jueves, 26 de junio de 2014

MARÍA LETELIER [12.054]


María Letelier

María Letelier del Campo (CHILE). Poeta

Fuente de fotografía: Boletín del Cenáculo de poesía, N°2, pág. 16. En: Revisteros.cl




Nostalgia
Autor: María Letelier
1939


CRÍTICA APARECIDA EN EL DIARIO ILUSTRADO EL DÍA 1939-12-24. AUTOR: CARLOS RENÉ CORREA
Un exquisito temperamento femenino encuentra su expresión en las páginas de este breve libro de poemas. Aflora aquí la voz de una mujer que se alza en anhelo de cirio y de flor; ¿puede exigirse algo más de una mujer? iluminar el camino; perfumar la vida…

Hay en estos versos suavidad de acento, ternura, ilusión de cosas mejores. Su lectura nos comunica el íntimo decir de María Letelier, quien se expresa con sencillez para no herir, tal vez, la sensibilidad del lector; prefiere insinuar antes que decirlo todo; ama la penumbra, el canto que se aleja sobre el océano del subconsciente.

Pero no oculta que la vida ha puesto sombras de dolor, de desesperanza en su vida. En el primer poema de “Nostalgia”, que titula “Ternura”, leemos:


“¡Hija mía! Apoya aquí en mi pecho
tu cabecita en flor…
El viento huracanado de la duda, 
todo ha deshecho en mí, menos tu amor…
Tus brazos que se tienden a mi vida
son dos cadenas suaves
que aprisionan mi alma sensitiva
¡como en el nido al ave…!

Voy caminando fatigada y sola
sin saber dónde voy…
Sobre mi corazón pasan las olas
¡Dejan solo la dicha que te doy!

Aparto de su senda los abrojos
¡Ventanitas de luz!
Aparto de tu senda los abrojos
y sigo tus pasitos con mi cruz…!”




Todo el libro viene a ser una expresión de esa vida, que lleva en medio de la risa del mundo, la cruz que dulcifica los pasos y aclara el semblante. Lo ha comprendido María Letelier, y por eso busca en el verso la expresión de su magnífica sensibilidad.

Tiene ella palabras de misticismo puro, sin lodo ni lujuria para hablar al Señor. Pero siempre es la fuerza maternal vertida en las palabras. En “Oración” habla a Cristo para pedirle:


“¡Señor! Yo te pido por ella
¡Derrama en su camino la luz de las estrellas!

Bañada de rocío
es una golondrina atravesando el río…!”


En varios poemas nos recuerda la dulce figura del Hijo de Dios; su tránsito perfecto por los caminos humanos. Llega a exclamar en “Invocación a Cristo”:



“En todos los caminos que bendijo tu planta
se transformó el peñasco en fuente de perdón.
El agua se hizo clara y la oración más santa.
¡Para todas las almas se abrió tu corazón!”



Ella quisiera diluirse en medio de las cosas de la tierra; ambiciona ser la flor que está a la orilla de los caminos, la estrellita sin nombre, vivir en la heredad de su maravilloso mundo interior. María Letelier permanece como asombrada ante el latir de su vida que no han marchitado los afanes de cada día. No nos extrañe entonces que diga en su poema “Vivir”:



“Amar el sol, el agua, el pájaro y el nido…
Ser ruta de una estrella, espuma sobre el mar…
Del humano concierto milagroso sonido…
¡En la esperanza… sueño… ilusión al pasar!”



¿Qué más puede exigirse de una mujer que canta? Ella nos abre con llave de misterio su maravilla y nos conduce sin altisonancias hacia el país que todos ambicionamos. La poetisa ha puesto en nosotros esa ilusión que la circunda; su voz ha penetrado como agua pura de manantial en la tierra reseca y huraña y junto a nosotros se ha quedado la última estrofa de su libro:



“En ronda sin igual, el universo
golpeó en mi corazón y no halló eco.
¡De todo olvido y todo sino adverso
guardo estas hojas de mi huerto seco!”



María Letelier no ha seguido escuelas en la creación de su verso; le ha bastado con una mirada hacia su mundo para darnos la sensación perfecta de su temperamento.

Hay, sin duda, defectos en este libro; pero, qué importa eso si alienta en él un espíritu generoso, un alma sincera que ha logrado comunicar su milagroso sentir. Los versos de María Letelier no son para el vulgo. El agua de esta poesía debe beberse bajo la sombra de los árboles, cuando la luz sea la viajera del anochecer…


CRÍTICA APARECIDA EN EL DIARIO ILUSTRADO EL DÍA 1940-02-04. AUTOR: ANÓNIMO
Vagaba con David Perry. Él me hablaba, frente al paisaje cambiante de la tarde, de su próximo libro de versos. Yo, distraído, recordaba sus estrofas anteriores, aquellas de “Témpanos Errantes”. Entonces Perry era parnasiano. Cuando él quería, la curvatura de su verso daba la impresión de la, para nosotros, infinita redondez de la tierra. Cuando lo deseaba, las palabras alegremente encontradas, reían con la sonrisa de la infancia. Cuando lo intentaba, por extraño prodigio, las rimas se amontonaban como maravillosos e ignorados diamantes gemelos, encontrados en el alhajerío [sic] del idioma. Era joven. El desconcertante dolor de la vida plateaba muy raramente las olas rítmicas de sus versos.

Me hablaba y yo pensaba en las transformaciones, en la definición del tiempo, que es como la medida de nuestros cambios y de los cambios del universo, inencontrable, porque queremos aplicarla a elementos distintos.

Pensaba en esas transformaciones porque Perry ha cambiado hondamente. Ya no es el forjador de estrofas que, como estatuas de bronce, queda, brillantes y precisas, en nuestra memoria.

La vieja sangre inglesa, venida acaso del Rhin alemán, lo dominó en mitad de la vida.

Lo hizo abrir inmensamente los ojos claros de marino del Mar del Norte para contemplar el terrible misterio que había debajo de las formas que tan bellamente copiaba.

Lo hizo ser un gran poeta, un poeta que alcanza a ver la creación incesante bajo la túnica impenetrable del mar; que deja la inmensa interrogación de la tortura del espíritu sobre la roca desnuda, acaso viva; sobre la alta luna, que hace sutil nuestro pensar; sobre el futuro de la humanidad que nosotros, como forzados, vamos haciendo, con un grillete de hierro, para dar -¡quizá!- a una generación distante, una visión en que la verdad sea, al fin, aunque lejana, perceptible y brillante como una estrella. Una noción de ese Dios inmenso, que lo empapa todo, que nos bala enteros y que permanece presente, impalpable y misterioso como una nebulosa.

Esos son los versos del inmenso poeta Perry de hoy, modelados siempre en una forma perfecta, pero que ya no vemos para mirar el panorama que nos descorre.

Perry me recordaba antologías y yo pensaba cómo este extraño temperamento, en que se mezcla la bruma inglesa con nuestro sol deslumbrante, no es más seguido por nuestros jóvenes a quienes tiene tanto que enseñar.

Y, como siempre, me hizo un lírico regalo: me habló de una mujer, a quien no conozco, que acaba de publicar un libro “Nostalgia”, cuyo solo nombre es como una definición de la poesía romántica.

Después he leído varias críticas sobre esa poetisa. En casi todas, se restringe el elogio, amedrentado ante la moda literaria, cada vez más pasajera.

Y es una poetisa de verdad.

Parece que del dolor cotidiano extrae, como una abeja humilde, un poco de miel para endulzar los labios de una hija, a quien dedica su libro.

Rara vez habla de ella misma. La crudeza, que simula poesía, está exenta en este volumen, lleno de ese pudor con que los siglos ennoblecieron el alma femenina. Pero se le escapan a veces los gritos de pena, de una pena que nos dice, que queda para nosotros más imprecisa y más poética:



“Cuando muera, mi rostros reflejará las penas
y el oscuro cansancio de soñar lo imposible.
Me juntarán los brazos ¡inútiles cadenas!
Cortadas por las manos de un destino invisible.

Todo el dolor del mundo se dormirá en mi frente
y, ante el espanto frío del supremo reposo,
tendré un gesto de paz y de amor para la gente
¡que el cincel de la muerte hará eterno y hermoso!”

(Cansancio)



Esas inútiles cadenas de los brazos ¿quieren aprisionar la felicidad inaccesible? ¿quieren solo amarrar un cuello en un amor que arrancará la vida?

Nada explica; pero el perdón cristiano no es solo nobleza de alma sino poesía, cuando exclama:



“Tendré un gesto de paz y amor para la gente
¡que el cincel de la muerte hará eterno y hermoso!”



¿Han sido solo sueños de tremendo despertar? No conocemos su vida; pero en “El Reloj” nos dice:



“¿En qué hora lejana del incierto camino
señalará su aguja el fin de mi destino
que ha de hundirme en las sombras de otro sueño mejor?”



Nada nos ha dicho y, sin embargo, todo lo explicado en un verso de maravilla, que pudiera ser viejo y actual, que, en todo caso, es eterno para los grandes delicados:


“¡Nace el silencio del dolor humano!”

(Nocturno)

Y allí mismo:

“Una mano que surge en el misterio
hace un signo de paz sobre mi frente…”



¿Es un sacerdote? ¿Es la madre? ¿Es el ángel de la guarda? Yo no sé; pero ese signo de paz sobre la frente es el que yo aguardo, como lo más grande de la vida, venido de lo más poético de la vida.

María Letelier, clara y sencilla, hace símbolos, sin saberlo; hace síntesis, sin buscarlas; tiene la fuerza eterna del poeta:

“¡Lámpara solitaria que no apagará el viento!”

(Vivir)

No… El viento no apagará nunca nuestra lámpara interior y, cuando la muerte vierta su ceniza fría sobre la palidez del pecho, yo creo que quedará brillante, como una lámpara roja, nuestro corazón.

Pero esa lámpara no nos quiere mostrar los caminos que alumbra ni el misterio que enciende. No nos quiere decir el poema de una vida; lo deja amargando su boca:



“Yo quisiera decir en la calma del monte
el poema que siempre agonizó en mi boca…”
(Anhelo)



Maravilloso temperamento, poeta todo pudor y ensueño, mujer llena de dolor y de silencio, yo no la conozco; pero, para mi amargura, que es la suya, yo no quisiera sino:



“Una flor milagrosa de tu mano
en la más alta cima recogida!”

(Heredad)

Firmado como: Julius Kant





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