martes, 30 de junio de 2015

JACOBO GLANTZ [16.410]


IANKEV GLANTZ (JACOBO GLANTZ)

Jacobo Glantz nació en 1902 en Cremenchug, Ucrania. Durante su infancia y juventud permaneció en esa región; trabajó como profesor de marxismo, en Gerzon. Más tarde se trasladó a Odesa, donde contrajo matrimonio con Elizabeth Shapiro. Emigró a América y llegó a la ciudad de México, en 1925.

Aunque se mantenían fieles a las tradiciones judías, pronto se movían en los círculos artísticos mexicanos, fue amigo de Diego Rivera y tenía un gran interés por las nuevas corrientes culturales de su país de acogida. En la casa de la familia Glantz había 134 retratos del padre, además de los autorretratos que solía hacerse. Y es que el rostro de don Jacobo fue muy atractivo para los pintores. “Yo anduve días enteros mirando cuando pintaba Diego Rivera el mural del Palacio de Gobierno. Orozco pintaba el de Bellas Artes y hablaba muy poco, no era muy comunicativo. Rivera sí lo era. Me usó como modelo para su Trotski. No era Trotski exactamente, pero yo estaba a su lado, parado, todo el tiempo, mirándolo y le inspiré a su Trotski joven”, (Las genealogías, de Margo Glantz, 1981).

En su cafetería, el Café Carmel en lo que hoy es conocido como la “Zona Rosa” del Distrito Federal, Glantz igual se enfrentó a golpes con las “Camisas Pardas” y los miembros anisemitas del “Yunke” que levantó su voz con su poesía a favor de la República Española, de la democracia y de la cultura judía. Su libro de poesías en Yiddish, ilustrado por Rivera es una joya, tanto por su mensaje como obviamente por sus ilustraciones y fue esta tradición de Glantz de reunir en su mesa a pintores, intelectuales, pensadores y a todo aquel que era alguien en México el que le dio a esa zona su toque bohemio y único que durante tantos años la identificó como un centro de actividad creativa y de vanguardia de la inteligencia mexicana.

Escribió poesía en Yiddish y Español y trabajó en la organización de la comunidad judía de México. Jacobo Glantz murió en 1982.


Señales en la memoria

Tú eres como la piedra
que no sufre
y como el pájaro
que sufre, si,
pero sin saber por que.


*


Arrancando de la tierra
como del pezón de mi madre,
me desespero por ascender
y sangro.

Y allí, debajo de mí, lejos,
descansa un valle paradisiaco
con hierba y árbol.


*


Y observa:
un pequeñísimo judío
ara allí, con una espada, el cielo.
Y un pequeño violín
suena y llora solitario
desde el suelo.


*


Y observa: el campesino
marcha por su tierra espinosa
y arranca las espinas
con los ojos.

Y el buey
anda inclinado, en silencio,
y ara con sus cuernos. 


*


El viento lleva
sobre su labio tembloroso
un sollozo de niño
arrancado de su casa.

El llanto del mar
no ha de agotar
el dolor de un niño
solitario. 


Antología de la poesía
ídish del siglo XX
Selección y versión de
ELIAHU TOKER 





Jacobo Glantz, creador del “Café Carmel”, uno de los lugares emblemáticos de la época de oro de la Zona Rosa, quien se habría librado por un pelo –según cuenta la anécdota– de ser linchado por fanáticos que lo confundieron en la calle con Trotsky, es una personalidad nostálgica y rebosante de ternura: no puede olvidar los campos de su tierra natal. En uno de sus textos más conmovedores, “En un parque de México”, increpa con rudeza a la ciudad que lo ha acogido:


No logro cantarte, ni describirte (…)
Ajeno soy al verdor de tu yerba.
Ajenas me son tus alturas de nieve inmortal
Ajeno, el horizonte de Ucrania a los ojos de mi hija.
Jamás gozaré de su alegría.
Jamás lograré adueñarme de sus lágrimas.


Quizá lo más efectivo y sorprendente del poema, me digo a mí mismo, es que la sensación de extrañeza se contagia incluso a las vivencias de la hija. Tan desterrado se siente el poeta que sabe que no podrá compartir ni dolor ni alegrías de su retoño nacido en México. ¡Tremendo! Tres caminos incluye también fragmentos de un largo poema dedicado a Cristóbal Colón, el judío bautizado que descubrió América en nombre de los Reyes Católicos.





«La hija de Trotski»
Por Raquel Serur




Cuando era yo muy niña mi padre usaba barba; parecía un Trotski joven. A Trotski lo mataron, y si acompañaba yo a mi padre por la calle la gente decía: «Mira, ahí van Trotski y su hija». A mí me daba miedo y no quería salir con él. Antes de morir Diego Rivera le dijo a mi papá: «Cada vez te pareces más a aquél».

Las genealogías               

El acierto y lo que más me gusta de Las genealogías es el modo en que en ellas se funden las voces narrativas y se entrecruzan los tiempos. La voz del padre y la de la madre se traslapan hasta fundirse en una sola voz narrativa, la de quien escucha. Es decir, de quien escribe.

Así, el presente del lector se enriquece con las historias de una Rusia y un México lejanos, pero sobre todo, y en buena medida -para dolor del que las lee- ya extintos. La figura que se logra trenzar en la narración, la figura del padre, es el puente que se funde en la escritura de la hija y, así, el escucha es el lector. Este es el logro mayor de Las genealogías. El goce de la lectura proviene de la frescura y candidez con que se escuchan las voces testimoniales. Son estas voces las que, de algún modo, se entregan al lector como una manera de dar fe de que ese tiempo existió; de que los puntos de vista que ahí se muestran fueron expresados por gente de carne y hueso.

Los Glantz fueron parte de la migración judía que trajo todo un élan y una impronta que todavía se percibe en algunas partes de esta monumental ciudad: en ciertas partes del centro, en la Roma, en la Condesa, por ejemplo. El Carmel, el café del señor Glantz, con su peculiar y enriquecedora atmósfera, no. Este y sus recuerdos fueron derruidos como presagio de toda una ola de destrucción de la que entonces, con toda propiedad, podía llamarse «La gran ciudad de México.»

Alguna vez el Carmel estuvo en la Zona Rosa, fue su corazón sensible; allí llegó el pintor y escultor Matías Goeritz, recién desembarcado en México [...] Allí llegaba Arreóla, antes de ser televisado, e instauraba unos sábados pasteleros y literarios. Allí reaparecía Pita Amor [...]

-Al Carmel llegaban miles de intelectuales [...] Vlady dejó un mural en el Carmel, mi padre representaba un chivo expiatorio [...]
- En el Carmel -interrumpe mi madre- perdió Ludwig Margules su esbeltez. Todos los sábados llegaba a medianoche y pedía un tcholnt, comida típicamente judía: tripa rellena de harina y grasa, y carne de res, cebada perla y alubias.

El escritor Joseph Yerushalmi nos recuerda que en la Biblia existe la prohibición de olvidar. Siguiendo su advertencia, recordemos el día de hoy al padre de Margo Glantz y al México que le tocó vivir.

Para fortuna de muchas generaciones de estudiantes de la UNAM, el señor Jacobo Glantz decidió echar raíces en México. Deja la Rusia revolucionaria para integrarse al México post-revolucionario.

Los años que yo viví en la Revolución fueron los más interesantes, los más serios de la vida rusa, de 1917 a 1925. El proletariado en aquel entonces, creía en la Revolución social, hacía reformas, se creía en el futuro, fue una vida de grandes idealistas que pensaban en el mejoramiento de la vida humana, que pensaban en el cambio social, y es verdad, y la gente no sólo vivía para sí misma, sino para los otros. Pero pronto empezaron los traidores...Trotski dijo -continúa mi padre- que Stalin sería el enterrador de la revolución, su cábron, palabra que en hebreo quiere decir exactamente eso, su enterrador.

Judío Ruso, emigrante nacido en un Shetl, revolucionario en Odesa, viajero incansable y padre de la que más tarde será Margo, Jacobo Glantz se integra a la vida mexicana y se convierte (para usar un título de Monsiváis) en un marginal que se ubica en el centro de la vida cultural mexicana. ¿Cómo y por qué alguien sale de la tierra que lo vio nacer, nos podríamos preguntar? Muy a su llegada a México el señor Glantz contesta con un poema y lo escribe en español, para hacer suyo este nuevo territorio, el de la lengua española, el de México.


[...] mis hermanos viven en una
calle frontal en los Estados Unidos.
Yo vengo de una calle que no Tiene nombre.
Allí se instalaba cada año una feria,
Y cada año un pogrom,


(p. 124)               


O, en palabras de la propia Margo:
Mi padre vivió en la ciudad de Jerzon; salió de su aldea natal cuando los pogroms se hicieron insoportables, o cuando advirtió que quizá no sobreviviría al próximo.

(p. 58)               


No con huir de Rusia esquivó el antisemitismo para siempre. En la época de la Segunda Guerra mundial también en México aparecieron ciertos brotes de antisemitismo que alcanzaron al señor Glantz, sobre todo en una ocasión:

En enero de 1939 mi padre fue atacado por un grupo fascista de Camisas Doradas que se reunieron en la calle de Dieciséis de Septiembre, donde mis padres tenían una pequeña boutique de bolsas y guantes llamada Lisette. La barba, el tipo de judío y quizá su parecido con Trotski hicieron de Jacobo Glantz el blanco perfecto para una especie de pogrom o linchamiento. Trataron de colocar a mi padre sobre la vía del tren para que éste le pasara encima, mientras otros arrojaban piedras y gritaban insultos tradicionales. Mi padre pudo escapar ayudado por algunos transeúntes asombrados, entrar a la boutique y subir al tapanco. El hermano de Siqueiros, que pasaba por allí y entraba a saludar a mis padres (vendía por entonces grabados de su hermano), se colocó en la puerta con los brazos extendidos y gritó: «péguenme a mí». [...] La puerta de la tienda era de vidrio y los manifestantes arrojaban piedras, alguna de las cuales hirió a mi padre en la frente. Al rato llegaron los bomberos [...] Despavorido, mi padre gemía y uno de los bomberos le dijo: «No llores, judío, venimos a salvarte».        

Releyendo Las genealogías, el libro donde Margo Glantz obedece a su impulso de investigadora, encontramos que Margo nos remite a los orígenes de una historia que la va a obsesionar en su vida como escritora y académica. Por un lado, la vida de los judíos rusos en Odesa y por el otro la vida cultural mexicana con toda su riqueza y esplendor. Sus temas serán, por una parte la literatura mexicana y Sor Juana como su máxima representante y por la otra, la reflexión sobre el mundo cultural judío, sobre el holocausto, sobre el antisemitismo y sobre la memoria. Como Milton, Margo tiene necesidad de situar La Historia desde sus orígenes. Como el Adán y Eva del Paraíso perdido, Jacobo y Lucia son, de alguna manera, expulsados de Odesa, ese «paraíso» que quedará en la memoria de la madre y de la que el padre -con imaginación poética y recursos heredados en sus genes- traerá consigo a México en el yidish, en su lengua poética. Para no extrañar el terruño, Glantz se aferra a la lengua y como ésta se puede llevar a todas partes, trae el terruño en sus lenguas: el yidish y el ruso. Como bien dijo George Steiner, el pueblo judío es el pueblo del libro. Jacobo Glantz fue un vivo ejemplo de esto.
Nosotros en lugar de ropa trajimos libros, una canasta de libros como de 60 kilos. Eran libros muy importantes y la gente muy importante pidió prestados algunos y nunca los volvimos a ver. Así es.

Heredero de una basta cultura, nada menos que de la cultura rusa de finales del XIX y principios del XX, Jacobo Glantz se abre paso en México como puede y su figura se vuelve una de las más entrañables entre escritores y pintores del México que va de los años 30 a finales de los 60.
-Yo me llevaba mucho con pintores. Con Siqueiros, lo conocí mucho, con Fernando Leal, que casi no hablaba [...] A Rivera lo conocieron primero con Alejandra Kolontai, iban a la calle de la Academia, sede del club Ruso

Como una de sus tantas búsquedas de conseguir un ingreso para sostener a su mujer y a sus hijas, Jacobo Glantz abre un café que fue leyenda en su tiempo y del que ahora ya muy poca gente se acuerda porque el México del consumismo cultural -que seguramente no sabe de la prohibición bíblica- se especializa en no tener memoria. En su vertiginoso andar y dando palos de ciego, la historia de México camina deshaciéndose de ella misma, borrándose, rompiendo su continuidad, y con un balbuceo «lleno de sonido y de furia», como diría Shakespeare, deja de reconocer ciertas marcas identitarias -sobre todo aquellas que no surgen de la historia oficial- para dar paso a otras, impuestas a México por necesidades ajenas, las marcas de la cultura de una nación en «guerra santa» contra la inseguridad y el narcotráfico.

Afortunadamente para el señor Glantz, a él ya no le tocó vivir este México. El suyo fue el del Restaurant Carmel, adonde llegaba Diego Rivera hablando un ruso incipiente con el migrante de Odesa. Habría que recrear imaginativamente la atmósfera legendaria del Carmel y de los comensales que ahí departían; que conversaban sobre un México posible mientras que en Bellas Artes iban surgiendo los murales como un faro de luz crítico sobre un México por venir. El México que pudo ser y que se perdió en el camino como se borró de la memoria todo lo que se conversó en tantas mesas y en tantas tardes en el Restaurant Carmel. La fecha que selló con sangre la clausura de ese México posible fue quizás el año de 1968. Desde entonces, en la geografía de los sacrificios humanos, se sigue derramando sangre a costa de muchas generaciones de jóvenes talentosos que se infligen dolor mediante piercings y tatuajes para anestesiar el dolor mayor, el de la impotencia frente al horror de la impunidad y la prepotencia.

Otros eran los jóvenes que asistían al Carmel, llenos de una fuerza vital -pre-desilusión y desconfianza total en la política- y de una valentía enérgica que los proyectaba siempre a la esperanza de un México más justo y mejor. México al que siempre ha aspirado Margo Glantz, la digna «hija de Trotski».





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