miércoles, 16 de julio de 2014

HONORATO VÁZQUEZ [12.341]


Honorato Vázquez 

(Ecuador   1855-1933)

Uno de los más altos prestigios de las comarcas azuayas y gloria indiscutible del Ecuador, por su patriotismo todo abnegación y sus invalorables servicios a la causa del honor e integridad de la nación y su territorio. Verdadero santo laico, como poeta y hablista se puede parangonar con los más castizos del continente, aunque su estro fue más bien humilde y su poesía mejor para recitada en voz baja, en el sagrado del hogar.



A orillas del Macará

Todos duermen, y en el campo
reina silenciosa calma,
y sólo a intervalos muge,
cuando del desierto avanza,
el viento, a estrellar su furia
en la sierra ecuatoriana;
sobrecogida, despierta
la selva, crujen las ramas
y, cual si sintieran miedo,
unas con otras se abrazan.  

    Insomne y meditabundo,
acodado a una ventana,
desde aquí miro undulante
la combatida montaña,
por los rayos de la luna  
a intervalos alumbrada;
erguida en el horizonte,
tras cuyas sutiles gasas
las temblorosas estrellas
parecen gotas que bajan
en lluvia argéntea, a sumirse
en las selvas de mi patria.

   Como un rebaño dormido
veo blanquear las casas
del Macará, y a un extremo  
una lumbre brilla escasa,
cual la que el pastor enciende
junto al redil, y a las auras
deja, de la noche, aviven,
si va a extinguirse, la llama.

   ¡Ay! es la luz de la iglesia,
es del Sagrario la lámpara,
que alumbra allí unos misterios
que sólo presiente el alma.
Allí está el que, Rey de reyes,  
hoy Pastor sólo se llama,
que doquier busca a los suyos,
y a quien los suyos reclaman;
y que, en vigilia constante,
y en espera que no acaba,  
y en amor que no se mengua,
a la luz de pobre lámpara
en esa noche de olvido
que extendemos por sus aras,
solitario nos vigila,
olvidado nos aguarda.

    Ya voy, Señor, a tu templo
a ofrendarte mi plegaria,
¡último templo, el más pobre
de mi tierra ecuatoriana!  
Voy en nombre de mi madre,
en nombre de mis hermanas,
en nombre de mis verdugos,
y en nombre voy de mi Patria,
a orar allí en tu recinto,  
antes que la luz del alba
el camino me señale
por extranjera comarca.

    Mas, de este río interpuesto
los hombres me han hecho valla:  
aquende extranjera tierra,
allende, cerca la Patria,
a la que es crimen me llegue
como fue crimen amarla...
¡Oh! ¿por qué debo rendirme
a esa usurpación nefaria
conque, viéndome indefenso,
mi libertad me arrebatan?

   No; listo está mi caballo;
¡venga! Lanzado a las aguas,  
al estímulo del hierro,
de entre la corriente rauda,
surgirá a la opuesta orilla
de mi tierra ecuatoriana...
¡Adelante!...  

    Entre las sombras
no sorprenderán mi marcha;
y... de improviso, una noche
fugitivo iré a mi casa,
correré desatentado  
de mi madre hacia la estancia;
tal vez la encuentre en vigilia,
y, al pie de una cruz postrada,
por el hijo ausente orando
en lacrimosa plegaria...  
Me desplomaré en sus brazos...
¡Supremo placer de mi alma!...
¡Ea!...

    Mas, si hogar recobro,
no hallaré libre a mi Patria;  
que, en torno, sólo se escuchan
los hierros que la remachan,
el chasquido del azote
que corroe sus espaldas,
y en su virginal mejilla  
parricida bofetada...
¡Oh, no!... Perdón, madre mía,
llora de Dios en las aras,
llora mi ausencia; ¡me alejo
huérfano de ti y mi Patria!...  

    Y a Ti, Señor, que vigilas
en esa iglesia cercana,
a cuyas puertas me impiden
los hombres lleve mi planta,
desde aquí mi amor te envío,  
mi amor ese río salva.
¡Libre soy para adorarte!
¡No hay fronteras para el alma!
Ayer te dejé mi ofrenda
de las penas cosechadas;
aunque es tan pobre mi duelo,
todo él lo dejo en tus aras;
¡que al pie de tu cruz ¡bien mío!
la ofrenda más aquilatan
las lágrimas que la riegan,  
que el oro que las recama!

   Rindo a tus sabios decretos
la rebeldía de mi alma,
campo que ya igual recibe,
así el rocío del alba
que en múltiple centelleo
el verde prado aljofara,
como el caluroso rayo
que, calcinando la grama,
deja la sedienta tierra
en hondas grietas surcada.
Sé que eres Padre: esta idea
para mi consuelo basta.
¡Pon tus ojos paternales
en mi madre y en mi Patria!

   Ya la aurora colorea
tras las azules montañas,
¡adelante, peregrino!
¡Amplio desierto te aguarda!
Salvada ya la frontera,
nadie a tu honradez amaga,
nadie libertad te roba
ni da ley a tu palabra.
¡Adelante!... ¡Seré libre,
libre cual no fui en la patria,
libre, cual los huracanes
de estas solitarias pampas,
sin más ley, Dios, que la tuya,
y tu amor, madre de mi alma!...

  




Epístola a mis hermanas

En los constantes pliegos que me llegan,
al nombre de mi madre uno por uno
vuestros nombres queridos se le agregan.

    Que no me falte, os pido, allí ninguno,
porque al ver vuestra letra inolvidada  
dulces memorias del hogar aúno;

    que en cada vario rasgo ver grabada
creo vuestra genial fisonomía,
en la forma y estilo retratada;

    y vuela desde aquí mi fantasía
a esos tiempos felices de la infancia
en que ensayó cantar la musa mía;

    cuando ibais pequeñuelas a mi estancia
a leer, a escribir y a darme flores
y a inundarme de amor y de fragancia;  

   cuando, ignorantes de íntimos dolores,
si a un perdido juguete hicimos duelo,
nos consoló un abrazo y un «¡no llores!».

    Hoy... quejarme quisiera, mas el Cielo,
que me ha querido víctima expiatoria,
me ha dado en el silencio mi consuelo.

    Y callado fatigo la memoria
recorriendo mi serie de pesares
y la breve ventura de mi historia.

    ¡Ay! ¡pudierais surcar aquestos mares!  
¡Ay! ¡vinierais a ser, como otros días,
ángeles de mi vida tutelares!

    «Nos preguntamos mutuas alegrías,
y, al contarnos las tuyas, nos engañas,
y mientes hoy cuando antes no mentías.  

   »Alegrías, a ti te son extrañas,
tanto, que, al idear que nos escribes,
creemos que la carta en llanto bañas;

    »y a cada carta nuestra que recibes
lloras tú, cual nosotras con las tuyas...  
¿Luego nos hablas de que alegre vives?

    »Confiesa: ¿no es verdad? ¡Ah, no la excluyas
de esas líneas que lloras, bien sabemos...
de hacernos llorar más ¡ay! no rehuyas.

   »Nosotras..., pues a ti no mentiremos,  
sabe que como a muerto te lloramos,
y hasta volver a verte lloraremos;

    »que de ti a todas horas conversamos,
y que, a cada llegada del correo,
una de otra a llorar nos separamos»...  

   Esto en la última carta vuestra leo,
¿y he de mentiros? No, mi mal deploro
cuando hace tiempo, hermanas, que no os veo;

   cuando, si al Cielo compasión imploro,
no hay voz que aúne con mi voz doliente  
y al cielo suba en plañidero coro.

    Pero sé alzar la doblegada frente,
pensar que Dios, que el duelo nos ha dado,
junto a mí, junto a vos está presente...

    Hablemos de otras cosas... ¿Ha brotado  
en el jardín esa postrera planta
que de vosotros confïé al cuidado?

    Aun antes de prendida, con fe tanta
soñabais con sus flores, que ofrecidas
teníais cada cual al ara santa.

    Y las tardes, en idas y venidas,
gozabais, con las manos ahuecadas,
bañar la tierra a gotas repetidas.

    Trémulas, en el tallo rociadas
sumíanse al terrón que las bebía  
en lentas y sonoras bocanadas.

    Cual en mi árido pecho se sumía
vuestro gozo infantil sobre mi pena,
única flor que allí sobrevivía.

    ¿Del Tomebamba la ribera amena  
paseáis por aquellos saucedales
que de oro alfombran la brillante arena?

   Si vais allá do el río en dos raudales
reparte su caudal, y hacia la orilla
lo pliega en ondulancias desiguales.

   Extendida la rósea manecilla,
recoged la que dejan mansamente
en leves fajas fúlgica arenilla.

    Ponedla en vuestras cartas, do luciente,
al hallarla mis ojos, de mi río
imagine lloroso la corriente.

    Tanto en mi ausencia por la patria ansío,
que, si a orillas del mar aspiro el viento,
busco el olor de mi jardín natío;

    Y en las olas del líquido elemento,
al que mi patrio río es tributario,
pónese a descurrir mi pensamiento.

    Allí en ese tumulto procelario
está la linfa que copió serena
mi casa y el vecino campanario;  

    la que se vino de perfumes llena
de entre las flores que sembró mi mano,
y natura esparció en la riba amena;

    que la semilla convirtió en el grano,
y dio pan a la mesa de los míos,  
y al mendigo, sustento cuotidiano.

   Pero ¡ay, me son iguales desvaríos
buscar solaz vagando en tierra extraña,
pedir al mar el agua de mis ríos!

    Cuando el postrer fulgor de ocaso baña
el campo, mientras se alzan divergentes
rayos de sol tras la última montaña...

    Arrodillaos y doblad las frentes,
que a tal hora mi espíritu se eleva
en oraciones al Señor fervientes,

    y el ángel de la tarde al cielo lleva
cuanta tristeza atesoró mi pecho,
cuanto recuerdo cada sol renueva.

    Si ya entrada la noche, a nuestro techo
y a nuestra puerta acude un peregrino,
dadle en mi estancia mi desierto lecho.

    Pensad en vuestro hermano, en su camino
do abrigo demandaba, en noche fría,
del desierto a la rama de un espino.

   Templad su sed, pensando en la sed mía,
aderezadle nuestra humilde mesa,
si acaso triste está, dadle alegría.

   Lloráis ¡y vuestro hermano no regresa!
Buscadme, y allí estoy en el que llora
y el pobre que las calles atraviesa.

    Id al templo, que allí, cuando se ora,
dada cita en Jesús, se halla al ausente,
al que en el mundo de las almas mora.

   Cuando abatirse quiere alzo mi frente,
y voyme ante el silencio del Sagrario,
y allí mi mal a Dios hago presente.

   Ante el altar se encuentran solitario
en procesión las almas doloridas,
abejas de las flores del Calvario.

   ¡Adiós! ¡y confiad, prendas queridas!
Consolad de mi madre el hondo duelo,
sed bálsamo de amor a sus heridas.

    Si tristes os halláis, hablad del Cielo,
pensad en él, y si lloráis su ausencia,
ya para todo humano desconsuelo
fortificada está vuestra conciencia.

Lima, 1882 (Ecos del Destierro).
  




Al crucifijo de mi mesa

(A mi hijo Manuel Honorato)

A tus pies ha dormido mi pluma,
y, al reír el alba,
soñolienta empezó su faena,
besando tus plantas,

    al trabajo, a la lid cada día
se va solitaria,
y, aunque triste regrese las tardes,
no vuelve manchada.

    ¡Cuántas veces, teñida en mi sangre,
cayó en tu peana,  
y se irguió como un dardo, pidiendo
un blanco a mi saña!

    Ya no vi tu cabeza sangrienta,
tus manos clavadas;
vi mi afrenta, buscó al enemigo
mi ciega venganza.

    Y, al hallarle, tendido ya el arco,
vi en su frente pálida
de tu sangre una gota, Dios mío,
envuelta en tus lágrimas.  

    «Te perdono, mi hermano, en la sangre
que a los dos nos baña,
ahoguemos en ella tú el odio
y yo la venganza».

    Así dije, caí de rodillas,  
y arrojé a tus plantas
ese dardo que cae en tu sangre,
si busca la humana.

    Con los brazos abiertos presides
mi labor diaria;  
de Ti brota mi idea, y se torna
incienso en tus aras.

    Por tu cuerpo y tu cruz se desliza,
desde la ventana,
suave luz que, el papel en que escribo,  
con tu sombra esmalta.

    Y así, alterna entre el sol y tu sombra,
mi pluma trabaja,
bien sonrían mis labios, bien mojen
el papel mis lágrimas.

    Habrá un día: ese día mi pluma,
yacerá arrojada
en mi mesa revuelta, buscando,
en vano, tus plantas.

    Ni Tú entonces serás en mi mesa;
mis manos cruzadas
te tendrán recostado en mi pecho
sobre una mortaja...

    Desde ahora, yo pido a los míos
Te besen con su alma,
y, enredada en tus brazos mi pluma,
con mi pluma me entierren... sin lágrimas.





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