jueves, 5 de junio de 2014

ERNESTO NOBOA Y CAAMAÑO [11.872]


Ernesto Noboa y Caamaño

Ernesto Noboa y Caamaño (Guayaquil, Ecuador, 1891 - Quito, 1927) fue un poeta ecuatoriano, perteneciente a la llamada «Generación decapitada». Fue una figura del modernismo en su país.

Ernesto Noboa y Caamaño nació en Guayaquil, de igual manera que su compañero Arturo Borja, procedía de una familia notable. Cumplió su educación media, se estableció con sus padres en la ciudad de Quito, en donde su aleteo poético, fue cobrando altura a través de periódicos y revistas. Pero su fama se extendía también al auxilio de las reuniones amicales en las que declamaba lo propio y lo ajeno, en noches de bohemia en que no faltaba la excitación letal de los paraísos artificiales. Había aprendido Noboa un estilo de escribir y de llevar su existencia que provenía del París de los poetas malditos, pero que casaba perculiamente con lo que él era por naturaleza: un hombre extremadamente sensible, desdeñoso de la ordinariez de las cosas cotidianas, acongojado por afecciones íntimas e ideas sombrías. Las incomodidades del ambiente local, rudo para su ambición de vagas delicadezas, le empujaron hacia Europa.

El viaje depuró aún más sus gustos y sus percepciones. Le dio oportunidad de captar imágenes extranjeras saturadas de poesía. Un ejemplo de eso es su composición Lobos de mar, en el paisaje de Bretaña, cuando Noboa pudo contemplar a ese niño que desde el regazo de la madre humilde torna sus glaucos ojos de futuro marino—y se queda escuchando la promesa del mar!. Las impresiones de su vagabundeo lejano y las que con alma sensible siguió recogiendo tras el regreso al país, pusieron el calor de lo humano en sus versos, aunque acentuaron al mismo tiempo su desazón, su pesimismo, su renunciamiento a la voluntad y el esfuerzo, su predilección por las drogas heroicas, su insalvable prisa hacia la muerte. Esta, por cierto, no le sedujo de veras, «con su paso humilde de reina haraposa». Pero, en cambio, le poseía un desmayo invencible frente a las cosas de la vida: “Del más mínimo esfuerzo mi voluntad desiste,—y deja libremente que por la vieja herida—del corazón se escape—sin que a mi alma contriste—como un perfume vago, la esencia de la vida.” En medio de su abandono amaba más radicalmente las lecturas de los autores favoritos: «Heme, Samain, Jules Laforgue, Edgar Allan Poe -y, sobre todo, ¡mi Verlaine!». O, de igual manera que el modernista cubano Julián del Casal, confesaba su apetencia de morfina y de cloral para calmar sus “nervios de neurótico”. Seguramente Ernesto Noboa Caamaño fue la figura representativa del Modernismo en el Ecuador.

Leyó a los franceses, a Rubén Darío. A Juan Ramón Jiménez. Y de ese modo asimiló virtudes de forma que le permitieron hacer poesía de gracia y delicadeza jamás logradas antes en el país. Rasgos estilísticos, predilecciones por lo francés y lo exótico, estado sentimental, singular aptitud renovadora, todo lo asocia legítimamente a lo más caracterizado del movimiento modernista hispanoamericano. Pero no desoyó totalmente el reclamo de los temas cercanos. Por eso compuso con certeza y colorido aquel soneto titulado «5 a.m.», que es una imagen fiel, viva, visual, de las gentes quiteñas que madrugan a la misa bajo el clamor de las campanas y que se mezclan con el truhan y la mujerzuela como en un apunte goyesco. Ernesto Noboa Caamaño publicó “Romanza de las horas” en 1922. Y preparaba un segundo volumen de poesía — que jamás apareció— titulado La sombra de las alas.

Poemas a destacar

Bibliografía

Romanza de las horas (1922)


Ernesto Noboa Caamaño


Hace poco, ante un público de amigos, en charla informal acerca de la trinidad de poetas con quienes nos tocó alternar muy cercanamente en la década de 1910, concluimos afirmando que el más completo y el más formado fue Ernesto Noboa Caamaño.
Ahora, refrescada por la lectura de su obra que ha requerido información de estas páginas, repetimos la afirmación.
La apreciación general es la de que fue por esencia el poeta decadente, en un sentido casi fisiológico, enfermizo diríamos con más propiedad, de quien sólo quedó un hálito de tristeza y el desahucio de un quejido agónico.
Sí, ese es su aspecto más impresionante y el de mayores resonancias. Pero ese no fue su único aspecto. Al contrario: su lira desparramó muchos sones. Noboa Caamaño comenzó a escribir por saturación de lecturas que habían dado pábulo a su congénito sentimiento del arte. Lienzos, aguas fuertes, acuarelas simulan varios poemas, en los cuales desborda su emoción de lo bello, sea por una impresión de plasticidad, sea por otra de sobria armonía. Pinturas de arte grande, pacientemente elaboradas son su «Retrato antiguo», su magistral goyesca «5 a. m.», su soneto «Lobos de mar», mirados desde Bretaña, y algunos más que, con los citados, copiaremos luego, y de los cuales no podríamos prescindir al intentar la semblanza literaria de este poeta. Se observa en esa labor al artista escrupuloso hasta la angustia y exigente hasta la tortura que, en cosas como «De aquel amor lejano», logra la perfección parnasiana, poema al que gustole agregar un irónico «Envío» de no menor perfección. Con igual afán acuñó un tema clásico para presentarlo en el molde anterior, bajo el título de «Las Danaidas». Y luego romanzas, como la de «Verano», en las que se está en la atmósfera tónica y fortificante de un panteísmo de la mejor esencia.
¿Por qué se han esfumado en la apreciación general de la obra de Noboa esas características que exhiben tanta variedad, tanta maestría, tanto dominio de sus instrumentos de arte, y, sobre todo, tanta salud?
A guisa de respuesta a cuestión que en cierto modo ha desnaturalizado la verdad intrínseca de una obra poética de primera calidad, es menester que recordemos ciertas condiciones que han afectado en todo su conjunto a la obra de Arturo Borja y, en casi todo, a la de Noboa Caamaño.
La obra de Arturo Borja, La Flauta de Ónix, como todos sabemos, no fue revisada por él: vio la luz pública merced al celoso empeño de sus buenos amigos Nicolás Delgado y Carlos Andrade, varios años después de la muerte del poeta. Romanza de las horas de Ernesto Noboa se publicó en 1922, en vida del autor, pero cuando éste confesaba: «Del más mínimo esfuerzo mi voluntad desiste, -y deja libremente que por la vieja herida- del corazón se escape -sin que a mi alma contriste- como un perfume vago, la esencia de mi vida».
La primera edición salió merced a la exigente solicitud de su hermano político, don Cristóbal de Gangotena y Jijón, quien arrancó a Noboa sus papeles e hizo que le dictara aquello que aún se hallaba extraviado. Los afectuosos editores de una y otra obras no pudieron menos de respetar el desorden y la incoherencia de las obras recogidas tan azarosamente. Y, como las obtuvieron, las publicaron.
En ambos casos no intervino la revisión de los autores. De ahí que en la lectura desprevenida no se repara en el ligamen espiritual, del que se desprende una filosofía. Es preciso leer a estos poetas una y otra vez, para sentir el lazo entre pieza y pieza y notar la dependencia de un poema a otro, pero en los cuales se escucha el latir jadeante, espasmódico casi, de sus atormentados corazones.
Bajo el cuidado de sus autores y el amparo de una hipotética serenidad, creemos que La flauta de Ónix y Romanza de las horas habrían lucido esa unidad orgánica que hoy es menester desentrañar de sus elementos dispersos. Es cosa difícil, pero que la estimamos necesaria al emprender en la exégesis que requieren los dos poetas, ya que de otro modo se prescindiría de una columna central.
La obra de Noboa presenta las estaciones regulares, correspondientes a la aurora y el medio día, al poniente y la noche.
Las referencias anteriormente expuestas, corresponden a la hora auroral, esplendorosa, llena de luz y calor, que tanto se aparta de la melancolía exclusivista que le atribuye la apreciación general. En vez de la simple referencia acudamos a los poemas que justifican nuestro esclarecimiento.

Dicen así:




Retrato Antiguo

Tienes el aire altivo, misterioso y doliente
de aquellas nobles damas que retrató Pantoja:
y los cabellos oscuros, la mirada indolente,
y la boca imprecisa, luciferina y roja.

En tus negras pupilas el misterio se aloja,  
el ave azul del sueño se fatiga en tu frente,
y en la pálida mano que una rosa deshoja,
resplandece la perla de prodigioso oriente.

Sonrisa que fue ensueño del divino Leonardo,
ojos alucinados, manos de Fornarina,
porte de Dogaresa, cuello de María Estuardo,

que parece formado -por venganza divina-
para rodar segado como un tallo de nardo,
como un ramo de lirios, bajo la guillotina.



Correspondiendo a la misma hora, sin título, aparece este otro retrato y los poemas que le siguen:



Poema

Descansa sobre el busto tentador que engalanas
con el jubón ceñido de crujiente surá,
el collar donde esplenden ágatas neronianas,
diamantes de Golconda, perlas de los Valois.

Tus pupilas se pierden en visiones lejanas
y alucinadas miran más allá... más allá;
parecen torturadas por nostalgias arcanas,
tal vez ansias de gloria, sueños de amor quizá...

Se esconde en la impoluta redondez de tu seno
-con la aleve eficacia de su letal veneno-
el áspid cleopatrino de la sensualidad.

¡Y en el ígneo torrente de tu sangre volcánica
llevas, acaso, el germen de una raza vesánica
de amor, orgullo, muerte, fanatismo y crueldad!

  




5 a. m.

Gentes madrugadoras que van a misa de alba
y gentes trasnochadas, en ronda pintoresca,
por la calle que alumbra la luz rosada y malva
de la luna que asoma su cara truhanesca.

Desfila entremezclada la piedad con el vicio,
pañolones polícromos y mantos en desgarre,
rostros de manicomio, de lupanar y hospicio,
siniestras cataduras de sabbat y aquelarre.

Corre una vieja enjuta que ya pierde la misa,
y junto a una ramera de pintada sonrisa,  
cruza algún calavera de jarana y tramoya...

Y sueño ante aquel cuadro que estoy en un museo,
y en caracteres de oro, al pie del marco, leo:
Dibujó este «Capricho» don Francisco de Goya.






Lobos de mar

(En Bretaña)

Crepúsculo del puerto. Sobre los malecones
de la dársena, envueltos en un polvo sutil,
entre cuerdas y fardos, mástiles y lanchones,
a la luz indecisa del cielo opaco y gris,

ágiles y robustos los marinos bretones
alistan a la nave que se apresta a partir,
entre risas jocundas y gritos y canciones
-esas canciones tristes de este dulce país-.

Sus mujeres ayudan a la ruda faena,
y una de ellas da el pecho, fuente de vida llena,  
a un bello infante rubio, fresca rosa carnal,

que, como en una clara visión de su destino,
¡torna sus glaucos ojos de futuro marino
y se queda escuchando la promesa del mar...!






De aquel amor lejano

Ibas sobre la nave como una
sentimental princesa desterrada
que lamentase, triste y olvidada,
la volubilidad de la fortuna.

Con nostalgia de amor en la mirada
y palores cromáticos de luna,
pasabas largas horas en alguna
divagación romántica y alada.

Y a la luz del crepúsculo en derrota,
evocabas quizá la primavera  
de nuestro amor ¡tan dulce y tan remota!

Y tu recuerdo ¡oh pálida viajera!
Se perdió, con la última gaviota
que llegó sollozando a mi ribera...





Las danaides

Hubo aroma de carnes femeniles,
ayes e imprecaciones de tormento,
y un bostezo de luz del firmamento
iluminó un milagro de perfiles.

Golpeó con ruido isócrono el acero
de una prora en la riba inconocida,
y escuchó la legión estremecida
el trágico ladrar de Cancerbero.

Con atributos de Censor supremo,
desde la cima de un abrupto monte,  
dictaminó el castigo Triptolemo;

mientras sobre el fangal del Aqueronte,
en un esfume gris, al son del remo,
se alejaba la barca de Caronte.






Romanza de verano

A don Cristóbal de Gangotena y Jijón, que «vive de amor de América y de pasión de España».

Mediodía de verano -oro y azul- que pones
tanta nueva alegría, tanta ansiedad secreta,
¡como un florecimiento sobre los corazones!
Bajo la brisa inquieta
el parque rumoroso de nidos y canciones,
es como un armonioso corazón de poeta.

Sed de amor en las almas, que humedece los ojos,
la divina locura de divinos excesos,
en los cálices rojos
en los labios traviesos,  
como tábanos de oro, ¡revolotean los besos!
Por las sendas brillantes,
las mullidas arenas,
las parejas amantes
entretejen con hilos de los dulces instantes  
el manto de las horas propicias y serenas...
pasan rondas frágiles, ramilletes fragantes
de románticas rubias y ardorosas morenas.
Sobre el escudo heráldico del azul se diseña
como prócer cimera  
la arrogante palmera
que enamorada sueña
con el pino del Norte, como cantaba el verso
melodioso de Heine; y el lago terso
como un espejo ustorio, se estremece  
con las alas de seda
de un cisne majestuoso que padece
su galante nostalgia de los muslos de Leda...

Cielo azul, lago y cisne, ágil frondaje,
decoración de noble señorío  
que sugiere la magia de un paisaje
del alma inmensa de Rubén Darío.

En la vecina plaza, que sombrean los ramajes
de las finas acacias y los mirtos paganos,
-harapos de color y ojos salvajes
cruza la caravana de gitanos.
Y rompe el aire leve y ardoroso
el monótono ritmo con que apremia
el rudo y agrio tamboril al oso
que hace danzar la zíngara bohemia.  
¡Mujer errante de alma de leyenda,
labios huraños y ojos estelares,
que me supo cantar bajo su tienda
el divino Cantar de los Cantares...!
¡Mujer errante de fatal destino,
nómada ambigua que a beber me diste,
mezclada con la sangre de tu vino,
tu pena vieja y tu lujuria triste!
¡Carne morena que me dio su agreste
sabor de dátil y su olor de fiera, 50
y el opio de un sutil sueño celeste
en su boca de roja adormidera!
¡Hora de germinal, sangre encendida,
surco fecundo, palpitante entraña,
polen sagrado, savia de la vida,  
siempre perdida bajo el sol de España!

¡Medio día de verano -oro y azul- que escancia
tanta nueva alegría, tanta inquietud secreta,
como sutil fragancia
sobre los corazones!  
El parque rumoroso de nidos y canciones
tiembla bajo el halago de la brisa discreta
como un profundo y claro corazón de poeta.

Y vibra el día vernáculo; y la lluvia
aurífera del sol todo lo alegra:  
brilla el metal de la guedeja rubia
junto al acero de la crencha negra.

¡Sed urgente de amor que nada calma
y hace que brote de los labios rojos
la inefable canción que sangra el alma  
y humedece los ojos...!

Música de oro que en el aire flota,
sinfonía estival que dice: ¡ama!
en la que cada beso es una nota
y el corazón es todo el pentagrama.  


¿Puede pedirse algo de plenitud más centelleante, de panteísmo más sentido y de optimismo más confiado? En el poema anterior desborda, casi sin quererlo, esa abundante cultura, bien decantada en el intelecto de Noboa, que trae reminiscencias del sur y del septentrión, de Heine y de Rubén Darío, el mito de Leda y la rozagante realidad de la zíngara bohemia, concurriendo todo a la «sinfonía estival que dice: ¡ama!». Cuán lejos queda el poeta enfermizo y decadente estratificado en la impresión general.
Mas, pronto siguen la inconformidad y el desencanto. En aquel entonces, la aparición en la lírica del elegíaco Juan Ramón Jiménez, con su voz tenue, nunca antes oída en la declamatoria poesía castellana, parecía interpretar un difunto estado de ánimo. Nuestros poetas no lo imitaron, pero lo admiraron siempre y nunca lo eludieron. La elegía en general adoptó la tonalidad del verso de Jiménez. Nuestro penetrante crítico César Andrade Cordero, observó de Ernesto Noboa algo que también podría aplicarse a Jiménez. Dijo: «su poesía es dolorosa, lo cual ya es la nota distintiva, delimitatoria, que se predica en su ansiedad mental y emocional derivada de su modo inmutable de hacer voluntad poética de toda su voluntad de hombre». Con ese instrumento elegíaco, la inconformidad y el desencanto, propias de la hora del poniente, van cobrando arraigo en tierras de melancolía, como se ve en las expresivas formas de los poemas que siguen:



Nostalgia

Ante la ciudad dormida
bajo la luna sedeña,
mi pobre alma dolorida
olvida
y sueña.  

Un astro me está llamando
con su trémula mirada,
y el alma está contemplando
extasiada
y sollozando  
su llamada.

Y sueña ante los reflejos
del rubio astro vagabundo:
¡partir al fin!... ¡lejos, lejos
de este mundo!  

Olvidado de amarguras
y terrenales ternuras,
ya no sentir ni pensar,
¡tener dos alas oscuras...
y volar!  

Ante la ciudad dormida
bajo la luna sedeña,
¡oh, pobre alma dolorida,
sueña, sueña,
olvida, olvida...!  






Brisa de Otoño

Vamos los dos a olvidarnos;
no sirven nuestros amores, mira,
¡vamos a arrancamos
del corazón nuestras flores!

Juan R. Jiménez               



- I -

El silencio... la luna en el agua
de la fuente... tu voz... y la queja
que mi vida romántica fragua
contemplando el amor que se aleja...

Tu pupila nostálgica y vaga
se ha perdido en la azul lontananza
donde, pálida y triste, se apaga
una estrella... como una esperanza...

¡Recordemos el tiempo lejano!
-nuestra breve y azul primavera-
el antiguo calor de tu mano
¡y el lugar de la cita primera!

Fue en el viejo jardín; todo olores,
una tarde callada y sombría;
tú cortabas piadosa unas flores
para el ara lustral de María

¿Por qué se arma de espinas la rosa?
... En tu brazo brotaron claveles,
y mi boca probó temblorosa
de esa sangre preciada las mieles...

... Fue un amor de divinos excesos,
ese amor que los males ensalma
con el suave calor de los besos
que florecen de estrellas el alma.

Contemplaron las frondas mis ansias
y la sombra veló tus pudores,
y el azahar te cubrió de fragancias
con el manto nupcial de sus flores.

Y era todo calor y ruido,
y era todo perfume y canción,
¡era todo sendero florido
en el campo de mi corazón!


- II -

¿Por qué tienen los besos espinas?
¿Por qué ocultan ponzoña las flores,
y el veneno las bocas divinas
y la hiel los más dulces amores?

¡Ya tu pecho mi ardor no provoca,
ni me incita tu labio sedeño,
ya no aroma el clavel de tu boca,
ni tus cantos arrullan mi ensueño!

Nuestros labios se juntan con frío,
nuestros ojos se miran con pena;
se ha tornado tu acento sombrío
y mi voz con tristeza resuena.

Nuestro beso es un beso de olvido...
y este amor con la muerte se aúna
como un rayo de sol diluido
en un triste reflejo de luna...

[...]

Ya en el cielo se borran matices,
ya la luna se va marchitando,
y me miras... y nada me dices...
y te miro... y me alejo llorando...







Emoción de una flauta en la noche

Una flauta solloza en la dormida
soledad de la noche silenciosa,
una flauta perdida,
misteriosa
y doliente,  
cuya voz aterida
viene como una blanca mariposa,
y se posa
en mi herida
dulcemente...  

¡Vaga y desgarradora
melodía,
la que la flauta llora
en la noche sombría!

Ave ciega y oscura  
del Sentimiento
que inspiraste el grito de ternura
que hasta mi corazón llega en el viento,
murmura
tus trémulas escalas  
de secreta amargura
y pliega la fatiga de tus alas
sobre mi desventura.

Suene tu ritmo cadencioso y flébil
en la noche serena;  
mi alma es también como una flauta débil
que gusta del amparo de la noche
para hacer el derroche de su pena...

La flauta melodiosa
sigue tañendo lánguida su queja,  
y se aleja... se aleja...
en la noche dormida y silenciosa...






Para la angustia de las horas

A mi madre.

Para calmar las horas graves
del calvario del corazón
tengo tus tristes manos suaves
que se posan como dos aves
sobre la cruz de mi aflicción.  

Para aliviar las horas tristes
de mi callada soledad
me basta... ¡saber que tú existes!
y me acompañas y me asistes
y me infundes serenidad.  

Cuando el áspid del hastío me roe,
tengo unos libros que son en
las horas cruentas mirra, aloe,
de mi alma débil el sostén:
Heine, Samain, Laforgue, Poe  
y, sobre todo, ¡mi Verlaine!

Y así mi vida se desliza
-sin objeto ni orientación-
doliente, callada, sumisa,
con una triste resignación,  
entre un suspiro, una sonrisa,
alguna ternura imprecisa
y algún verdadero dolor...



Esta poesía en sordina, esta pobreza ostentada, este no sé qué de árido, de nostálgico y de lánguido tiene algo de la plegaria del convaleciente y la apariencia de una humilde oración gratulatoria. Dentro de esa sucesión de sentimientos evanescentes, sólo la afirmación final tiene la eficacia de una realidad categórica: «y algún verdadero dolor», que persiste en la mente resonando, repitiéndose como el eco en las oquedades montañosas.
A la inconformidad y el desencanto sigue el sentimiento de evasión. Las leyes de su espíritu mantienen lógica trayectoria. En Noboa no se encuentra la inconsecuencia, menos la contradicción. Al desencanto debía seguir la fuga, del mismo modo que la inconformidad fue la secuela de su anhelo de perfección. Por lo demás, el ansia de evasión ha sido común a muchos poetas. Superflua sería la enunciación de nombres y poemas que la confirmen. Y francamente no sólo ha sido cosa de poetas sino de todo ser humano con sentido de horizontes de conquistas y de cambios. Nadie expresó ese sentimiento como el poeta de mayor influjo en la inspiración de los poetas de nuestra trinidad, el autor de L'invitation au voyage. Y Baudelaire no sólo expresó ese sentimiento en aquella pieza magistral, sino también en el poema más simple «Le voyage» y en el más complicado «Un voyage a Cythère», aunque de este viaje último sólo se sirviera para expresar las más hondas y trágicas decepciones. Lo contrario de lo que entrevió en su «Invitation», donde: «La tout n'est qu'ordre et beauté, luxe, calme et volupté», en lo que Gide encontraba todos los elementos de equilibrio de un tratado de estética. Noboa tampoco hizo de la evasión una protesta, como se ha querido que fuera ese sentimiento. Cuando lo expresó no fue un angustiado. En ese momento se nos revela suntuoso y visionario, lleno de énfasis en su ademán, como corresponde a la necesidad impetuosa de una rica imaginación... Diferente de lo que le representa la efigie consagrada por la apreciación general, aquí tenemos un poeta de penacho, que eleva su voz hasta la amplitud teatral, lleno de apóstrofes oportunos, cargado de una ornamentación que da color y magnificencia a las estrofas. Su evasión más genuina va «tras la joyante estela de Cristóbal Colón». Oigámosle:



La Sombra de las alas


Una amicizia de terra lontana.
D'Annunzio               


Yo sueño que mis alas proyectan en sus vuelos
la débil sombra errante
hoy bajo claro cielo,
mañana en un distante
cielo brumoso y gris;
¡por mi nostalgia eterna, por mis hondos anhelos
de los arcanos mares, y los ignotos suelos
y las lejanas costas el soñado país...!

«Navigare est necesse» dice el arcaico lema
de mi heráldico emblema;
y en un ambiente leve como impalpable tul,
una galera ingrávida sobre las ondas rema,
y una nube ligera cruza sobre el azul...

El mar oculta un símbolo que sus voces en coro
descifran en lenguaje recóndito y sutil:
dar a todos la dádiva del cántico sonoro
y esconder muy al fondo el preciado tesoro,
avaros de su eterna riqueza juvenil.

Yo llevo en los caminos azules de mis venas
la clave del secreto de mi extraño anhelar;
¡por eso he comprendido la voz de las sirenas
y la plegaria errante de las olas del mar!

Hubo entre mi ascendencia
cierto viejo marino
que me legó estas blancas alas del corazón;
que sufrió mi dolencia
y hacia estas tierras vino
tras la joyante estela de Cristóbal Colón,
¡quizá buscando en vano la fuente de Juvencia,
como aquel noble hidalgo Juan Ponce de León!

¡Oh la emoción del ave
marina; de la nave
que parte, y quien sabe
si volverá algún día de la esperanza en pos!
¡Oh las claras orillas y los muelles flotantes,
donde hay siempre el milagro de unos ojos amantes
y el ala de un pañuelo que tremola su adiós!

Soñar que nos olvidan el Tiempo y el Destino
por gracia de un perpetuo renovarse, y vivir
la inefable leyenda de Simbad el Marino:
errar sin guía ni brújula, vagar sin rumbo cierto,
y en el azar del éxodo llegar hacia algún puerto...
¡para partir de nuevo... partir... siempre partir!

En las tardes tranquilas y las noches serenas,
cuando los astros lloran su trémulo fulgor,
tendido en el sedante tapiz de las arenas
o apoyado en la borda del barco arrullador,
¡abrir el relicario de las antiguas penas,
y ante las trenzas rubias y las crenchas morenas,
dejar que el viento sople las cenizas de amor!

Perderse cual las águilas o como las gaviotas
por el espacio límpido o ante la tempestad,
hacia las altas cumbres y las playas remotas
en un icáreo impulso pleno de majestad,
¡llevando nuevas plumas para las alas rotas,
sin que cese un instante la divina ansiedad!

Seguir todas las sendas
y hollar todas las rutas,
que mi coturno sepa de toda latitud:
descansar bajo el palio de las nómadas tiendas,
dormir sobre el basalto de las marinas grutas,
¡y que a la brisa norte suceda el viento sud!

[...]

Y al fin... ¡tal vez un día de nostalgia y espera,
en alguna ignorada tierra de promisión,
el Amor, en la prora de su barca velera,
cantando el ritmo eterno de su eterna canción,
del puerto de mi vida retorne a la ribera
y clave el ancla firme dentro mi corazón!



La estrofa final del poema anterior, acaso es una estrofa clave de la orientación futura del poeta. Para Ernesto Noboa el amor no era el fugaz encuentro de la aventura fortuita, sino un sentimiento grave, muy serio, que de pronto puede convertirse en el árbitro del destino. Por lo mismo, Noboa era de aquellos que a la idea del amor asocian la del matrimonio indisoluble, que ha de formar parte integrante de la vida. Y una desventura terrible le vedó que el amor le echase «el ancla firme dentro del corazón». De entonces va configurándose el sentimiento de la vida frustrada. Verlaine, Laforgue... también Semain, le señalan un diapasón a su nuevo canto; y el sentimiento de la vida frustrada pasa a ser el dominante: lo exhibe en la sucesión de sus días; lo describe en su clarovidente examen de conciencia; pero el encontrarse con el hombre frustrado le sirve para lucir el laúd de un gran poeta. Oídle en esta hora:



Anhelo

L'espoir a fui vaincu vers le ciel noir.
Verlaine.               


¡Oh dolor insondable, desolada amargura
de no hallar en la senda ni la flor de un cariño,
y sentirse, al comienzo de la jornada dura,
con cerebro de viejo y corazón de niño!

¡Y que nuestra esperanza haya sido vencida
por la implacable hostilidad del cielo!
¡Y el dolor de sentirse cobarde ante la vida,
y la renunciación de todo noble anhelo...!

¡Oh bienaventurados, en verdad, los que ignoran;  
y si es de reír, ríen, y si es de llorar, lloran
con la simplicidad de su santa ignorancia!

¡Sólo anhelo ser siempre en mis dichas y males,
y vivir la tristeza de los días iguales,
como si el alma hubiera retornado a la infancia!  






Nocturno

El jardín está inmóvil bajo el beso de plata
de la luna que riela sobre las mustias flores
que escuchan vagos ecos de una tenue sonata
que solloza el recuerdo de unos tristes amores.

No se rizan las aguas de la verde laguna,  
no se mueven las hojas del mezquino frondaje;
mis ojos están ciegos de claridad de luna
y mi alma es un pedazo de alma del paisaje.

Las áureas notas ciegas de la sonata triste
producen en mi alma esa divagación 10
que precede al olvido de todo cuanto existe
para escuchar la eterna verdad del corazón.

Y el corazón me dice: «Escucha la elegía
de mi otoño que llora la ausente primavera;
murieron los rosales que en mi jardín había,  
y sobre mis escombros solloza una quimera».

Y siento la nostalgia de lo que fue. El recuerdo
de pretéritas dichas lejanas y brumosas
y las angustias de hoy en que sólo me pierdo
por esto la senda que hollan cadáveres de rosas.  

Una cabeza rubia cerca de mí; una mano
delicada y nerviosa temblando entre las mías;
un ramo abandonado sobre el negro piano
guardador de inefables secretas armonías.

El tenue claro-oscuro del salón... Las ternezas 25
de la postrera noche de risas y cantares;
después... adioses, besos, suspiros y promesas,
un barco amarillento perdiéndose en los mares...

Hoy mancho con la sombra de mi melancolía
este blanco sendero que perfumó tu huella:  
¡cuán lejos de tu vida va pasando la mía
con la desesperanza de no encontrarte en ella!

Por estas mismas sendas nuestras sombras macabras
tal vez mañana crucen noctívagas y errantes;
y entonces sólo el viento oirá nuestras palabras,
como en aquel coloquio de las Fiestas Galantes.

El jardín viejo y mustio bajo el beso de plata
de la luna que riela como manto de olvido,
escuchando las notas de esta triste sonata,
por soñar con tu sombra, se ha quedado dormido...

  




Llueve

Tarde glacial de lluvia y de monotonía.
Tú, tras de los cristales del florido balcón,
con la mirada náufraga en la gris lejanía
vas deshojando lentamente el corazón.

Ruedan mustios los pétalos... Tedio, melancolía,  
desencanto... te dicen trémulos al caer,
y tu incierta mirada, como una ave sombría,
abate el vuelo sobre las ruinas del ayer.

Canta la lluvia armónica. Bajo la tarde mustia
muere tu postrer sueño como una flor de angustia,  
y, en tanto que, a lo lejos preludia la oración

sagrada del crepúsculo la voz de una campana,
tú rezas la doliente letanía verleniana:
como llueve en las calles, en mi corazón.






Never more

Mírame bien: soy «Lo que pudo ser»;
también me llaman: «Nunca más»,
«Demasiado tarde». «Adiós».

Dante Gabriel Rosseti               


Pudo ser... ¡y no fue! Tú, la elegida
fuiste para ser sol de mi camino,
¡pero un oculto, despiadado sino,
sólo un instante te acercó a mi vida!

Pudo ser y no fue. La presentida
por mi eterna inquietud de peregrino
de amor, fuiste en la noche del Destino
como una vaga irradiación perdida...

En medio de la sombra y la distancia,
reconoció tu espiritual fragancia
mi corazón, pero tembló cobarde...

Y sólo un punto -como dos espadas-  
se cruzaron no más nuestras miradas
para decirse: «Demasiado tarde».



El sentimiento de la frustración va in crescendo. Su romanza ya ha tomado el carácter complejo de la piedad, del amor, del sufrimiento y de la muerte. Con esos materiales ha levantado el quimérico oratorio de sus ensueños. El dolor entonces proclama su conflicto:



Vox clamans

Oigo en la sombra, a veces, una voz que me advierte:
poeta, entre tus ruinas, yérguete vencedor:
deja la flauta débil de tu canción inerte,
y alza el himno a la vida, al orgullo, al vigor.

Acalla tu secreto, sé fuerte con la muerte,
y oigo otra voz que clama: fuerte como el amor.
(En mi conciencia íntima no sé cuál es más fuerte,
si el gesto de la vida o el gesto destructor).

De súbito; en tumulto, cual luminosas teas,
en el cerebro atónito se encienden las ideas,  
mas, cuando de su foco, como de ardiente pira,

va a levantar las notas del vigoroso canto,
como una flauta débil el corazón suspira,
y la canción se trueca por un raudal de llanto.



Todo se le agrava en esas horas: su tiempo que conspira contra él y su mundo exterior. Ya se ha formado en su círculo un clima de abstracción del medio vulgar y mediocre, insensible a las manifestaciones de la emoción estética. Todo un conjunto juvenil participa de igual afán, con tal angustia que ha constituido, para abstraerse, el círculo del alcohol ocasional;  luego el círculo del alcohol habitual, el círculo de los nepentes, el círculo del hábito clarovidente, del vicio desesperado, del vicio castigado. Isaac J. Barrera, en su Historia de nuestra literatura, advierte: «Los poemas de Noboa son confesiones alarmantes de un hastío que se enfrentaba con morosa delectación a la muerte. Trataba de aturdirse, de embriagarse; muchas veces encanallándose con el nepente, que no le concede el olvido buscado con tanto afán».
Un afecto profundo, una comunidad de aficiones, una similitud de sensibilidades le vincularon fraternalmente con Arturo Borja. La súbita muerte de este hermano agravó todo su complejo espiritual. Dos veces exhibió el dolor de esta mutilación, en horas distantes entre sí, en la última de las cuales se manifestó más pungente su inconformidad:



A Arturo Borja

La golondrina canta. ¡El poeta está muerto!
¡Oh, qué dulzura tiene el viento vespertino!
Parece que una inmensa flor azul ha entreabierto
su cáliz que perfuma lo eterno y lo divino.

Juan Ramón Jiménez               


Para tu corazón que se consume
bajo tierra, como una inmensa rosa
hecha de amor, de sueño y de perfume,
trémula, sensitiva y melodiosa

se haga mi llanto luz. Y en esta hora
en que enmudece el labio dolorido,
se haga también de música sonora
para herir el silencio del Olvido.

Se unieron nuestras almas cierto día,
al fulgor de un crepúsculo abrileño,
por la santa virtud de la Poesía,  
en el dolor, la duda y el ensueño.

Juntos seguimos la agostada senda,
entre sombras y cieno y aspereza,
y juntos aportamos nuestra ofrenda
de amor, ante el altar de la Belleza  

¡cuántas veces tu mano bienhechora
que corona la angustia de la vida!
¡cuántas veces tu mano bienhechora
supo enjugar la sangre de mi herida!

Y cuántas, al sentir que de veneno  
me llenaba un dolor que nada ensalma,
purifiqué mi corazón de cieno
en la castalia lírica de tu alma.

¡De qué vale llevar una ansia viva
de fe y amor y ser sincero y fuerte,  
si la vida es tan sólo una furtiva
lágrima, en las pupilas de la Muerte!

Sólo he quedado en el sendero, hermano;
tú, abandonaste el duro cautiverio
por descorrer el velo de lo arcano,  
sediento de infinito y de misterio.

Mi corazón, aislado, te reclama
ya que sus hondas penas compartiste,
siempre dando la lumbre de tu llama
y siempre noble y luminoso y triste.

Dolor, sueño y canción: tal la extinguida
llama en que ardió tu espíritu sediento,
sufrir, soñar, cantar: tal fue tu vida,
gris de dolor y azul de sentimiento.

Como una hostia, hacia Dios siempre elevaste
tu espíritu: la fe dormía en tu pecho;
y al desplegar las alas, exclamaste:
anima mea, fíat lux!... La luz se ha hecho.

Yo haré de mi alma una orientada perla
de llanto; y en la noche silenciosa
iré, doliente y trémulo, a verterla
como tributo póstumo en tu fosa.




Aria del olvido

Mi corazón es como un cementerio
que pueblan las cruces de lo que he perdido...
¡lo que no ha sepultado el Misterio,
va teniendo que hacerlo el Olvido!

Fraternal cariño que hoy se pudre inerte,  
ternuras lejanas, pasión extinguida;
a los unos, los segó la Muerte,
a los otros... los mató la Vida.

¡La vida que ofrece tenaz y alevosa
la miel en el fresco labio sonriente;  
la muerte que llega, dulce y cautelosa,
con su paso humilde de reina haraposa
a darnos su beso de paz en la frente!

¡Ya todos sois idos, todos estáis yertos,
rostros bondadosos, labios compasivos;  
llevadme vosotros, corazones muertos,
que me despedazan corazones vivos!

Mi alma está poblada, como un cementerio,
con las negras cruces de lo que he perdido;
¡lo que no ha sepultado el Misterio  
va enterrando, piadoso, el Olvido!



Y no obstante... en esa tremenda noche, hay acentos de sabiduría que rechazan el diletantismo letárgico y el amoralismo del pensamiento. Hay también la contrición profunda de una fe menospreciada, no  por la vanidad de la razón ni por la soberbia del orgullo, sino por el simple pecado empedernido, rutinario que le esclaviza con su puño de dueño. Oigámosle su dilucidación y el clamor de su arrepentimiento:



La Divina Comedia

Le coeur a sa raison que la raison ne comprend pas.
Pascal               


¡Deja sobre tu seno que ruede mi cabeza
como una flor pesada de pena y de pasión:
que amor burla con gracia sutil toda certeza,
y la cabeza siente, pues piensa el corazón!

De este divino engaño cuando la farsa empieza,
truecan sabios sus alas Sentimiento y Razón:
¡y el pensamiento, es todo ternura y ligereza
porque el sentir es todo cordura y reflexión!

A tiempo se repite la trama de esta ambigua
y dolorosa farsa, ¡tan nueva y tan antigua!  
y es siempre igual el fondo y análoga la acción.

Empecemos de nuevo la divina comedia,
hoy que la duda, Amada, mi corazón asedia,
que esta vez... ¡quizá olvide que él lleva la razón!






Ofrenda

¡Toma mi corazón, Jesús Crucificado,
que también ha tenido su Calvario y Thabor;
acércalo a tu pecho divino y lacerado
sobre tu mano, pálida magnolia de dolor!

Mostrando en carne viva las llagas del Pecado,
se abre a tus pies, sangrando como una roja flor;
¡concédele la gracia del perdón anhelado,
puesto que Tú perdonas los pecados de amor!

Perdón para mi culpa, perdón por el olvido
en que hace tiempo, Señor, yo te he tenido,  
y vuelve a mí tus ojos de bondad, que la Fe,

como Bella Durmiente del Bosque de mi alma,
sólo espera tu acento de dulzura y de calma
que murmure piadoso su ¡Despiértate y Cree!



De ahí en adelante la desesperación le da su tónica. Señalar sus caracteres especiales en esta noche del poeta es problema inextricable. Sólo la propia obra, por la cita y el ejemplo, puede hacerlo. En general, en la selección del fruto de sus estaciones, lo mismo de las aurorales que de las vesperales, más difícil que escoger se nos vuelve el posponer y el prescindir. En la valoración de su obra; en la correspondencia de sus partes; y en la homogeneidad de sus materiales, no hay jerarquías: el orden numeral, en la calidad de excepción, se torna inaplicable. Sin embargo, para cumplir nuestro cometido, nos vemos en la necesidad de dejar de lado varias cosas, de las que no aumentarían mucho a la condición antológica. Dentro de ese criterio, copiemos lo más lóbrego de sus horas tristes:



Plegaria

Un hambre infinita que en saciar me empeño,
una sed que el alma mitigar procura,
¡sin que nada calme mis hambres de ensueño,
sin que nada alivie mi sed de ternura!

¡Señor poderoso! Tú que eres el dueño
de nuestras tristezas y nuestra ventura,
tú que coronaste tu divino sueño
de amor, de esperanza, piedad y dulzura;

tú que en todo velas y que en todo existes,
que todo lo puedes y todo lo sabes,  
que en el abandono y el mal nos asistes,

alivia la angustia de mis horas graves,
¡hazme el don humilde de unos labios suaves,
unas manos buenas y unos ojos tristes!




Vivo galvanizado

Vivo galvanizado por un recuerdo triste
que acibaró mi enferma juventud desvalida;
de los viejos tesoros que hubo en mí, nada existe;
voy con el alma en sombras y con la fe perdida.

Del más mínimo esfuerzo mi voluntad desiste,  
y deja libremente que por la vieja herida
del corazón se escape -sin que a mi alma contriste-
como un perfume vago, la esencia de la vida.

¡Lasciate ogni speranza! Hoy sólo el alma enferma
anhela desligarse de esta mísera carne  
que los males agobian y que el gusano merma,

y pedir al olvido su ropaje de ensueño...
¡tal vez para que pronto torne al mundo y reencarne
en el cuerpo leproso de algún perro sin dueño!

  



Hastío

Vivir de lo pasado por desprecio al presente,
mirar hacia el futuro con un hondo terror,
sentirse envenenado, sentirse indiferente,
ante el mal de la Vida y ante el bien del Amor.

Ir haciendo caminos sobre un yermo de abrojos
mordidos por el áspid de la desilusión,
con la sed en los labios, la fatiga en los ojos
y una espina dorada dentro del corazón.

Y por calmar el peso de esta existencia extraña,
buscar en el olvido consolación final,  
aturdirse, embriagarse con inaudita saña,

con ardor invencible, con ceguera fatal,
bebiendo las piedades del dorado champaña
y aspirando el veneno de las flores del mal.





Ego sum

Amo todo lo extraño, amo todo lo exótico;
lo equívoco y morboso, lo falso y lo anormal:
tan sólo calmar pueden mis nervios de neurótico
la ampolla de morfina y el frasco de cloral.

Amo las cosas mustias, aquel tinte clorótico
de hampones y rameras, pasto del hospital.
En mi cerebro enfermo, sensitivo y caótico,
como araña poeana, teje su red el mal.

No importa que los otros me huyan. El aislamiento
es propicio a que nazca la flor del sentimiento:  
el nardo del ensueño brota en la soledad.

No importa que me nieguen los aplausos humanos
si me embriaga la música de los astros lejanos
y el batir de mis alas sobre la realidad.



A los que profesamos una larga filosofía tolerante, hecha de misericordia y de compasión, después de la lectura de los poemas anteriores, nos asalta la estoica frase de Alfred de Vigny: «J'aime la majesté des souffrances humaines».
Todavía una palabra más sobre el artista. Ernesto Noboa consagró un asiduo esfuerzo a la lengua y al estilo. Tentó someter su obra a la lógica de la concepción que tanto admiró en Poe y en Baudelaire. Contra lo que aparece, supo disciplinar su instinto y su fantasía. Supo, por tanto, subordinar su imaginación y su sensibilidad a la observación de un método riguroso, cuyas reglas buscan, sobre todo, condiciones de claridad, de exactitud y precisión que dan a su obra cierto carácter de perfección clásica: su consistencia y su duración. Crespo Toral, en una bella nota aparecida con ocasión de la muerte de Noboa, reconoció: «Su obra muestra profundo estudio de las formas tradicionales para la selección de las más exquisitas: el vino nuevo en las ánforas antiguas».




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