lunes, 11 de abril de 2016

MICHELLE PÉREZ-LOBO [18.405]


Michelle Pérez-Lobo

Michelle Pérez-Lobo, México.  Estudió Letras Iberoamericanas en la Universidad del Claustro de Sor Juana y es editora de la sección de poesía de la revista La Peste, donde también ha publicado poemas y ensayos. Ha colaborado en las revistas Pánico, La Hoja de Arena y Cuadrivio.




Toda una vida

Cada hombre es un astro aparte, todo ocurre siempre y nunca, todo se repite hasta el infinito y de forma irrepetible.
Danilo Kîs

Cuando niña, 
tal vez con ocho o nueve años de edad,
inventé una historia
para lidiar con la incertidumbre de la muerte.
No podría decir
que fue una elaboración consciente,
madura:
era sólo un cuento,
un calmante
para mi incipiente nerviosismo.
Fallecer no era un asunto
capaz de interrumpir el sueño;
era lo que debía ser,
lo que las películas infantiles mostraban:
animales que caen en precipicios
–entre montañas como trozos de dulce–
para jamás levantarse;
bicho pequeño que devora a otro minúsculo
porque necesita luz para mover las patas.
Mi idea no planteaba evadir el fin,
ni siquiera prolongar la vida:
yo no tenía intenciones de alquimista.
Me parecía más útil
(y en esto fui calculadora y fría)
que morir fuese un trámite
para conocer con precisión
lo que hicimos durante la existencia.
Mientras las calles se alargan
como profundas líneas en las manos
y las personas sufren,
escriben libros
y caen en la desgracia,
se nos escapan los detalles más sutiles,
los recovecos llenos de células inútiles,
gran cantidad de actos cotidianos.
(Hoy, ya con estudios a cuestas,
pienso en Georges Perec,
ese ilustre archivero de carne
que definió la noción
de lo infraordinario:
lo que el noticiero no cubre,
la intrascendencia,
el ripio de los días
que entreteje cada hora,
que infla el corazón de la rutina.)
Así, surgió mi historia,
como una red para atesorar lo mundano,
aquello que, en ese entonces,
era lo único que tenía relevancia.

Al expirar,
cuerpo y alma aún pegados,
como las dos caras de una hoja,
y sin parecer un cadáver
moteado como un tigre
a punto de desfallecer,
yo llegaba a un sitio neutro,
ajeno a dioses y demonios y ángeles:
una habitación blanca
como un diente de leche,
como la pata de un cabrito.
Después de caminar
a lo largo de un sendero,
aparecía un escritorio alto,
de un color brillante,
como si estuviese hecho de miel;
encima, nada de papeles,
desnudez de ornamentos
y una voz detrás, sin huesos.
No era ese timbre
el verbo de un dios severo
ni el consuelo en forma de instrumento.
Un sonido discreto,
sin género definido,
me esperaba en la oficina de luz,
con total paciencia.
De un momento a otro,
comenzaba a dictar
todos los detalles
que habían constituido mi vida.
Cuando escribo detalles
me refiero a minucias,
repeticiones,
nada de trascendencia
ni heroísmo.
La voz sumaba
años y años
con gran destreza
(si existen los seres superiores,
han de ser matemáticos):
número de escalones saltados,
cantidad de dulces digeridos,
de moscas vistas
y cabellos desprendidos,
huellas que ensuciaron la alfombra,
sudor acumulado en las manos,
páginas leídas,
perros acariciados,
cantidad de palabras pronunciadas,
cifra exacta de parpadeos,
basura generada,
canciones tarareadas,
litros de orina expulsados,
uñas mordisqueadas,
moretones,
lápices utilizados,
horas de sueño,
enfermedades contraídas,
carcajadas proferidas,
minutos desperdiciados,
discusiones victoriosas
y velas encendidas.
En fin,
la estadística completa
–siempre en furiosos participios–
de qué había hecho yo
mientras pude consumir
toda el agua y el aire disponibles.
No tengo claro
qué seguía después de tal revelación:
si un arrepentimiento débil,
una alegría sin control,
o un reclamo largo
porque había una falla en la cuenta.
No sé si era entonces
cuando veía a todos mis muertos
–por los que aún no había sufrido–
y a los canes que susurran entre ellos
sus nítidos aullidos de consuelo.
La única certeza
era que la muerte consistía en ese instante
en que toda acción cobraba sentido
pues alguien, ¡qué suerte!, había tomado nota
de mis grandes proezas
en tanto yo me distraía
descifrando nubarrones.

Años después, la obsesión por el documento,
el rastro y la huella,
se tornó más productiva
–más adulta–.
Era necesario llevar un diario,
escribir qué había comido
y si había peleado o sonreído en exceso.
Pero esta labor
era terrible,
puro tedio y desconsuelo,
porque jamás anotaba lo que hubiese querido
y la corriente del crecimiento,
la sobrevaluada madurez,
con sus estimadas obligaciones,
me arrastraba con fuerza.

Ahora, ¿cómo habrá certezas?
¿Cómo sabré que no soy alguien
que ha sido imaginada por un niño
(tal vez dios tenga cinco años)
o que vive sobre una hoja en blanco
abrazada entre dos forros?
El único remedio que hoy encuentro
para este miedo duro
como una costra olvidada;
para el temor de ser el último rayo
que expulsó el Sol en una noche
llena de hartazgo;
el consuelo
es volver a la infancia,
a las verdades sencillas
y a las certezas ingenuas.
Nada de condenas
ni trascendencia:
sólo esperar
que mientras las noches se sucedan
los datos se acumulen
se registren,
en un papel de fibras infinitas,
y que algún día formen parte
de la Enciclopedia de los muertos
que imaginó antes que yo
ese eterno infante,
el genio desconocido,
Danilo Kiš,
escritor que, intuyó,
valía la pena inmortalizar
nuestras exhalaciones,
el primer día en que fumamos –sin éxito–
y la composición de nuestras lágrimas.

Es de suma importancia
que cuando ya no existamos,
cuando caigamos al suelo guiados por una ceguera terrible
o cuando al hablar emitamos
los ruidos que hacen las hojas al ser pisadas,
cuando lleguemos al terreno luminoso,
a la oficina donde no hay tragedias
y donde cada acción se vuelve nimia,
que alguien nos dé un recibo notariado,
un folio con mil dobleces,
donde se declare que,
efectivamente,
un humano con nuestros rasgos y manías
erró durante un tiempo en esta tierra.




Fosa

creo que escribo
para mecerte en mis manos
yo que te extraigo
poéticamente
de la fosa del mundo
te decanto
sílaba a sílaba
para encontrar tu piedra
alguna vez tuviste cinco rosas en cada mano
en cada vértebra
alguna vez digeriste rubíes
y sales
ahora estás mezclado entre calcios infinitos
con omóplatos que siempre llueven
alquimista de la palabra
la roca filosofal con rima
no sé aún si endecasílaba o libre
este es un conjuro sin ojos
minerales que se amontonan
la ciudad es una ruina de aire
tu aire en mis pulmones
tus pulmones de espuma
mi balbuceo tiene largas falanges
es que te extraño
te escarban mis vocablos
porque te extraño
quisiera dormir en tus cinco litros de luz
porque te extraño
porque ahora que te busco
entre diamantes y gusanos
no distingo tus pústulas de otras
pústulas atrevidas
sin firmar
revientan con cada letra
revientan lentas
indiscernibles
el mundo es un pozo lleno de pus
líquido sin padre ni madre
huérfano supurar
sangramos eternamente
porque vamos de la prosa al verso
porque no tenemos padre
y esa idea nos sirve
por ser poesía en sí misma
qué fácil es la vida
qué inspiradora
tan elástica
hasta que llega la muerte
reina del ritmo y la rima
y nos corta el largo aliento
todos somos versos
que hieden juntos






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