martes, 3 de julio de 2012

OSVALDO AGUIRRE [7.182]


Osvaldo Aguirre 

(Colón, 1964) es un poeta, narrador y periodista de Argentina.

Poesía

Las vueltas del camino. 1992
Al fuego. 1994
La deriva. 1996. Beatriz Viterbo
El libro de relatos, Velocidad y resistencia. 1995, edición Municipal de Rosario
El libro de crónicas, Los pasos de la memoria. 1996
El General (Melusina, 2000)
La tierra en el aire, Gog y Magog, 2010

Las plaquetas 

Narraciones extraordinarias (Vox, 1999) 
Ningún nombre (Dársena 3, 2005)

Novela

La deriva (Beatriz Viterbo, 1996)
Estrella del norte. 1998, Sudamericana

Libros de cuentos

La noche del gato de angora (Fundación Ross, 2006) 
Rocanrol (Beatriz Vierbo, 2006). 

Ensayo

Los pasos de la memoria: casos de desaparición de militantes políticos en Rosario. Editor América Libre.
Historias de la mafia en la Argentina. 2000, Aguilar, Altea, Taurus
Enemigos públicos. 2003, Aguilar, Altea, Taurus
La Pandilla salvaje: Butch Cassiday en la Patagonia. Colección Biografías y documentos. Edición ilustrada de Grupo Editorial Norma. 
La Chicago Argentina: crimen, mafia y prostitución en Rosario. 2006
Lengua natal. Volumen 33 de Ediciones en Danza. Editor en Danza. 
Los indeseables. Editor Negro Absoluto, 2008
Todos mienten. Editor Negro Absoluto. Editor Aquilina, 2009



AHORA recuerdo,
dice, y al revés
lo llama derecho.

Agosto es lo mismo
que enero,
y los diálogos
en la mesa, la ronda
y las cuentas en el patio
suenan como el viento,
su silbido en la copa
de las casuarinas,
el silencio.

Veo,
ahora veo,
dice, y confunde
sombras con cuerpos.

De La tierra en el aire, Gog y Magog, 2010.






Tierra en el aire

ROMPE
las palabras,
dice,
no rompas
el silencio.

Las palabras
secas y compactas,
las que trenzan
sus raíces
cuando alguien
las escarba,
las más pesadas,

y sean
sin maleza,
negras.

A golpes
de pala o rastrillo
rompe
la piedra y el musgo,
dice,
el campo desnudo
de junio
y las sofocantes,
las que sudan
en enero,
las mudas sin luz

ni agua,

y sean
cauce abierto,

ramas nuevas
de silencio.






VAMOS a guardar,
dice, las palabras
del hogar,

allá,
las que vienen
y van,

las de llamar
a los perros de caza
y de vigilia, dice,

las que dan
mejor abrigo.
Tierra muerta
en la lengua.

Y dice:
porque el día cierra
y el frío,
porque el viento golpea
en todas las puertas.

Vamos a guardar,
a guardar bien,
que no se pierdan
las de ir descalzo en el barro
o la escarcha,

las de hacer fuego
la noche entera,

las que vienen
y van,
vienen y van,
allá,

en el rastro
del arado que borra
el viento.

Lengua muerta
en la tierra.






ESTAS SON las palabras
de abril. Las que caían
y se enredaban en tus pies
a la mañana. Estas son
las que cocinaban
con pilas de marlos,
las que comían
hasta decir basta, más
no puedo. Las palabras
con que andaban
a caballo y recibían
visitas. Las de llamar
a la mesa y anunciar
el día. Las que
juntaban la cosecha.
Las de pronunciar
en voz baja a la siesta
luego de jurar por Dios
y la Virgen María, y hacer
la señal de la cruz.
Estas, las amarillas
y rojas en la planta
de ciruelas. Las hojitas
en la fila derecha
de hormigas. Son
las de hablar dormido 
y las de dar vueltas
en la cama, éstas,
las de descubrir
el colibrí en el ceibo,
las de abrir el molino
y cuidar los nidos
de las tacuaritas.
Las palabras
que remueve la brisa
en lo más alto
de las casuarinas.








Campo Albornoz


I

Con un silbido largo
llamaba al Lucero
para ir echando putas
hasta el pueblo.
Ya en la última hora,
antes de salir al patio
y entonar como dormido
las estrofas de Aurora,
sus ojos picaban
por la calle ancha.
Era la palma de su mano
y se animaba al primero.
Listos, en sus marcas,
a ver quién gana, a ver
quién llega a la estación
para saludar el paso
del lechero;
a ver quién en la plaza
y el último
cola de perro.
La señorita
se quejaba de la tierra
y decía que mañana.


II

Quién te corría, digo,
sino el campo florecido
en el mediodía de verano,
los cuises asomados al borde
de la cuneta, intrigados
por semejante apuro,
los teros, que alzaban vuelo
a los gritos, como si dijeran
"aquí no se puede estar
tranquilo", cruzaban la huella
y se posaban del otro lado
y al rato, con quejas y reclamos,
volvían al punto de partida:
"esta es la última vez", decían.


III

En Campo Albornoz,
departamento Constitución,
provincia de Santa Fe
-escribió el sumariante-,
la señorita de tal,
directora de la escuela
rural, declara.
Desde el pueblo siempre
por la calle de la estación
llegaba en sulky
-tenía una capota roja
para sol del verano,
heladas o temporales.
Paraba en chacras
o por el camino
a esperar alumnos,
apuraba a la yegua
y ocho menos cuarto
podía llamar a fila
ante la bandera y dar
los buenos días
donde ahora no se oye
voz humana ni corre
más que el viento,
o el simple abandono,
ni hay cosa que diga
de nuestra vida.
Todos los grados
a su cargo, de marzo
a noviembre, años
y años sin falta:
salvo esa mañana
en que hallaron
bajo el sauce
al viejo que cuidaba,
frito de una puñalada.





Diario íntimo

En su cuaderno anota
el día de siembra
y la verdad de la cosecha,
la fecha y el monto
de cada lluvia, aclara
si hubo piedra y otra:
qué daño quiso hacer.
No se hace líos
con tantos números
pero a fines de marzo
como maleta de loco
lleva ese cuaderno,
uno que guarda
de la escuela rural,
forrado con papel araña.
Mide el agua caída
en la quinta
y al final de la trilla
compara las cifras
de la campaña presente
y la campaña pasada,
y otra: saca cuentas
del rinde por cuadra.
Y tiene una letra
tan clara que parece
dibujar sobre las líneas
de la hoja, bien parejos,
los surcos de soja.







Vademécum

Se aplica un sapo
-la parte de la panza
fría- y el dolor
de muelas pasa.
Un caldo liviano
es santo remedio
para ir de cuerpo,
dar una vuelta
a la casa apenas
uno se levanta
de la mesa cura
la falta de sueño.
Con telarañas
las cascaritas
no arden ni sangran
y si se agrega
algo de barro fresco
se acabó el llanto:
nadie se rasca
las ronchas que dejan
hormigas, tábanos,
abejas. Y la tos
se va con tomas
de agua y miel
cada cuatro horas
en cucharita de té.






Bizcochos

Te voy a dar algo,
dice, que en la ciudad
imposible de conseguir.
Son los bizcochos
de dulce de leche y coco
que él mismo hace.
Ofrece una bandeja
con sonrisa bien ancha.
Antes, se jacta, por la zona
repartía bochas como ésa
-y qué galletitas, qué masas:
una delicia. Hasta decir
basta, hasta que se cansaba:
salía antes que las gallinas,
con la chata rebalsada
y en una de esas llegaba,
capaz, a San Nicolás.
Entonces algo fallaba
en él, ya la semilla
del desastre de su vejez.
El bulto del cuchillo
que calzaba y hacía ver
por gusto. O las gansadas
tremendas para disculpar
el susto y los diálogos
y entreversos que mantenía
consigo mismo:
"-¿Cómo?
¿Si vienen de lo profundo
del maíz?
-Me roban, ¿y?
-¡Y no sé qué más!
-¿Cómo?"
El negocio se conserva,
ese es su orgullo,
aunque algunas vitrinas
desnudas, y tiene espacio
de vicio. A la madrugada
da vueltas al lado del horno,
más que nada por costumbre,
y la mujer que le ayuda
se aburre de estar sentada.
Es cosa de locos, los pocos
clientes son viejos sin dientes,
y encima la competencia
bolacea que sus manos
tratan la harina más barata.
Pero quién aguanta ahora
las bromas de otra época,
las carcajadas a solas.
El pan se vuelve piedra,
ya nadie se extraña, y él
amasa lo justo, o menos,
de martes a viernes,
y en fiestas y fin de semana
agrega los bizcochos,
unas cuantas docenas.






Alemanes

Son dos gotas de agua,
mejor dicho de aceite
y grasa.
El trabajo y los años
los retocaron parejo:
gruesos, retacones,
la palidez de la cara
realzada por qué mugre
qué negros los mamelucos
y el pelo colorado, igual
que si un golpe de viento.
Los mismos callos
endurecieron sus manos
en el aprendizaje
de los misterios
que animan lo mecánico.
Hasta en la manera de ver
las cosas, como si un cable
invisible los uniera.
"Cómo anda -dice uno,
por la marcha de un Hanomag-:
Ése no nos da de comer".
Y el otro arranca apenas
un segundo después:
"no nos da de comer",
repite, los ojos deslumbrados
por la inteligencia del cascajo.
O antes: "Cómo anda",
y a lo mejor frena y deja
al otro seguir lo que él piensa.
Y los dos, al conversar,
inflan las mejillas
enrojecidas y tratan
de decir, con pausas,
las palabras completas,
como si tuvieran la boca
repleta de tuercas.
Conocen los tractores
y las trilladoras que les llevan
desde su salida de fábrica,
vida y obra de cada máquina:
cómo anduvo en campo
con humedad o qué fuerza
para desencajar un acoplado.
Sin necesidad de salir
de la fosa, por el motor,
el temblor del piso
o la tierra que levantan.
No les resulta ajeno
nada de lo mecánico.
Bien entrada la noche
se ve luz en el taller:
los dos siguen con trapos
embadurnados, y el aceite
y la grasa, como el tinte
más natural de la piel.







La despedida

Has sentido, en tu corazón,
el desprendimiento de una rama que cae.
Juan M. Inchauspe

En sus últimos días
se puso más flaca
y arisca que de costumbre.
Apática: la voluntad
le faltaba. Pero ni quejas
ni lágrimas alteraban
lo serio de su cara,
y no quiso que fueran
con ánimos o sonrisas.
Le preguntaban:
-Pero qué le pasa.
-Nada, nada –ella;
y eso si contestaba.
El reposo aconsejado
por el médico que no pidió
no calmaba su cansancio
y las plegarias de la extraña
puesta de compaña y vigilia
al Cristo crucificado
sobre su cabeza, lo mismo
que si escuchara llover.
Le costaba entender
los consuelos que le daban,
abrir los ojos y enfocar
algún objeto o silueta
en la pieza en sombras.
Más que acostarse
se hundía en la cama
como si ya estuviera
donde te dije.
La comadre afligida
por el agua, la ventilación
del cuarto y el olor
de las sábanas, y el médico
que, vaya novedad,
la veía desmejorada,
seguían la rutina del drama
y por eso se engañaban.



Ladrones

I

Era noche tan cerrada
que ni luciérnagas
siquiera y de pronto
los perros comenzaron
un escándalo.
Ladrones,
pensó.
Echaban chispas,
y hasta perder la voz,
como si un extraño
o los que van de chacra
en chacra con carne
envenenada o qué sé yo.
Se levantó de la cama
e intentó hacer luz
en las esterillas. Nada,
pero aquellos seguían.
A la mañana encontró
un pobre gato destripado
-quién sabe de dónde-
y en el patio, a la vista,
para que él supiera,
una comadreja, bah:
las patas y la cabeza.


II

Comenzaban el día
con mates en la cocina
y la radio para saber
los rindes de la lluvia.
Discutían si el agua
caída y el cielo, hacían
pronósticos por su cuenta:
lo normal después
de recibir la tormenta.
Hasta que ella, con luz
de alarma en los ojos,
helada de pies a cabeza,
pidió que bajara el volumen,
silencio, que no se moviera:
le parecía escuchar
algo raro en el camino.
Él le hizo caso
por darle el gusto nomás
pero enseguida vio:
no estaba loca, no,
eran voces, por lo menos
dos, que circulaban
a pocos pasos, oh.
Ladrones, dijo ella.
Y él, callado la boca,
dejó el mate y salió
con la escopeta a ver
un camión atravesado
entre huella y cuneta,
justo ante las casuarinas
de la puerta,
y dos vestidos de barro:
vecinos del pueblo
que tenían la ocurrencia
de salir al camino. Pero,
¿cómo, en qué cabeza?,
preguntaron, y todavía
esperan una respuesta.






Sociedad

   Un par de conejos
que trajo el tío
fue el principio
de un gran negocio.
   En las vacaciones,
con el primo
armaron una hilera
de jaulas y se turnaron
para darles de comer
y hacer de serenos.

   Llegaron a tener
cien conejos:
una vez los contaron.

      Todo el mundo,
en el pueblo, conocía
el criadero,
y cada santo día
era un desfile, caían
al campo a buscar
cantidad y precio.
   
        Con el primo
sacaban cuentas
y guardaban la plata,
monedas de uno,
cinco y diez centavos,
en una caja de grageas
para la tos.
                      El olor
a mentol los hacía
pensar en conejos,
en pan remojado,
en zorros al acecho.
         Y en la bolsa
que escondían
bajo la baldosa floja
de la despensa.





No me hagas acordar

Habíamos esperado
tanto, el campo
arado de grietas
y pasto como piedra
para dejar sin dientes
a la yegua, daban
ganas de llorar.
Prendíamos velas
a Dios y a los santos,
y a la pobre nona,
en el paso de la cocina
a las piezas.
Pero no había caso.

Los perros, afligidos,
eran piel y hueso:
no me hagas acordar.

Y en el pueblo
los que sabían todo,
ah, las lengua largas
y los mandados hacer
leían en la bosta,
las nubes o el fuego
donde ponían la marca,
bah, total, no les iban
a cobrar el aire:
algo nunca visto,
bolaceaban,
las pruebas atómicas,
el cometa, Nostradamus
y otra gente que trae yeta.

Con la amargura
yo no llevaba
el menor apunte,
hacía la parte de pavo,
iba dormido. Y cuando vi
que viento norte,
la tierra en la ropa
puesta a secar,
el remolino de tierra
y hojas en el corredor,
el cielo que se venía
abajo y era de tierra,
salí a recibir
para que la visita
supiera cuánto, cuánto
habíamos discutido,
que forma de renegar
con la radio
-“para hoy se espera,
mañana sin falta”,
puras macanas-
y no se fuera,
como las otras,
a la misma mierda.





Abracadabra

El tío Antonio
mostraba su mano
izquierda estirada,
pedía unos segundos
de concentración,
atención al silencio
y patas de cabra,
partía el índice
en dos, podíamos verlo
con nuestros ojos,
el dedo se movía solo,
oh. Pero no le dolía,
era magia

y la mano tenía
uno dos tres cuatro
cinco dedos
al abrirse de nuevo,
con una moneda
que se transformaba
en caramelos.

Quesequede,
decíamos, en el patio
de la luna y los escuerzos,
y más claro agua:
otra, quesequede.
Si le daban un mazo
adivinaba qué carta,
abracadabra,
y un pañuelo blanco
se convertía en otro
largo y de colores.
Quesequede, otra,
otra, pero la familia
esperaba en la cocina,
o reunida alrededor
del asador, para hablar
de cosas aburridas.





La copa Benito Palmaz
(según El Informe de Barlett)

En la primera fecha
Unión de Cepeda,
con la ayuda del árbitro,
el viejo que andaba
de sereno en el galpón
del ferrocarril,
pudo vencer al conjunto
de Sportivo Agrario,
el rojiblanco.
Social Atlético Barlett,
el local, quedó libre.

Estaba en disputa
la copa donada
por Benito Palmaz
a beneficio
del chico Maturano,
más muerto que vivo
en un hospital de Rosario.

Social Atlético se había
reforzado –un arquero,
un cinco y un nueve
que venían por la soja,
con las máquinas-
y el gringo Fioramonti
echaba pestes: querían
que fuera suplente,
él, que llevaba años
con la casaca a rayas
rojas y verdes

y no hubo quién
nadie pudo ni quiso
quién le llevaría el apunte
cuando el árbitro
hizo sonar el silbato
y señaló el centro,
decretando, señoras
y señores, el empate
de Social Atlético,
con sus refuerzos,
y Agrario, un rejunte
de muertos de hambre
y peones de la cosecha.

En la tercera y última
fecha salió otra vez
el sereno del ferrocarril
sorteado como árbitro.
Y apenas comenzó
el juego, quedó claro
que estaba comprado:
ellos pegaban,
y los fules eran nuestros;
ellos de vigilantes,
y el nueve nuestro,
un grandote que estaba
en las nubes,
quedaba fuera de juego;
“penal, penal”, gritaba
hasta el gringo Fioramonti
cuando cruzaban al diez,
que era bueno, y cobraba
en nuestro arco:

pero el negrito
que se había puesto
los guantes era un gato,
como si un elástico
y se quedó con el tiro
del capitán de ellos,
un veterano que venía
de la liga de Pergamino
y jugaba sin moverse
de media cancha.

El sereno, a lo mejor
por una botella de vino
barato, por una botella
de vino barato, el gringo
se cortaba las manos,
emperrado
veía otro partido.
Detrás del alambrado,
tapado de carteles
de la Unión Comunal,
volaban puteadas
y gargajos. La cosa
pasaba de castaño
oscuro, “escándalo”,
dijo el presidente
Rufino Tisera
a El Informe de Barlett.
Pero el borracho no pudo
evitar que el nueve
bajara de las nubes,
cuando la hinchada
de Cepeda festejaba,
y metiera un cabezazo
directo al ángulo.

El viejo Maturano
entregó la copa
Palmaz al capitán
de Social Atlético
y gracias a la colecta
de las entradas
sacaron volando al chico
del hospital
donde querían matarlo.





De: Si llueve porque llueve y si no llueve porque no llueve (inédito)




En el cementerio de Juan B. Molina


I

Dios
no te castigó,
ni caíste
fulminada
por un rayo,
como pedías,
en caso de decir
una mentira.

Todos los muertos
fueron testigos.


II

Salieron
de las celdillas
atontadas
por el efecto
del insecticida.
El nido quedó
por el piso, polvo
en el ladrillo
molido.

No pudieron
hacer nada.
Eran tres o cuatro
rojas y negras,
y entre ellas
una reina destronada
a escobazos limpios
y patadas.


III

Esta es la primera
foto, en el cajón
de sus restos.
No lo imaginaba
de ninguna manera
y cualquier otra
imagen hubiera sido
una sorpresa.
Pero se trata
de ésta y me cuesta
dar con el aire
de familia. Tal vez
la forma de mirar,
esa reserva
con la que se pegó
un tiro en la cabeza
cuando lo esperaban
en la mesa.



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