sábado, 13 de septiembre de 2014

JOSÉ JOAQUÍN PESADO [13.304]


José Joaquín Pesado

José Joaquín Pesado Pérez (9 de febrero de 1801 — 3 de marzo de 1861) fue un escritor, periodista y político mexicano.

José Joaquín Pesado nació el 9 de febrero de 1801 en Palmar de Bravo, en el estado de Puebla, México, hijo de Domingo Pesado, originario de Caldas del Rey, en Galicia, y de Josefa Francisca Pérez Sarmiento Casado y Toro, originaria de San Andrés Tuxtla, Veracruz. Fue militante del partido liberal, diputado de la Legislatura del estado de Veracruz, vicegobernador de ese estado, ministro del Interior durante el gobierno del presidente Anastasio Bustamante en 1838, quedando también encargado del Ministerio de Relaciones Exteriores, puesto en el que tuvo que afrontar la primera intervención francesa en México al puerto de Veracruz y promulgar la declaración oficial de guerra contra Francia, así como negociar un Tratado de Paz con mediación inglesa en el cual convino el pago de indemnización a Francia por 600 mil pesos. El 29 de julio de 1846, José Joaquín Pesado fue nombrado ministro de Relaciones Exteriores, Gobernación y Policía por el presidente Nicolás Bravo, en cuya gestión orientó más sus esfuerzos a la política interna del país. Deja el cargo debido al levantamiento de Mariano Salas, ocupando en adelante cargos de menor importancia.

Junto con Modesto Francisco de Olaguíbel fue redactor para el periódico La Oposición difundiendo ideas liberales, en tiempos de Valentín Gómez Farías, sin embargo, habría de pasarse más tarde al partido conservador, del cual habría de convertirse en el principal escritor y prominente político de ese bando, tras la muerte de Lucas Alamán. Junto con José Bernardo Couto, su primo hermano, y Manuel Carpio, formó parte del jurado que evaluó la letra para el Himno Nacional Mexicano, emitiendo su fallo el 3 de febrero de 1854 eligiendo al presentado por Francisco González Bocanegra.

Fue miembro de la Academia de Letrán, en 1835 formó parte de la nómina de la Academia de la Lengua, antecedente a la Academia Mexicana de la Lengua, y fue miembro correspondiente de la Real Academia Española.

De notable importancia es su obra Los aztecas, libro que incorpora antiguos cantos mexicanos escrito traducidos con la ayuda de Faustino Galicia Chimalpopoca, profesor de náhuatl en el antiguo Museo Nacional. Esta obra es una antología poética que constituye el primer intento literario por incorporar el legado poético de los antiguos mexicanos a la cultura mexicana.

La poesía de José Joaquín Pesado se llegó caracterizar por un profundo sentimiento cristiano.

Muere el 3 de marzo de 1861 en la Ciudad de México.




Poesías. Selección

José Joaquín Pesado

[Nota preliminar: edición digital a partir de José Joaquín Pesado, Poesías originales y traducidas, 2ª ed. corr. y aum., México, Imp. Cumplido, 1849, y cotejada con la edición de Poesía de la Independencia, ed. de Emilio Carilla, Caracas, Ayacucho, 1979, pp. 227-238, cuya consulta recomendamos.]



Mi amada en la misa de alba



Et vera incesu patuit Dea.
(VIRGILIO.)               



I

   Puras estrellas del cielo,
que en la noche tenebrosa
vais derramando en el suelo,
con vuestra luz misteriosa,
la claridad y el consuelo.

    ¡Qué de veces habéis dado
motivos al pecho mío
para revelar, osado,
el objeto de un cuidado  
que al mundo silencio fío!

    Sublime objeto de amor,
que la borrasca en bonanza
convierte con su esplendor,
y levanta mi esperanza  
a otro mundo superior.

    Objeto que en sí contiene
el fuego con que me inflama,
y en mis entrañas mantiene,
con su vivífica llama,  
el culto puro que tiene.

    Cuando apagada la edad
toque con débil barquilla
el mar de la eternidad,
yo saludaré en la orilla
el rayo de su beldad.

    Tras una nube ligera
muestra la noche sus galas:
¡Oh, cielos, y quién me diera
ceñir de fuego unas alas
para volar a su esfera!

    Yo sé que sobre esa altura
es el amor más perfecto,
es sin ficción la ternura,
más inocente el afecto,
y eterna la paz y holgura.

    ¡Oh, estrellas! Si acaso es cierto
que la mano que os produjo
en el espacio desierto
os dio soberano influjo
sobre este planeta yerto,

    haced que el benigno sino
que me tocó en nacimiento
me una a este objeto divino,
y tenga en mi cumplimiento
el decreto del destino.



II

   ¡Oh, tú, que de los cielos producida
destierras de mi seno la amargura,
y el desabrido cáliz de mi vida
conviertes en dulzura!

    Astro glorioso, que a mí mente envía
la inspiración de un puro sentimiento:
imagen cara a la memoria mía,
alma del pensamiento.

    Modesta virgen, cuyas formas bellas
el cielo admira, el universo adora,
en cuyos ojos brillan las estrellas,
y en tu frente la aurora.

    Bajo el abrigo de la noche umbría
presente estoy (disculpa mis arrojos)  
para gozar del alba, antes del día,
en tus risueños ojos.

    Gratas son las esferas estrelladas,
grato en la noche el soplo de la brisa,
pero más tus dulcísimas miradas
y tu hechicera risa.

    No dejes a tu amante que suspire
separado del bien que sólo quiere:
permite, ídolo mío, que te mire,
y humilde te venere.

    Del lecho donde duermes te levanta,
y a tu ventana sal, linda doncella:
a darte la alborada se adelanta
mi tímida querella.



III

   El lucero matutino
coronaba el horizonte,
y de la aurora vecina
despuntaban los albores.

    Las poderosas campanas,
en las elevadas torres,
anuncian que viene el día
con repetidos clamores.

    A misa salió mi amada
de sus umbrales entonces,
como la mañana bella  
y fresca como las flores.

    La modestia y el recato
la van siguiendo conformes;
dos iris lleva en sus cejas
y en sus mejillas dos soles.

    Doquier que vuelve la vista
hace que encendidos broten
de sus miradas deseos,
y de sus labios, olores.

    Un viento ligero y suave
atrevido descompone
de sus profusos cabellos
los rizos puestos en orden.

    Con las manos los sujeta,
dando a sus miradas nobles
tal expresión de dulzura,
que conmoviera los bronces.

    Toma el camino del templo,
diversas calles transpone,
pisa las gradas ligera,
y bajo el pórtico entróse.

    Como exhalación ardiente
que las densas nieblas rompe,
y alumbra por un momento
el aire, el mar y los montes;

    así se mostró en su curso
esta aparición veloce:
a sus luces repentinas
desapareció la noche.

    Camino tras sus pisadas
y llego a la iglesia, donde
arrodillada la miro
en el pavimento, inmóvil.

    Los ojos levanta al cielo,
luego en el suelo los pone,
y en su semblante reflejan
las llamas de los blandones.



IV

   Cuando en el templo postrada
estás ante el Ser inmenso,
entre una nube de incienso,
símbolo de la oración,

    me parece que eres ángel
que al trono de Dios asiste,
y que por el hombre triste
intercedes con fervor.

    La cándida vestidura
ciñes tú de la inocencia,
y brilla la inteligencia
en tu frente virginal.

    En tu corazón se ocultan  
de amor los puros afectos,
y en tu mente, los conceptos
de la ciencia celestial.

    ¡Oh, cuánto respeto imprimes!
¡Eres bella, ingenua, pura,
y reinas en una altura
harto superior a mí!

    Moradora del empíreo
(no sé yo cómo te nombre)
¿quién es el hijo del hombre
digno de llegar a ti?

   Con esas formas divinas,
que acá en la tierra demuestras,
das al que te mira muestras
de la hermosura eternal.

    Ya sé lo que vale el alma
que mis sentidos anima,
pues que conoce y estima
el precio de tu beldad.

    Si gentil hubieras sido,  
altares te levantara,
la rodilla te doblara
y fueras mi diosa tú.

    Incienso y flores rendido
tributara a tu belleza,
emblemas de tu pureza,
y tu fragante virtud.

    Hoy eres a estos mis ojos
imagen por excelencia
de la suma inteligencia,
pues que cristiano nací;

    espíritu que me guía
en los caminos del mundo,
y en el piélago profundo
norte fijo para mí.

    ¿Qué fuera del globo triste,
de espanto y de sombras lleno,
si no brillara en su seno
tu rayo consolador?

    Tú disipas los temores,
todo el universo alegras
y haces sus moradas negras
pensil donde reina moro.


V

   ¡Cuándo verán mis ojos aquel día
en que, dueño feliz de tu hermosura,
ni el rigor tema de la suerte impía,
ni que vuele cual sombra mi ventura!

    De inmarcesibles rosas coronado,
bajo las alas del amor propicio,
disfrutaré en tu seno, reclinado,
de todos los tesoros que codicio.




Sitios y escenas de Orizaba y Córdoba


I

Las cumbres de Aculcingo


   Desciende- de la excelsa cordillera
al valle profundísimo el camino,
trozando bosques de laurel y pino
que revisten sus cumbres y ladera.

    Baña de luces la inflamada esfera
el uno y otro monte convecino,
y el arroyo que baja cristalino
y el pintoresco pueblo y la pradera.

    Y prosigue la senda dilatada
entre las aguas y arboleda umbría
que llenan de frescura la cañada;
y al fin de la calzada y la alquería

    descúbrese la villa celebrada,
mansión feliz de la adorada mía.



II

La fuente de Ojozarco

   Sonora, limpia, trasparente, ondosa,  
naces de antiguo bosque ¡oh sacra fuente!
En tus orillas canta dulcemente
el ave enamorada y querellosa.

    Ora en el lirio azul, ora en la rosa
que ciñen el raudal de tu corriente,
se asientan y se mecen blandamente
la abeja y la galana mariposa.

    Bien te conoce Amor por tus señales,
gloria de las pintadas praderías,
hechizo de pastoras y zagales,

    ¿Mas qué son para rni tus alegrías?
¿Qué tus claros y tersos manantiales,
si sólo has de llevar lágrimas mías?


III

El molino y llano de Escamela


   Tibia en invierno, en el verano fría
brota y corre la fuente; en su camino
el puente pasa, toca la alquería,
y mueve con sus ondas el molino.

    Espumosa desciende, y se desvía,
después, en curso claro y cristalino,
copiando a trechos la enramada umbría
y el cedro añoso y el gallardo pino.

    Mírase aquí selvosa la montaña;
allí el ganado ledo, que sestea,
parte en la cuesta y parte en la campaña.

    Y en la tarde, al morir la luz febea,
convida a descansar en la cabaña
la campana sonora de la aldea.


IV

La cascada de Barrio Nuevo


   Crecida, hinchada, turbia, la corriente
troncos y peñas con furor arrumba,
y bate los cimientos y trastumba
la falda, al monte de enriscada frente.

    A mayores abismos impaciente
el raudal espumoso se derrumba:
la tierra gime, el eco que retumba
se extiende por los campos lentamente.

    Apoyado en un pino el viejo río,
alzando entrambas sienes, coronadas
de ruda encina y de arrayán bravío,

    entre el iris y nieblas levantadas,
ansioso por llegar al mar umbrío,  
a las ondas increpa amotinadas.


V

El camino de Orizaba a Córdoba


   Del Orizaba fértil a la espalda,
que erizada de cedros se defiende
de los rayos del sol, la vía se extiende
de una a la otra ciudad, sobre la falda.  

    El naranjo sus ramas de esmeralda,
y el plátano vivaz sus hojas tiende
aquí y allí. De trecho en trecho pende
la hiedra, que hace al valladar guirnalda.

    Por ingenios de caña y cafetales,  
ya mansos, ya turgentes, van los ríos,
que más allá despeñan sus raudales;

    y cabañas, ganados, laboríos,
pueblos, valles y alturas desiguales
encantan por doquier los ojos míos.  


VI

El viento sur


   Sobre el coro de estrellas que fulgura
do el Centauro del Sur gira despacio,
sale el Austro feroz de su palacio,
numen terrible de venganza dura.

Blondo el cabello, armada la cintura,
sus ojos como llamas de topacio,
volando, deja ver en el espacio
los pliegues de su roja vestidura.

    Abre a un punto las puertas a los vientos,
arrebata las plantas y las flores,  
amenaza turbar los elementos;

    y doblando sus iras y furores,
esparce en remolinos turbulentos
aridez, sequedad, polvo y ardores.


VII

El viento norte


   El retirado Bóreas que en los Triones  
impera, anciano, con dominio pleno,
hace llamar a sí con voz de trueno
las nubes en espesos escuadrones.

    A mantener sus triunfos y blasones
terrible se adelanta, aunque sereno,
y a su adversario, de despecho lleno,
arroja a las antárticas regiones.

    Tendido pabellón de gruesa niebla
vela su cana frente veneranda,
y larga barba que su rostro puebla;  

    y de su trono, entre las nieves, manda
que dé a la tierra su frescor la niebla,
y riego el cielo con su lluvia blanda.


VIII

Una tempestad, de noche, en Orizaba


   El carro del Señor, arrebatado
de noche, en tempestad que ruge y crece,
los cielos de los cielos estremece,
entre los torbellinos y el nublado.

    De súbito, el relámpago inflamado
rompe la oscuridad y resplandece;
y bañado de luces, aparece
sobre los montes, el volcán nevado.

    Arde el bosque, de viva llama herido;
y semeja de fuego la corriente
del río, por los campos extendido.

    Al terrible fragor del rayo ardiente
lanza del pecho triste y abatido,
clamor de angustia la aterrada gente.




Cantos de Netzahualcoyotl


Vanidad de la gloria humana


   Son del mundo las glorias y la fama
como los verdes sauces de los ríos,
a quienes quema repentina llama
o los despojan los inviernos fríos:
la hacha del leñador los precipita
o la vejez caduca los marchita.

    Del monarca la púrpura preciosa
las injurias del tiempo no resiste;
es en su duración como la rosa,
alegre al alba y en la noche triste:  
ambas tienen en horas diferentes
las mismas propiedades y accidentes.

    ¿Pero, qué digo yo? Graciosas flores
hay, que la aurora baña de rocío,
muertas con los primeros resplandores
que el sol derrama por el aire umbrío.
Pasa en un punto su belleza vana,
y así pasa también la pompa humana.

    ¡Cuán breve y fugitivo es el reinado
que las flores ejercen, cuando imperan!  
¡No es menos el honor alto y preciado
que en sí los hombres perpetuar esperan!
Cada blasón que adquieren se convierte
en sus manos en símbolo de muerte.

    No llegara su in, nadie lo espere:
la más alegre y dilatada vida
en yerto polvo convertida muere.
¿Ves la tierra tan ancha y extendida?
Pues no es más que sepulcro dilatado
que oculta cuanto fue, cuanto ha pasado.  

    Pasan los claros ríos y las fuentes,
y pasan los arroyos bullidores:
nunca a su origen vuelven las corrientes,
que entre guijas nacieron y entre flores;
con incesante afán y con presura  
buscan allá en el mar su sepultura.

    La hora que ya pasó rauda se aleja
para nunca volver, cual sombra vana,
y la que ora gozamos nada deja
de su impalpable ser para mañana.
Llena los cementerios polvo inmundo
de reyes, que mandaron en el mundo.

    Y su centro de horror también encierra
sabios en el consejo, ya olvidados
héroes famosos, hijos de la guerra,
grandes conquistadores esforzados,
que dictando su ley a las naciones
se hicieron tributar adoraciones.

    Mas su poder quedó desvanecido
como el humo que espira la garganta
de este volcán de México encendido,  
cuando al cielo sus llamas adelanta.
No queda más recuerdo a tanta gloria
que una confusa página en la historia.

    ¿Dónde está el poderoso, dónde el fuerte?
¿Dó la doncella púdica y gallarda?
El césped que los cubre nos advierte
la condición que a todos nos aguarda.
Murieron nuestros padres, moriremos;
la muerte a nuestros hijos legaremos.

    Volvamos ya la vista a los panteones,
morada de pavor, lugar sombrío.
¿Dónde están los clarísimos varones
que extendieron su inmenso señorío
por la vasta extensión de este hemisferio,  
con leyes justas y sagrado imperio?

    ¿Dónde yace el guerrero poderoso
que los toltecas gobernó el primero?
¿Dónde Necax, adorador piadoso
de las deidades, con amor sincero?
¿Dónde la reina Xiul, bella y amada?
¿Dó el postrer rey de Tula desdichada?

    Nada bajo los cielos hay estable.
¿En qué sitio los restos se reservan
de Xolotl, tronco nuestro venerable?
¿Dó los de tantos reyes se conservan?
De mi padre la vívida ceniza
¿qué lugar la distingue y eterniza?

    En vano busco yo, caros amigos,
los restos de mis claros ascendientes;
de mi inútil afán me sois testigos,
a mis preguntas tristes y dolientes
sólo me respondéis: nada sabemos,
mas que en polvo también nos tornaremos.

    ¿Quién es el que esto advierte y no suspira  
por gozar de otra vida, allá en la altura
donde sin corrupción libre respira
y en eterna quietud el alma dura?
Desprendida del cuerpo, tiende el vuelo
y vive con los astros en el cielo.

    Es el sepulcro helado nueva cuna
para nacer del sol a los fulgores,
y su tiniebla, lóbrega, importuna,
brillo para los astros superiores.
En polvo la criatura convertida
goza con las estrellas nueva vida,

    No hay poder que trastorne de esa esfera
los muros y los quicios diamantinos,
allí el Creador su imagen reverbera:
en ellos imprimió nuestros destinos  
y en ellos el mortal mira seguro
con ojos penetrantes lo futuro.






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