miércoles, 11 de febrero de 2015

GASPAR NÚÑEZ DE ARCE [14.831]


Gaspar Núñez de Arce

Gaspar Núñez de Arce (Valladolid, 4 de agosto de 1834 – Madrid, 9 de junio de 1903) fue un poeta y político español que evolucionó del romanticismo hacia el realismo literario. Fue gobernador civil de Barcelona, diputado por Valladolid en 1865 y ministro de Ultramar, Interior y Educación con el partido progresista de Sagasta. Nombrado académico en 1874.

Hijo de un modesto empleado de correos, su familia quiso destinarlo a la carrera eclesiástica, pero se opuso a ingresar en el seminario y se fugó a Madrid. Allí inició algunos estudios y entró en la redacción de El Observador, un periódico liberal. Después fundó el periódico El Bachiller Honduras, que toma nombre del seudónimo que adoptó para firmar sus artículos, y donde abogó por una política que unificase las distintas ramificaciones del liberalismo. En 1849 entró en el mundo de las letras al estrenar en Toledo la pieza teatral Amor y orgullo.

Su participación como cronista en la Campaña de África (1859–1860) fue una de las causas de su posterior implicación en la vida política. Estuvo recluido en la prisión de Cáceres a causa de sus ataques contra la política conservadora del general Narváez. Cuando cayó Isabel II, fue elegido secretario de la Junta Revolucionaria de Cataluña y redactó el Manifiesto a la Nación publicado por el gobierno provisional el 26 de octubre de 1868. Fue también gobernador civil de Barcelona, diputado por Valladolid en 1865 y ministro de Ultramar, Interior y Educación con el partido progresista de Sagasta. Nombrado senador vitalicio en 1886, su salud le llevó a dejar la actividad política en 1890. Entró en la Real Academia de la Lengua el 8 de enero de 1874 y fue presidente de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles durante el periodo de 1882 a 1903.

Estilo y obra

Comenzó a escribir teatro en colaboración con Antonio Hurtado, y continuó solo su dramaturgia, en la que destaca el drama histórico, El haz de leña (1872), sobre Felipe II y el príncipe don Carlos, donde no sigue la leyenda negra y procura mantenerse fiel a la realidad histórica (y sin embargo domina el valor poético sobre el teatral). Escribió además Deudas de la honra (1863), Quien debe paga (1867), Justicia providencial (1872) y otras obras.

Su producción poética alcanzó mayor repercusión: Gritos del combate y Raimundo Lulio, este último en tercetos, fueron publicados en 1875; en el primero, tal vez su libro poético más famoso, figuran las piezas «A Darwin», «A Voltaire», «La duda», «Tristeza» y «El miserere». La última lamentación de Lord Byron, en octava real, La selva oscura, inspirada en Dante Alighieri, y El vértigo, en décimas, son de 1879. La visión de fray Martín (1880), La pesca (1884), donde se declara un gran amante y observador de la naturaleza, Maruja (1886), etc. Dejó inacabados Luzbel y Hernán el lobo (1881). Sus poemas históricos se diferencian de los románticos en que no tratan de describir ambientes, quizá por influjo del monólogo dramático de Robert Browning.

Sus escritos teóricos, en especial su Discurso sobre la poesía, leído el 3 de diciembre de 1887 en el Ateneo de Madrid y reproducido más tarde en la segunda edición de Gritos del combate (primera ed. en 1875) con ampliaciones, lo muestran como un poeta muy consciente de la misión del escritor en la sociedad como poeta cívico, y de amplia instrucción tanto en poesía clásica española como extranjera, en especial anglosajona. Definió la poesía como «Arte maestra por excelencia, puesto que contiene en sí misma todas las demás, cuenta para lograr sus fines con medios excepcionales: esculpe con la palabra como la escultura en la piedra; anima sus concepciones con el color, como la pintura, y se sirve del ritmo, como la música». Su obra, amplia y diversa, incluye desde los epigramas de Humoradas a poemas pacifistas, y otros en los que expresa la crisis de su fe religiosa. Su poesía recuerda en ciertos momentos la de Gabriel García Tassara. Fue un gran artífice del verso, cuya forma le obsesionaba, negándose a la inspiración apresurada.

Su estilo busca la sencillez expresiva y rehuye la retórica tanto como Campoamor, pese a lo cual no incurre en el prosaísmo de este autor: «¿Hay acaso nada tan ridículo como la prosa complicada, recargada de adornos, disuelta en tropos...? (...) Lo declaro con franqueza: nada tan insoportable para mí como la prosa poética, no expresiva, sino chillona...». Sostuvo, sin embargo, como éste, que el ritmo lo era todo en el verso, ya que «suprimir el ritmo, el metro y la rima, sería tanto como matar a traición a la poesía». Al hablar de Robert Browning, dice: «los poetas... no deben escribir para ser explicados, sino para ser sentidos», y aquí tenemos otra de las características de su poesía: el predominio de lo sentimental sobre lo racional, de las sensaciones sobre los conceptos.

Teatro

El haz de leña (1872)
Deudas de la honra (1863)
Quien debe paga (1867)
Justicia providencial (1872)

Narrativa

Recuerdos de la campaña de África (1860)

Poesía narrativa

Raimundo Lulio (1875)
La selva oscura (1879)
La última lamentación de Lord Byron (1879)
Un idilio (1879)
El vértigo (1879)
La visión de fray Martín (1880)
La pesca (1884)
Maruja (1886)

Poesía

Gritos de combate (1875)
Versos perdidos
Poemas cortos



A Darwin 

¡Gloria al genio inmortal! Gloria 
al profundo 
Darwin, que de este mundo 
penetra el hondo y pavoroso arcano! 
¡Que, removiendo lo pasado incierto, 
sagaz ha descubierto 
el abolengo del linaje humano. 

II 
Puede el necio exclamar en su locura: 
«¡Yo soy de Dios hechura!» 
y con tan alto origen darse tono. 
¿Quién, que estime su crédito y su nombre, 
no sabe que es el hombre 
la natural transformación del mono? 

III 
Con meditada calma y paso a paso, 
cual reclamaba el caso, 
llegó a tal perfección un mono viejo; 
y la vivaz materia por sí sola 
le suprimió la cola, 
le ensanchó el cráneo y le afeitó el pellejo. 

IV 
Esa invisible fuerza creadora, 
siempre viva y sonora, 
música, verbo, pensamiento alado; 
ese trémulo acento en que la idea 
palpita y centellea 
como el soplo de Dios en lo creado; 

hablo de Dios, porque lo exige el metro, 
mas tu perdón impetro 
(¡oh formidable secta darviniana!) 
Ese sonido como el sol fecundo, 
que vibra en todo el mundo 
y resplandece en la palabra humana; 

VI 
esa voz, llena de poder y encanto, 
ese misterio santo, 
lazo de amor, espíritu de vida, 
ha sido el grito de la bestia hirsuta, 
en la cóncava gruta 
de los ásperos bosques escondida. 

VII 
¡Ay! Si es verdad lo que la ciencia enseña, 
¿por qué se agita y sueña 
el hombre, de su paz fiero enemigo? 
¿A qué aspira? ¿Qué anhela? ¿Qué es, en suma, 
el genio que le abruma? 
¿Fuerza o debilidad? ¿Premio o castigo? 

VIII 
Honor, virtud, ardientes devaneos, 
imposibles deseos, 
loca ambición, estéril esperanza; 
horrible tempestad que eternamente 
perturbas nuestra mente, 
con acentos de amor o de venganza; 

IX 
conciencia del deber que nos oprimes, 
ilusiones sublimes 
que a más alta región tendéis el vuelo: 
¿Qué sois? ¿Adónde vais? ¿Por qué os sentimos? 
¿Por qué crimen perdimos 
la inocencia brutal de nuestro abuelo? 

Ajeno a todo inescrutable arcano, 
nuestro Adán cuadrumano 
en las selvas perdido y en los montes, 
de fijo no estudiaba ni entendía 
esta filosofía 
que abre al dolor tan vastos horizontes. 

XI 
Independiente y libre en la espesura, 
no sufrió la amargura 
que nos quema y devora las entrañas. 
Dábanle el bosque entretejidas frondas, 
el río claras ondas, 
aire sutil y puro las montañas; 

XII 
la tierra, a su elección, como en tributo 
dulce y sabroso fruto, 
música el viento susurrante y vago; 
su luz fecunda el sol esplendoroso, 
la noche su reposo 
y limpio espejo el cristalino lago. 

XIII 
En su pelliza natural envuelto, 
gozaba alegre y suelto 
de su querida libertad salvaje. 
Aún no grababa figurines Francia, 
y en su rústica estancia 
lo que la vida le duraba el traje. 

XIV 
Desconoció la púrpura y la seda 
no inventó la moneda 
para adorarla envilecido y ciego, 
ni se dejó coger, como un idiota, 
por una infame sota 
en la red del amor o en la del juego. 

XV 
No turbaron su paz ni su apetito 
este anhelo infinito, 
esta pena tan honda como aguda. 
¡Ay! ni a pedazos le arrancó del alma 
su candorosa calma, 
el demonio implacable de la duda. 

XVI 
Y en esas lentas y nocturnas horas 
negras, abrumadoras, 
en que la angustia nos desgarra el pecho, 
con tu mirada impenetrable y triste 
nunca te apareciste 
¡oh desesperación! junto a su lecho. 

XVII 
No buscó los laureles del poeta, 
ni en su ambición inquieta 
alzó sobre cadáveres un trono. 
No le acosó remordimiento alguno. 
No fue rey, ni tribuno, 
¡ni siquiera elector!... ¡Dichoso mono! 

XVIII 
En la copa de un árbol suspendido 
y con la cola asido, 
extraño a los halagos de la fama, 
sin pensar en la tierra ni en el cielo, 
nuestro inocente abuelo 
la vida se pasó de rama en rama. 

XIX 
Tal vez enardecida y juguetona, 
alguna virgen mona 
prendiole astuta en sus amantes lazos, 
y más fiel que su nieta pervertida, 
ni le amargó la vida, 
ni le hirió el corazón con sus abrazos. 

XX 
Y allí, bajo la bóveda azulada, 
en la verde enramada, 
a la sonora margen de los ríos, 
adormecidos con los trinos suaves 
de las canoras aves, 
ocultas en los árboles sombríos; 

XXI 
allí donde la gran Naturaleza 
descubre la belleza 
de su seno inmortal, siempre fecundo, 
en deliquios ardientes y amorosos, 
los dos tiernos esposos 
engendraron al árbitro del mundo. 

XXII 
¡Al árbitro del mundo!... ¡Qué sarcasmo! 
Perdido el entusiasmo, 
sin esperanza en Dios, sin fe en sí mismo, 
cuando le borre su divino emblema, 
esa ciencia blasfema, 
como la piedra rodará al abismo. 

XXIII 
Caerá de sus altares el Derecho 
por el turbión deshecho; 
la Libertad sucumbirá arrollada. 
Que cuando el alma humana se obscurece, 
sólo prospera y crece 
la fuerza audaz, de crímenes cargada. 

XXIV 
¡Ay, si al romper su religioso yugo, 
gusta el pueblo del jugo 
que en esa ciencia pérfida se esconde! 
¡Ay, si olvidando la celeste esfera, 
el hijo de la fiera 
sólo a su instinto natural responde! 

XXV 
¡Ay, si recuerda que en la selva umbría 
la bestia no tenía 
ni Dios, ni ley, ni patria, ni heredades! 
Entonces la revuelta muchedumbre 
quizás, Europa, alumbre 
con el voraz incendio tus ciudades. 

XXVI 
¡Batid gozosos las sangrientas manos 
déspotas y tiranos! 
Ya entre el tumulto vuestra faz asoma. 
Que el hombre a la razón dobla su frente; 
mas sólo el hierro ardiente 
la hambrienta rabia de las fieras doma. 

24 de diciembre de 1872







A España 

Roto el respeto, la obediencia rota, 
de Dios y de la ley perdido el freno, 
vas marchando entre lágrimas y cieno, 
y aire de tempestad tu rostro azota. 
Ni causa oculta, ni razón ignota 
busques al mal que te devora el seno; 
tu iniquidad, como sutil veneno, 
las fuerzas de tus músculos agota. 
No esperes en revuelta sacudida 
alcanzar el remedio por tu mano 
¡oh sociedad rebelde y corrompida! 
Perseguirás la libertad en vano, 
que cuando un pueblo la virtud olvida, 
lleva en sus propios vicios su tirano. 

6 de enero de 1866






A Quintana

En celebridad de su coronación
Allá en la edad florida
de mi niñez serena,
cuando las leves horas de mi vida
resbalaban en calma,
y no ahuyentaba la ambición ardiente
las doradas imágenes del alma;
mi buen padre, en aquella
tierna y dichosa edad, me refería
la página más bella
que hay en la historia de la patria mía.
Contóme cómo un día
de eterno luto y duelo,
vino desde las márgenes del Sena
a posarse orgullosa en nuestro suelo
la águila altiva de Austerliz y Jena;
cómo, en vibrante cólera encendido
el pueblo castellano,
combatió contra el genio y la fortuna;
y al escuchar tan peregrina historia,
bendije a Dios, que colocó mi cuna
en donde crece el lauro de la gloria.
Pobre niño inocente,
«¿quién, pregunté a mi padre, animar pudo
vuestro brazo nervudo?
¿Qué genio prepotente
despertó vuestro espíritu valiente?
¿Qué voz agitadora y soberana
mantuvo en vuestros pechos la energía?»
Y mi padre llorando respondía:
«¡la voz del gran QUINTANA!
España en ese acento
palpitaba y gemía;
él era la expresión del sentimiento
de la nación ibera,
el eco fiel de nuestras glorias era.»

. . . . . . . . . . . . . . 

Desde entonces te amé, y este cariño
no huyó como las blandas ilusiones
que halagan siempre el corazón del niño.
Por eso hoy que en tu frente
brilla el lauro inmortal, genio profundo,
paréceme que veo
coronado el esfuerzo giganteo
con que el pueblo español asombró al mundo.

12 de marzo de 1855







A Voltaire 

Eres ariete formidable: nada 
Resiste a tu satánica ironía. 
Al través del sepulcro todavía 
Resuena tu estridente carcajada. 

Cayó bajo tu sátira acerada 
Cuanto la humana estupidez creía, 
Y hoy la razón no más sirve de guía 
A la prole de Adán regenerada. 

Ya sólo influye en su inmortal destino 
La libre religión de las ideas;
Ya la fe miserable a tierra vino; 

Ya el Cristo se desploma; ya las teas 
Alumbran los misterios del camino; 
Ya venciste, Voltaire. ¡Maldito seas!







¡Amor! 

¡Oh eterno Amor, que en tu inmortal carrera, 
das a los seres vida y movimiento, 
con qué entusiasta admiración te siento, 
aunque invisible, palpitar doquiera! 
Esclava tuya la creación entera, 
se estremece y anima con tu aliento, 
y es tu grandeza tal, que el pensamiento 
te proclamara Dios, si Dios no hubiera. 
Los impalpables átomos combinas 
con tu soplo magnético y fecundo: 
tú creas, tú transformas, tú iluminas, 
y en el cielo infinito, en el profundo 
mar, en la tierra atónita dominas, 
¡Amor, eterno Amor, alma del mundo! 

Septiembre de 1872 







Crepúsculo

El Sol tocaba en su ocaso,
y la luz tibia y dudosa
del crepúsculo envolvía
la naturaleza toda.
Los dos estábamos solos,
mudos de amor y zozobra,
con las manos enlazadas,
trémulas y abrasadoras,
contemplando cómo el valle,
el mar y apacible costa,
lentamente iban perdiendo
color, transparencia y forma.
A medida que la noche
adelantaba medrosa,
nuestra tristeza se hacía
más invencible y más honda.
Hasta que al fin, no sé cómo,
yo trastornado, tú loca,
estalló en ardiente beso
nuestra pasión silenciosa.
¡Ay! al volver suspirando
de aquel éxtasis de gloria,
¿qué vimos? sombra en el cielo
y en nuestra conciencia sombra.

Marzo de 1863








El reo de muerte

¡Oh, vedle; vedle! ¡Turbia y ardiente la mirada,
en brazos de su culpa que le acrimina austera,
tan lejos y tan cerca de la insondable nada,
del mundo que le arroja, del polvo que le espera!...
¡Luchando con extrañas y horribles agonías
que traen ante sus ojos en rápida carrera
sus inocentes horas, sus conturbados días,
el cuadro pavoroso de su existencia entera!

Ayer, aunque entre sombras, lo porvenir incierto,
brindábale ilusiones de amor y de ventura,
y hoy, asomado al borde de su sepulcro abierto,
contempla horripilado la eternidad obscura.
La muerte, que le acosa con misterioso grito,
despierta los terrores de su conciencia impura:
quiere llamar, y apaga sus voces el delito,
quiere huir, y le asalta la hambrienta sepultura.

¡Ay, si recuerda entonces el dulce hogar sereno
donde pasó ignorada su infancia soñadora,
la amante y pobre madre que le llevó en su seno,
único ser acaso que le disculpa y llora!
¡Ay triste de él si al lado del hondo precipicio
su amparo no le presta la fe consoladora;
la fe que se levanta potente en el suplicio
y da sus alas de ángel al alma pecadora!

¡Miradle! Cada paso que hacia el cadalso avanza
de su agitada vida los horizontes cierra:
apágase en sus ojos la luz de la esperanza
y el peso de la muerte fatídico le aterra.
¡Ay, ten valor! Si un día de imprevisión y dolo
te puso con los hombres y con la ley en guerra,
mañana entre los muertos abandonado y solo
en su profundo olvido te envolverá la tierra.

Aparta tu mirada terrífica y sombría
de esa apiñada turba que bulle en el camino
para gozar del triste placer de tu agonía
y presenciar el término de tu fatal destino.
¡Oh! no la empuja sólo su imbécil sentimiento
hacia el cadalso infame que espera al asesino.
¡Hasta la cumbre misma del Gólgota sangriento
siguió también los pasos del Redentor divino!

Julio de 1861







El vértigo

Guarneciendo de una ría 
la entrada incierta y angosta, 
sobre un peñón de la costa 
que bate el mar noche y día, 
se alza gigante y sombría 
ancha torre secular 
que un rey mandó edificar 
a manera de atalaya, 
para defender la playa 
contra los riesgos del mar. 

Cuando viento borrascoso 
sus almenas no conmueve, 
no turba el rumor más leve 
la majestad del coloso. 
Queda en profundo reposo 
largas horas sumergido, 
y sólo se escucha el ruido 
con que los aires azota 
alguna blanca gaviota 
que tiene en la peña el nido. 

Mas cuando en recia batalla 
el mar rebramando choca 
contra la empinada roca 
que allí le sirve de valla; 
Cuando en la enhiesta muralla 
ruge el huracán violento, 
entonces, firme en su asiento, 
el castillo desafía 
la salvaje sinfonía 
de las olas y del viento. 

Ció magnánimo el monarca 
en feudo a Juan de Tabáres 
las seis villas y lugares 
de aquella agreste comarca. 
Cuanto con la vista abarca 
desde el alto parapeto, 
a su yugo está sujeto, 
y en los reinos de Castilla 
no hay señor de horca y cuchilla 
que no le tenga respeto. 

Para acrecentar sus bríos 
contra los piratas moros, 
colmóle el Rey de tesoros, 
mercedes y señoríos. 
Mas cediendo a sus impíos 
pensamientos de Luzbel, 
desordenado y cruel 
roba, asuela, incendia y mata, 
y es más bárbaro pirata 
que los vencidos por él. 

Pasma el mirar su serena 
faz y su blondo cabello, 
que encubra rostro tan bello 
los instintos de una hiena. 
Cuando en el monte resuena 
su bronca trompa de caza, 
con mudo terror abraza 
la madre al niño inocente, 
y huye medrosa la gente 
del turbión que la amenaza. 








En el monasterio de piedra  (Aragón) 

Venga el ateo y fije sus miradas 
En las raudas cascadas 
Que caen con el estrépito del trueno 
En ese bosque que oscurece el día, 
De rústica armonía 
Y de perfumes y de sombras lleno; 
En la gruta titánica que arredra 
Con sus monstruos de piedra, 
Su oculto lago y despeñado río: 
Que ante tantas grandezas el ateo 
Dirá asombrado: -¡Creo, 
Creo en tu excelsa majestad, Dios mío! 
Arpa es la creación, que en la tranquila 
Inmensidad oscila 
Con ritmo eterno y cántico sonoro, 
Y no hay murmullo, ni rumor, ni acento 
En tierra, mar y viento, 
Que del himno inmortal no forme coro. 
El insecto entre el césped escondido, 
El pájaro en su nido, 
El trueno en las entrañas de la nube, 
Hasta la flor que en los sepulcros brota, 
Todo exhala su nota 
Que en acordado son al cielo sube. 
Nunca del hombre la soberbia ciega, 
Que a enloquecerlo llega, 
Podrá alcanzar, en su insaciable anhelo, 
Ese poder augusto y soberano 
Que enfrena el océano 
Y hace girar los astros en el cielo. 
En vano, golpeándose la frente, 
Se agitará impotente 
En su orgullo satánico y maldito; 
Siempre, desesperado Prometeo, 
Le acosará el deseo, 
¡Ay!, que como el dolor, es infinito.







Estrofas 

La generosa musa de Quevedo 
desbordose una vez como un torrente 
y exclamó llena de viril denuedo: 
«No he de callar, por más que con el dedo, 
ya tocando los labios, ya la frente, 
silencio avises o amenaces miedo». 

II 
Y al estampar sobre la herida abierta 
el hierro de su cólera encendido, 
tembló la concusión, que siempre alerta, 
incansable y voraz, labra su nido, 
como gusano ruin en carne muerta, 
en todo Estado exánime y podrido. 

III 
Arranque de dolor, de ese profundo 
dolor que se concentra en el misterio 
y huye amargado del rumor del mundo, 
fue su sangrienta sátira cauterio 
que aplicó sollozando al patrio imperio, 
mísero, gangrenado y moribundo. 

IV 
¡Ah! si hoy pudiera resonar la lira 
que con Quevedo descendió a la tumba, 
en medio de esta universal mentira, 
de este viento de escándalo que zumba, 
de este fétido hedor que se respira, 
de esta España moral que se derrumba; 

de la viva y creciente incertidumbre 
que en lucha estéril nuestra fuerza agota; 
del huracán de sangre que alborota 
el mar de la revuelta muchedumbre; 
de la insaciable y honda podredumbre 
que el rostro y la conciencia nos azota; 

VI 
de este horror, de este ciego desvarío 
que cubre nuestras almas con un velo, 
como el sepulcro, impenetrable y frío; 
de este insensato pensamiento impío 
que destituye a Dios, despuebla el cielo 
y precipita el mundo en el vacío; 

VII 
si en medio de esta borrascosa orgía 
que infunde repugnancia al par que aterra 
esa lira estallara, ¿qué sería? 
Grito de indignación, canto de guerra, 
que en las entrañas mismas de la tierra 
la muerta humanidad conmovería. 

VIII 
Mas porque el gran satírico no aliente, 
¿ha de haber quien contemple y autorice 
tanta degradación, indiferente? 
«¿No ha de haber un espíritu valiente? 
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? 
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?» 

IX 
¡Cuántos sueños de gloria evaporados 
como las leves gotas de rocío 
que apenas mojan los sedientos prados! 
¡Cuánta ilusión perdida en el vacío, 
y cuántos corazones anegados 
en la amarga corriente del hastío! 

No es la revolución raudal de plata 
que fertiliza la extendida vega: 
es sorda inundación que se desata. 
No es viva luz que se difunde grata, 
sino confuso resplandor que ciega 
y tormentoso vértigo que mata. 

XI 
Al menos en el siglo desdichado 
que aquel ilustre y vigoroso vate 
con el rayo marcó de su censura, 
podía el corazón atribulado 
salir ileso del mortal combate 
en alas de la fe radiante y pura. 

XII 
Y apartando la vista de aquel cieno 
social, de aquellos fétidos despojos, 
de aquel lúbrico y torpe desenfreno, 
fijar llorando sus ardientes ojos, 
en ese cielo azul, limpio y sereno 
de santa paz y de esperanzas lleno. 

XIII 
Pero hoy ¿dónde mirar? Un golpe mismo 
hiere al César y a Dios. Sorda carcoma 
prepara el misterioso cataclismo; 
y como en tiempos de la antigua Roma, 
todo cruje, vacila y se desploma 
en el cielo, en la tierra, en el abismo. 

XIV 
Perdida en tanta soledad la calma, 
de noche eterna el corazón cubierto, 
la gloria, muda, desolada el alma, 
en este pavoroso desconcierto 
se eleva la razón, como la palma 
que crece triste y sola en el desierto. 

XV 
¡Triste y sola, es verdad! ¿Dónde hay miseria 
mayor? ¿Dónde más hondo desconsuelo? 
¿De qué la sirve desgarrar el velo 
que envuelve y cubre la vivaz materia, 
y con profundo inextinguible anhelo 
sondar la tierra, escudriñar el cielo; 

XVI 
entregarse a merced del torbellino 
y en la duda incesante que la aqueja. 
el secreto inquirir de su destino; 
si a cada paso que adelanta, deja 
su fe inmortal, como el vellón la oveja, 
enredada en las zarzas del camino? 

XVII 
¿Si a su culpada humillación se adhiere 
con la constancia infame del beodo, 
que goza en su abyección, y en ella muere? 
¿Si ciega, y torpe, y degradada en todo, 
desconoce su origen y prefiere 
a descender de Dios, surgir del lodo? 

XVIII 
¡Libertad, libertad! No eres aquella 
virgen, de blanca túnica ceñida, 
que vi en mis sueños pudibunda y bella. 
No eres, no, la deidad esclarecida 
que alumbra con su luz, como una estrella, 
los lóbregos abismos de la vida. 

XIX 
No eres la fuente de perenne gloria 
que dignifica el corazón humano 
y engrandece esta vida transitoria. 
No el ángel vengador que con su mano 
imprime en las espaldas del tirano 
el hierro enrojecido de la historia. 

XX 
No eres la vaga aparición que sigo 
con hondo afán desde mi edad primera, 
sin alcanzarla nunca... Mas ¿qué digo? 
No eres la libertad, disfraces fuera, 
¡licencia desgreñada, vil ramera 
del motín, te conozco y te maldigo! 

XXI 
¡Ah! No es extraño que sin luz ni guía 
los humanos instintos se desborden 
con el rugido del volcán que estalla, 
y en medio del tumulto y la anarquía, 
como corcel indómito, el desorden 
no respete ni látigo ni valla. 

XXII 
¿Quién podrá detenerle en su carrera? 
¿Quién templar los impulsos de la fiera 
y loca multitud enardecida, 
que principia a dudar y ya no espera 
hallar en otra luminosa esfera, 
bálsamo a los dolores de esta vida? 

XXIII 
Como Cristo en la cúspide del monte, 
rotas ya sus morales ligaduras, 
mira doquier con ojos espantados, 
por toda la extensión del horizonte 
dilatarse a sus pies vastas llanuras, 
ricas ciudades, fértiles collados. 

XXIV 
Y excitando su afán calenturiento 
tanta grandeza y tanto poderío, 
de la codicia el persuasivo acento 
grítale audaz: «¡El cielo está vacío! 
¿A quién temer?» Y ronca y sin aliento 
la muchedumbre grita: «¡Todo es mío!» 

XXV 
Y en el tumulto su puñal afila, 
y la enconada cólera que encierra 
enturbia y enardece su pupila, 
y ensordeciendo el aire en son de guerra 
hace temblar bajo sus pies la tierra, 
como las hordas bárbaras de Atila. 

XXVI 
No esperéis que esa turba alborotada 
infunda nueva sangre generosa 
en las venas de Europa desmayada; 
ni que termine su fatal jornada, 
sobre el ara desierta y polvorosa 
otro Dios levantando con su espada. 

XXVII 
No esperéis, no, que la confusa plebe, 
como santo depósito en su pecho 
nobles instintos y virtudes lleve. 
Hallará el mundo a su codicia estrecho, 
que es la fuerza, es el número, es el hecho 
brutal ¡es la materia que se mueve! 

XXVIII 
Y buscará la libertad en vano, 
que no arraiga en los crímenes la idea, 
ni entre las olas fructifica el grano. 
Su castigo en sus iras centellea 
pronto a estallar, que el rayo y el tirano 
hermanos son. ¡La tempestad los crea! 

25 de abril de 1870







¡Excélsior! 

Por qué los corazones miserables, 
por qué las almas viles, 
en los fieros combates de la vida 
ni luchan ni resisten? 

El espíritu humano es más constante 
cuanto más se levanta: 
Dios puso el fango en la llanura, y puso 
la roca en la montaña. 

La blanca nieve que en los hondos valles 
derrítese ligera, 
en las altivas cumbres permanece 
inmutable y eterna. 

Marzo de 1872








Fotografías

¡Pantoja, ten valor! Rompe la valla:
luce, luce en tarjeta y en membrete
y cabe el toro que enganchó a Pepete
date a luz en las tiendas de quincalla.
Eres un necio. -Cierto.- Pero acalla
tu pudor y la duda no te inquiete.
¿Qué importa un necio más donde se mete
con pueril presunción tanta morralla?
¡Valdrás una peseta, buen Pantoja!
No valen mucho más rostros y nombres
que la fotografía al mundo arroja.
Enséñanos tu cara y no te asombres:
deja a la edad futura que recoja,
tantos retratos y tan pocos hombres.

30 de abril de 1862







Introducción

¡Los tiempos son de lucha! ¿Quién concibe 
el ocio muelle en nuestra edad inquieta? 
En medio de la lid canta el poeta, 
el tribuno perora, el sabio escribe. 
Nadie el golpe que da ni el que recibe 
siente, a medida que el peligro aprieta: 
desplómase vencido el fuerte atleta 
y otro al recio combate se apercibe. 
La ciega multitud se precipita, 
invade el campo, avanza alborotada 
con el sordo rumor de la marea. 
Y son, en el furor que nos agita, 
trueno y rayo la voz; el arte, espada; 
la ciencia, ariete; tempestad la idea. 

11 de diciembre de 1874







La duda 

                                               A mi querido amigo el distinguido poeta 
                                                                                            don Antonio Hurtado 

Desde esta soledad en donde vivo, 
y en la cual de los hombres olvidado 
ni cartas ni periódicos recibo; 
donde reposo en apacible calma, 
lejos, lejos del mundo que ha gastado 
con la del cuerpo la salud del alma; 
antes de que el torrente desbordado 
de la ambición con ímpetu violento 
me arrebate otra vez; desde la orilla 
donde yace encallada mi barquilla, 
libre ya de las ondas y del viento, 
como recuerdo de amistad te escribo. 

¡Ay! Aunque salvo del peligro, siento 
la inquietud angustiosa del cautivo, 
que rompiendo su férrea ligadura, 
traspasa fatigado a la ventura 
montes, llanos y selvas, fugitivo. 
El rumor apagado que levantan 
las hojas secas que a su paso mueve, 
las avecillas que en el árbol cantan, 
el aire que en las ramas se cimbrea 
con movimiento reposado y leve, 
el río que entre guijas serpentea, 
la luz del día, la callada sombra 
de la serena noche, el eco, el ruido, 
la misma soledad ¡todo le asombra! 
Y cuando ya de caminar rendido, 
sobre la yerta piedra se reclina 
y le sorprende el sueño y le domina, 
oye en torno de sí, medio dormido, 
vago y siniestro son. Despierta, calla, 
y fija su atención despavorido; 
las tinieblas le ofuscan, se incorpora 
y el rumor le persigue. «¡Es el latido 
de su azorado corazón que estalla!» 
Y entonces ¡ay! desesperado llora. 
Porque es la libertad don tan querido. 
que en el humano espíritu batalla, 
más que el placer de conseguirla, el miedo 
de volverla a perder. 

Yo que no puedo recordar sin espanto la agonía, 
la dura y azarosa incertidumbre 
en que mi triste corazón gemía 
sometido a penosa servidumbre, 
cuando, arista a merced del torbellino, 
sin elección ni voluntad seguía 
los secretos impulsos del destino, 
y, en ese pavoroso desconcierto 
de la social contienda, consumía 
la paz del alma ¡la esperanza mía! 
hoy que la tempestad arrojó al puerto 
mi navecilla rota y quebrantada, 
temo ¡infeliz de mí! que otra oleada 
la vuelva al mar donde mi calma ha muerto. 

Para vencer su furia desatada 
¿qué soy yo? ¿qué es el hombre? Sombra leve, 
partícula de polvo en el desierto. 
Cuando el simún de la pasión le mueve, 
busca el átomo al átomo, y la arena 
es nube, es huracán, es cataclismo. 
Gigante mole los espacios llena, 
bajo su peso el mundo se conmueve, 
obscurece la luz, llega al abismo 
y al sumo Dios que la formó se atreve. 
Vértigo arrollador todo lo arrasa; 
pero después que el torbellino pasa 
y se apacigua y duerme la tormenta, 
¿qué queda? Polvo mísero y liviano 
que el ala frágil del insecto aventa, 
que se pierde en la palma de la mano. 
¡Oh grata soledad, yo te bendigo, 
tú que al náufrago, al triste, al pobre grano 
de desligada arena das abrigo! 

Muchas veces, Antonio, devorado 
por ese afán oculto que no sabe 
la mente descifrar, me he preguntado, 
-cuestión a un tiempo inoportuna y grave
¿qué busco? ¿adónde voy? ¿por qué he nacido 
en esta Edad sin fe? Yo soy un ave 
que llegó sola y sin amor al nido. 
A este nido social en que vegeta, 
mayor de edad, la ciega muchedumbre, 
al infortunio y al error sujeta 
entre miseria y sangre y podredumbre. 
Contémplala, si puedes, tú que al cielo 
con tus radiantes alas de poeta 
tal vez quisiste remontar el vuelo, 
y si éste el mundo que soñaste ha sido 
nunca el encanto de tu dicha acabe... 
¡Ay! pero tú también eres un ave 
que llegó sola y sin amor al nido. 

Desde la altura de mi siglo, tiendo 
alguna vez con ánimo atrevido, 
mi vista a lo pasado, y removiendo 
los deshechos escombros de la historia, 
en el febril anhelo que me agita 
sus ruinas vuelvo a alzar en mi memoria. 
Y al través de las capas seculares 
que el aluvión del tiempo deposita 
sobre columnas, pórticos y altares; 
del polvo inanimado con que cubre 
la loca vanidad del polvo vivo, 
que arrebata a su paso fugitivo, 
como el viento las hojas en octubre; 
mudo de admiración y de respeto 
busco la antigüedad -roto esqueleto 
que entre la densa lobreguez asoma
y ofrecen a mi absorta fantasía 
sus dioses Grecia, sus guerreros Roma, 
sus mártires la fe cristiana y pía, 
el patriotismo su grandeza austera, 
sus monstruos la insaciable tiranía, 
sus vengadores la virtud severa. 
Y llevado en las alas del deseo 
que anima mi ilusión, a veces creo 
volver a aquella Edad: En la espesura 
del bosque, en el murmullo de la fuente, 
en el claro lucero que fulgura, 
en el escollo de la mar rujiente, 
en la espuma, en el átomo, en la nada, 
Apolo centellea, alza su frente 
de luminoso lauro coronada. 
Por él la luna que entre sombras gira, 
la luz que en rayos de color se parte, 
la ola que bulle, el viento que suspira, 
todo es Dios, todo es himno, todo es arte. 
¡Ay! ¿No es verdad que en tus eternas horas 
de desaliento y decepción, recuerdas 
esa dorada Edad, y que te inspira 
el coro de sus musas voladoras, 
que murmuran y gimen en las cuerdas 
de la ya rota y olvidada lira? 
Aunque las llames, no vendrán; ¡han muerto! 
La voz del interés grosera y ruda 
anuncia que el Parnaso está desierto 
la naturaleza triste y muda. 

Que en este siglo de sarcasmo y duda 
sólo una musa vive. Musa ciega, 
implacable, brutal. ¡Demonio acaso 
que con los hombres y los dioses juega! 
La Musa del análisis, que armada 
del árido escalpelo, a cada paso 
nos precipita en el obscuro abismo 
o nos asoma al borde de la nada. 
¿No la ves? ¿No la sientes en ti mismo? 
¿Quién no lleva esa víbora enroscada 
dentro del corazón? ¡Ay! cuando llena 
de noble ardor la juventud florida 
quiere surcar la atmósfera serena, 
quiere aspirar las auras de la vida, 
esa Musa fatal y tentadora 
en el libro, en la cátedra, en la escena 
se apodera del alma y la devora. 
¡Si a veces imagino que envenena 
la leche maternal! En nuestros lares, 
en el retiro, en el regazo tierno 
del amor, hasta al pie de los altares 
nos persigue ese aborto del infierno. 

¡Cuántas noches de horror, conmigo a solas, 
ha sacudido con su soplo ardiente 
los tristes pensamientos de mi mente 
como sacude el huracán las olas! 
¡Cuántas, ay, revolcándome en el lecho 
he golpeado con furor mi frente, 
he desgarrado sin piedad mi pecho, 
y entre visiones lúgubres y extrañas, 
su diente de reptil, áspero y frío, 
he sentido clavarse en mis entrañas! 
¡Noches de soledad, noches de hastío 
en que, lleno de angustia y sobresalto, 
se agitaba mi ser en el vacío 
de fe, de luz y de esperanza falto! 
¿Y quién mantiene viva la esperanza 
si donde quiera que la vista alcanza 
ve escombros nada más? Por entre ruinas 
la humanidad desorientada avanza; 
hechos, leyes, costumbres y doctrinas 
como edificio envejecido y roto 
desplomándose van; sordo y profundo 
no sé qué irresistible terremoto 
moral, conmueve en su cimiento el mundo. 

Ruedan los tronos, ruedan los altares: 
reyes, naciones, genios y colosos 
pasan como las ondas de los mares 
empujadas por vientos borrascosos. 
Todo tiembla en redor, todo vacila. 
Hasta la misma religión sagrada 
es moribunda lámpara que oscila 
sobre el sepulcro de la edad pasada. 
Y cual turbia corriente alborotada, 
libre del ancho cauce que la encierra, 
la duda audaz, la asoladora duda 
como una inundación cubre la tierra. 
-¡Es que el manto de Dios ya no la escuda!
No la defiende el varonil denuedo 
de la fe inexpugnable y de las leyes, 
y el dios de los incrédulos, el miedo, 
rige a su voluntad pueblos y reyes. 
Él los rumores bélicos propala, 
él organiza innúmeras legiones 
que buscan la ocasión, no la justicia. 
Mas ¿qué podrán hacer? No se apuntala 
con lanzas, bayonetas ni cañones, 
el templo secular que se desquicia. 
En medio de este caos, como un arcano 
impenetrable, pavoroso, obscuro, 
yérguese altivo el pensamiento humano 
de su grandeza y majestad seguro. 
Y semejante al árbol carcomido 
por incansable y destructor gusano, 
que cuando tiene el corazón roído, 
desenvuelve su copa más lozano, 
al través del social desasosiego 
cruza la tierra en su corcel de fuego, 
hasta los cielos atrevido sube, 
pone en la luz su vencedora mano, 
el rayo arranca a la irritada nube 
y horada con su acento el Océano. 
¡Mas, ay, del árbol que frondoso crece 
sostenido no más por su corteza! 
Tal vez la brisa que las flores mece 
derribará en el polvo su grandeza. 

¡Tal vez! ¿Lo sabes tú? ¿Quién el misterio 
logra profundizar? Esta sombría 
turbación, esta lóbrega tristeza 
que invade sin cesar nuestro hemisferio, 
¿es acaso el crepúsculo del día 
que se extingue, o la aurora del que empieza? 
¿Es ¡ay! renacimiento o agonía? 
Lo ignoras como yo. ¡Nadie lo sabe! 
Sólo sé que la dulce poesía 
va enmudeciendo, y cuando calla el ave 
es que su obscuridad la noche envía. 
Oigo el desacordado clamoreo 
que alza doquier la muchedumbre inquieta 
sin freno, sin antorcha que la guíe; 
ando entre ruinas, y espantado veo 
cómo al sordo compás de la piqueta 
la embrutecida indiferencia ríe. 

-También en Roma, torpe y descreída, 
la copa llena de espumoso y rico 
licor, gozábase desprevenida, 
hasta que de improviso por la herida 
que abrió en su cuello el hacha de Alarico 
escapósele el vino con la vida.
Todo el cercano cataclismo advierte; 
pero en esta ansiedad que nos devora 
ninguno habrá que a descifrar acierte 
la gran transformación que se elabora. 

¿Y qué más da? Resurrección o muerte, 
vespertino crepúsculo o aurora, 
los que siguen llorando su camino 
por medio de esta confusión horrenda, 
con inseguro paso y rumbo incierto, 
¿dónde levantarán su débil tienda 
que no la arranque el raudo torbellino 
ni la envuelva la arena del desierto? 
En otro tiempo el ánimo doliente, 
atormentado por la duda humana, 
postrábase sumiso y penitente 
en el regazo de la fe cristiana, 
y allí bajo la bóveda sombría 
del templo, el corazón desesperado 
se humillaba en el polvo y renacía. 
Cristo en la cruz del Gólgota clavado 
extendía sus brazos, compasivo, 
al dolor sublimado en la plegaria, 
y para el pobre y triste fugitivo 
del mundo, era la celda solitaria 
puerto de salvación, sepulcro vivo, 
anulación del cuerpo voluntaria. 

¡Ay! En aquella paz santa y profunda 
todo era austero, reposado, grave. 
La elevación de la gigante nave, 
la luz entrecortada y moribunda, 
la sencilla oración de un pueblo inmenso 
uniéndose a los cánticos del coro, 
la armonía del órgano sonoro, 
las blancas nubes de quemado incienso, 
el frío y duro pavimento, fosa 
común, perpetuamente renovada, 
de la cual cada tumba, cada losa 
es doble puerta que limita y cierra 
por debajo el silencio de la nada, 
por encima el tumulto de la tierra; 
aquella majestad, aquel olvido 
del siglo, aquel recuerdo de la muerte, 
parecían decir con infinita 
dulzura al corazón desfallecido, 
al espíritu ciego, al alma inerte: 
Ego sum via, et veritas et vita. 
Aquí en su pequeñez el hombre es fuerte. 
Mas ¿dónde iremos ya? Torpes y obscuros 
planes hallaron en el claustro abrigo, 
y Dios airado desató el castigo 
y con el rayo derribó sus muros. 
¿Dónde posar la fatigada frente? 
¿Dónde volver los afligidos ojos, 
cuando ha dejado el corazón creyente 
prendidos en los ásperos abrojos 
su fe piadosa y su interés mundano? 
¿Dónde? 
¡En ti, soledad! Yo te bendigo, 
porque al náufrago, al triste, al pobre grano 
de desligada arena das abrigo. 

San Gervasio de Cassolas, 20 de abril de 1868 









La guerra
    
Por razones que se calla
la historia prudentemente,
dos monarcas de Occidente
riñeron fiera batalla.
La causa del rompimiento
no está, en verdad, a mi alcance,
ni hace falta para el lance
que referiros intento.
Sobre el campo del honor
cubierto de sangre y gloria,
donde alcanzó la victoria
más la astucia que el valor;
dos discípulos de Marte,
que airados se acometieron
y juntamente cayeron
pasados de parte a parte;
sumergidos en el lodo,
mientras que llegaba el cura
para darles sepultura,
platicaban de este modo:

Soldado primero
¡Hola, compadre! ¿Qué tal
te ha parecido el asunto?

Soldado segundo
Puesto que me ves difunto
debe parecerme mal.

Soldado primero
Pues ha sido divertida
la función: mira a tu lado.
Lo menos hemos quedado
doce mil héroes sin vida.
Y en esto me quedo corto,
que me enfadan los extremos.

Soldado segundo
¡Con qué habilidad nos hemos
destrozado! Estoy absorto.
Ha habido alarmas y sustos
y muertes y atrocidades
para todas las edades
y para todos los gustos.

Soldado primero
Mas yo quisiera saber 
por qué con tanto denuedo
nos matamos...

Soldado segundo
¡Ay! No puedo
tu duda satisfacer.
Para entrar en esta danza
tuve que dejar mi oficio.
Sé que aprendí el ejercicio,
sé que estudié la Ordenanza.
Sé que en compañía de esos
que están mordiendo la tierra,
me trajeron a la guerra
y me moliste los huesos.
Y, en fin, francamente hablando,
puedo decirte al oído,
que he muerto como he nacido;
sin saber por qué, ni cuándo.

Soldado primero
De tu explicación me huelgo,
porque mi vida retrata.
En esto, alzando la pata
un moribundo jamelgo,
¡Gracias, dioses inmortales!
-dijo con voz lastimera-
Pues de la misma manera
morimos los animales.
Cuando pasó la impresión
de tan extraño incidente,
así anudó el más valiente
la rota conversación:

Soldado primero
Aunque ignoramos la ley,
origen de esta querella,
juro a Dios vivo que en ella
lleva la razón mi rey.

Soldado segundo
¿Y por qué?

Soldado primero
Porque es el mío.

Soldado segundo
¡Qué salida de pavana!
La justicia es de quien gana.

Soldado primero
De tu ignorancia me río.
¡Pues cuántos que han hecho eternos
sus nombres con la victoria,
no han ido a gozar la gloria
de su triunfo a los infiernos!

Soldado segundo
Considera lo que dices,
porque estoy ardiendo en ira.

Soldado primero
¡No me alces el gallo!...

Soldado segundo
Mira
que te rompo las narices.
Y fieros y cejijuntos
a combatir empezaron
de nuevo... ¡y no se mataron,
porque ya estaban difuntos!
Diéronse golpes crueles,
hasta que hueca y ufana
llegó la Locura humana,
sonando sus cascabeles.
Puso paz entre los dos
y dijo con desenfado:
«¿Qué es esto? Habéis olvidado
que sois imagen de Dios?
Tal vez la inmortalidad
con justo título esperen
los que por la patria mueren,
por Dios, por la libertad.
Pero que el hombre sucumba
en conquistadora guerra,
cuando siete pies de tierra
le bastan para su tumba;
o que en lucha fratricida
entre, sin saber quizá
ni por qué la muerte da,
ni por qué pierde la vida;
esto mi paciencia apura,
y cuantas veces lo veo,
aunque soy Locura, creo
que es demasiada locura.»

Diciembre de 1857







La sombra

Dulces y amorosos sueños 
de la virgen candorosa, 
que tomáis en el espacio 
blanca y delicada forma; 

melancólicos suspiros 
de la flor que se deshoja, 
que os convertís en el cielo 
en espíritus de aroma; 

yo siento sobre mi frente 
vuestras alas temblorosas, 
y siento en los labios míos 
el beso de vuestra boca. 

Lloráis para consolarme 
de mis pasadas congojas, 
y ese llanto es el rocío 
que se columpia en las rosas. 

Mas si queréis que no pene, 
desde el cielo en donde mora, 
si no al ángel que me inspira 
bajadme al menos su sombra.








Miserere 

Es de noche: el monasterio 
que alzó Felipe Segundo 
para admiración del mundo 
y ostentación de su imperio, 
yace envuelto en el misterio 
y en las tinieblas sumido. 
De nuestro poder, ya hundido, 
último resto glorioso, 
parece que está el coloso 
al pie del monte, rendido. 

El viento del Guadarrama 
deja sus antros obscuros, 
y estrellándose en los muros 
del templo, se agita y brama. 
Fugaz y rojiza llama 
surca el ancho firmamento, 
y a veces, como un lamento, 
resuena el lúgubre son 
con que llama a la oración 
la campana del convento. 

La iglesia, triste y sombría, 
en honda calma reposa, 
tan helada y silenciosa 
como una tumba vacía. 
Colgada lámpara envía 
su incierta luz a lo lejos, 
y a sus trémulos reflejos 
llegan, huyen, se levantan 
esas mil sombras que espantan 
a los niños y a los viejos. 

De pronto, claro y distinto, 
la regia cripta conmueve 
ruido extraño, que aunque leve, 
llena el mortuorio recinto. 
Es que el César Carlos Quinto, 
con mano firme y segura 
entreabre su sepultura, 
y haciendo una horrible mueca, 
su faz carcomida y seca 
asoma por la hendidura. 

Golpea su descarnada 
frente con tenaz empeño, 
como quien sale de un sueño 
sin acordarse de nada. 
Recorre con su mirada 
aquel lugar solitario, 
alza el mármol funerario, 
y arrebatado y resuelto 
salta del sepulcro, envuelto 
en su andrajoso sudario. 

«¡Hola!» grita en son de guerra 
con aquella voz concisa, 
que oyó en el siglo, sumisa 
y amedrentada la tierra. 
«¡Volcad la losa que os cierra! 
Vástagos de imperial rama, 
varones que honráis la fama, 
antiguas y excelsas glorias, 
de vuestras urnas mortuorias 
salid, que el César os llama.» 

Contestando a estos conjuros, 
un clamor confuso y hondo 
parece brotar del fondo, 
de aquellos mármoles duros. 
Surgen vapores impuros 
de los sepulcros ya abiertos: 
la serie de reyes muertos 
después a salir empieza, 
y es de notar la tristeza, 
el gesto despavorido 
de los que han envilecido 
la corona en su cabeza. 

Grave, solemne, pausado, 
se alza Felipe Segundo, 
en su lucha con el mundo 
vencido, mas no domado. 
Su hijo se despierta al lado, 
y detrás del rey devoto, 
aquel que humillado y roto 
vio desmoronarse a España, 
cual granítica montaña 
a impulsos del terremoto. 

Luego el monarca enfermizo, 
de infausta y negra memoria, 
en cuya Edad nuestra gloria, 
como nieve se deshizo. 
Bajo el poder de su hechizo 
se estremece todavía. 
¡Ay, qué terrible armonía, 
qué obscuro enlace se nota 
entre aquel mísero idiota 
y su exhausta monarquía! 

Con terrífica sorpresa 
y en silencioso concierto, 
todos los reyes que han muerto 
van saliendo de su huesa. 
La ya apagada pavesa 
cobra los vitales bríos, 
y se aglomeran sombríos 
aquellos yertos despojos, 
aquellas cuencas sin ojos, 
aquellos cráneos vacíos. 

De los monarcas en pos, 
respondiendo al llamamiento, 
cual si llegara el momento 
del santo juicio de Dios, 
acuden de dos en dos 
por claustros y corredores, 
príncipes, grandes señores, 
prelados, frailes, guerreros, 
favoritos, consejeros, 
teólogos e inquisidores. 

¡Qué es mirar como serpea 
por su semblante amarillo 
el fosforescente brillo 
que la podredumbre crea! 
¡Qué espíritu no flaquea 
con mil terrores secretos, 
viendo aquellos esqueletos, 
que ante el César, que los nombra, 
se deslizan por la sombra 
mudos, absortos, inquietos! 

¡Cuántas altas potestades, 
cuántas grandezas pasadas, 
cuántas invictas espadas, 
cuántas firmes voluntades 
en aquellas soledades 
muestran sus restos livianos! 
¡Cuántos cráneos soberanos, 
que el genio habitara en vida, 
convertidos en guarida 
de miserables gusanos! 

Desde el triste panteón 
en que se agolpa y hacina, 
hacia el templo se encamina 
la fúnebre procesión. 
Marcha con pausado son 
tras del rey que la congrega, 
y cuando a la iglesia llega, 
inunda la altiva nave 
un resplandor tibio y suave, 
que ni deslumbra ni ciega. 

Guardando el regio decoro, 
como en los siglos pasados, 
reyes, príncipes, prelados 
toman asiento en el coro. 
Después en tropel sonoro 
por el templo se derrama, 
rindiendo culto a la fama 
con que llena las historias, 
aquel haz de muertas glorias, 
que el César convoca y llama. 

Por mandato soberano 
de Carlos, que el cetro ostenta, 
llega al órgano y se sienta 
un viejo esqueleto humano. 
La seca y huesosa mano 
en el gran teclado imprime, 
y la música sublime, 
que a inmensos raudales brota, 
parece que en cada nota 
reza y llora, canta y gime. 

Uniendo al acorde santo 
su voz, los muertos despojos 
caen ante el ara de hinojos 
y a Dios elevan su canto. 
Honda expresión del quebranto, 
aquel eco de la tumba 
crece, se dilata, zumba, 
y al paso que va creciendo, 
resuena con el estruendo 
de un mundo que se derrumba: 

«Fuimos las ondas de un río 
caudaloso y desbordado. 
Hoy la fuente se ha secado, 
hoy el cauce está vacío. 
Ya ¡oh Dios! nuestro poderío 
se extingue, se apaga y muere. 
¡Miserere! 

»¡Maldito, maldito sea 
aquel portentoso invento 
que dio vida al pensamiento 
y alas de luz a la idea! 
El verbo animado ondea 
y como el rayo nos hiere. 
¡Miserere! 

»¡Maldito el hilo fecundo 
que a los pueblos eslabona, 
y busca, y cuenta, y pregona 
las pulsaciones del mundo! 
Ya en el silencio profundo 
ninguna injusticia muere. 
¡Miserere! 

»Ya no vive cada raza 
en solitario destierro, 
ya con vínculo de hierro 
la humana especie se enlaza. 
Ya el aislamiento rechaza: 
ya la libertad prefiere. 
¡Miserere! 

»Rígido y brutal azote 
con desacordado empuje 
sobre las espaldas cruje 
del rey y del sacerdote. 
Ya nada existe que embote 
el golpe ¡oh Dios! que nos hiere. 
¡Miserere! 

»Mas ¡ay! que en su audacia loca, 
también el orgullo humano 
pone en los cielos su mano 
y a ti, Señor, te provoca. 
Mientras blasfeme su boca 
ni paz ni ventura espere. 
¡Miserere! 

»No en la tormenta enemiga: 
no en el insondable abismo: 
el mundo lleva en sí mismo 
el rayo que le castiga. 
Sin compasión ni fatiga 
hoy nos mata; pero muere. 
¡Miserere! 

»Grande y caudaloso río, 
que corres precipitado, 
ve que el nuestro se ha secado 
y tiene el cauce vacío. 
¡No prevalezca el impío, 
ni la iniquidad prospere! 
¡Miserere!» 

Súbito, con sordo ruido 
cruje el órgano y estalla, 
la luz se amortigua y calla 
el concurso dolorido. 
Al disiparse el sonido 
del grave y solemne canto 
llega a su colmo el espanto 
de las mudas calaveras, 
y de sus órbitas hueras 
desciende abundoso llanto. 

A medida que decrece 
la luz misteriosa y vaga, 
todo murmullo se apaga 
y el cuadro se desvanece. 
Con el alba que aparece 
la procesión se evapora, 
y mientras la blanca aurora 
esparce su lumbre escasa, 
a lo lejos silba y pasa 
la rauda locomotora. 

25 de junio de 1873








Recuerdos

I
Tantas esperanzas muertas
y tantos recuerdos vivos!...
en el corazón humano
jamás se forma el vacío.
Nace una ilusión y muere;
pero su cadáver mismo
queda insepulto en el alma
y siempre en la mente fijo.
¡Ay! Por eso yo que os llevo
ha tantos años conmigo,
esperanzas engañosas
que me halagasteis de niño;
hoy que bajo el grave peso
de vuestro cadáver gimo,
¡infeliz de mí! quisiera
que nunca hubierais nacido.

II
¿Te acuerdas? Al pie de un árbol
en el jardín de tu casa,
el dulce y maduro fruto
ibas cogiendo en la falda.
Turbando nuestra alegría.
crujió de pronto la rama,
diste un grito, y desplomado
caí sin voz a tus plantas.
No vi más; pero entre sueños
me pareció que escuchaba
desconsolados gemidos,
tiernas y amantes palabras.
Y cuando volví a la vida,
en una sola mirada
se besaron nuestros ojos
se unieron nuestras almas.

III
¿Te acuerdas? Seis años hace
cuando por la vez primera
eterno amor nos juramos
y fidelidad eterna.
¡Cuán venturosas corrieron
las horas ¡ay! y cuán prestas!
un deseo, una esperanza
fue nuestra dulce existencia.
Turbose un día el encanto
de aquella pasión inmensa,
y el viento de la fortuna
llevome a lejanas tierras.
Colgándote de mi cuello,
en llanto amargo deshecha,
«vuelve, me dijiste, vuelve;
que mi corazón te llevas».
Volví... ¡Ya estabas casada!
y un ángel de rubias hebras
en tu regazo dormía
el sueño de la inocencia.
Posé, temblando, mis labios
en su faz blanca y risueña,
y al mirarte, vi que estabas
pálida como una muerta.

IV
Después, aturdido, ciego,
cuando me hirió el desengaño,
en tus queridas memorias
quise vengar mis agravios.
Busqué frenético el rizo
de tus cabellos castaños,
que en la postrer despedida
me diste, Inés, sollozando.
«Muera, dije, este recuerdo
de aquel corazón ingrato,
y arrastre el viento en cenizas
la inútil prenda que guardo».
Miréla suspenso y mudo,
hasta que ahogándome el llanto,
en vez de arrojarla al fuego
la llevé ¡loco! a mis labios.
¡Ay! quiera Dios que no veas
presa en amorosos lazos,
al hijo de tus entrañas
llorar, como estoy llorando.

V
¿Te acuerdas cuando en los días
de mi secreto infortunio
dudaba yo de mí mismo,
pobre, olvidado y obscuro;
enjugando compasiva
mi llanto abundante y mudo,
«no desmayes, me dijiste,
que el porvenir será tuyo».
Yo compartiré contigo
lauros, honores y triunfos,
y a la sombra de tu fama
nuestro amor llenará el mundo.
Hoy rompe a veces mi nombre
la indiferencia del vulgo,
y a veces también su aplauso
trémulo y turbado escucho.
Pero como estás muy lejos
y en vano te llamo y busco
paréceme que resuena
en el hueco de un sepulcro.

Julio de 1862







Soneto 

Cuando el ánimo ciego y decaído 
la luz persigue y la esperanza en vano; 
cuando abate su vuelo soberano 
como el cóndor en el espacio herido; 

cuando busca refugio en el olvido, 
que le rechaza con helada mano; 
cuando en el pobre corazón humano 
el tedio labra su infecundo nido; 

cuando el dolor, robándonos la calma, 
brinda tan sólo a nuestras ansias fieras, 
horas desesperadas y sombrías, 

¡ay, inmortalidad, sueño del alma 
que aspira a lo infinito! si existieras, 
¡qué martirio tan bárbaro serías! 

14 de noviembre de 1879







¡Treinta años! 

¡Treinta años! ¿Quién me diría 
que tuviese al cabo de ellos, 
si no blancos mis cabellos 
el alma apagada y fría? 
Un día tras otro día 
mi existencia han consumido, 
y hoy asombrado, aturdido, 
mi memoria se derrama 
por el ancho panorama 
de los años que he vivido. 

Y aparecen ante mí 
fugitivas y ligeras, 
las venturosas quimeras 
que desvanecerse vi: 
la inocencia que perdí 
y aquel vago sentimiento 
que animó mi pensamiento 
cuando eran mis alegrías 
las mágicas armonías 
del mar, del bosque y del viento. 

Han sido para mi daño 
en la vida que disfruto, 
un siglo cada minuto, 
una eternidad cada año. 
El dolor y el desengaño 
forman parte de mí mismo, 
y el torpe materialismo 
de esta edad indiferente, 
cubre de sombras mi frente 
y abre a mis pies un abismo. 

Sacude el mar su melena 
de crespas olas, rugiendo, 
y con pavoroso estruendo 
los aires asorda y llena. 
Pero una playa de arena, 
su audaz cólera contiene... 
¡Ay! ¿Quién habrá que refrene 
el tormentoso océano 
que en el pensamiento humano 
ni fondo ni orillas tiene? 

¡La razón!... Tanto se encumbra 
tan locamente camina, 
que ya no es luz que ilumina 
sino hoguera que deslumbra. 
Al horror nos acostumbra, 
siembra de ruinas el suelo, 
y en su inextinguible anhelo 
álzase hasta Dios atea 
con la sacrílega idea 
de derribarle del cielo. 

He visto tronos volcados, 
instituciones caídas, 
y tras recias sacudidas 
pueblos y reyes cansados. 
Propios y ajenos cuidados 
muévenme continua guerra, 
y mi espíritu se aterra 
cuando, perdida la calma, 
siento rugir en el alma 
la tempestad de la tierra. 

Cuando pienso en lo que fui, 
hondas heridas renuevo, 
y me parece que llevo 
la muerte dentro de mí. 
No veo lo que antes vi, 
no siento lo que he sentido, 
no responde ni un latido 
del corazón si a él acudo, 
llamo al cielo y está mudo, 
busco mi fe y la he perdido. 

Infeliz generación 
que vas, con loco ardimiento, 
nutriendo tu entendimiento 
a expensas del corazón, 
dime, ¿no es cierto que son 
vivas tus penas y ardientes? 
¿No es verdad que te arrepientes, 
presa de terrores graves, 
de los misterios que sabes 
y de las dudas que sientes? 

¡Yo sí! Feliz si lograra, 
después de mis desengaños, 
lanzar hacia atrás los años 
que el destino me depara. 
Pero ¡ay! el tiempo no para 
ni tuerce su curso el río, 
ni vuelve al nido vacío 
el ave muerta en la selva, 
¡ni quiere el cielo que vuelva 
la esperanza al pecho mío! 

4 de agosto de 1864









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