miércoles, 10 de diciembre de 2014

FRANCISCA JOSEFA DEL CASTILLO Y GUEVARA [14.224] Poeta de Colombia



Francisca Josefa del Castillo y Guevara

Francisca Josefa de la Concepción del Castillo y Guevara, (nombre «del siglo»: Doña Francisca Josefa de Castillo y Guevara; nombre «de religión»: Madre Francisca Josefa de la Concepción) conocida también como Francisca Josefa del Castillo, Madre del Castillo o Madre Castillo, fue una monja clarisa y escritora mística neogranadina; nacida en Tunja, probablemente el 6 de octubre (pues en su autobiografía dice que fue el «día del bienaventurado San Bruno») de 1671, y fallecida en la misma ciudad en 1742 (se ignora el día preciso).

Su padre, oriundo de la Villa de Escavilles, en Toledo, España, era el licenciado Don Francisco Ventura de Castillo y Toledo, que había llegado al Nuevo Reino de Granada en 1661, enviado por el rey como teniente de corregidor y alcalde mayor de minas; Dominguero de Abejorreara, Francisco, Breve noticia de la patria y padres de la VEME.M. y observante religiosa, Francisca Josefina de la Concepción, p. 10, se casó con María Huevara Niño y Rojas, tunantea de origen vasco; Francisca Josefina fue la menor de cuatro hijos (según otras versiones, la quinta de nueve hijos). Fue bautizada por el confesor de su madre, el padre Diego Solano, de la Compañía de Jesús. Sus primeras letras las aprendió con su madre, quien la introdujo en la lectura de Santa Teresa de Jesús, lo que influyó en el desarrollo de su vocación religiosa. Desde niña fue abstraída y enfermiza; jugaba a organizar procesiones de imágenes. Decían que aún cuando apenas podía andar, me escondía a llorar lágrimas, como pudiera una persona de razón, o como si supiera los males en que había de caer ofendiendo a Nuestro Señor y perdiendo su amistad y gracia. Tuve siempre una grande y como natural inclinación al retiro y soledad; tanto, que, desde que me puedo acordar, siempre huía la conversación y compañía, aún de mis padres y hermanos; y Nuestro Señor misericordiosamente me daba esta inclinación, porque las veces que faltaba de ella, siempre experimenté graves daños y fue feliz por siempre

Vida religiosa

A los 18 años, luego de enfrentar la oposición familiar, ingresó al Convento de Santa Clara la Real, en Tunja; estuvo dos años como seglara y dos como novicia. El 24 de septiembre de 1694, a los 23 años, hizo su profesión de monja. Por este tiempo, Francisca Josefa compró su propia celda, que tenía una tribuna con vista sobre la capilla y, por el otro lado, daba sobre un huerto con árboles frutales. Esa celda se ha convertido en la actualidad en un destino turístico para quienes visitan el convento.

Su vida inicial en el convento fue difícil, debido a la envidia que generaba la inteligencia destacada de Francisca (pese a los recursos académicos escasos, logró aprender latín y acceder a la lectura de la Biblia). En 1691 inició su noviciado y tres años después profesó los votos de monja, con el nombre de Francisca Josefa de la Concepción.

Durante toda su vida le influyeron los sacerdotes que oficiaron como sus confesores, quienes la animaron a escribir sobre los sentimientos místicos que experimentaba. Ejerció todo tipo labores dentro su comunidad religiosa, como sacristana, partera, enfermera, maestra de novicias, escucha, secretaria y gradera, y en cuatro ocasiones fue elegida abadesa (1715, 1718, 1729 y 1738). También aprendió a tocar el órgano.

Obra

El mismo año en que profesó como monja, el padre Francisco de Herrera, su confesor entre 1690 y 1695, le mandó que escribiera los sentimientos que Dios le inspiraba; así nacieron los Afectos espirituales, una de sus más importantes obras. También escribió una autobiografía llamada simplemente Vida, comenzada al parecer en 1713 por mandato del padre Diego de Tapia, y numerosas composiciones breves en verso y en prosa.

Sus escritos fueron recopilados por Antonio María del Castillo y Alarcón, su sobrino, quien en 1817 publicó Vida en Filadelfia (Estados Unidos), y en 1843, en Bogotá, los Afectos espirituales. Una característica de su obra es que no incluye fechas en días, meses ni años, sino que anota solamente la fiesta del santo que corresponda según el calendario litúrgico.

Ha sido estudiada por Ángela Inés Robledo, Antonio Gómez Restrepo, Elisa Mújica, José María Vergara y Vergara y Daniel Alejandro Montes, entre otros, quienes la reconocen como una de las escritoras más destacadas de la literatura colombiana y de la literatura virreinal.



Afecto 46 

Deliquios del divino amor en el corazón de la criatura, y en las agonías del huerto 

El habla delicada
Del amante que estimo,
Miel y leche destila
Entre rosas y lirios.
Su melíflua palabra
Corta como rocío,
Y con ella florece
El corazón marchito.

Tan suave se introduce
Su delicado silbo,
Que duda el corazón,
Si es el corazón mismo.
Tan eficaz persuade,
Que cual fuego encendido
Derrite como cera
Los montes y los riscos.
Tan fuerte y tan sonoro
Es su aliento divino,
Que resucita muertos,
Y despierta dormidos.

Tan dulce y tan suave
Se percibe al oído,
Que alegra de los huesos
Aun lo más escondido.
Al monte de la mirra
He de hacer mi camino,
Con tan ligeros pasos,
Que iguale al cervatillo.

Mas, ¡ay! Dios, que mi amado
Al huerto ha descendido,
Y como árbol de mirra
Suda el licor más primo.

De bálsamo es mi amado,
Apretado racimo
De las viñas de Engadi,
El amor le ha cogido.

De su cabeza el pelo,
Aunque ella es oro fino,
Difusamente baja
De penas a un abismo.
El rigor de la noche
Le da el color sombrío,
Y gotas de su hielo
Le llenan de rocío.
¿Quién pudo hacer, ¡ay! Cielo,
Temer a mi querido?
Que huye el aliento y queda
En un mortal deliquio.

Rojas las azucenas
De sus labios divinos,
Mirra amarga destilan
En su color marchitos.

Húye, aquilo, ven austro,
Sópla en el huerto mío,
las eras de la flores
Den su olor escogido.

Sópla más favorable,
Amado ventecillo,
Den su olor las aromas,
Las rosas y los lirios.

Mas ay! que si sus luces
De fuego y llamas hizo,
Hará dejar su aliento
El corazón herido.




Poema 

De la salud la fuente,
coronada de juncos punzadores,
un corazón ardiente
buscaba triste y lleno de dolores,
y hablando con la cruz, que atento mira,
así gime, así llora, así suspira:

¡Señor, yo soy el ciervo
que tan sediento buscó esos raudales;
si te ofendí protervo,
ya busco arrepentido de mis males,
y no me he de apartar de tu presencia
sin favor, sin perdón, y sin clemencia!
En esa cruz clavado
arco de paz te hicieron tus finezas,
y pues, enamorado,
así encender pretendes las tibiezas;
que se abrasen las mías, hoy te ruego,
con tu luz, con tu llama, con tu fuego.

El Dios de las venganzas,
un tiempo los profetas te llamaron;
mas ya mis esperanzas
desde que hombre te hiciste mejoraron,
pues Dios de amor, te mira en prisiones
sin arco, sin saetas, sin arpones.

Ya se acabó la guerra,
no más pecar, Señor, no más, te ofrezco;
vea el cielo y la tierra
que aunque el perdón que pido no merezco,
me lo da tu bondad; y en tanta gloria
la corona, la palma, la victoria.

A mi Padre he enojado
por las culpas que ingrata he cometido;
la llaga del costado
me la puedes mostrar, amante herido,
que con su vista no has de ser,espero,
tremendo, rigoroso, justiciero.

Y de tu Madre Santa
mira los limpios pechos, mi sagrado;
¿qué daré en dicha tanta,
sabiendo ya por quien me ha perdonado?
Pues se acaban (poniendo allí los ojos)
las iras, los rigores, los enojos.

Por sustentarme echaste
el sello de tu amor en una oblea;
tu sangre derramaste,
queriendo que a mi sed bebida sea.
No permitas malogren mis furores
tus finezas, tus ansias, tus amores.

Yo cometí el pecado
cual oveja voraz, la más perdida,
y tuve olvidado
en los pastos del mundo divertida;
pero tú, reducirme a ti procuras,
con ruegos, con piedades, con dulzuras.

Pastor y pasto mío,
que me has buscado, sin ahorrar rigores
del invierno en el frío,
y del verano ardiente en los ardores;
no salga yo otra vez, para mi daño,
del redil, del aprisco, del rebaño.




Sor Francisca Josefa del Castillo

por JUAN PABLO FERNÁNDEZ

Produjo en silencio la literatura mística más importante de la América colonial, superada quizá solamente por la de su admirada sor Juana Inés de la Cruz.

Su vida y su creación literarias transcurrieron en medio del misterio que ella tanto buscó y que tanto la buscó a ella. Desde niña sintió una profunda curiosidad por los ultramundos cristianos. Las visiones del cielo y el infierno la fascinaban y atormentaban al mismo tiempo. Su madre le enseñó las primeras letras y esa fue básicamente toda la educación que recibió. El resto, el dominio de la lengua española, el latín y la obra de otros poetas místicos los aprendió leyendo sola. Siendo adolescente, Francisca Josefa se internó, a pesar de la oposición de su familia, en el Real Convento de Santa Clara donde vivió hasta su muerte y donde aún se conserva su última celda. Una habitación diminuta y austera: un catre, una mesa, una celosía que daba a la iglesia y desde donde podía ver sin ser vista, un crucifijo pesado y ningún sitio donde guardar sus escasos efectos personales. "Quiero entrar en esta clausura a padecer todo el tiempo de mi vida". Para ese mismo convento compró uno de los grandes tesoros de la colonia en Colombia, la famosa custodia de las clarisas. Su trabajo consta de tres obras. Una autobiografía, su vida escrita por ella misma (Filadelfia, 1817). Un conjunto de reflexiones místicas llamado Los afectos espirituales (Bogotá, 1843). Ambas a pedido de su confesor. Y los poemas recopilados en El cuaderno de Enciso (en sus Obras Completas, 1968). A pesar de seguir una tradición de escritura mística medieval, el peso y la profundidad de su obra parecen venir más de lo que veía dentro de su ser atormentado o de lo que lograba atisbar de los otros mundos en sus momentos extáticos, que de una reflexión intelectual. "Parecíame que tenía en lo íntimo de mi corazón una brasa viva, que me enseñaba sin palabras". La madre del Castillo vio otras cosas directamente, y ese conocimiento, verdadero o ilusorio, fue la meta de su vida, más que la literatura en si misma. Varios de sus poemas fueron rescatados de los márgenes de los libros de contabilidad del convento. En aquel entonces, la Inquisición vigilaba de cerca a quienes tenían experiencias místicas para encontrar trazas del diablo, y puede ser posible, según estudiosos de su obra, que sus escritos sean una relación de sus pensamientos para sus confesores que la supervisaban. Varias veces pensó seriamente en quemar sus textos al dudar acerca de quien se los inspiraba. Los pasajes más reputados de sus obras son las descripciones de sus visiones. Descripciones pavorosas y magníficas que nunca excluyeron la sensualidad y el erotismo de otros poetas místicos. "Como fuego la limpian (al alma las tribulaciones) y como abejas labran en ella panal, para que su querido con la miel que procede de su boca, y está escondida bajo su lengua, diga: comeré mi panal con mi miel". En su autobiografía describe recurrentemente sus sufrimientos terrenales, que incluían fuertes castigos físicos desde niña y la incomprensión de los demás, y también sus visiones demoníacas o proféticas.




La Madre del Castillo y el dictado del diablo

Por Albeiro Montoya Guiral

“Deidad terrible la mujer desnuda, terrible porque así es omnipotente”.
J.M. Vargas Vila, Flor de fango.

Si se quisiera hacer un esbozo de las poetas precursoras de la poesía colombiana, a tiempo y a destiempo, sin la pretensión de establecer similitudes entre ellas o trazar diferencias o apegarse a sutilezas para envilecer sus versos, resultaría indispensable empezar por Francisca Josefa del Castillo y Guevara o la Madre del Castillo. Sin desconocer su devoción por Santa Teresa de Jesús y la titánica Sor Juana Inés de la Cruz, con quien la han comparado sin acertar, y sin olvidar dentro de la colonia granadina a Juan de Castellanos, Hernando Domínguez Camargo, Pedro de Solís y Valenzuela (autor de El desierto prodigioso y el prodigio de desierto, tal vez la primera novela escrita en español de este lado del mar), sus inmediatos antecesores, y a Francisco Álvarez de Velasco y Zorrilla, su quevedesco colega, y sin olvidar, por supuesto, que la poesía indígena era vasta pero apenas un manojo sobreviviente nos llegó en el siglo XIX pasado por el filtro de las transcripciones y del injusto acomodo de los ideales solares a la conveniencia de la religión Católica, podríamos decir que la Madre del Castillo es la primera poeta colombiana.

Nace y muere en Tunja (1671-1742). Vivió 53 de sus 71 años en el convento de Las Clarisas, en una celda con ventana a la capilla y al huerto, un lugar que no estuvo exento de las visitas de espíritus maléficos que intentaban, y lo lograban, pervertir a las monjas con sus caricias oscuras, y que tampoco pudo mantener las puertas cerradas a los ángeles lésbicos de ojos de oliva cuyos susurros provocaban la iluminación. Tal vez estas mujeres querían apartarse del mundanal ruido pero olvidaron que lo llevaban dentro, y creyeron que los hábitos eran un escudo contra el demonio pero se percataron tarde de cómo este los lucía y sabía llevarlos con tal reverencia. Lo cierto es que así, entre esta algazara, la Madre del Castillo logró construir una obra literaria por encargo y bajo vigilancia de sus editores, es decir, de sus confesores.

En 1694, el mismo año en que hizo su profesión de monja, Francisco de Herrera, su confesor de entonces, le ordenó escribir “los sentimientos que el señor le inspiraba”, y así fue cómo empezaron a construirse los Afectos espirituales que sólo fueron publicados en su primera parte hasta 1843 por su sobrino, Antonio María del Castillo y Alarcón, a quien debemos el conocimiento de la vida y obra de la poeta, con el nombre de Sentimientos espirituales, en la imprenta de Bruno Espinosa de los Monteros. Apenas en 1942, año en que Barba Jacob nos recordaba que era una llama al viento, y Colombia ya empezaba a ser esta región encenizada que con vergüenza conocemos, se editó su autobiografía, que llamaron Su Vida, y las dos partes de los Afectos.

Y son estos últimos los que la llevan a tener su lugar dentro de la literatura religiosa de la colonia y donde, de una manera aleatoria, enrevesada, desperdigada entre las exhortaciones y las aserciones propias de una madre superiora, o de una madre a secas que pareciera reprenderse a sí misma la mayoría de las veces, aparece su poesía. El Afecto 8 es aquel que deja ver en primera instancia la cara del verso dentro del libro, y lo hace después de que la monja reconoce no querer su vida al haber encontrado el amor en lo divino, y lo presenta como un sentimiento, “o no sé yo qué”, que resulta de la comunión:

Fénix, el alma se abrasa
del Sacramento al ardor,
para que muriendo así,
reviva a tan dulce sol.

Cante la gloria si muere,
pues en tan dulce dolor
descanza en paz, en quien es
centro ya del corazón.

Publique su muerte al mundo
el silencio de su voz,
para que viva en olvido
la memoria que murió.

Cerró los ojos el alma
a los rayos de este sol,
y ya vive a mejor luz
después que desfalleció.

Hacen clamor los sentidos,
sentidos de su dolor,
porque ellos pierden la vida
que ella muriendo ganó.

Se trata de una letra, como ella la llamaba, que nos recuerda al célebre Vivo sin vivir en mí de Santa Teresa, porque se hacía necesaria una experiencia espiritual que rebasara las alucinaciones de la celda, del cuerpo, y excediera los límites de la naturaleza para despojarse de lo humano y renunciar a la carne. Sin embargo, su poema más reconocido es el Afecto 45 (Deliquios del divino amor en el corazón de la criatura, y en las agonías del huerto) que esta vez tiene fuertes matices de San Juan de la Cruz en sus momentos de mayor exaltación:

El habla delicada
Del amante que estimo,
Miel y leche destila
Entre rosas y lirios.

Su melíflua palabra
Corta como rocío,
Y con ella florece
El corazón marchito.

Tan suave se introduce
Su delicado silbo,
Que duda el corazón
Si es el corazón mismo.

Tan eficaz persuade,
Que cual fuego encendido
Derrite como cera
Los montes y los riscos.

Tan fuerte y tan sonoro
Es su aliento divino,
Que resucita muertos,
Y despierta dormidos.

Tan duce y tan suave
Se percibe al oído,
Que alegra de los huesos
Aun lo más escondido.


**

Al monte de la mirra
He de hacer mi camino,
Con tan ligeros pasos
Que iguale al cervatillo.

Mas ¡ay Dios!, que mi Amado
Al huerto ha descendido,
Y como árbol de mirra
Suda el licor más primo.

De bálsamo es mi Amado,
Apretado racimo
De las viñas de Engadi:
El amor le ha cogido.

De su cabeza el pelo,
Aunque ella es oro fino,
Difusamente baja
De penas a un abismo.

El rigor de la noche
Le da color sombrío,
Y gotas de hielo
Le llenan de rocío.

¿Quién pudo hacer, ¡ay Cielo!
Temer a mi querido?
Que huye el aliento y queda
En un mortal deliquio.

Rojas las azucenas
De sus labios divinos
Mirra amarga destilan
En su color marchitos.

Huye, aquilo, ven, austro,
Sopla en el huerto mío,
Las eras de las flores
Den su olor escogido.

Sopla más favorable
Amado vientecillo,
Den su olor las aromas,
Las rosas y los lirios.

Mas ¡ay!, que si sus luces
De fuego y llamas hizo
Hará dejar su aliento
El corazón herido.

No nos mintamos, la religiosa nos dejó muy pocos versos y tal vez este Afecto sea el que mejor nos dé una idea de su acercamiento a la poesía. Que entren otros a juzgar en los terrenos del dolor, que otros, si sobreviven a las imprecaciones de su prosa, y a su olor de incienso, escojan alguna chispa poética o alguna iridiscencia importante, y la salven al dignificarla en la memoria, como esta, tomada del Afecto 86, permeada tal vez por la Biblia que leía en latín, un fragmento de su prosa sepulcral por donde la poesía logra filtrarse como agua desesperada:

“Todas las cosas tienen su tiempo, y pasan en espacio debajo del cielo; no estimes, pues, como eternas las cosas que pasan; no te abraces de la corriente del río. El tiempo de nacer pasa, y el tiempo de morir pasa también; pasa el tiempo de reír, y el tiempo de llorar. No te arrimes, pues, a la rueda del tiempo, que a cada paso caerás, porque a cada paso se muda la figura de este mundo.”

Toda su vida Francisca Josefa dudó, tal vez se arrimó demasiado a la rueda del tiempo. Intentó quemar sus manuscritos en varias ocasiones acosada por no saber si eran hijos de Dios o del Diablo. Sus confesores, quienes como sabemos ejercían gran poder sobre ella, le pedían que separara su experiencia terrena, que podríamos resumir en la ocasión en que entró a su madre parapléjica al convento para cuidarla hasta su entierro, y en los deseos que se tragara la oscuridad de su celda, de su experiencia mística. Le pedían, en concreto, que no escribiera sobre su vida, sino sobre el anhelo de morir para encontrarse con el Amado, y la mera contemplación de que aquel no existiera le causaba escalofríos, alucinaciones que, por fortuna para nosotros, traducía en metáforas.

Difícil preguntarse y peor responder por la mística. Más si creemos que no hay que morir por no morir si la vida es una muerte lenta y dolorosa, donde todo aquello que logremos arrebatarle, una imagen siquiera, es un botín de guerra. En comparación con la Madre del Castillo ¿qué son todos los poetas sino maestros de la duda? Se preguntarán si escribir poesía es o no es lo correcto, o la escribirán sin preguntarse nada, y no dejarán de perseguirla sin importar que sea un dictado de Dios o del Diablo.

Bibliografía

Castillo y Guevara, F. J. (1968). Obras Completas. Bogotá: Banco de la República.

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Albeiro Montoya Guiral nació en Santa Rosa de Cabal en 1986. Es autor del libro de poemas Una vida en una noche, Monterrey, El Canto del Libro Ediciones (2015). Sus versos aparecen en la muestra de poesía colombo-peruana En tierras del cóndor, Bogotá, Taller de Edición Rocca (2014), y otros textos suyos en revistas electrónicas de Chile y Argentina. Es director de la revista virtual www.literariedad.






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