeta y periodista paraguayo, nacido en Asunción en 1919 y fallecido en la misma ciudad en abril de 1998. Figura destacada en la vida cultural paraguaya de mediados del siglo XX -en la que brilló tanto por sus volúmenes poéticos como por su presencia asidua en periódicos y revistas-, perteneció cronológicamente a la denominada Generación de 1940, en la que, entre otros grandes autores, figuraron también los poetas Elvio Romero, Hérib Campos Cervera, Óscar Ferreiro y Josefina Pla.

Con todos ellos mantuvo afectivas relaciones y frecuentes tertulias literarias, si bien no compartió las principales señas de identidad de este grupo generacional. Sólo se aproximó, en parte, a algunos de los rasgos formales y temáticos del autor más importante del colectivo, Hérib Campos Cervera, cuya poesía dejó notables huellas en la lírica de José Antonio Bilbao.

El escritor asunceno, al igual que sus compañeros de generación, tomó parte activa en los principales movimientos de renovación que, durante la década de los cuarenta, pugnaron por introducir importantes innovaciones en la poesía y, en general, en la Literatura paraguaya. Pero este afán renovador quedó bruscamente interrumpido por los gravísimos sucesos que, a finales de dicho decenio, dieron lugar a la revolución de los pynandí ("pies descalzos" o "pobres") y a la subsecuente guerra civil de 1947. Poco después, con la llegada al poder del general Stroessner, se abrió en la historia contemporánea del Paraguay un largo y penoso período de dictadura que puso fin al aliento innovador de los escritores de la Generación de 1940 y acabó por provocar la salida del país de casi todos ellos.

El propio Bilbao se vio forzado a tomar el rumbo del exilio y asentarse en la capital argentina, lo que dio lugar a que algunas de sus publicaciones vieran la luz allí (de hecho, la mayor parte de sus colegas literatos publicaba y residía, por aquel entonces, en Buenos Aires, auténtico foro del exilio ilustrado paraguayo). Sin embargo, la singularidad de la poesía de Bilbao, ajena al tono elevado y contestatario de casi todos sus compañeros de grupo generacional, le permitió regresar en la década de los setenta a su Asunción natal, donde vieron la luz sus restantes poemarios

Frente a ese carácter más encendido e inflamado que caracteriza la lírica de la Generación de 1940, los versos de José Antonio Bilbao adoptaron un todo de celebración amable y complacida, inmersa a veces en la exaltación del espíritu y los valores religiosos, que entronca directamente con una ya desfasada línea tradicional de la poesía hispanoamericana; de este modo, sus composiciones poéticas ensalzan el apego a la patria chica, y en especial al terruño propio que, bien como posesión solariega de la estirpe, bien como espacio común compartido por todos los miembros de un mismo pueblo, se la antoja al poeta como un preciado don divino que requiere la gratitud rimada de su voz.

Todo ello queda bien patente en la abundante obra poética que José Antonio Bilbao dio a la imprenta, entre la que se pueden destacar algunos títulos de indudable calidad literaria, como El claro arrobo (1946), Umbral del campo (1953), Verde umbral (1953), La estrella y la espiga (sonetos): 1953-1958 (1959), Cuaderno de bitácora (1961), La saeta en el arco: 1964-1965 (1968), Itinerario de amor (1970), A la sombra del pesebre (1981), Candil de sebo: 1978-1980 (1981), Perennidad del recuerdo (1982) y Sobre tu piel oscura (1982).

Además, José Antonio Bilbao publicó otras obras como Apuntes venezolanos: notas y poemas (1983), Vía crucis (1983), El caminante. Estampas terruñeras (1986), Tiempos de ciudad (1987) y El espectro del agua (1988).





CANDIL DE SEBO
1978-1980



PORTADA



         El soneto es un desafío y José Antonio Bilbao lo acepta y vence. Sus bellos sonetos acabados, sintéticos, extraordinarios los más como "Regreso al campo"; "Meditación Crepuscular"; "Página gris"; "La noche"; "Verano"; "Invierno"; "Pandorga"; "El viejo peón"; "Cántaro", encierran sentimientos y paisajes.

         Es un cantor pánico. Logra asir los soplos que le inspira el campo y lo canta como ningún poeta con la pasión con que otros lo han hecho al amor, al tiempo. Y retomando estos grandes temas José Antonio Bilbao escribe con amor a la tierra, amor quintaesenciado por la nostalgia. Canta al país de la infancia, al paraíso perdido y eso es para él la verdadera llanura amanecida, el caballo ("Breve elegía para el caballo muerto"), el tropero y sobre todo sus atardeceres, sus moradores. El escenario donde siempre un niño se contempla en el espejo del cielo, Así el II soneto de "Página gris" es la legitimación literaria de una observación, de un detalle, de un instante. Una chispa de los leños transformada en belleza. Es el paisaje que Güiraldes hubiera querido escribir en poemas. Hace trascender todo lo objetivo que le rodea. Si todo artista muestra aspectos inéditos de la realidad, Bilbao, como ninguno, salva a la naturaleza de América dándole rango de arte

         ÉSTER DE IZAGUIRRE





I

MEMORACIÓN DEL REGRESO


         CANDIL DE SEBO

Está a mi izquierda. Tiembla levemente.
Arde como yo. Como yo se quema,
mientras el aire pasa suavemente
rizando el pasto con su vara extrema.

Porque el vuelo del ángel es paciente
me nace entre los dedos el poema
y aunque su luz, lejana, baja ardiente,
la rústica del sebo es mi diadema.

Me envuelve el campo encanecido y bello
con su embozo de tierra alucinada.
Un misterio el candil guarda en su cuello,

pues si graba en mi pluma de oro viejo
un rojo colibrí de ala quemada,
un niño está grabado en el espejo.





         REGRESO AL CAMPO

Después de haber andado y recorrido
caminos que me vieron asombrado,
he vuelto con tu nombre repetido
en cada sitio donde estuve anclado.

Un clavel para tí traigo escondido
que quiero resplandezca en tu costado
y aunque tiembla en mi pulso acelerado
no me quema su fuego conocido.

Vengo de nuevo a recobrar lo mío,
lo que nunca perdí ni fue olvidado,
pues llama fue, como también fue río.

Y si tomo el rabel, juglar me siento,
juglar a mis recuerdos arrimado,
aire de tiempo que recobra acento.



         II

A tu sombra volví, noche crecida,
con luna sobre cielo repujado.
Volví para buscar y amar lo amado
y aprisionarlo que jamás se olvida.

Y renazco en tu seno despejado
y siento que mi sangre enriquecida
galopa en un corcel enlucerado
sobre una pampa que se extiende ardida.

Veo presente la gallarda estampa
del anciano peón, puro gracejo,
que aprieta entre sus manos una guampa.

Veo el fogón, la llama que serpea,
la ronda de ese mate ya azulejo,
veo todo lo amado aunque no vea.



         III

Da gusto estar entre el fogón y el leño
viviendo la quietud, la dulce calma,
sin disfraz ni careta, puro ensueño
que no tiene ceniza porque es alma.

Sentirse igual, ser uno, ser el dueño
de una tropilla que el amor encalma;
no sentirse extranjero ni arribeño,
saber dos rumbos que una estrella empalma.

Sentirse en soledad no estando solo,
mirarse retratado en un espejo
que tiene nacimiento en otro polo.

Gozar el propio cielo sin cantarlo;
hallar en la hermosura el catalejo
para mirar lo bello sin mirarlo.




         PRESENCIA

Cuando todo el misterio se ilumina
en la callada vertical de lunas,
cuando el temblor agita las lagunas,
me sitúo ante tí desde una esquina.

Voy contando en la sombra medianera
las colinas salientes de la noche
y las vértebras del pino en la madera
que a un silencio de insomnio pone el broche.

Y me pongo a cargar sobre mis hombros
las azules candelas estrelleras
perdidas en la piedra y los escombros

de aquella vieja casa, solariega,
donde un niño soñaba con praderas
que un puño de cristal a veces ciega.


          II

Y me siento de nuevo retratado
en un distante tiempo no perdido,
cuando el vivir, con fe, no estaba herido,
cuando el soñar no estaba limitado.

Allí yo supe que el amor ganado
subía por un árbol ya florido,
que era río creciente y encendido
que al correr me dejaba iluminado.

Descubrí, por mí mismo, los senderos
en la gloria del bosque y sus reparos
y en los delgados aires volanderos.

Mi tiempo era el de potros azulados
flagelando silencios nada raros.
Mis potros, qué lejanos, pero amados.





         INCÓGNITA

No sé que tiene esta embrujada noche:
un duende, un corazón, una guitarra,
algo que el pecho hiere y no es un broche,
algo que está en la mano y no se agarra.

En esta soledad no rueda un coche,
ni fugaz se desliza una gabarra.
El silencio es avaro y no hay derroche
de una estival sangría en la cigarra.

Todo está mudo. Hasta yo enmudezco.
He amordazado a mi zorzal oculto.
Me miro y yo no soy. No me parezco

al viajero montado sobre el río,
caballero de un alma y su tumulto.
Salgo a la noche; quiero ser rocío.




         BREVE ELEGÍA PARA EL CABALLO MUERTO

Qué ventoleras tu recuerdo agita
sobre la cruz de la pradera abierta
y tu monte de crines resucita
en viejos pastos una infancia muerta.

Qué bien te veo contra el alba oyera
juntando vientos en el alto cielo. 
Tu estampa era una rúbrica llanera
extendida en gramillas, puesta al vuelo.

Ahora brizna ya, todo tú, pastura,
añoro tu elegante bailoteo
y me duele una antigua quemadura

porque una tarde de pelaje oscuro
cambiaste tu querencia y pastoreo
por pastizal de estrellas ya maduro.




II

BAJO EL TOLDO DEL CIELO


         FOGÓN

La curva de la luz tiene yacija
en una manta de claveles rojos
y una raya amarilla queda fija
sobre las púas de un mechón de abrojos.

Una segura paz llena los ojos
que buscan en el cielo una rendija,
mientras la tarde que se va de hinojos
deja en la piedra su postrer vedija.

Caliente está el fogón; el mate a punto.
La palabra en la boca sale mansa
como cansada tropa que repunto.

Y en la dulce penumbra, casi a solas,
cada tropero en un rincón descansa
como reposa el mar si está sin olas.




         VERANO

La luz incendia la llanura verde;
le clava, sobre el lomo, su flechazo.
Y el viento Norte, que resopla y muerde,
pone su marca, tarja su mazazo.

En el aire está el fuego y el solazo
daña la flor que se levanta inerme,
quema el codo de sombra, quema el brazo
del riachuelo que sueña mientras duerme.

Qué ardiente corazón escuda el monte;
qué doblada se rinde la palmera;
qué azul va amurallando el horizonte.

Y cuando todo el verano se decanta
en el silencio que se adensa afuera,
un hornero en su rancho canta y canta.





         OTOÑO

Dorado otoño, claro otoño mío,
a una curva del tiempo he arribado
y en tu cobrizo espejo, retratado,
apunta el rostro silencioso y frío.

Hay algo en mí, un algo descarnado,
tal vez el viento, o quizá el rocío,
o una ojera de cielo amoratado
endurecida sobre oscuro río.

Dorado Otoño, claro otoño mío,
esta tarde me trae tus congojas,
tu mano que ya tiembla y tiene frío.

Yo me coloco un poncho y me recluyo
mientras dentro de mí bajan las hojas
como un callado amor que no rehúyo.




         INVIERNO

Madura el viento en la palmera abierta,
tendida hacia el confín que el monte aprieta,
mientras leve cortina vuelve inquieta
la faz de la llanada ya desierta.

Hay un duro silencio y es tan cierta
la finitud del tiempo que se aquieta,
que esta tarde plomiza, sin careta,
no devuelve a la luz su cara muerta.

Tiembla la flor sobre su vara fría;
el ala se ha cerrado y no transita
por un aire de gris melancolía.

Honda tristeza el corazón invade;
cuánto dolor acude hacia una cita
que no se busca, pero no se evade.





       LLUVIA

Por fin se escucha su cantata fina,
su dulce repicar sobre el tejado,
su esquila que la tarde repentina
lanzó a los aires como rezo alado.

Viene llena de gracia y esperada,
viene vestida como un ángel blanco,
trae el pan y la flor y su llegada
se hace ritmo y tambor en el barranco.

Se la llamaba como a novia buena,
se le pedía un beso de su boca,
su aroma saturado de verbena.

Se la buscaba y llega, mansa y clara;
está rezando sobre piedra y roca,
está mojando sementera y vara.




         LA CARRETA

Viene colmada de chirridos viejos,
sacudida por huellas y trajines.
Viene de lejos, viene de tan lejos,
que es patria y tierra, vientos y confines.

A veces pasa sola, sin cortejos.
Los cuatro bueyes y los dos mastines.
Y con ella se acoplan los fortines
perdidos ya en los aires, azulejos.

Pasa con su lamento. Pasa, lenta.
Sobre su antigua soledad de monte
lleva a cuestas madera cenicienta.

Y tan transida está, que ya le cansa
la luz, el cielo claro y su horizonte.
Le cansa ya el morir sin esperanza.





         CÁNTARO

Está sacado de la tierra roja
para encerrar una inquietud de fuente
y es por eso raíz, luz de panoja
y soledad de pedregal yacente.

Por manos de mujer la gleba afloja
su urdimbre milenaria, sorprendente,
y se deja amoldar para ser foja
de un viejo rito de carbón ardiente.

Y siendo lodo, sale modelado
en vientre suave y terso. Convertido
en entraña será siempre saciado

y en la esquina de un rancho solariego
conservará del manantial florido
su fresco corazón de lluvia y riego.




         EL RIACHO

Viaja casi de incógnito. Despacio
arrastra su caudal, cansado y verde,
su solitaria finitud de espacio,
su laxitud que entre el juncal se pierde.

Tiene un rumor que apenas lo delata,
que lo transcribe al pasto silencioso,
que lo vuelve más claro y lo rescata
de esa quietud que lo mantiene ocioso.

Sobre su dorso que se afirma terso
tiembla la flor del camalote anclado
que le ofrece su gracia como un verso

y si una garza que su nieve espeja
huye y se eleva como un copo alado
le resta el yacaré que no se aleja.



         LA CIGARRA

Canta, canta, tanto canta que deja
achicharrado el palmeral umbrío,
incendia el pasto y acuchilla el río
por donde va la tarde que se aleja.

Y en la delgada punta del estío
cuya trama el ocaso desmadeja,
su cantata se vuelve desvarío
para aplazar la muerte de una queja.

Pero no sabe que su acento agudo
es la bocina del verano ardiente
en un vivir de piel, siempre desnudo,

y un galopar de sangre coronada
que se afinca en el pecho, fuertemente,
para trocarse en rosa atormentada.



         EL YACARÉ

Está varado en un juncal florido
y apenas es visible su cabeza
con esos ojos de mirar perdido
en la jugosa piel de la maleza.

Acecha sin cesar. Un leño hundido
en una aguaza de color cereza.
Mimetizado cazador tendido
para una larga siesta de pereza.

Siente el menor ruido, siente todo
lo que estremece el agua de su cala,
su refugio de sombra, pasto y lodo.

Avanzando, despacio, se delata
y con la boca -su tremenda pala-
transforma el agua verde en escarlata.




         BAJO EL TOLDO DEL CIELO

Bajo el toldo del cielo yo he cantado
sin grillos en la voz y sin cadenas.
Un juglar me sentí mirando almenas
en un lejano azul desdibujado.

La limpia cal del día reencontrado
me retuvo entre aromas de azucenas
y sus frutas maduras y morenas
dióme el ocaso por mi bien, hallado.

Un memorial de vientos fui escribiendo
en la piel del camino y de la fronda
y en la seca maciega, casi ardiendo,

y al volver paso a paso a mi recuerdo,
medido en mi estatura por la sombra,
puse el candil a Dios por si me pierdo.




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