sábado, 13 de septiembre de 2014

FRANCISCO ORTEGA [13.305]


FRANCISCO ORTEGA

(México,  1793-1849)
Hijo de Don José Ortega y de Dona Gertrudis Martinez Navarro, y descendiente de la farnilia de los condes del Valle de Oploca, nació Francisco Luis Ortega en Mexico el 13 de Abril de 1793. Huérfano de padres desde la infancia, le recogió su padrino el Canónigo Dr. D. José Nicolás Maniau, poniéndole al cuidado de una dama culta y aficionada a las letras, Doña Manuela Armero.
En el Seminario Palafoxiano de Puebla cursó latín y filosofía, y comenzó a estudiar ambos Derechos. Mientras tanto, trabajaba para contribuir a su subsistencia; comenzaba a ocuparse en labores de literatura, y fundó una asociación literaria de jóvenes.
Pasó a Mexico en 1814, concluyó el estudio del derecho canónico, e hizo prácticas de abogado en el despacho del Lic. Don Manuel de la Peña y Peña: no llegó, sin embargo, a completar la carrera. Pronto se dió a conocer literariamente en Mexico: obtuvo premio en el certamen celebrado en 1816 en honor de los Jesuítas; además, tomó parte en las tertulias del Dr. D. Luis Montaña, donde fué premiado en concurso su poema sobre  La Venida del Espiritu Santo (el cual se publicó en El Noticioso General, el 26 de Mayo de 1817, con la firma F Argote: es distinto del que con el mismo título incluyó entre sus Poesías, publicado en el mismo Noticioso el 31 de Mayo de 1819)



LOS OJOS DE DELIA

Pastor, escúchame antes
que vayas a la aldea,
que quiero como amigo
hacerte una advertencia:
verás enajenado
mil bellas zagalejas,
más frescas que las rosas,
más blancas que azucenas,
que, entre bailes festivos,
amorosas contiendas
y sencillos cantares,
bulliciosas se alegran.
Entre tanta zagala
verás una muy bella,
de ojos negros, vivaces,
y que se llama Delia.
Guardate de sus miradas
que en sus ojos se alberga
el hijuelo maligno
de Venus Citerea.




A Iturbide en su coronación

[Nota preliminar: edición digital a partir de Poesías, de C. F. Ortega, México, [impreso por Ojeda], 1839, y cotejada con Poesía de la Independencia, edición de Emilio Carilla, Caracas, Ayacucho, 1979, pp. 217-219, cuya consulta recomendamos.]




   ¡Y pudiste prestar fácil oído
a falaz ambición, y el lauro eterno
que tu frente ciñera,
por la venda trocar que vil te ofrece
la lisonja rastrera
que pérfida y astuta te adormece!

   ¡Sús! despierta y escucha los clamores
que en tu pro y del azteca infortunado
te dirige la gloria:
oye el hondo gemir del patriotismo,  
oye a la fiel historia,
y retrocede ¡ay! del hondo abismo.

   En el pecho magnánimo recoge
aquel aliento y generoso brío
que te lanzó atrevido
de Iguala a la inmortal heroica hazaña,
y un cetro aborrecido
arroja presto, que tu gloria empaña.

   Desprecia la aura leve, engañadora,
de la ciega voluble muchedumbre,
que en su delirio insana,
tan pronto ciega, abate como eleva,
y al justo a quien hosanna
ayer cantaba, su furor hoy llega.

   Con los almos patricios victoriosos,
amigos tuyos y en el pueblo electos,
en lazo fiel te anuda;
atiende a sus consejos, que no dañan:
sólo ellos la desnuda
verdad te dicen; los demás te engañan.  

   Esos loores con que el cielo te alzan,
los vítores confusos que de Anáhuac
señor hoy te proclaman,
del rango de los héroes, inhumanos,
te arrancan y encaraman  
al rango ¡oh Dios! fatal de los tiranos.

   ¿No miras, ¡oh, caudillo deslumbrado,
ayer delicia del azteca libre!
cuánto su confianza,
su amor y gratitud has ya perdido,  
rota ¡ay! la alianza
con que debieras siempre estarle unido?

   De puro y tierno amor, no cual solía
allegarse, veráslo ya a tu lado,
y el paternal consejo  
de tus labios oír; más zozobrante
temblar al sobrecejo
de tu faz imperiosa y arrogante.

   La cándida verdad, que te mostraba
el sendero del bien, rauda se aleja  
del brillo fastüoso
que rodea ese solio tan ansiado;
ese solio ostentoso,
por nuestro mal y el tuyo levantado.

   Y en vez de sus acentos celestiales,
rastrera turba, pérfida, insolente,
de astutos lisonjeros,
hará resonar sólo en tus oídos
loores plancenteros:
¡ah, placenteros..., pero cuán mentidos!

   No así fueron los himnos que entonara
Tenoxtitlán cuando te abrió sus puertas;
y saludó risueña
al verte triunfador y enarbolando
la trigarante enseña,  
seguido del leal patricio bando.

   ¡Con qué placer tu triunfo se ensalzaba!
La ingenua gratitud ¡con qué entusiasmo
lo grababa en los bronces!
¡Tu nombre amado con acento vario,
cuál resonaba entonces
en las calles, las plazas y el santuario!

   Ni esperes ya el clamor del inocente,
ni de la ley la majestad hollada,
ni el sagrado derecho
de la patria vengar: que el cortesano,
de ti en continuo acecho,
atará para el bien tu fuerte mano.

   ¿De la envidia las sierpes venenosas
del trono en derredor no ves alzarse,
y con enhiestos cuellos
abalanzarse a ti? ¿Los divinales
lazos de amistad bellos
rasgar y conjurarte mil rivales?

   La patria, en tanto, de dolor acerbo
y de males sin número oprimida,
en tus manos ansiosa
busca el almo pendón con que juraste
la libertad preciosa
que por un cetro aciago ya trocaste.

   Y no la halla, y en mortal desmayo
su seno maternal desgarrar siente
por impías facciones;
y de desolación y angustia llena,
los nuevos eslabones  
mira forjar de bárbara cadena.

   ¡Oh, cuánto de pesares y desgracias,
cuánto tiene de sustos e inquietudes,
de dolor y de llanto;
cuánto tiene de mengua y de mancilla,
de horror y luto cuánto
esa diadema que a tus ojos brilla!




No hay comentarios:

Publicar un comentario