viernes, 3 de abril de 2015

CONSTANTINO MOLINA MONTEAGUDO [15.387]


CONSTANTINO MOLINA MONTEAGUDO 

(Albacete, 1985). Abandonó los estudios de Licenciatura en Humanidades en el año 2006 y desde entonces ha trabajado en muy diferentes puestos de empleo que nada tienen que ver con la labor literaria. Actualmente está desempleado. Algunas de sus obras han sido galardonadas con premios como el Premio Jóvenes Artistas de Castilla-La Mancha (2011) y el Premio Nacional de Poesía Joven Ciudad de Albacete (2012). Ha sido recogido en las antologías El llano en llamas (Fractal, 2011) y Tenían veinte años y estaban locos (La Bella Varsovia), 2011. Y en las revistas Barcarola y La Galla Ciencia.
Finalista en diversos premios de poesía - Loewe, Adonáis, Alegría, Fundación Monteleón, Martín G. Ramos- durante los últimos dos años.


Las ramas del azar, con el que acaba de adjudicarse el prestigioso Adonáis.




EL CORAZÓN DEL MÁRMOL

                                                 El rapto de Proserpina, G. Bernini

Este trozo de mármol que ahora observo
descansaba en el sueño soterrado
de unas colinas próximas a Roma.

Ya entonces, muchos siglos
antes de que naciera su escultor,
en la entraña del monte,
Plutón y Proserpina se enzarzaban
en su lucha insistente.

Las manos de su autor
no eran de hueso y carne todavía,
y el corazón del mármol ya tomaba
la forma de los cuerpos.
Ya los dedos se hincaban en el muslo
y ondulaba el cabello en movimiento.

Fue al pasar cientos de años
cuando alguien acabó por escuchar
el corazón del mármol:
allí donde la piedra se hace carne
y, al contrario, la carne se hace piedra.

Y fue entonces así
que un pequeño cincel siguió el dictado
latente de la roca,
que vieron luz los miembros y los gestos
ya para siempre eternos de aquel mito,
y que el pulso dinámico del tiempo,
mientras todo seguía siendo bello y cruel,
se llevaba de nuevo las manos de Bernini
hacia el polvo infinito de la nada.   




DE LA SERVIDUMBRE

El pájaro doméstico,
en su pequeña celda,
nunca conocerá temblor de rama
que sostenga el encanto de su trino.

Canta, 
tan orgulloso como acostumbrado,
la villanía
de renombrar su servidumbre.





LAS RAMAS DEL AZAR

Constantino Molina Monteagudo
Rialp Ediciones, 2015,
Premio Adonáis, 2014


por Manuel Quiroga Clérigo


 “Con Sócrates, la vida humana se transforma sustancialmente al tornarse vida filosófica, reflexiva, y se altera de igual modo la filosofía al convertirse, antes que nada, en manera de vivir”, escribelas ramas del azar la maestra de filósofos Juliana González, y los poetas, antes que nada los poetas, hacen de esa reflexión una, verdadera, forma de vida, de todo punto ajena al universo de perdiciones que son las sociedades, siempre en crisis, adulteradas por el disvalor del trabajo y por el aplastante oprobio del capital egoísta, embaucador y esclavizante. El que de esa reflexión puedan surgir obras hermosas tiene, si, un especial valor, digamos, cultural, pues es bien sabido que ni los grandes editores al uso ni, por supuesto, las fuerzas vidas que se dicen o son directoras de ese conjunto de entes u organizaciones que forman, conforman, la existencia de estas sociedades, llamadas, occidentales o civilizadas, permanecen ajenos a la creación literaria y a la ilusión de los creadores. Ya. Lejos de las teorías de Jacques Monod, es decir más cercana y líricamente, la poesía se adentra en la naturaleza y hace de ella su principal objeto de indagación, de experimentación, de observación. Ello nos llevaría al poemario que ha obtenido el Premio Adonáis de Poesía 2014, “Las ramas del azar” del autor albacetense, nacido en 1985, Constantino Molina Montenegro. Pero, aquí, es la mirada atenta al mundo circundante, la eternidad del horizonte o/y el devenir de una naturaleza en perpetua transformación lo que, de cualquier manera, va a revolucionar la propia mente del poeta y, acto seguido, la de quienes se acerquen a sus versos.  En esa revolución está el ser humano, el árido protagonista de una extensa soledad que, sin embargo, puede ser capaz de modificar todo un entorno, a veces, maléfico y en arbitrario desorden y, además, disfrutar de sus sorprendentes maravillas.

“Si alguna vez callásemos/como callan los árboles, las nubes/y las piedras, podrían escucharse/los árboles, las nubes y las piedras”, escribe Constantino Molina Monteagudo en este libro intenso, bucólico, inquisitivo, vital animándonos, además, a ver el silencio como motor de la sabiduría, del entendimiento y la razón, según las concepciones kantianas. En “Canción del mundo”, de la que forman parte estos versos iniciales, el hombre se abre a esa perseverancia en la contemplación de una vecindad, siempre bella, en la que existen nubes, y aves, árboles y fieras, todo evolucionando hacia primaveras y arroyos, por ejemplo y, donde, lo natural se transforma en eterno, en simbólico, en habitual. Por eso, seguimos, “El mundo nos entona su canción”. Y ese es el canto que hace posible la itinerancia de los ríos, la evaporación de las aguas de los océanos, la superación de las angustias o la creencia, siempre inédita, en la posibilidad del amor.”Basta callar, dejar cantar al mundo/y oír su voz fugaz para entenderlo”. Es, de nuevo, el silencio, tal vez la solitaria contemplación de las esferas lo que, puede, permitirnos entender ese mundo, tan cercano, y, a veces, tan extraño.

¡Entender el mundo!, esa es la cuestión, no el ser o no ser shakesperiano, seguramente más literario pero escasamente original. Federico Engels (uy, qué miedo, ahora que se avecinan corrientes marxistas-leninistas más acá de Albacete) escribió que “Con el hombre entramos en la historia”. Y aquí es la, lógicamente perfectible, voz del poeta que, desde su atalaya, observa el devenir de su entorno y lo muestra, con la agilidad, de un filósofo y la energía de un periodista: “Respirar como el ritmo/respira en un poema”, leemos. Y esa respiración nos lleva a una especial indagación del hombre como formando parte de tanta naturaleza difícil, exasperada, siempre cambiante que, al penetrar en la historia con el bagaje de la cultura, que no poseían los individuos estudiados por Darwin, se hace realidad ante nuestra limitación percepción de lo humano. Del poema que titula el libro elegimos unos versos, casi bíblicos, que recuerdan bíblicas enseñanzas o atesoran clementes consignas para comprender, desde alguna superación de la adolescencia, un planeta al que acompaña la vida casi sin necesidad de más cuidados que su, permanente, contemplación: 


“Qué bellos se mantienen
viviendo sin cuidados, sin podar,
estos almendros
que el olvido ha cargado
de nuevas ramas”. 


Enseguida aparece el azar, esa capacidad de la naturaleza para tomar de las raíces del planeta, o de extensos resortes de lo cotidiano, sean lluvias o vientos, y muchas veces sin más atención que la mirada del hombre, y es posible ver alzarse los álamos, brotar las delicadas flores del almendro o el cerezo, o recoger las generosas cosechas de los frutales. 


“Van creciendo al azar,
desatendidas
de la mano del hombre.
Crecen en el desorden armonioso
de la naturaleza,
en búsqueda perpetua tras la vida
y nunca cesan. Crecen
y crecen estas ramas
sembradas como están de alados pájaros,
y la hoja quiere ser ala que vuela
con el aire metido entre sus pliegues,
y con él se deja en el otoño”. 


El poeta sigue con su andadura en medio de unas geografías histéricas y, donde, la sorpresa, irónicamente, se manifiesta día a día al poder contemplar el nacimiento de una flor, el desarrollo de un trébol o, también, la nidificación de las aves que, seguramente, llegaron de lejos. 


“Qué bellos se mantienen
estos almendros.
Y, sin embargo,
qué inquietante saber que la belleza
que ahora se les concede
es también la condena
de entregarse a una vida más efímera”:


los momentos en que nos es dado observar ese universo natural y hermoso, no es más que un motivo, extenso e intenso, para la inspiración del poeta y, por lo tanto, al contemplar esa buena disposición del azar para mantener los soportes de la existencia surge la plena alegría, la conciencia de reflexionar en torno a  esos dones que, ineludiblemente, nos están siendo regalados cada minuto

Constantino Molina Monteagudo ha visto algunos de sus versos en las antologías “El llano en llamas”, precioso recuerdo del libro de Juan Rulfo, editada por Fractal Poesía 2011, Albacete) y “Tenían veinte años y estaban locos” (La Bella Varsovia, Córdoba, 2011) además de haber colaborado en revistas como Barcarola ó La galla ciencia. Habitante de una Castilla que muchos consideran residual y de una Mancha que, además de albergar el legado histórico de Miguel de Cervantes y su loco genial, el poeta parece que anda con pies de plomo para no descubrir el abandono de tan hermosos paisajes, tan delicados lagos, tan inquietantes colinas, su desconocidos volcanes o los tan afamados y productivos viñedos. Y ahí está el poema “Elogio del llano” donde 
“Es la tierra vértigo lineal” o “Agua del valle” “Tan recogida/en su verdor/como estrella que brilla/en brazos de la noche”. Lo propio sale a la palestra como en las, no tan, visionarias certidumbres de Benjamín Palencia o en los poemas de los grandes líricos manchegos como Juan Alcaide, Félix Grande, Eladio Cabañero, Ángel Crespo o la conquense Acacia Uceta, de la cual acaba de editarse una magnífica y muy completa antología (Ediciones Vitrubio). Tal vez la preocupación de los poetas por su entorno, por sus aficiones, por sus formas de vida impregnen de continuo sus creaciones lírica. En “El vino” leemos: 


“Sin hacer resistencia
cede al fuego el sarmiento su materia.
Apenas dura en ascua
su delgada madera,
que vuela convertida en mínimas pavesas” 


que daría paso a la degustación del divino mosto, como hacen en Valdepeñas a finales de noviembre, hasta conseguir la dulce embriaguez de la vida conservada, al menos, mientras dure tan feliz libación.
También hay en este poemario otros motivos, otras preferencias. Memorable “Esta música”, con briznas de Monteverdi: 


“En sus acordes vibra
la melodía eterna de los tiempos,
la voz siempre pretérita y futura
del alma humana”, 


analítico ese “Berlín, tratado de urbanismo”: 


“Mira de qué manera
alzan su cuello
los cisnes del canal.
Parecen preguntarse,
en su interrogación estilizada,
por cuanto les rodea” 


y esa leve queja que aparece en “Nocturno”:  “¿Cómo ladran los perros esta noche?”. De todas formas, a lo largo de esta completa y ordenada colección de versos, aparecen los estímulos del buen gusto, la persistencia en la memoria de los viajes al centro de uno mismo y, como no circunstancial añadido, cierta lamentación ante lo incierto, irremediable, lo que está fuera de nuestro alcance.
Poesía repleta de ritmo, escrita en versos libres pero con una suave medida musical y cadencioso, la de este libro es, también la muestra de una visión del misterio de lo que, por aparentemente, sencillo tenemos tan a nuestra mano que, por ello, parece, puede, escapársenos. El azar, lo circunstancial, lo sobrevenido, lo fortuito, lo  imprevisto, aquello que puede forman parte de algún desorden pende, según expresión del poeta, de una naturaleza donde el asombro, cierto misterio y, unas, distintas connotaciones literarias pueden llevarnos a comprender, a interpretar la observación del ser humano desde su atalaya de indagar preocupado por su futuro y el de los demás habitantes del planeta. La escritora leridana Cristina Lacasa ha dado a la imprenta muy interesante títulos en los cuales, con acertada inspiración, ha denunciado el abuso que, constantemente, hacemos de este universo regalado. Otra vez las aves en “Vencejos en la noche”: 


“De noche,
bajo la luz azul de unas farolas,
te sobresalta un grito vertical
que vuela entre tejados y azoteas”. 


Es como ver iluminadas las conciencias, sentir el sobresalto de lo externo, habitar el territorio de las especies aladas para sentirnos, algo al menos, protegidos o amparados en nuestro cubil de héroes del domingo. Pero, de todas formas, ya dijo Tomás Segovia que “La poesía es la única manera de decir la verdad” y, en poemas como “Exilios”, el poeta albacetense recupera la identidad de su espacio, la exacta descripción de un paisaje concreto, la necesaria identificación de la soledad: 


“Tras el verano
van quedando vacías
las casas del pueblo.
Hay demasiada noche en sus inviernos
y las familias
escapan por las rutas de levante,
hacia un clima más cálido,
o de la ciudad, lejos
de esta intemperie cruel”. 


Ese sería el cometido del poeta, como testigo efectivo, del mundo real, de las geografías propias, de la irresoluble circunstancia de la soledad. La poesía, ciertamente, dice la verdad, retrata los territorio de la ignominia o alerta ante el tímido espectáculo de la comprensión, la concordia, el amor: escuchemos el elegante erotismo de “No me acostumbro”: 


“Semejante a un arroyo
tu cuerpo adquiere
un nuevo brillo a cada instante”. 


Los senderos de la fabulación son inmensos, la capacidad de inventar leyendas permanentes es inagotable. En todo ello está la hábil instigación del poeta, la necesaria descripción de sus intimidades o la explícita reacción ante la belleza o más allá de los momentos de tristeza. Tal vez por eso Molina Monteagudo deja versos como los que componen el poema titulado “Luciérnagas”: 


“Escribir en la noche
y sin saber.
Ir encendiendo
palabras
como luciérnagas
en roca árida.
Y sorprendernos,
y no saber
para admirar, así,
cada vez más
su interrogante maravilla”. 


Esta lectura y la de otros versos nos permite apreciar un trabajo completo, incisivo, engrandecido por la profundidad de una reflexión constante y nos permite, a la vez, esperar nuevas entregas de ese autor que, como digno representante, de una excelente tierra de poetas observa la realidad para contarla y, justamente, planifica sus pasos para conocer los escenarios en que, todavía, es posible la vida y la solidaridad.

Glorioso es el “Epitafio” que cierra el poemario 

“Ni buscó la verdad, ni mendigó saberes.
En la noche escuchó cantar al ruiseñor,
y con su canto dentro, ignorando, vivió”. 

Esta preciosa descripción de la escasa vida sobre la tierra, esa certeza de hallar una eternidad serena, nos podrían dar la clave de una existencia abocada a la referida concordia, a la exigencia de tener los sentidos atentos y, al final y por encima de todo, de ignorar las vilezas, y los seres infames, que nos rodean. Vivir así, posiblemente, es la mejor manera de huir de tanta iniquidad, oscuridad y desastre como, sin ningún reposo, nos atenazan.



Las ramas del azar. Madrid; Ed. Rialp, 2015.


EL VINO

Sin hacer resistencia
cede al fuego el sarmiento su materia.
Apenas dura en ascua
su delgada madera,
que vuela convertida en mínimas pavesas.

Mientras su calor calma
la fría estancia
acechada de invierno,
vamos bebiendo el fruto destilado
al que cedió vigor.
Y, en esta copa,
su solo olor profundo nos embriaga.
Su carmín encendido
nos tiñe de rubíes las entrañas.

De esta manera,
sin darse apenas cuenta,
conviven
vid y hombre, día a día, con la tierra.


LUCIÉRNAGAS

Escribir en la noche
y sin saber.
Ir encendiendo
palabras
como luciérnagas
en roca árida.
Y sorprendernos,
y no saber
para admirar, así,
cada vez más
su interrogante maravilla.


APRECIACIÓN

Son esas cosas simples
que damos en llamar banalidades,
ocultas bajo la instintiva
costumbre de vivir,
de las que apenas damos
debida cuenta,
las que nos hacen
llegar a la hoja en blanco
de esta manera.

Sin ellas, sin su logro
de reconciliación y mansedumbre,
solamente seríamos
un abalorio
de la locura.



EXTRAÑA VOCACIÓN

          Cueva de Catalina de Cardona, Casas de Benítez

En esta oscura cueva
inició una mujer en soledad
su vida de ermitaña.

Aquí vivió, durante varios años,
persiguiendo los dones más divinos
y la iluminación espiritual.
Años entre cilicios y pesares,
entre sangre y cadenas.
Vestida con andrajos miserables
y, como un animal, alimentándose
de hierbas y raíces.

Los libros dicen de ella
que prefirió la vida de eremita
despreciando un palacio,
que sus flagelaciones y tormentos
fueron tantos que a muchos espantó.
Y que la acompañaban visiones
tan terribles como hermosas.

Me pregunto, incapaz de comprender,
qué laberintos trazan
el alma y el espíritu
para engañarse tanto.
Qué tormentos no habrán padecido antes
para buscar refugio en el sufrir.

Qué extraña vocación,
la vocación absurda del dolor.



LAS RAMAS DEL AZAR

Qué bellos se mantienen
viviendo sin cuidados, sin podar,
estos almendros
que el olvido ha cargado
de nuevas ramas.

Van creciendo al azar, desatendidas
de la mano del hombre.
Crecen en el desorden armonioso
de la naturaleza,
en búsqueda perpetua tras la vida
y nunca cesan. Crecen
y crecen estas ramas
sembradas como están de alados pájaros,
y la hoja quiere ser ala que vuela
con el aire metido entre sus pliegues,
y con él se deja ir en el otoño.

Qué bellos se mantienen
estos almendros.
Y, sin embargo,
qué inquietante saber que la belleza
que ahora se les concede
es también la condena
de entregarse a una vida más efímera.



MONEDA AL AIRE

Mientras se lanza y gira
al aire la moneda,
de mis manos, la suerte
cargada de palabras,
ya ha partido al humilde
encuentro con las cosas:
Si pronuncio la lluvia, lloverá.
Si digo sur, vendrá la calidez.
Y, si mantengo oculta
la palabra final entre mis labios,
es para que te acerques
a recogerla entre los tuyos.
Créeme cuando digo que en tus ojos
aúlla la belleza de este mundo,
que el afán que sostiene
nuestra simple existencia
brillará más sincero
si obedece a un lenguaje
hecho de voluntad.
Porque, antes de caer,
las dos caras que giran en el aire
serán ya nuestras.



NO ME ACOSTUMBRO

Semejante a un arroyo
tu cuerpo adquiere
un nuevo brillo a cada instante.

Bien
se descubre un lunar
o se torna encendido
lo que antes era pálido.

Ahora caen unos bucles y mañana
será liso tu pelo.
Recogido, se muestra
la serena columna de tu cuello.

Con cada prenda
hallo en ti un nuevo acento:
El muslo,
si es ceñido de azul,
se define más tibio.
Los pechos,
recogidos en seda,
se hacen fruta madura.
Y la cadera,
al enfundarse en negro,
ha de llamarse fiebre.

Hay, cada vez que asalto tus fronteras,
en mi alma una aventura.
Porque es tan triste
acostumbrarse al cuerpo
que nos espera
como a la misma vida que nos cerca.



LA NOCHE DE LOS ALCARAVANES

Apenas el impulso azul eléctrico
de unas estrellas
perfila en esta noche
la dimensión del mundo entre sus sombras.

La mirada, incapaz
de componer la vista,
cede a otros sentidos la conciencia.

Mis manos estrechan
la umbela de un hinojo
que impregna
de dulce olor el aire,
y en el mismo aire muere.

Mi herencia viene de la estirpe
de la pobreza.

Apenas la fragancia de los montes
colma mis manos,
y la llama pretérita
de los astros, mis ojos.
Mis oídos se inundan
con el reclamo persistente
de unos alcaravanes
que, en la noche, se buscan.
Y en ese hilo de voz
sin verbo ni saber
me pierdo y soy de nuevo
lo que mi nombre dice
antes de ser nombrado.



EXILIOS

Tras el verano
van quedando vacías
las casas en el pueblo.
Hay demasiada noche en sus inviernos
y las familias
escapan por las rutas de levante,
hacia un clima más cálido,
o de la ciudad, lejos
de esta intemperie cruel.
Se abandona con prisa los hogares
y a sus puertas cerradas
llama la oscuridad, con mano estéril,
en las aldabas
de la noche temprana.

Allí
permanece sentado el padre,
en el salón,
en el mismo lugar de sus ancestros.
Sueña con un paseo imaginario
por las calles y plazas,
por los espacios
en los que transcurrió su juventud:
Suenan cantos de coro,
alegres melodías para el juego,
la pelota de un niño
rodando cuesta abajo.
Zurean las palomas
sobre el tejado
y se escucha la voz de una mujer
que lo amó todavía siendo joven.

Parte de él,
quedará, para siempre,
en ese luminoso lugar de su memoria.
Habitando la calma,
en la vigilia
del último crepúsculo.



CANCIÓN DEL MUNDO

Si alguna vez callásemos
como callan los árboles, las nubes
y las piedras, podrían escucharse
los árboles, las nubes y las piedras.

También en estas cosas se escucha una canción.
Y desde su silencio nos invitan
a creer en la voz que sin verbo habla.

Así,
mientras alguien fabula estrategias que calmen
su incertidumbre,
un lúgano le canta a la mañana
y el cielo le regala los colores del bosque.

Mientras alguien disfraza con plegarias su miedo,
un milano dibuja su vuelo entre las nubes
y esparce libertad.

Y mientras alguien busca con palabras
la respuesta que salve su alegría,
la primavera llega, tan callada,
y expande los secretos de la dicha.
El mundo nos entona su canción.

Una canción en blanco,
sin dictado ni acorde, sin ciencia ni conciencia,
que de la nada viene y en todo se refleja.

Basta callar, dejar cantar al mundo
y oír su voz fugaz para entenderlo.



ELOGIO DEL LLANO

En el mismo lugar
de asombro y luz
en el que hombre y creencia fundan mitos,
ajeno a la conquista de las formas
y al vértigo de cumbre,
va atravesando el aire
el espacio lineal de la llanura.

Un abierto vacío,
repleto de candores sin mesura,
donde el viento persigue
esquinas que lo nombren
y no encuentra ni sombras.
Donde el ave no busca su guarida
ni el árbol es capaz de ahondar raíz.

Es la tierra del vértigo lineal.

Rasura sin descanso
y ancha continuidad en extensión
que dan camino y sed al extranjero.



RESPIRACIÓN

Respirar como el ritmo
respira en un poema.

Percibiendo el compás
de los pulmones.

Ajustando latidos con oxígeno.

Tomar conciencia de ello
para dejar, después, que sea el aire
quien te marque su ritmo,
quien dibuje el poema de este día.
Dejando que la paz
descubra un verso nuevo.



LA CONDICIÓN DEL VUELO

Es a mediana altura donde el vuelo
toma su condición correspondida.

Allí donde las alas toman forma,
ejerciendo su alzado menester
y asentando su sombra sobre la tierra firme.

Jamás la brusca altura y lo extremado
fueron los territorios para el vuelo.

Allí donde las alas
dejan de proyectar
su sombra entre los montes y las aguas
comienza su extravío.



OPIO

Diluida en la sangre
navega ebria la flor de la amapola.
Esparce su simiente
y ralentiza el curso de la vida.

Cayendo a plomo
el plomo sobre el párpado.

Llevando a un ritmo lento
la danza de las horas.
Cerrando el pensamiento al torbellino
del pensar y pensar.

Diluida en la sangre,
cayendo a plomo,
navega ebria la flor de la amapola.



POSESIÓN DE LA NADA

Porque una vez pisó un hombre la luna
llegamos a pensar en el dominio
del cielo y de los astros que lo siembran.

Hoy es aquella huella el testimonio
de la única verdad que el cielo clama:

Dejad al universo formar parte
de aquél que no se adueña de las cosas
y, sin embargo, sabe hacerlas suyas.

Mirad las altas nubes pasajeras,
la llama de los astros en la noche,
la oscuridad eterna que los viste
y el relumbre incendiado que da el sol.

Observad lo que a nadie pertenece,
y que todo se ofrezca sin mesura
a los que nada pueden ya perder,
a los que alzan al cielo su mirada
y saben encontrarse con la vida.




ESTALACTITAS

Guardaba en un pequeño macetero
varias estalactitas
que hace ya mucho tiempo
alguien me regaló.

Hoy, al verlas de nuevo en su rincón,
lejanas de la gruta
en la que se formaron,
quebradas de su origen
y entre objetos banales,
las he sentido como un trasto más:
solamente unas piedras
que para nada
mantienen su belleza e interés.

Por no arrojarlas
al cubo de basura
las he enterrado
en el jardín.
Ya sabemos que lo único
que es verdadero consta de una parte.
Que cuando algo se rompe
y pierde su unidad
deja de ser aquello que antes fue.



CORRESPONDENCIAS CON UN FRAILE

                           Convento de los Carmelitas Descalzos, Úbeda

I

Mientras llueve en la calle
aquí dentro reposa, entre los muros,
una calma siniestra.
Me muevo entre pintura y oropeles,
entre cruces y tallas de madera
hasta dar con la celda de aquel fraile
patrón de los poetas de esta tierra.
Aquí murió y aquí se puede ver
la reliquia funesta de su brazo.
El brazo de aquel hombre
un tanto acomplejado en juventud.
Neurótico y distante.
Por completo entregado al intelecto
y tierno con los suyos.
Aquel que, como tantos, despreció
los placeres del cuerpo y de la carne
creyendo así encontrar
una más alta vida en su martirio.
Esperando hallar vida
donde la vida misma se nos niega.
Sin embargo, algo suena en su cantar.
Algo se oye en sus versos
con un eco de ardiente vitalismo
que me hace pronunciar, en su misterio,
la belleza indecible de su Cántico.


II

Fuera ya del convento
ha cesado la lluvia.
Es marzo y me acompaña
una mujer hermosa.
Estrecho su cintura con mis brazos
y, con una sincera devoción,
le doy gracias al cielo
por no buscar amor
donde un fraile encontró
el espejismo lírico y verbal
de un pretendido encuentro
con su imposible amada.



EPITAFIO

Ni buscó la verdad, ni mendigó saberes.
En la noche escuchó cantar al ruiseñor,
y con su canto dentro, ignorando, vivió.







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