viernes, 13 de enero de 2017

DIEGO BRANDO [19.854]


Diego Brando

Diego Brando (Leones, Córdoba, 1987). Es profesor de lengua y literatura desde 2014 y empezó a escribir poesía en el 2012. Luego de un período de interrupción, escribió algunos poemas hasta septiembre de 2015, cuando retomó su producción de manera febril. Se desempeña en un laboratorio bioquímico. 

"Nací en Leones, Provincia de Córdoba a fines de diciembre de 1987. Empecé a leer en la adolescencia y la literatura siempre fue lo que más me interesó, empecé con narrativa, a la poesía la veía en ese momento como una cuestión un tanto inaccesible para mi conocimiento aunque con el tiempo me demostré lo contrario. Estudié el Profesorado en Lengua y Literatura en la ciudad de Bell Ville viajando diariamente durante 4 años y medio, me recibí en septiembre de 2014 y aún no ejerzo. La escritura de poesía comenzó como una necesidad en el 2012 aunque sólo por un tiempo, la retomé en septiembre de 2015 luego de unas clases de poesía inglesa y norteamericana de parte de Diego Sampo y fue lo mejor que me podría haber pasado. Escribí mi primer poemario y ahora estoy con una segunda idea que espero poder llevar a cabo".

Ha publicado: Frontera, Vilnius, Córdoba, 2016.



Soportamos las bromas de un dios urbano

Selección de Valeria Cervero

I

El gato
que desde el tapial mira
mi figura recortada
detrás de la reja de la ventana
no sabe de mi miedo,
aunque, quizá, quién sabe,
lo intuye.
Para disimularlo
alterno mi mirada entre el lucero
y las hojas que dejó caer
la tormenta.
Tirar el cigarrillo,
producir un incendio
sería, al menos, una solución,
la de hacer del temor
un espectáculo.


II

A la hora en la que los obreros retornan a la fábrica
nosotros nos dirigimos con nuestras motos a la laguna,
incluso uno de nuestros amigos nos saluda con su casco
amarillo en la mano, lo mantiene y lo mueve en el aire.
Se ríe, pero nosotros lo compadecemos, a esa hora de la tarde,
ese calor, quedar encerrado en un pequeño galpón en las afueras
de un pueblo al que nadie llega, donde no hay nada más
que el sol y las gotas de sudor que caen por nuestro pelo.
No tenemos familias que mantener y todavía la vergüenza
no se infiltró en nuestras cabezas, somos jóvenes
que alargan en sus vidas el tiempo del ocio y la vagancia.
A veces, me digo a mí mismo, ya es hora de empezar ese
nuevo ciclo, de asir a mi cabeza el casco amarillo
y la ropa de trabajo, dejar que el aceite lo ensucie
y lo trabaje con los años. Pero es sólo una idea,
ahora surcamos con nuestras motos la pequeña ruta
para llegar a la laguna y sentarnos en los troncos que ubicamos
estratégicamente desde que el calor se hizo presente.
Con el paso de los años la imagen es la misma, los obreros
que entran a la fábrica, nosotros en nuestras motos,
la laguna allá a lo lejos. Pero la vida pasa y es cierto
que nuestra rutina genera tedio y que a veces peleamos
entre nosotros y alguna trompada vuela en el aire.
Cuando ya no quede nadie con quien pelear, y el hastío
haya podido más que el terror al trabajo, nos pararemos
afuera de la fábrica y saludaremos con nuestros cascos
amarillos de un lado al otro de la ruta, hacia la nada.


III

Bebemos vino en las tardes de verano.
Mientras otros vacacionan y beben también
en las playas de mares y de ríos, nosotros
ansiamos la tranquilidad en un patio.
Es cierto que a veces la idea aparece
y soñamos con hacer nuestro viaje,
pero bebemos más vino y olvidamos.
¿Qué viaje haríamos? ¿Hacia dónde?
Estamos afincados a nuestro pueblo,
al barro de los campos y a nuestros
patios colmados de árboles.
Nos limitamos a predecir qué será
de la vida de la gente como nosotros.
Somos profetas en una tierra
sin nadie a quien dirigirnos.


IV

Cuando mi madre hace un silencio
es porque sobrevuela sus flores
un colibrí de tonos azules.
Las tardes de verano en el patio
con los gatos extendidos a la sombra
de un aromo que crece enorme
suelen tener esa manifestación divina.
El pájaro puede irse y luego volver
construyendo otro silencio.
Yo sólo pienso y contemplo,
así ha sido la vida de mi madre,
un momento detenido tras otro
en el que la muerte se ha querido posar en ella
con la prestancia de un pájaro eléctrico.


V

El cuerpo pide que lo rieguen
como esas plantas al comenzar el verano,
hojas y flores apuntando hacia la tierra.
El pequeño demonio que se posa
sobre la nuca y los brazos deja marcas
que arden al contacto con la lluvia
y es preciso correr por las avenidas
del pueblo hasta refugiarse
en un pequeño alero de alguna casa ajena.
Somos jóvenes del interior,
vivimos entre la pereza y la insolación
y correr resulta un acto desesperado.
Pero corremos y miramos quién se adelanta,
quién se queda detrás y sonreímos.
Encontramos oro en una tierra abandonada.


VI

El ruido del tren en el paso a nivel más cercano
y la sombra proyectada de todo un grupo de álamos,
plantados pero no podados, sobre nuestras siluetas,
ponen en duda, una vez más, nuestra existencia.
¿Estaremos allí, de verdad presentes, o seremos
personajes de un pequeño drama imaginario?
En las noches del pueblo donde residimos
o más bien, en el que soportamos las bromas
de un dios urbano que quiere por momentos borrarnos,
intentamos, a pesar del ruido, conversar
sobre nuestras vidas, o lo que sería de ellas
si las sombras y los sonidos no nos ocultaran.
Brillamos en el interior de nuestras casas
pero afuera somos apenas sombras de nada.
Levantamos la voz, nos corremos del lugar oscuro
buscando la luz, pero no es suficiente,
la escenografía de un teatro divino nos eclipsa
y un pequeño telón parece cerrarse ante nosotros.


VII

La casa que nuestro abuelo construyó
con sus propias manos, se cae a pedazos.
Si mañana, por el descuido de una divinidad
se desplomara y no quedaran más que ruinas
no sabríamos erigirnos un nuevo hogar.
Somos jóvenes en la época de la inutilidad,
o quizá, la inutilidad misma. Volvemos
día a día a casa, y encontramos una nueva
fisura, la mancha de humedad más grande.
Pasamos de largo por el pasillo y nos
acostamos en nuestras camas a leer.
Si me preguntaran qué sucedió con nuestra
generación, no sabría responder, quedaría
en silencio. El mismo silencio que mi abuelo
de escucharlo, sin dudas, se pondría a insultar.


VIII

Mi padre toma fuertemente de la bombilla del mate,
combatimos el verano sentados en las viejas mesas
de cerámica de nuestros abuelos, el calor de la bebida
nos hace transpirar, pero es una costumbre en la que no cedemos.
Llevamos dos días de tranquilidad en el patio,
desde que la tormenta azotó la región y la dejó sin luz.
Impasibles, permanecemos sentados. Sólo a veces,
cuando el perro del vecino salta el tapial,
nos levantamos y con un grito bárbaro lo alejamos.
Protegemos a la gata que justo se le dio por parir.
Es inminente que la luz va a volver en pocas horas,
pero bien podría no hacerlo, nos sentimos hombres primitivos
que nada necesitan de las comodidades de una casa.


IX

Para atravesar todo este camino e ir a verte
necesito tener cerca a Ítaca en mi cabeza.
Sentiría un cansancio anticipado si pensara
en Cíclopes o pretendientes a quienes derrotar.
Si tuviera que cruzar toda la ruta en un pequeño colectivo
pensando en un Telémaco aún no nacido, no saldría
nunca de viaje, aunque me llamaras y me lo pidieras.
¿Qué es lo que necesito para emprender la vuelta,
el nacimiento de una nueva necesidad, un nuevo motor?
Para tejer juntos con la mente en un nuevo motivo,
sobre todo necesito tener cerca a Ítaca en mi cabeza.


X

El dolor desbordante
en una de sus vértebras,
el ladrido de una jauría de perros
y los caños de escape
de las motos que vuelan
rasantes por la avenida
le impiden conciliar el sueño.
Boca arriba, las manos a los costados,
los ojos bien abiertos
y el pensamiento recurrente
de que nada de esto habría importado
si el día anterior no hubiera resultado
lo que finalmente fue, un infierno.



* Nota del autor.

Los poemas que aquí figuran nacieron también como una necesidad. Hacía tiempo que no escribía y una noche de insomnio mi mente comenzó a esbozar algunos versos, así que no tuve otra posibilidad que la de sentarme en la computadora y ponerme a escribir. Desde esa noche se convirtió en una costumbre, noches de insomnio, noches de poesía. Sentí que en ese no poder dormir, en ese despertarme a mitad de la madrugada me valía de una inspiración que en el resto del día no era tal. En el día hablaba con amigos, contemplaba, acumulaba imágenes, primeros versos de posibles poesías y a la noche me despertaba, leía autores como Cesare Pavese, Joseph Brodsky, Philip Larkin y escribía. Dio la casualidad de que en ese tiempo cursé como adscripto la materia Literatura en Lenguas extranjeras I con Diego Sampo, donde leímos entre otras cosas poesía inglesa y norteamericana. Estudié y tuve que preparar un trabajo acerca de George Oppen y  Theodore Enslin y aprendí mucho. Mi cabeza dio un giro, maduró poéticamente. En cuanto a cierta temática de los poemas, sentí que era menester poetizar aquello que estaba sucediéndome en el presente, es decir: la quietud de un pueblo donde no han quedado jóvenes, conectarme nuevamente con la naturaleza y con mi cotidianeidad. Fue sobre todo, y como ya dije anteriormente, una necesidad, un encuentro más que satisfactorio con la escritura, con la creación donde día a día los poemas iban saliendo.





Diego Brando (Córdoba), Frontera, Vilnius, Córdoba, 2016.



El aromo deja
una hoja más
en la oscuridad
de la mañana.
¿Puede discernir
quien contempla
entre el cielo
y el suelo
correctamente?
Mis ojos recorren
la posible línea
de separación,
tratan de percibirla
y de trazarla.
La madrugada
puede ser eso:
una hoja que cae,
alguien
que intenta comprenderla.


*


Un vaso de vino tinto
en medio de la noche
y la tormenta allá afuera
me traen cierta calma,
un hormigueo eléctrico
que corre por mi piel.
Me acuerdo del árbol
que corté aquella tarde
en el patio de mi casa,
de la resina fresca
en mis manos
cuando lo acomodaba
y del movimiento brusco
de mi cuerpo
al golpearlo con un hacha.
Se estará mojando ahora,
y quizá la tierra
lo esté envolviendo
con frescura.
Pienso y concluyo:
soy ese árbol cortado
y mutilado que recibe el embate
de los vientos y la lluvia,
con placer.


*

Mi gata es una mancha blanca
en la oscuridad del jardín,
la electricidad, que desde ayer
falta en el pueblo, está en las estrellas.
Sentado en la vieja reposera de mi abuelo,
siento el calor y el humo de los espirales
que se filtra por las ventanas.
Podría encender un cigarrillo o destapar
un viejo vino regalado,
volver a los tiempos de antaño, de la falta de luz
y de los pequeños placeres domésticos.
Mi madre cambia las velas,
sintoniza frecuencias en la radio
que hablen de la tormenta, del viento desatado.
No hay noticias, quizá también
las emisoras hayan volado,
o al menos suspendido sus actividades.
Lo pienso y lo digo en voz alta,
la paz es un lugar en medio de un patio.



*


Me doy vuelta y veo detrás de mí
la sombra enorme de un atrapasueños
proyectada por una luz portátil
que cuelga de una soga al ritmo
de un viento leve pero preciso.
Es primavera, estoy en el patio
y trabajo noche a noche la madera.
Con una gubia tallo cuidadosamente,
busco formas como un escritor ansía
la palabra o un músico un nuevo sonido.
¿Será en vano tanto sacrificio,
dará frutos la búsqueda?
La duda me carcome durante el día,
trato de creer, de tener fe.
Cuando me acuesto a dormir en el césped
—soy un hombre de la naturaleza—,
confío en que el adminículo
de madera de sauce, piedra y plumas
filtre los malos sueños, para después
quemarse con el primer rayo del amanecer.
A la noche siguiente tomo mi herramienta
y vuelvo liviano al trabajo, busco
la paz y una obra que hable por mí.




*


Durante el día, el cielo 
cambió de colores. 
Parado en medio del patio, 
observé cómo el celeste 
se convirtió en negro 
y de qué manera los truenos 
y los relámpagos 
amenazaron la tarde. 
Soy un centinela que vela 
por su tierra y por sus plantas. 
Cuando cae granizo 
corro hacia lo salvable, 
las plantas en macetas. 
Cuando la furia pasa 
presto atención a la estrelicia 
y al aromo, los sobrevivientes. 
Entro y salgo de casa, nunca descanso. 
Aunque debo reconocer que a veces 
me imagino flameando al cielo 
un banderín blanco. 



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