martes, 14 de octubre de 2014

JOSÉ MIGUEL HERBOZO [13.666]


José Miguel Herbozo 

(Lima, Perú  1984) es autor de los poemarios Acto de rito (2003), Catedral (2005) y Los ríos en invierno (2007).

Ganó con su libro LOS RÍOS EN INVIERNO el premio de poesía organizado por la Universidad Católica el año 2007.





(una llave tras los huesos)

A veces regresa,
en la inmóvil calma del día, el recuerdo
de aquel vivir absorto, en la luz asombrada.
Cesare Pavese
Yo que caminaba tanto para no cansarme
de renunciar a lo que nunca cambia,
ahora solo, pensando un poco menos
en lo que nos espanta, en esos cuadros
que cortan el camino, y que no vemos:
el sol me trepanaba sin mirarme
girando el corazón adentro,
mas no se puede renunciar a lo que está
constantemente yéndose y viniendo,
a lo que nos abraza, y sin mirar las manos
se aleja blanco, del blanco descendiendo.
O cómo renunciarse, por ejemplo,
a ser el otro lado de la nada
o una luz sobre la puerta cerrada
que mide en el destino y dobla el cuerpo
como si hubiera perdido la mirada
como si hubiera perseguido
una zona del cuerpo donde acaban
cerrando el descontento, aquellos sueños
que atacan cada cosa, en la mirada,
cantando como mágico secreto.
Así te atravesaste en mis palabras,
y nada que decir, que me quedaba,
yo estaba caminado, el tiempo al tiempo,
blandiendo allí una espada en el secreto,
apareciste —así como no ahora— de la nada
y aprendiste a dibujar sobre mis marcas
y borraste aquí los signos, el sendero
y yo perdí las pistas en medio de la nada.
Era toda esa luz que se encuadraba
marcando el escenario, y no el recuerdo
que nubla la memoria y corre por el tiempo
y todo lo avasalla, deshaciendo
sobre unas manos blancas ya trazadas
porciones de distancia en el cerebro,
la sensación de helarse, el mundo atento
al mundo que se alza entre sus muertos,
y deja los despojos, dos, nosotros,
el tiempo que nos une y la mirada
cercando el horizonte por adentro.
El horizonte descubre y no remece
lo que salta al escenario sin remedio:
ella silente y hablando, allí a lo lejos,
y yo para mi casa, que es ninguna parte,
y ella así imitando: lo que nunca acaba
está hecho para despedazarse
debajo de la tierra, o como un lirio
convertirse, o geranio en adelante;
pero yo no diré nada —estoy callando—
y las cosas que nos quedan, la batalla
se diluye sobre el blanco de su cuerpo
vestido y sus palabras, no recuerdo
lo que lleno con el blanco, solo quiero
lo que llevo entre las manos —una llaga—
soledoso como si el cuerpo quieto
sosteniendo dos palabras —cada nombre
que se corta en el silencio— dice algo
que traspase el elemento más humano
o una llave tras los huesos que guardamos
donde ella dice lento, o preguntaba
si es que acaso no era tarde para
arreglar los desencuentros, o arredrarse
entre pasos tan inciertos, como he dado
por andar sobre lo incierto y dibujando
lo que hablaba en nuestro invierno.
Pero yo no diré nada —en eso pienso—,
y los cuadros desenvainan sus señales
engastados sobre el cuerpo, allí sangrando
nuestro hilo sobre el tiempo, es tan difícil
procesar el horizonte sin mirarnos
o sangrar ya desde lejos —no sabemos—.
La agitación de la rueda nos señala
por aquí, que tantas veces nos veremos
—y dijiste mis palabras, yo soñaba
con estirar los recuerdos—, y así fue
que empezamos a girar; allí el viento
fue cubriendo nuestros cuerpos,
un milagro diluyó lo que quedaba
todo estaba en la distancia —me explicabas—,
porque ahora tan distantes, tan dispuestos
para decir en silencio, una palabra
o mejor silencio, silencio.

(de Los ríos en invierno)






Íbamos a repetir una escena conocida:
seis horas de imágenes frente a la pantalla,
tus ojos cerrándose mientras las luces se encienden,
imitando el sentido que anima estas palabras.
En una época yo suponía que la felicidad era
emprender viajes de una hora
dos o tres veces por semana, llegar a tu puerta,
y pasar horas de horas con imágenes
en una pantalla que era otra cada después de unos meses,
o hacer de cuenta que importaba la pantalla
y pasarla bien; yo buscaba acción por entonces,
pero de una manera poco peligrosa.
Que no te sorprenda esta cordura
de volver sobre los mismos temas:
no nos conocimos cruzando el camino,
sino en laboratorios de los que solo quedan
los primeros pisos, los jardines y un asistente
que presumía de escritor, y desde entonces
buscaba un mejor puesto de cualquier manera;
nosotros intentamos todo lo que podíamos,
apenas nos habíamos visto, pero no hablábamos,
y éramos nadie con nadie, pero felices; nadie con nadie,
pero dispuestos a todo. Entonces, como decía,
tenía una manía lenta de probar las variaciones,
y me encontré contigo, que eras de todo distinta.
Así fue como empezó nuestro viaje,
donde la sombra crece sobre lo que no se sabe
mientras los muros se cierran. No ha pasado mucho
desde que cambiaron las cosas: no más laboratorios,
la facultad con el doble de pisos, el asistente
ahora es profesor y molesta a sus amigos
por el teléfono;
nosotros llevamos veinte meses juntos,
y deudas que se multiplican
y dinero que escasea.
Ahora que estás tan callada no sé qué debo decir,
voy tanto tiempo esperando en este sitio
que ha dado la mañana,
y pese a que en la semana peleamos
por unas monedas, tu pantalla que es nueva
despide una luz distinta, una luz que no me alcanza
para entender lo que se acerca mientras la sala
se llena de sol y tus amigos han acabado
por aceptar que el sueño tiene más poder
que una película bien hecha, y han dormido
como tú. Ahora que estás dormida he descubierto
que nada de lo que está afuera te interesa. La escena final
de la película es conmovedora, pero la pantalla habla
para nadie —como yo—. No tengo sueño. Cerraré la puerta.
Nos veremos en unas semanas —meses, años, nunca—.





No sé qué voy a decir para empezar con esto,
ahora sé que hablo menos y que empiezo
a presentir un poco sobre lo que no me corta.
Pensaba existir un tiempo allende los papeles,
volver al mundo el miedo, no temer en la mañana
el ansia de entenderlo todo y de perderlo,
pero no sabes en qué consiste esto de arriesgarse,
de tramar una intuición mientras los mares
agitan la calma impropia que estremece
bajo el viento de setiembre entre los chopos.
No sé qué voy a decir después del vuelo
del mirlo que descansa bajo la pasionaria del sueño
y espera entre las líneas el retorno
del fuego de la mañana sobre la ciudad
para imitar un silencio que no domino,
este ruido en el hilo del teléfono, estas inclinaciones
apoyando sobre los abismos la irisada niebla
que rodea los puertos. No sé qué voy a decir
salvo que intento siempre aproximarme al norte
y cuando eso sucede ya no entiendo
por qué nunca apareces en la ciudad silente
lejana más que el sueño; una estación donde el norte
es todo eso que cambia: el sol cubre los muros,
una repetición que consuela y lo que une
esta persecución de líneas y silencio.







para Kenny

No se teme lo que existe tanto como el retorno
de lo que ha quedado marcado en la voz
o en los ojos, el grito de un lazo o una hoja
diciendo entre las líneas más cosas
de las que repetimos. No se teme al inicio
porque el primer principio muestra
que siempre se comienza, y siempre
es errático el signo de la voz que repetimos
después de una pregunta por el miedo.
¿Qué se teme? Lo temido arroja
un poco de quietud al inicio, luego un giro
sobre imágenes como filmes, secuencias
de un vacío en la luz de los ojos
mientras dura la espera. Lo temido es un huerto
donde hay vértigo pero también dominio,
donde hay pasión pero refrenamiento,
donde se vuelve siempre a pensar
en la sal de los planes, en la luz inicial
ahora que hay edificios en medio. Un temor
nunca lleva a la debilidad como las carreteras
más allá de imprevistos. Un siglo de silencio
en un segundo, el miedo sobreviene
y las paredes del lugar se mudan
hacia fauces, hacia cavernas sin fuga
y mucha sangre fluye. Los minutos duran,
la vuelta al fin engaña, y nuevamente
la sensación de que todo ha concluido
bajo las luces en calma.
  






La impresión de recordar un disco al perderme
en tu mirada sola. La impresión de no recordar
esos ojos, pero el recuerdo de oír el disco
girar como yo en ti, constantemente; un acto
de amor más allá de las cosas, un giro de la mente
en el que dura tu rastro para siempre, en donde solo
jugamos a que existes y a que nunca mueres,
jugamos a que no hay lugares ni efectos que temer
o abandonar el vacío que arrastra el ánimo
a donde no esperábamos. El sonido de un disco
que siempre llega al fin y es recuerdo de unos ojos
que en silencio —de más— nos arrebatan.
Y hacia el final del juego ya nada de sonidos ni miradas.
Tan solo lo nunca conocido, el sitio de un recuerdo
como camino imprevisto y como huella
del tiempo en el tiempo acumulada.







Nunca me había separado tanto de lo amado
más allá de las casas que recorres
cuando el sol se levanta y desenreda los sueños
de las vueltas del destino en que nunca reparamos
pero nos trajeron hasta aquí mientras el cielo
siempre distinto se vuelve:
el mundo suena a canciones que se repiten
y cada sensación se hace nueva o distinta
bajo las luces de una nueva mañana.

No sé muy bien qué es lo que hemos encontrado
pero cada vez que llamas a la puerta
siento que todo comienza
y necesito este desborde para entender
la soledad de tu imagen esperando en la estación,
tu nombre repetido cada instante,
mi lugar entre las vueltas del mundo
y todo es tan perfecto pero nadie sabe.

Ya no puedo desasirme de lo que te ha transformado
en la voz que no responde mientras haces planes,
aunque dices que vuelva cuando sea necesario
ahora estoy ardiendo bajo el sol a tu lado
y tu bajo una sombra hasta que todo cambie.

No sabes cuánto de mí se ha transformado:
no temo más el escenario
cuando salgo a las tablas y me entiendo
con toda la pasión que me estremece,

no sé que más decir salvo que haces
que salga todo el tiempo para hallarte
en las vueltas del sol, sobre las luces
del brillo entre los campos, las paredes
que callan en tu casa, ciudades transparentes
entre los dos que somos para el tiempo deshacer
más allá de todo lo que se deshace.






(españa)


Son las seis de la tarde aquí en España,
son las seis de la tarde; ella extrañaba
el silbido de los vientos, el movimiento inerte
de los bloques de acero en el asfalto;
el sonido de la calle cubriendo los oídos
y el furor amargo de la esperanza.

En su lugar conduce, ella atraviesa
la ciudad en un instante mientras sueña,
mientras piensa con desdén en el volante,
en el transito del viento, aquel ocaso,
las postales como un circo remediando,
los espejos que le aquejan al final,
las mismas tardes.

Va pisando el asfalto, si, pisando,
la amargura pisando y está sola en el asiento, si los hijos
son de otro, esos, los hijos, se parecen ¿al señor, mamá?
¿el de la vez pasada en el café, mamá?

Odiaba los cordones rojos, y él no hacía
más que mirarlos todo el tiempo: que preciosa
niña, me decía; que preciosa;
yo no hacia más que pedirle a mamá
cómprame unos cordones azules.

Era cierto, ella creía, él se lo dijo:
reprimir no sirve de nada, olvidarme,
aparecerme siempre y no serme
para hora del desastre, las canciones
repetidas, los desplantes, una a una
las paredes diletantes, solo tú
estremecedora de las realidades,
tú que cambias con las voces, por mí ruega
en la canción de esta noche, por mi ruega
en la hora del desastre.

Madre dice España su lugar, desde allí siempre
ese señor presiente, madre; aunque no dice
que hace todo por canción para esperarte,
cuando el ruido es sinfonía disecando
los sollozos, las palabras abusivas
no me cortan, ni el estruendo del odio
entre la hierba;
recordando las plegarias del culpable:
pobre loco que sufres, pobre loco,
yo tengo una canción para ti, una canción
que no es mía pero tampoco es tuya,
una canción de nadie, acaso de los dos,
que hace todo más distante.

Pero nunca me atreví a hacer nada distinto, nunca, nada,
nunca.
Por la borda los reveses, vida entera desplegada,
amaneceres, lágrimas de siempre entre la almohada,
ser asfalto que cubre el corazón, no ser en la garúa, ser
tus nervios en la hora de la lluvia, aquellos nervios:

tú partiéndote en pedazos
o en mitades;

por el otro matrimonio, el matrimonio,
la vacilación a cien, las curvas del camino no previstas,
perecer, el cinturón bien puesto--no de hija para ser---
el piano grita la cola melodías
tan vibrantes

mientras ella se golpea en el cemento
y se recorta.

él espera y espera
como siempre.

Esos cordones rojos a la hora del accidente.

Ella madre con los nudos en el vientre.

Ella novia soledosa
para aliviar el desastre.







(los ríos en invierno)

Me parece tan humano ese temor,
esa huella que en la piel nos deja intacta
una señal de estación cuando atardece
y unos fieles que regresan a sus casas
para nacer con el sol.

En el puerto de noche anclan las naves
donde fieles oscurecen los senderos,
un claro resplandor ahora separa
la paz inanimada de los sueños:
una sombra aparece de la nada,
se queda solitaria, allí existiendo.

Antes era ese mar quien nos hablaba
de un camino que llevaba más allá
de las puertas y ventanas del pueblo,
la ciudad que arrebata la mirada
para inventar el tiempo va extinguiendo
las cosas que uno ha visto caminar;
hoy sabemos también que el mundo habla
con el giro del sol amaneciendo.

Cuando el ojo dice formas que avasallan
el hombre se sumerge, sin ademán de palabras,
en el cuerpo que lo ha envuelto sin preludios
ni extensiones de secreto: el mismo hombre
repite varias veces--todas por la mañana--
el rito del silencio, el habla solitaria
a un más allá tangible que lo ha vuelto
el centro de sus miedos, la mirada,
el eje más incierto que lo asombra
y transforma en lo que calla, y va girando
hasta ceder el agua, ya secreto.

Así llega el pescado a la mañana,
la palabra a la mesa, el hombre habla
con el cansancio del cuerpo, la mañana
extensa sobre el río que es incierto
--como la vida misma cuando calla--
nos habla con su furia acostumbrada
el idioma del mar amaneciendo.

La ceniza hablará de otras mañanas
de cubrir con su sal el movimiento,
de desplegar una sombra
sobre rayo que es eterno,

el sonido de los puentes bajo el agua
y un andar por debajo hasta la muerte:

no habrá estacas para andar otra mañana.

La ciudad vacante enreda el miedo,
cómo borrar el mapa, establecerse
en medio de la nada; una escritura
sin tinta ni palabras, huella del agua,
la levedad y el rito que contienen
un circulo de sal en el silencio
y manchas en el alma.

Ya ninguna mañana que esperar
ni otro valle que habitar bajo las aguas.

La ceremonia errática del río
--rictus de tierra y penumbra--

un horizonte imposible & nuestras manos

sin tiempo para asirse
después de la mañana.








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