miércoles, 15 de octubre de 2014

DIEGO OTERO [13.668]


Diego Otero

Lima  - Perú, 1973. Ha publicado los poemarios Cinema Fulgor (Colmillo blanco, 1998), Temporal (Solar, 2005) y Nocturama (Álbum del Universo Bakterial, 2009). En 2006, en colaboración con el artista gráfico José Antonio Mesones y el músico Santiago Pillado-Matheu, publicó La Grabadora (The Sound of Periferia), un proyecto artístico en formato de libro multimedia, en el que se entrelazaban tres registros: textos de ficción, música y gráfica. Se dedica al periodismo cultural y la docencia universitaria




Moviola 

Para Arianna y Valeria 



Alguien se detiene al final 
de la última calle 
de la ciudad. 
De una bolsa 
de tela marrón 
extrae todas las letras del abecedario 
–pequeñas, ligeras, 
recortadas con absoluto 
esmero– 
y las dispone sobre la pista 
cuidadosamente. 
Y sopla. 

Yo lo miro con algo de 
pena e impudicia 
mientras él espera 
que en el aire se forme la palabra rayo, 
la palabra compasión, 
la palabra muerte. 




La noche podría ser 
una cascada de cuervos 
alejándose. 
Pero no. 

Hemos corrido las cortinas 
con tal desesperación, 
que el paisaje se ha desvanecido 
para siempre– 

sobre la pista apenas se distingue 
un montículo de palabras que no significa 
nada. 




Dejemos que ingrese entonces 
ese tenue rayo de luz 
en la moviola: 

Yo soy ahora un niño extraviado en la oscuridad 
de un centro comercial 
a medianoche. 

Solo advierto mis pasos, dubitativos, 
y un frío que me inunda las manos desde 
adentro. 

En los anaqueles, 
cubiertos por una capa de 
sombra, 
los juguetes exhiben su costado ominoso. 
Ese gesto de furia, de dolor o de miedo 
escondido en un ángulo del 
plástico. 

Y sin embargo tomo uno 
de ellos– 
el robot plateado que despliega las alas si se aprieta el botón 
de su espalda. 

Y le obligo a decir que no hay por qué temer, 
que éste es un planeta oscuro 
y que hemos llegado hasta acá para 
encenderlo. 

El robot vuela sostenido por mis manos. 

Mis zapatillas rechinan 
en el piso de acrílico. 
Y corro. 
Y se me agrandan las pupilas 
increíblemente. 

Afuera, la noche podría ser una cascada 
de cuervos 
acercándose. 
Pero no. 




La persona que fui 
se aproxima lentamente al 
ataúd de todos mis balbuceos 
con una flor eterna 
o artificial 
entre las manos. 

El amanecer rodea cada uno de los postes del 
alumbrado público– 

desata los nudos de la luz. 






El bisabuelo 

A la memoria de 
Luis Navarro Neyra 


Ingmar Bergman entró a mi 
habitación (no recuerdo exactamente, pero 
supongo que dejé la puerta abierta cuando 
fui a sacar la basura) 
y me dijo: 
“El espejo 
se ha destrozado, pero 
qué reflejan los restos”. 

Entonces le puse mute al 
televisor y le respondí en perfecto 
sueco: 
a lo mejor reflejan la historia 
del padre de mi abuela. Lo único malo 
es que de él solo 
conozco algunos datos, las páginas de un libro 
de poemas que se perdió en 
el tiempo, 
una foto de periódico, 
y un punto final 
y repentino: 
la muerte pintándose los labios 
con un lápiz de pólvora. 

“¿Qué literario, no?”, comentó Bergman, 
y después se quedó callado, mirando la muda sucesión de 
imágenes 
en la pantalla. 

En ese instante 
se apagaron todas las luces de la ciudad 
y no se me ocurrió nada mejor 
que cerrar los ojos 
e intentar dormir. 

Cuando desperté 
estaba en Ica, 
parado frente a un algarrobo 
que hundía sus raíces en el borde de un enorme 
acantilado. 

El árbol parecía prenderse de la tierra 
con una especie de 
estática desesperación. 

Y entonces (no sé cómo) 
recordé los versos del bisabuelo 
y los repetí en voz baja: 

“Si a veces me ha invadido 
esa nostalgia de la edad primera, 
por ti ha sido, algarrobo solitario, 
nacido en la pendiente de la cresta”. 

Luego vino un viento atroz 
que sujetó las palabras que salían de mi cabeza, 
las remeció y 
desgarró 
como si fueran ramas enfermas, 
y las arrojó al abismo. 

Sentí como si me hubiesen sellado los labios y sentí 
el arrepentimiento: 
alguien creándome una boca 
a cuchillazos. 

Pasado el vértigo, 
solo puedo decir que últimamente sufro de insomnio 
y que sobre el bisabuelo no sé 
mucho. 

Es más, 
los datos que conozco son escasos e inconexos: 
una tesis de 1904 que defendía los 
derechos 
de la mujer, 
González Prada escribiendo con letra oscura y 
rigurosa 
la palabra anarquía. 
El periodismo, el miedo, 
los murmullos 
de los hombres que frotaban, como excitados, 
la esfera dorada 
del poder. 

El bisabuelo murió a los 32 años, 
en la puerta de su casa. 

Un pariente conserva el sombrero de copa 
que llevaba ese día: 
está intacto, salvo por el agujero 
circular 
de la bala. 

(poemas de Temporal) 




El despegue y otros poemas



El despegue

Si no fuera porque somos nosotros los que estamos adentro,
dijo el Capitán,
se podría pensar que todo esto es, bueno, un poco
ridículo.

Aunque la palabra clave es desafío: la palabra
que nunca oiremos pronunciar en
la cabina–
              La tripulación
suele estar más interesada en otras, como por ejemplo inspiración
o fe.
                        Lo importante –así
de arbitraria es la poesía– es que este
es el avión más grande concebido por
la mente humana. No tiene
asientos, ni cinturones de seguridad,
ni nada de eso. Es como un gran salón vacío

y está aquí: en Lima,
en esta parte más bien picante de
Sudamérica.
                ¿Que por qué está aquí?,
en verdad
no tengo idea. Supongo que desaparecer
es una forma de turismo
peculiar–

y las preguntas difíciles son servidas
siempre
luego del postre.

Los gigantes remaches de acero sobre la redondez
un poco exagerada
de las alas,
las turbinas,
el fuselaje.

Cualquiera diría que el hecho de que las ruedas giren
y aún no despeguemos
no tiene en realidad la menor importancia.

                   (También podríamos preguntarnos
qué puede ser equivalente a pellizcarse un brazo
cuando estamos encerrados en una pesadilla
en la que no hay tacto).
El Capitán suda, respira con fuerza,
se frota las manos
como una mosca
mientras contempla la peligrosa belleza
del tablero de mando.

                El Capitán
sabe, desde luego, que podría quedarse sin trabajo
si los pasajeros se pusieran repentinamente sentimentales
y empezaran a notar
cómo de pronto les brotan unas horribles plumas
de la cara y
de las manos
                  o cómo el cuerpo
se les encorva en un breve
temblor
y define su postura de ave rapaz
o de carroña–

                y no estamos hablando de moral
sino de apetito.
                Pero ninguna de esas cosas sucede,
desde luego.

Allá están todos. El gordo Alfonso con sus gruesos anteojos
de carey
y su camisa celeste,
y esa casaca demasiado delgada
para la estación.

O el vecino de la casa amarilla
que parecía existir solo para regar su metro y medio de jardín.
          (Ahora camina unos pasos con las manos atrás,
y puedo ver su pelo canoso, desordenado, y sus ojos
                fríos pero turbios
como una pecera de peces muertos).

O papá levantando la mano y protegiéndose del sol.

(Alcanzo a escuchar
que le dice algo a mi hermano acerca del volumen del aparato,
acerca del amplio recorrido
antes del despegue. O eso
me parece).

         ¿Y yo?, yo quiero hacerme el duro,
pero a mí también me hiere la luz. Y me hace sentir un poco avergonzado.
Y cuando pienso que el movimiento debe ser
por fin hacia arriba

                   la gravedad
se apodera de todo
y la inmensa masa metálica vira pesadamente
hacia la izquierda–

se abren solas unas puertas
que jamás había visto

y estamos
en la calle.
                  Desde los autos
y las veredas
surgen ojos que observan la escena como si observaran una hoja caída
volviendo ingenuamente
a la rama desnuda–

las alas parecen rozar
los letreros y los postes de luz.
          Entonces pienso que debería escribir algo
          sobre la pequeña voluntad
y el gran deseo–

                pero no lo hago.

Le miro las piernas a una aeromoza y ella sonríe,
y en un susurro impostado
me dice:

Al final de la pista no hay literatura.






Oración de bar

Eso es. Quieres hacer una canción que sea escudo
y a la vez amuleto.

Porque anoche hacía demasiado calor
y algo brillaba intensamente
y desaparecía
tras nuestra usual neblina. Y yo,
                  necio,
abrí la puerta de un bar imaginando que encontraría unos labios capaces de decirme
hola, yo
voy a cerrar el abismo
para que tú
no caigas–

             o quizá lo abra, solo un poco,
para que te deslices
sin hacerte daño.

Pero adentro todos estaban vestidos de esquimales
y miraban hacia la puerta
como si miraran la escena de un crimen
en otro planeta:
unos sauces enormes, un viento
desordenado,
una piscina vacía.

         Una vez escuché la siguiente confesión
                         callejera:
prefiero recibir un puñete o un botellazo a regresar a casa
sin haber experimentado aunque sea una mínima
transformación.

                Desde entonces,
cada vez que salgo empuño un paraguas en
la ciudad sin lluvia,
digamos,
y espero que ese mismo viento desordenado
se vuelva extrañamente
poderoso y
me lleve consigo
                        y me aleje a través de la neblina.

Lejos de los bares,

por favor–

                  lejos de los labios y del ansia.






El campeón de tiro (Poema para Edwin Vásquez)

Amamos los poemas con balaceras
pero odiamos las balaceras,
dijo el tipo que fumaba cigarros con pitillo en la aparente calma
                              de una terraza soleada.

Ahora es de noche, sin embargo,
y la neblina desfigura el paisaje de edificios
y estira las luces de la larga línea
                   de postes.

La escena del crimen luce tan desoladora
que no hay asesino ni víctima ni móvil–

                           Pero si miras bien,
me vas a ver parado justo en el centro de esa intersección,
                                       con los ojos abiertos...

                  La puta madre:
                            esto no es en modo alguno
lo que quería decir.

             Alguien sabe, pregunto,
por qué se nos han hecho imprescindibles
esos trucos de respiración y de postura
para siquiera soñar con pegarle al plato que atraviesa la oscuridad de nuestra habitación
y silba
                y nos despierta de golpe.

El campeón de tiro, en todo caso, sueña que flota sobre el barrio
            a media altura,
y reconoce con alivio que ese cuerpo marcado en tiza sobre
                                                          la pista
no es el suyo.
                Pero no solo eso.
Reconoce tus ojos. (Sí, tus ojos).
Y sabe que si miras hacia arriba
por un instante
vas a ver las luces rojas y azules de los patrulleros
reflejándose en su piel.

                      Y sabe que te parecerá una imagen gratuita
                                y bella.
                            O monstruosa.

Del poemario Nocturama [Álbum del Universo Bakterial, 2009] 





 DE   "Cinema Fulgor".




Retrato de un músico

Es un anciano
quien rasguña el violín
en algún lugar
de una ciudad
desdibujada
A su lado,
el perro sordo
de la lluvia
se lame las llagas
azules
y se duerme
A veces pasa un auto,
un pájaro vestido
de persona
Y sin embargo
el anciano
no se inmuta
Él toca para sí,
para una flor
de frío,
para que no se derrumben
los crepúsculos.





Purpurina

En tu casa
hay un reloj acuchillado
por los gatos,
una virgencita,
y una puerta
que da a un jardín en donde
el tiempo
es una noble manzana de ceniza.
Y como hoy no está mamá,
decides pintar tus labios
de algún color extraño--
amarillo de cadmio, por ejemplo,
o lila
sí, tal vez lila
--como una lágrima
perdida en el cinema--.
Pero la cosa
es jamás aprender
cómo amarrarse los zapatos
me dices despacito
y extraes tu pequeña canción de purpurina,
para cambiársela por algo
--cualquier cosa,
una luciérnaga--
a la primera chiquita que sonría
a pesar de este sol
colgado como un
pollo,
a pesar
del estúpido color
de las veredas.






Revólver
(Portrait of the artist as a young dog)

Agosto era un mes muy simple. Casi perfecto para
caminar por el medio de la pista
cuando cae la lluvia
metálica y violeta.
Agosto era el mes exacto
para podar la enorme luz
de los despojos,
o escupir a cualquiera que se acerque
con algo más
que los ojos vacíos
como un eclipse de cigarras.
Ahora todo parece tan distinto.
Brilla triste el hueco que ocupan las estrellas,
se descalza el invierno
y yo dibujo una ciudad
en donde flotan los mendigos
el sol
las bicicletas.
La nostalgia es una enfermedad que nos asfixia
porque somos peces
que olvidaron pronunciar olvido.
Y sin embargo aquí, bajo este torpe corazón
de vidrio
oculto un revólver verdadero.
Y a veces pienso liquidar la niebla,
los tambores,
las manzanas que caen de mis ojos.



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