martes, 17 de enero de 2017

HÉCTOR A. PICCOLI [19.874]


Héctor A. Piccoli

Héctor Aldo Piccoli (Rosario, 1951), poeta y traductor argentino.

Egresado de la Universidad Nacional de Rosario, en la que posteriormente ejerce como docente en el Departamento de Idiomas Modernos. Ha realizado investigaciones sobre los problemas del lenguaje poético, la lírica del barroco español y alemán, la literatura del romanticismo alemán, y la influencia de la informática en la producción, publicación y recepción literarias.

Es director del instituto privado de lengua y la literatura alemanas Georg Trakl Sprachwerkstatt.

Fundó la Biblioteca eLe (editorial del libro electrónico).

Obras

Permutaciones, con E. M. Olivay, Ed. La Cachimba, Rosario, 1975;
Si no a enhestar el oro oído, Ed. La Cachimba, Rosario, 1983;
Filiación del rumor, Armando Vites Editor, Rosario, 1993;
Fractales, Ciberpoesía eLe, 2002;
Obras completas de Sor Juana Inés de la Cruz, en CD-ROM (con la colaboración de Ailén Delmonte, Guadalupe Correa y Tadeo Stein). Ediciones Nueva Hélade, Rosario, 2004;
Antología poética (selección y estudio preliminar de Claudio J. Sguro; con notas del autor), editorial Serapis, Rosario, 2006;
Transgrama – Una poesía y una poética de la contemporaneidad, con Claudio J. Sguro, Ciberpoesía eLe, 2011.
La nube vulnerada. Prólogo de Tadeo P. Stein. Editorial Serapis, 2016.


El hombre de Tollund[1]

Sobre un lecho de lodo tu cuerpo se agazapa
y aminora la nada el retraimiento fetal
con que fugas a un fin distinto, a un principio igual
al de todos, hierático y humilde, en la etapa
que el pantano cifró entre dos eternidades
como enigma ofrendado en los surcos de tu frente
a inteligencia vana, a nuestro asombro eficiente
ante el mutismo con que te muestras y te evades.

¿Es de resignación, en tus ojos, la clausura?

¿Vindicó en ti el poder algún delito?

¿O fuiste, simplemente, escogido para un rito
vincular con un dios, doble nuestro que apresura,
surgido apenas, siempre entrega, ley, condena,
por mor siempre de cierta identidad,
por que sigamos siendo los mismos, en verdad,
cada uno el fulgor que a un fénix encadena?

Con rasgos escultóricos y austeros,
severa y sinuosa la línea de los labios,
aquilino y ascético, admites el agravio
del cordel, la superflua tenacidad del cuero,
y hiere la modestia de tu gorro,
e inquiere la runa unívoca en tu piel,
y nos confina tu ardua calma tras el cancel
de nuestra desnudez sin amparo y sin socorro.



Para Laura, oyendo un cuento que le dedicara 
su padre, siendo niña.

De libélula el ala, ilegible palidez
que cifra el desamparo y abisma a la criatura
en la envidia del par, escala el aire y procura
encuadernar rumor a un viso, una y otra vez;
ebria de entrega se alza hacia el fanal y sola,
que no la abrasa y hunde en monótona esmeralda
–de medrar, la osadía no siempre así se salda–,
sino que con color la engalana y tornasola.

Te irisa así el fulgor del alba imaginada,
estremece los párpados, enciende el prieto
enjambre de la seda en cabellos y mirada;
porque ya, donde creces, nada está sujeto
más que ese amor raigal, conque un mundo acude en cada
mera onda, a la hondura que imana y acometo.

[1] El «hombre de Tollund» es un cadáver descubierto el 8 de mayo de 1950 en un pantano ubicado 10 Km al oeste de Silkeborg (Dinamarca); se estima que procede de 292 ± 82 a. C.



Dominica

La cestería en la rotonda pretérita cada oquedal práctico,
cada colado jardín que manuscribe
y deslavaza el mimbre reticente.

Felino norte ambula,
pierde pelo en estera e intersticio
que procnes no avalúan; atenacea abajo
escápula la albura
si ballesta sedente y dosel de nieve dura.

Trinca así la primavera, cándido choteo
cuclilla criolla bajo hilachas de flor fría,
implosiva umbría que constela el botalón con tacha fértil;
mientras otra hacia el este de bosque lasca cóncava,
no por cautivas de anfión amurallada,
por ondas almenada,
a enjaezado yantar payol procura,
podio estría a planta desnudada.

Del cenit abomba el caparacho un copo ápodo,
sutiliza ejido a resguardado yaraví;
y en las manitos rezonga,
reverbera el momo copto al acidular trocha velera,
masca su ostracismo con fúnebre molar, si ebúrneo,
en boca de milonga.



Si no a enhestar el oro oído
                                                                       a   ANA   MARÍA

Por esta claraboya, permanece en el cuarto lo callado y siguiente.
La castidad del muro, se deshoja en un lento fluir
de agua suspensa; nadie
demora
la joya dispersa del cielo que pasa.

Derramaría un alféizar esta banda sin deseo que una sola frase
anega
en qué otra voluntad de agua más que el actual azul de sí,
en que la frase puede, -única-,
encarnar toda su lengua?

O es, esposa, quizá el martirizado lema
del vano hecho escollera
para un gas que ingresa, ingresa
-marejada sin rumor y sin rompiente-, a qué espesor?
la exhausta
sangría a la que vuelve, el cielo en movimiento?

Un efímero ganado pace ahora, y nada guarda
ni forma obsta, a este moroso acontecimiento.
Acierta un oro vago a legitimar la prescindencia
de vos, e infringir así la tarde abstracta.
Qué serena insistencia, esposa, es estar muerta!

Entreabierta en lo alto, la claraboya es una
anagogía
perpleja en los batientes ante la ilegibilidad extensa, ardida:
la luz en la ventalla
total, del cielo indehiscente.

La manera del agua estuvo siempre
ya
en el contorno de este cántaro;
la del aire
en el velamen fracto del sauzal:
                                  tu sed es el ventalle
que reitera, la coextensiva referencia de las cosas.

Y el deshojado índice en la pantalla cinérea?
La mano gualda
y múltiple, del pronombre rupestre?
En la soflama del zócalo
una mano (o una venatoria) deviene yacimiento, estética.

No se escinden así las geminadas alas,
el palimpsesto del cielo.

Una cintura, -sin embargo-, se quiebra en el brocal
hacia la estrella querellante;

y el denuedo de la forma
enfrenta el primer peligro del reflejo.

Pero el vórtice, el vórtice que la presa acosada
ha galopado hasta fuera de sí misma
no se ve, se conjetura;
es ésta la muerte? –Una vaharada de mundo

florece en la lisura del instante no significado
Tu alma, como la irretractilidad de la letra.

Deniega hacia el crepúsculo la muerte otro desguace
de sillería acongojada,
laminada en el bermejo por un agua, ya,
de ilustración?

La prisión sí, la noche írrita.

Del espejo aún no declinado, sólo la fruitiva,
la reflexiva superficie. Labora allí tu ausencia.
Véspero, el azul
diacrítico, entre la vegetación ya íntima
Y la obra viva de ese azul, tendida
a la aherrojada florescencia, de qué sueño
anterior?

- La hondura, en que el reflejo aquí nos verticila
El alba de la jarra, alrededor
de una arbitrariedad sanguínea:
lo cóncavo se imbrica allí, o almena su mismo
ejercicio cenital, de simular un alma.

La volatinería gradúa también así lo intersticial,
una palabra, la ensoñación del reciario.

Vuelve la figura entonces al recuerdo,
a gravar el aire enrarecido y cofrade,
a grabar la aleda sonora y sutilísima
de la tarde increada.

Y alucina sus visos, se encuaderna
en inútil prevención del ardimiento,
del desorden que demora
la madera del sicómoro:

el tríptico, donde un mismo pétalo lentamente se calcina…
                                       




El éxtasis de la palabra, el éxtasis de la forma

¿Insiste así la forma, en un grano de mundo?

La obra de Héctor Aldo Piccoli se eleva sobre un finísimo trazo de auténtica coherencia, pues su letra se proyecta, desde los comienzos, sobre un horizonte ulterior pero ya conocido, como iluminando el misterio que cela toda obra trascendente, a saber, cierta univocidad sostenida, capaz de franquear los avatares del tiempo, una voz que posee la virtud de columbrarse a sí misma en su acontecer futuro. Se debe a un trabajo llevado a cabo con inexorable consecuencia, igualable al de un paciente y sigiloso orfebre, bajo el amparo de una matriz ponderada con celo pero siempre en espontánea y constante recreación, conciliando la libertad inventiva con un ceñimiento poético consustancial. En la celebración embargada de la forma, en un lirismo persistente y ascensional –«Sobreviene después, como un sumergimiento en lo radiante / acabada toda forma» se nos dice en «El lagar agostado es de noviembre; y es la abrumadora»–, allí reside la unidad que caracteriza a los poemas que dibujan este irisado abanico, todos con singularidad propia. En cada uno de ellos avizoramos una nota excepcional que participa, sin embargo, de una composición consonante en cada uno de sus registros. Se trata, precisamente, de una pieza cabal en tanto y en cuanto no es sino el resultado de la inscripción minuciosa de un mismo stillus, aquél que nos otorga la posibilidad de vislumbrar, en ella, su faz proteica, es decir, manifestándose única y varia a la vez.

Fruto de una genuina labor artesanal, Permutaciones (1975), primer poemario de Piccoli, parece revelarnos una dualidad constitutiva. Nace de la conjugación íntima de su letra con la de Enrique Marcelo Olivay. Confluyen ambas, en efecto, en una sección central, homónima del libro, volviéndose casi indistintas, como si cada una de ellas, para empuñar y develar la unidad consigo misma, su rasgo distintivo, su flexión singular, divisara el más allá de sí en la otra, propiciando, de este modo, un intencionado intercambio de voces, una indeterminación sustantiva, un crecimiento y una plenitud ineludibles. Empero, es insoslayable la relación existente entre esa peculiar comunión con un eje arquitectónico rector. Las lenguas que bordean y abrazan esa islilla unitiva, justamente, no son sino los poemas de Piccoli, que la anteceden, reunidos bajo el título de Nikon, y los de Olivay, bajo el de Baza, que la suceden. Semejante a un cauce subterráneo que baña cada una de sus napas, es ese mismo rigor dialéctico el que subyace a los escritos liminares que, por fuera de toda contingencia, se inauguran con «Matrices», poema de expansión y repliegue, tal como lo esgrime su configuración material, la de página desplegable, que torna recurrentemente en este facetado escenario.

Como evocando una antigua y variopinta tradición en que remanecen las prodigiosas peripecias de Mallarmé, con Un coup de dés, las de Apollinaire, con sus Caligrammes, y las del concretismo, con sus incesantes búsquedas visuales, en el espacio tiembla la alianza entrañable entre escritura e imagen. Allí, fuente de diminutos y frágiles tropos en cuya belleza, concentración, precisión y sagacidad se deja divisar la herencia fecunda del imaginismo, el plectro se transforma en pincel para contornearlos sobre la hoja, consagrando la jerarquía del significante, evidenciando una afinidad enunciada ya por el lema que abre el muestrario poético. Se nos exhibe, de esta manera, un texto modelado a partir de un «esquema matemático de multiplicación de matrices […]»[1] que patentiza, ya tempranamente, la pasión por la hechura reflexiva del quehacer literario. A través de un como miniado, de una taracea tipográfica que recuerda aquélla consumada por E. E. Cummings, allí se disponen, en filas y columnas, divididas en fonemas (o grafemas), las palabras que, así desgranadas, en su interrelación momentáneamente enigmática, conforman no sólo un poema sino dos. Y no son aceptables, como tampoco lo eran para los hallazgos del poeta estadounidense, las conjeturas de Borges: «[…] el lector se indigna (o se entusiasma) con esos accidentes y se distrae de la poesía […]».[2] ¿Cómo sería posible desatenderla si aquellos nos impelen, justamente, a la más lenta de sus delectaciones, a un rallentando forzoso? A la vez que dan cuenta, por ello, de la morosa vocación de miniaturista que reverbera en la esmerada faena de Piccoli, destacan ese inusual pergeño lingüístico en el que atisbamos el peso específico del significante poético, objeto de una conciencia artística que sabe hallar en él, aún, cierta hondura próvida, un venero feraz.

Desenvuelven los colores de los caracteres, aquí, un cometido especial. Instauran, por un lado, la noción de relieve y, por otro, tienden a congregar los términos que acentúan. Por ello «( con.si.de.ras )» se alía, súbitamente, a «la noch / e», prohijando el primer tejido mínimo que, en este conjunto de expresiones originalmente organizadas, se inscribe. En esta nimia filigrana están albergados los albores del comienzo, aquellos que preceden la conformación de un cosmos que surge con un como silabeo moroso, de tenue crescendo, propio de quien pondera la prístina, inmensa magnitud del mundo que se abre frente a sus ojos. Se asiste, de esta manera, a la vigilia, al inminente advenimiento de la creación, a su infancia, realizada en un deletreo embriagado que se posa, sesgada, analíticamente, sobre los perfiles de una escena vestigial. Cada una de las sílabas del inciso parentético se corresponde, ordenadamente, con cada una de las cuatro columnas superiores para desintegrar minuciosamente el acontecimiento. De esta suerte, la partícula «con» se anuda a «una rama de este / árb / ol / recoge la tard / e desde el a / gua / y muer / e»; así sucesivamente, hasta el develamiento exhaustivo del segundo poema, debajo de la línea horizontal que coordina las hileras de la cuadrícula, como el resultado de la suma de las series. De la diferente combinación de una cantidad reducida de elementos, que denota ya el valor de la economía como una de las normas de escritura, dada a patentizar, ineludiblemente, su sutil potencia expansiva pero también sus límites esenciales, de esa delicada prestidigitación sustentada en disyunciones y conjunciones, nace un texto y otro, su autonomía y dependencia recíprocas, enfatizando, al mismo tiempo, el concepto de un orden que no renuncia a su secreta maleabilidad. Consiguientemente, por medio de la segmentación calculada de los vocablos, se revelan, a través de un trato escrupuloso, sus múltiples resonancias, sus casi inaudibles correspondencias. Lejos de toda arbitrariedad, el aislamiento provisorio de los fragmentos tiende, a la sazón, no sólo a mostrar la ubicuidad de los mismos, su común pertenencia, sino también a descubrir su inmanente calidad eufónica, sus íntimas vibraciones, sus tonos, como postulara Rimbaud en «Alchimie du verbe», aludiendo, por lo tanto, al caudal de sentido, a aquel vasto valor expresivo que reluce en una sencillez extrema. La diseminada presencia de las vocales ‹e› y ‹o› traza, precisamente, una estela alusiva, un grácil eco anticipatorio que, persistente, remite al sustantivo «noch / e» como un discreto indicio de congruencia en esta ceñida dispersión, dispersión cuyo emblema podría condensarse, tal vez, en la figura del ventalle, en su distensión y contracción alternas. No es sino ejemplar, a este propósito, «o / si ( os», donde el silencio, motivo central del texto, merced a una suerte de armonía imitativa, cristaliza su asordinada elasticidad en la trama aliterante que hilan los fonemas ‹o, s, c, i, l› que, por su suavidad intrínseca, mitigan la estridencia del sonido, hallando en el espacio, asimismo, una distribución que prodiga la imagen cadenciosa, la opacidad suspendida de la ‹o› que rehíla al conjurarse esa pausa casi inefable, como si la vocal, despojada, fuera el epicentro a partir del cual, en ondas concéntricas, el intervalo sonoro se propagara.

En esa disposición razonadamente elaborada atisbamos el anhelo de una quimera asequible: la conquista de un arcano, el poder dehiscente del lenguaje, no oculto ya en su faz polisémica sino en un entramado segundo, el de una grafía artificiosa en la que tornasola la simultaneidad. De esta suerte, la escisión de la palabra, la miríada de enlaces que en su entorno anima, descubren tanto una sorprendente plasticidad como la urgencia de una dimensión compuesta, su esencia a la vez sintagmática y paradigmática, sabiamente restaurada en «u / N gor» no sólo gracias al estricto diseño de los tipos sino también al empleo de un pulcro ingenio ablativo, una puntuación que, transportada, yendo más allá de su habitual destino, lo excede sin traicionarlo, mostrando su original eficacia informativa, exaltando ese inusual desdoblamiento que conmueve agudamente el plano sintáctico consuetudinario. Puesto que la linealidad sintagmática a la que solemos atenernos se ha desvanecido, florece otra dimensión en la que la sintaxis se comprime, es decir, deja de ser regular y extensible para ajustarse a la intimidad disociada del vocablo. Leemos entonces: «u / N gor / (:rió;) N / en / la sat / i (nada) / m (ampara) / de / su dicha (;) / nubla / parda hu (ella) / a que el ciel / o se a (tiene) (.) / u / N gor / (:rió;) N».

Si el reto que propala Nikon I estriba en la lectura de un concentuoso contrapunto, como una melodía etérea cuyos inmaculados instrumentos «– ser / án seis / ángel – / E / s ( la mú ) s i  ca / E», nos desvela aún más cuando la lengua materna desnuda su alteridad absoluta, su otra alma. En «„Früh», como un lacónico anuncio premonitorio, percibimos el diálogo, según lo afirmaba Martin Heidegger, en tanto máxima expresión del habla. Aquello que en superficie germina no es sino la primicia de una coexistencia cardinal y fundante, la del alemán, la otra lengua, «li ) vian / a sa / ng ) re», que, con el español, constituye al poeta. Hablamos de aquello que logra alumbrar un coloquio con las esencias propias, tal como lo pregonaba Rainer María Rilke en Cartas a un joven poeta, un retraimiento que libra al creador a su interioridad mayúscula. Por ello el idioma natal bordea, amalgamándose a ellas, las palabras de Georg Trakl para distinguir, allí, su imprescindible análogo, su otro rostro, su integridad definitiva.

Nikon II, de este modo, podría concebirse como la inevitable gemación de los ‹mili-metros› precedentes que cobran, ahora, un aliento mayor. Tienden a ejecutarse diversamente sobre la página, pues avanzan sostenidos sobre una sintaxis que empieza como a desdevanarse paulatinamente. Vemos trasladarse a «que nadie entonan su», por ejemplo, una alquimia verbal que puede abrevar del acervo retórico para labrar una malla expresiva que permanece, todavía, en estado de crisálida. En efecto, desestabiliza, por un lado, la recta ilación discursiva a través del anacoluto, figura de construcción que tensa la sintaxis hasta los bordes de su inconsecuencia y, por otro, la concordancia gramatical a través de la silepsis, engendrando, de esta suerte, una como aleación de secuencias que parecen proceder o de un monólogo interior o de voces heterogéneas reunidas, no obstante, alrededor de un centro común. Presenciamos un ensayo en el que la gramática misma tiende a desafiar sus umbrales, si bien el sentido se remansa nuevamente cuando la norma, en esa leve agitación, es finalmente reinstaurada: «[…] para que / mejor vendamos / al llover aquellas joyas / torrenciales / en las / ferias / de un viento / anterior: […]».

Mas este manantial poético no cesa de inventarse; se alimenta, de hecho, de aquello que juzgamos, comúnmente, foráneo al ámbito lírico. Aludimos a ese caudal léxico que, virgen, la tradición no ha consagrado aún. Así, medidamente dosificados, encontramos, como muestras de ese suelo intacto, «bloks», en «que nadie entonan su», «staff», en «neuma», donde, enlazado el soplo creador a la esfera musical y retórica, se liga la palabra al número cuando, sobre la huella del vitalismo tan integrador como perturbador del Vallejo de Trilce, el poema se vertebra sobre una gradación numérica descendente. Como invocando la concepción pitagórica según la cual el cosmos inhala sus propiedades de otro inconmensurable que lo envuelve, se nos ofrece el costado de un universo poético inclusivo que, aun en su lirismo vehemente, puede expandirse hasta acoger en sí el registro de una oralidad que deflagra en el final de «Nikon»: «dispara, socio…)». Pero apreciamos un ascenso sublime cuando Héctor Aldo Piccoli nos promete, gracias a un instrumento ya inexorablemente refinado, la forma, el argumento y el tono de su canto, ése que oímos en el «izar así las jilguerías / de un silencio / de puntillas», alto «en la luz / indispensable» donde ya despunta y rutila su morada siguiente.

 Si no a enhestar el oro oído (1983), desde su título prominentemente sintáctico –tramado con los versos 29 y 30 del poema «Lucio», con una imperceptible variación, el ‹sino› originario por el ‹si no› último–, demarca la imbricación del trabajo y la materia; implica, imperativamente, la exaltación de ese elemento puro, precioso, noble y dúctil, cincelado y puesto a ganar una elevación literalmente cenital, un modelado que prospera en una «fábrica escrupulosa, y aunque incierta, / siempre murada, pero siempre abierta.»

[3] El epígrafe del libro, cita de la «Soledad Segunda» de Don Luis de Góngora y Argote, su obra más célebre y consumada, hito impar de la lírica universal, nos ofrenda una deslumbrante metáfora, una de las más ingeniosas que pueda habernos legado el Siglo de Oro español, una de las más refinadas estaciones que la lengua haya alcanzado, según lo entendía la intelligentia de la época, según fuera ratificado por la historia posterior. ¿No nos otorga aquel penetrante giro, acaso, la idea más acabada de texto cuando vislumbramos, en la humilde red de los pescadores, en el cáñamo solícitamente trenzado, cuya confección «[…] no tolera la menor negligencia […]»,[4] según asevera Robert Jammes, el tejido de la palabra recíproca y celosamente concertada, una prolija malla que, tendida, nos cautiva, puesto que es una filigrana que llama, curiosa, sinestésicamente, a ser auscultada? Efectivamente, en la sintaxis del verso libre, con respecto a la atomización precedente ya distendida hacia un más allá de sí, podemos oír el engarce puntilloso de esos dijes, la taracea con que se eslabona la línea prosódica, el «[…] cuerpo sonoro del verso […]», como el mismo poeta alega en Poética de Aldo Oliva:

[…] la aliteración, las asonancias, la modulación vocálica, todo aquello que los alemanes llaman »Lautsymbolik«, ‹simbolismo fonético›, factura y acabado, orfebrería, en una palabra, en la densidad facetada y esplendente del poema como joya.

[5]

Y aquilatamos esta presea resplandeciendo en una imagen signada, de suyo, por la noción de claroscuro, manifiesta en ese fuego que pincela pequeños ojitos en la tenacidad de la sombra, aquellos industriosos grabados del misterioso arte natural que encontramos en las alas de los insectos y de las aves, en la piel, en «el fulgor del lomo de las fieras, […]»: «Una hoguera ensimismada ocela la constancia de la sombra». Éste, el exordio del primer poema en el que dos sustantivos, de tres, el único adjetivo y el único verbo insisten sobre el fonema ‹s›, sobre la ‹c›. ¿Puede considerarse fortuita, tal vez, la reiteración de aquélla última, en la estrofa tercera, cuando las palabras que ocupan la posición inicial, final y central de cada verso, respectivamente, son todas ellas verbos que crean una sola resonancia rítmica, que es la de la luz, «la joya dispersa del cielo que pasa», la de la nación irradiándose en la proliferación de la ‹n› en la que se confunden? «Cuelga aquí la luz, como una prenda / antigua y compartida. A ella acudes / y en ella cunde la nación finísima /que es tu subterfugio».

Advertimos, en el calado desde el que va soltándose esa ilación conjuntiva, la emergencia de una estructura ineluctable, de una conciencia arquitectónica, tal como lo demuestra su mismo glosario: «dovela», «intradós», «alféizar», «vano», «dintornado», «cariátide». Hay en la nueva justipreciación del espacio, ahora moderada, diversamente estilizado, puesto que el sintagma fluye por un lecho más alargado –recordemos, en Nikon II, la asunción de la palabra orticiana, en «de ella, señor», dedicado al poeta entrerriano–, un innegable anhelo de ensanchamiento del confín sintáctico, como si aquella tensión de verticalidad se hubiera derramado hacia sus márgenes: «La castidad del muro, se deshoja en un lento fluir / de agua suspensa; […]». No es en absoluto aleatoria, entonces, la aparición del verso libre que lleva consigo, aquí, una fluencia rebosante pero rigurosamente escandida. Si bien aquél, según arguye Tomás Navarro Tomás, «[…] se impone voluntariamente una atenuación del ritmo y musicalidad del verso métrico», no es menos cierto que «la sensación de ritmo se mantiene […] mientras el efecto de esa regularidad no es oscurecido por la excesiva desproporción de las medidas silábicas.»[6] Comprobamos la exactitud con la que se cata el tenor rítmico de la palabra, la severidad incisiva con la que el artesano la devuelve a su esfera musical, la sujeción recíproca, esa interna periodicidad de intervalos con que marca su acompasamiento, la cohesión que evita cualquier deriva indeliberada, magia ancestral que reside en el arte mínimo de la acentuación y, por ende, en la coordinación cavilada de un término con otro. Una levísima, lánguida melodía traspasa la primera estrofa del segundo poema: «Por esta claraboya, permanece en el cuarto lo callado y siguiente. / La castidad del muro, se deshoja en un lento fluir / de agua suspensa; nadie / demora / la joya dispersa del cielo que pasa.» En el primer verso el paréntesis acentual es de 4-3-4-3; en el segundo, es de 6-6-3-3, abreviado cadenciosamente hacia el final para asistir a esa líquida morosidad; en el tercero es de 3-2, puesto que en una menor extensión se incrementan las pausas con el fin de subrayar aquella misma dilación, coronada en el cuarto con un solo término, para recuperar, en el quinto, una ya equilibrada dinámica de 3-3-3. Es éste el valor expresivo de la conmensuración silábica puesta a prender la agudeza de la palabra. Y no menos palmar es el de la frase interrogativa, en su movimiento de elevación continua, aquélla que nos recuerda, una vez más, «[…] esa alma suspensiva / que fue la que más se inclinó al curso mayor…»:



        […] una pregunta polifónica que no reverbera a veces, sino a partir de su confín. Interrogación retroactiva entonces, que asevera no haber límites nítidos entre afirmar y preguntar; […].

[7]


«El lagar agostado es de noviembre; y es la abrumadora / claridad, o tan sólo la pericia / del ardor, en los asombros contiguos / bajo la marquesina pálida, hecha briznas / sobre una opalescencia siempre al lado de sí misma, la luz?» No hay, por cierto, mejor asiento que el de la cima de la entonación en la que pende, cenital, aquella luz que penetra por una claire-voie, una luz contemplada y escrutada en la pureza de su ser, una ráfaga de enajenamiento que representa la quintaesencia de la altura, allí donde la palabra está transida de diafanidad, como lo ilustra la acuidad vocálica con la que aquélla se atavía: «Entreabierta en lo alto, la claraboya es una / anagogía / perpleja en los batientes ante la ilegibilidad extensa, ardida: / la luz en la ventalla / total, del cielo indehiscente.»

En esta lengua exhaustiva, en el acendramiento estético de su estrato significante, el espesor surgente muestra, sin embargo, su paradoja, la paradoja del sentido: «en qué otra voluntad de agua más que el actual azul de sí, / en que la frase puede, –única–, / encarnar toda su lengua?» Nos abismamos, pues, en las honduras de la veta, en las capas tectónicas del lenguaje donde se cela el origen remoto del significante y del significado; historiamos el étimo en su crecimiento, sus mudanzas, y volvemos, posteriormente, a colmarlo de su riqueza, de aquel brillo inaugural y postergado que disgrega la opacidad a la que la substancia lexical nos somete en primera instancia. Puesto que «El oro está aún aquí», es exhumado, reelaborado en la copela de Piccoli y vertido en la creación: «En la soflama del zócalo / una mano (o una venatoria) deviene yacimiento, estética.» Se suceden así «ocelo», «aladar», «hypnos», «cenefa», «gualdo», «buido», «tafilete», «transfijo», «moharra», «péñola», «cálamo», entre otros. A esa manifestación auroral, adensada en «Tres sonetos», se añade la terminología de la heráldica, esa antigua disciplina dedicada a la historia y a la descripción detallada de los escudos de armas que no hace sino eclipsar aún más nuestro deseo de comprensión inmediata: «sable», «gules», «cantón» nos invitan no sólo a sopesar la alianza entre el color y el metal sino también a demorarnos sobre el desposamiento de la figura con la letra, desposamiento que nos recuerda el emblema, uno de los géneros más sugestivos de la antigüedad. De arreglo más complejo que el del escudo, constaba de una imagen (pictura, icon, imago, symbolon), de un título (inscriptio, titulus, motto, lemma), acompañados de una leyenda o texto explicativo (subscriptio, epigramma, declaratio) para fijar una remitencia mutua dada al desciframiento del sentido moral que, a modo de enigma, propalaban. Se trataba, entonces, de una trabazón que no hacía sino enfatizar la figurabilidad del lenguaje, según el dictamen de Horacio ut pictura poiesis. Lo afirmaba Antonio Palomino al postular, en palabras de Aurora Egido, que «[…] el emblema, el jeroglífico y la empresa son distintas especies de lenguaje metafórico.»

[8] Si creemos que la poesía es capaz de hacer cita con lo inefable, si ésa es su búsqueda auténtica, ¿cómo lo logra sino mediante la disolución y condensación alternas de un sentido que pugna siempre por medrar en un campo de sutiles imantaciones en el que no se nombra, en el que no se dibuja solamente lo que es sino lo que no es, aquello que podría ser? La metáfora, letra ahíta de imagen, procura ofrecernos una vastedad ceñida por la analogía, el trenzado de correspondencias sobre el que el universo poético se sostiene, su invisible arquitectura, la revelación de lo uno en lo vario, el modelado de la forma del sentido. De cuño arquitectónico, el tropo supone una translación calculada del significado del verbum propium, de sentido recto, al que lo sustituye, análogos en función de la similitudo y comulgantes en ese lúcido puente que la imaginación instaura cuando capta la relación encubierta que los lía, el rasgo unitivo, el tertium comparationis, la acutezza recondita del mantuano Baldassare Castiglione. Palpamos, en esta «fábrica elusiva», entonces, el otro semblante de las islas como una irradiación gramatical, como su aposición metafórica, «[…] el embanderillado / albergue, físil ante las bardas del agua». Asistimos, en cierta escena piscatoria, en el instante irresoluto que tercia entre la vida y la muerte, «Entre la planicie del ser / y la planicie del no ser», a la angustiante agonía del pez indefenso, arrebatado a su elemento: «como la inocencia que se oye sordamente golpear / en el payol, cenceña / con su cota y con sus óleos, // aunque inerme, sin embargo, ante los alfileres de la asfixia».

Es éste un crisol que clama por la apoteosis de la forma, aquélla que «[…] en el corazón y en el centro, tres sonetos barrocos como forma enigmática del Libro […]»[9] exhiben, tal como lo designa oportunamente Nicolás Rosa en «Arte facto». El poeta ha encontrado en aquella composición clásica, predilecta del Barroco, su «[…] métrica armonía»,[10] su dimensión nítidamente musical gracias al constante apoyo de metro y rima –basta recordar la etimología de ‹soneto›, derivado del italiano sonetto que, a su vez, proviene del latino sonus: sonido–, confluencia en la que la sintaxis se ciñe y cobra su ondulación barroca, antes ya deslizada: «por cariátide ubicua deshojado»; «vuelve y crece inútil vulneraria // para el vano por efectiva llaga vivo»; «[…] la pira entre cálamos no dada / sino a enhestar // el oro oído […]». Hace ahora suyas, en efecto, ciertas fórmulas estilísticas caras al Siglo de Oro como, por ejemplo, la bimembración de «(hermética sutura, herida abierta)», de un equilibrado acompasamiento que el endecasílabo permite. Asimismo, se enarbola, como complemento de una implacable constricción, el máximo del sentido, el de la condición humana compendiada en el fabulario: la del canto último, en la figura de Cycnus y en la de Narciso, emblemas ambos de la extinción de amor que avistamos, también, en el comienzo de la tríada. ¿Qué mentan los poemas sino nuestro crepúsculo, la entrega, la hora en que se nos revela la forma final, perfecta, ese limen sobre el cual la escritura se erige?

Es éste, entonces, el ensimismamiento del fluir, el auge de la configuración de una lengua poética que no puede sino apelar a la forma por antonomasia, la del Barroco clásico, momento crucial en el que la palabra, objeto de labor indefinida, de sobrepujamiento, se hace depositaria de cierta trascendencia. La reconcentración de la palabra, propia del siglo XVII, de aquélla que exige ser labrada con el enérgico e infatigable cincel del orfebre, es el horizonte poético de Héctor Aldo Piccoli; «[…] la laboriosidad del artificio», su singular, entrañable estilización, el correlato que la consiente; su cosmovisión, la que le otorga coherencia.

Empero, si hay un diálogo con una lengua áurea que aspira al ensanchamiento de su seno, tal como lo proclamaban los exégetas de la época («[…] porque va descubriendo las ocultas minas y linderos de nuestra lengua, que, como hija de la latina, es capaz de admitir en sí anchuras y licencias de ésta»,[11] decía Pedro Díaz de Rivas a propósito de Góngora), si lo hay con otras lenguas, con la voz de otros poetas, porque esta poesía sabe nutrirse de las primicias de la tradición –explícita, por lo menos, la de T. S. Eliot, en «Lucio»–, lo hay también con aquélla inequívocamente paradigmática. Fruto de la asimilación, de la conquista incipiente por la cual bregaba Permutaciones, »Kleines Lied der Abendstunde« representa la florescencia plenaria de aquel germen. Así, en un «[…] orden sin margen…», ambas lenguas confluyen en una alta mar que demarca la misma insistencia de ser en la letra, de una letra que tiene la virtud de interrogar a la otra en su contundente alteridad, en su categórica autonomía, aludiendo, sin embargo, a una integración indefectible: «„rolle, ja rolle / rolle Schifflein hin und her, / tanze, ja tanze / auf dem weltbewegten Meer“ // El nombre de un navío no leído / hace a lo lejos más instable la ambigüedad del muelle. / Cinco, –cinco letras? para insistir en ser, sobre la mar.»

Hay, en esta linde, una misma afluencia hacia un más allá, un flujo hacia igual destello, el que la misma voz fecunda. Pues todo se inclina a segar su forma inexorable, dolada, cuando sale de sí. En el hálito emotivo, vibrantemente conmovedor que crispa cada hebra poemática, aquél que no puede manar sino de una sensibilidad aguzadísima, de una ultrasensibilidad que tiembla al evocar la «[…] serena insistencia […]» de la esposa muerta, la montera devorada por «[…] la cachorrita del juguete cruento» o la caída del carancho escoltado en el «[…] cedazo decisivo» por la compañera, vemos abrirse «el concesivo crepúsculo del límite / entre el hueso y la piedra», la «transgresión / –del hálito, huido, o hacia el hálito, hostil?– / no ahora, pero siempre, // apenas la forma ha transigido. // Quién, no transige así? declina / o se estremece, sin bordes, sin bordes, en lo liso del hálito?» En este sentido, es éste «[…] un arte que avía / para la disolución y el infinito» y, a través de él, de esa dilución, un anhelo de reintegración, de retorno a la integridad, se refracta en la imagen del animal en su perenne condición ante lo abierto, la que diera a conocer Rilke en «La octava elegía»: «y cuando va, va hacia la eternidad, / del mismo modo en que van las fuentes»,[12] testimonio de permanencia en el seno de su primera patria, aquélla que parece convertirse en el ámbito unitivo de los reinos, allí donde «Túmulo, empero, la barranquita misma, / al socaire suyo no atiplado, la arcilla / se ha abierto // exhumando el iris inclusivo del reino en los reinos…» Se nos habla, con la muerte, del sitio donde se restituye el todo a la unidad. ¿No es éste el regreso a una «[…] nación extensa», aquélla que se manifiesta en el rostro, en la mirada profunda, enigmática, opaca del animal, imperturbable en su ensimismamiento, inentendible ya para el hombre, el más fiel reflejo de una naturaleza que ha abandonado definitivamente? En el dramatismo, en el extremo lirismo de «Sacra Privata» en el que la conversación del hijo con la madre y con el padre extracta lo más íntimo de una morada abierta, de intemperie, hallamos la realización más intensa, tal vez, de aquella preocupación poética nodal, la de la animalidad: «Otro borde, intangible, nos ciñe por la izquierda / en los ojos del ganado que ha bajado a beber: // ése es nuestro segundo horizonte; // la mirada que refiere la criatura al sacrificio; / la mirada que espesa a la criatura / en el número crecido para el ara. // Somos ratificados en la nación extensa / por cada animal al padecer, / por su opacidad de retraimiento… // El dolor en que se abisma un animal / es el lema que arde, / el lugar por donde se rasga una bandera común / y denegada.»

Con Filiación del rumor (1993) asistimos a la inscripción renovada de una cifra, es decir, de un término reiterado obstinadamente, el sedimento substancial sobre el que se enarbola el decir. En efecto, una vez que la forma ha sido concebida, se inquiere por su continuidad, por su decidido crecimiento. Cimbra, título de la primera sección del libro, liga a su significación arquitectónica un matiz temporal. Es, justamente, el armazón provisional que sustenta las dovelas hasta la instalación de la clave en el centro de un arco o de una bóveda. Así, porque ciertos fragmentos del poema están impregnados de su imagen, porque la reproducen en escalas menores, se hace casi ubicua para presagiar la curvatura de «la duna reciente», «la demora de onda en el aliento que constela / un yermo mínimo», aquélla que «alabea el nacimiento furtivo de la duna», para vaticinar, a la vez, una nueva a realizarse en el porvenir. En la intemperie absoluta, en la microscopía en la que trepida la estructura del mundo, el grano de arena arrecia en su forma: «¿Insiste así la forma, en un grano de mundo?» En el arqueo al que aquélla está dada, puntea también, metafórico, el entero cuerpo de la amada, atomizando, en cada una de sus facciones, la gracia de lo curvilíneo. La boca: «La paradoja de una línea biselada / y estricta, / raja de púrpura». Los aladares: «y otros dos gajos gemelos de penumbra, / amiga mía, / laten a ambos lados, / para la concentración y el sueño». El seno: «Del volumen el manjar parejo / surge más abajo, / donde el eje sazonado de la sombra / –valle, si ubérrimo, sin río– / opone monte a monte igual.» En esta paráfrasis del canto erótico por excelencia, el Cantar de los cantares, la figura de la mujer es «“Fuente cerrada, fuente sellada.”» La forma primigenia se alía, entonces, a la duración, a una duración arraigada en el recogimiento, en la cerrazón, ese reposo en sí que no es sino el tiempo de ensimismamiento prístino, el del «[…] capullo de asiduidad», el de la crisálida. Es advenimiento esperado en vigilia, promesa de unidad y copia, preservación de la continuidad, augurio de linaje y, por ello, «Falla de finitud […]». Nada más atinado que la imagen de la sierpe, ciertamente reminiscencia de la gongorina «[…] sierpe de cristal […]»,

[13] símbolo, para los antiguos, de la eternidad y perfección, para sugerir la idea de extensión y eslabonamiento a la que se le suma el filo del siseo, el eco aliterante de voces aglutinándose, el rumor derivado: «[…] la sierpe iza / la filiación secreta del rumor», ésa que «insiste en seda y celdas de rüido». Nacida del «[…] temblor del límite […]», florece de la unidad a la variedad: «varia se yergue, yace indivisa / revierte desde sí a fracción mayor». Vislumbramos, aquí, el eje medular del cosmos poético de Piccoli, cada fragmento comulgando con la totalidad a la que coadyuva, aquélla que, en cuanto tal, no puede sino elongarse entre los márgenes de una misma agua, entre el esplendor del alba y las sombras del ocaso.

Ya en el escenario inaugurado por «Sacra Privata» –el culto privado a los dioses del hogar–, en la esfera de la devoción por lo más íntimo, en «[…] el engaste de nuestro goce del halo grupal», en la patria indeclinable, como cuentas de un mismo rosario, se engarzan las formas del lar, la ternura de «Romancillo de Lucio niño», en el que repercute cierto tono infantil que afloraba en «ven» de Permutaciones. En la letanía constante que brota del ritornello de este primer romance, de esa pequeña marea, flujo y reflujo en el que se mecen las estrofas, se traza un confín que demarca la distancia que media entre la comunión maravillosa de todo aquello que puebla la realidad, la imaginación del niño, entre su aprendizaje iniciático –«tu voz, sumergida, / el arrullo yermo / con que el mundo imbrica / tu forma a la forma, / al rumor, medida»– y su madurez –«allí adonde arribas»–, edad irremediablemente inalcanzable para quien lo ha engendrado. En las alternancias del imperativo que encabeza el estribillo y mima las octavillas, progresa, entonces, una exhortación patética. «Álzala», «álzalas», «llámalos», «guárdalo», «háblame» señalan los pasajes de una memoria dada a custodiar un presente vertiginoso que no vacila en transformarse en pasado, un susurro con el cual se quiere entablar un diálogo adelantado, pues «naciendo después, / todo lo anticipas». ¿No es ésta la conciencia de la caducidad, de la fugacidad del tiempo, la frontera fatal e irrefutable? Impregnado de una pasión de lejanía, el clímax, la cresta de la rompiente de esta pleamar, se solidifica en la conjugación gramatical, en el verbo y en el pronombre, allí donde se cristaliza el yo lírico pero también donde se deslíe, donde flota y se disuelve en aguas lustrales siendo uno y otro, zaleado por el fin, desprendido ya de sí: «Volverá a la margen / la antigua primicia / y será ella y otra / mi alma desprendida // olvídame, olita / que el confín me agita.»

La cesación que comporta la asunción del límite sobre el que la forma postrera se yergue no es antitética con respecto a su reverso, antes bien, encuentra en él su plenitud, la frescura de este ciclo casi estacional que corresponde a una siguiente eclosión: «“Lo que se rompe, / lo que se pierde, […] es semillita / que cae a tierra, / para que el árbol / crezca otra vez”». Se dilata entonces, en tono y versatilidad, la pujanza de una palabra lúdica en las estrofas de tres, cuatro, cinco y seis pentasílabos de «Rimaquelarre – Canción para armar una sonrisa» y pulsa, como sucedía en Permutaciones, un empeño de simultaneidad, de variación que ya no se pliega a la interioridad del vocablo sino a una más libre relación que la sintaxis ahora dominante permite. Hablamos de una vinculación interestrófica que agilizan los bordes simples, dobles, oscuros y los diversos troquelados que hacen a la factura visual de este singular juego de palabras: «Paloma al ramo / pintiparada, /pinturruteada, / pintarrajeada, / rime un reclamo». Hay, de esta suerte, un habla plural, una barahúnda de rimas, un aquelarre portador de cierta cadencia que semeja al vocerío de las «[…] brujas / en la montaña», cercado por la algarabía de una zoología fantástica –animales que oficiaban de ayudantes en los rituales diabólicos–, trazado por una leyenda antigua que se desgrana en caracteres góticos, de aspecto arcaico y misterioso, fascinante a los ojos del niño: »Walpurgisnacht«. Pero es ésta también una lengua bífida, traslaticia en su conjunción idiomática y lo es, asimismo, en su intricación anagramática. Con la sola sustitución de la ‹W› por la ‹V›, se ilumina, como extraído de un añoso cofre cuya contextura parece remedar la diagramación espacial del poema, el nombre de la dedicatoria que, ya terso, aparece en el segundo cuadro más destacado de la canción: «Holanda grande, / China chiquita, / duerme Virginia, / cierra los ojos / ve chiribitas». Una ocurrente «trama, tramoya» escenifica el «mundo al revés», los mitos folklóricos que habitan el alma infantil, la carnavalización briosa, el revés de la historia que, en su parsimonioso ejercicio de transcurrir encantado, «[…] tiene el río / en la memoria».

Si así se nos manifiesta la extraordinaria belleza que cunde en los albores de la vida, ¿cómo reanudar el contacto con lo ido sino por medio de la elegía, de esa entonación que inunda «Liras del árbol sobre el azul»? Embebida de una posibilidad que se dirime entre incompletud y consumación, entre el modo subjuntivo del deseo y el potencial del futuro aún incierto, a saber, el dilema gramatical del tiempo que pugna por desmentir los asertos de la mera voluntad, en la prótasis, los restos cenicientos del árbol del paraíso reflectan, en la apódosis, especular, su cuerpo y su persistencia nuevos, apurados sobre la arista precisa que divide las aguas de la tierra, abiertos entre un reino y otro, en ese instante rielante y completivo de suspensión inextinguible, una duración que titila sin extensión: «carne sería enclave / de criatura total en avenida, / morar, frecuencia suave / en la onda detenida, / eternidad de adviento y despedida.»

Sólo con la unción de quien posee la rara virtud de abandonarse, de quien se somete como a ciertos ejercicios espirituales con los cuales se entrega al olvido de sí, de todo lo superfluo que lo rodea, sofrenando el paso presuroso del tiempo, se alcanza un estado de desasimiento cardinal en el que se compendia la clave ética de la poesía de Héctor Aldo Piccoli: la «[…] huida hacia el todo», «[…] el retorno / a la claridad […]» que leemos en «Zéjel del ejercitante» y que tiene su mejor síntesis en la estrofa tercera: «¿Siendo se está en soledad / desasido de unidad, / o volviendo a la heredad, / y es doble el desasimiento?» Se nos habla, por lo tanto, del regreso a la sede unívoca del ser, al núcleo de gravedad, a la nación –aquélla que parece estatuirse morfológicamente sobre la misma raíz de nacimiento–, a la matriz abismal, al recinto doméstico más tibio donde borbotean las voces ya arredradas, apenas audibles, sumergidas en los visos de «un quehacer continuo del murmullo», la palabra primigenia, constitutiva, nutricia, sahumada por los aromas de las confituras, que, porque pretérita, nos mueve «hacia ultramar de la pregunta?» En ruego, en conjuro de patencia aquélla se transforma, posteriormente, para principiar un diálogo con la ausencia decisiva, un coloquio resuelto en canto, en sagrada forma. Como resumiendo el halo diseminado que palpamos en las diferentes referencias bíblicas a lo largo de Si no a enhestar el oro oído y Filiación del rumor, «Aquí sobre la mesa, junto a la ventana», único en cuanto representa por sí solo la segunda sección del libro, Pange, lingua –el «Canta, lengua» del himno religioso de Santo Tomás de Aquino–, alude al misterio de la transubstanciación en ese triángulo cuyos tres vértices calcan los tres versos de la estrofa: «Aldo: su filo troncha aún / la corteza, y separa del pan / para tu ausencia una rodaja». Se satura el doloroso vacío, así, con el pan de los ángeles, con el pan supersubstancial por medio del cual se evoca, se asume el cuerpo que sólo reaparece bajo el aire de un nombre. De este modo, donde el pan se troza, allí, en la mesa familiar que la luz baña, se comulga con el padre que lo ha recogido, padre que ha sido pan, que lo es aún; comunión con la patria (Vaterland) a la que también se vuelve, tierra donde aquél ha frutecido, trigo del que resta «[…] el cascabillo / de la espiga que fuiste». Pero la muerte, como el vuelco de aquel manjar hacia su centro, es la apoteosis de toda existencia: «iluminarse así en la crisálida de ser, // medrar y soflamarse, / hasta abstraerse por fin y derivarse…» En medio de las sombras del sueño, de un letargo menor, ya no solamente se ve, sino que se oye la propiedad distintiva de un sonido, la del habla, ése, el atributo mayor que, redivivo, se siente musical, cromática, aromáticamente, absoluto: «[…] el encordado / vivo de tu voz, y el timbre / juvenece, el timbre hiere y embalsama / como el color de los ciclámenes, / sin hálito, como una pura / patencia, […]». He aquí, entonces, el sopesamiento de una presencia superlativa, la de la palabra desasida, claridad y evidencia meridianas con las que se naufraga amorosamente en el otro para imprimirle forma: filiación, materia prima de filigrana que no es sino consecuencia de desprendimiento, desprendimiento recitado por un vasto hilado lexical que lo constela: demora, detención, distracción, desasimiento, desatención, abstracción, entre otras tantas dicciones, en sus conjugaciones o declinaciones alternas. Y como imitando el sentido de esta estela múltiple, los poemas en alemán toman, asimismo, cohesión y anchura propias, si bien enlazados al resto delicadamente ya sea gracias a la inserción de citas –el verso de »Brot und Wein«, del autor de Hyperion, por ejemplo–, ya sea gracias a los epígrafes que entretejen ambas bandas y que pertenecen, curiosamente, como puede observarse en «La ventana» y en Rosenkrone, a Hölderlin. Así, en esa última sección, aquella otra lengua, culminante, como la mies falcada por la hoz y arrojada por el sembrador a la claridad, cribada, para que el grano limpio se desasga del tamo, como una corona de rosas, logra su sazón, su buido espesor.

Fruto de una morosa faena, como si fuera el tiempo lima purificadora –casi una década separa un libro de otro–, como si la penumbra de la celdilla del artesano esmerilara incansablemente su obra, Héctor Aldo Piccoli nos entrega su pieza última bajo el singular título de Fractales (2002-), aquélla que lo sitúa, al igual que las anteriores, en la pista de quienes conciben la gema poética como conjunción de epifanía y labor. En ella, como resultado no de evolución sino de sostenido crecimiento, amalgama de continuidad y mudanza, lejos de divisar una clausura se celebra un inextinguible inicio, un preludio de permanente inminencia: Obra en progresión, según la define el primer subtítulo. Puesto que, in abstracto, todo poema puede añadirse sin fin, excediendo las perspectivas de los formatos habituales, cada vez más numeroso, también en su sentido estrictamente métrico, musical, el de verso, podría equiparase a «[…] un curso que en sí mismo se derrama», esparciéndose siempre indetenida pero escrupulosamente. Lo corrobora el subtítulo segundo cuando hace converger en sí las primicias que, entre otras, aquí se nos anuncian: Fundamentos de una ciberpoética.

Por asumir otro soporte, ya no consagrada a desplegarse sobre el papel del libro tradicional, la letra lo hace admirablemente sobre la pantalla del ordenador, puesto que está dada a una búsqueda de incesante desarrollo, a ese desarrollo tanto estructural como semántico que perseguía el plectro de Piccoli desde sus inicios, y es precisamente eso lo que es capaz de brindarle la herramienta moderna por antonomasia, a saber, una invalorable suma de dispositivos que brindan una versatilidad sin par destinados a procesarla. Hablamos de un procesamiento textual inasequible, ilusorio en la práctica escrituraria usual, que estriba en la potencia transformadora del poema, la cual no cela ya sólo el poeta sino que, antes bien, comparte el lector quien, honrado aquí, renuncia a su condición de mero destinatario –si es que la poesía puede permitirlo en su naturaleza conmovedoramente vocativa– para investirse con el don creador, con la palabra del artifex, tal como lo querían, en el Barroco, los procedimientos que apelaban a la participación del receptor. Empero, es ésta una comunión exigente que, lejos de toda condescendencia, exalta la noción de trabajo. Así lo confirman los mecanismos que prodiga el ingenio electrónico: por un lado, los módulos instrumentales –entre los que se cuentan los analizadores de endecasílabos y alejandrinos– miran a escrutar la morfología silábica, es decir, la complexión métrica y rítmica del verso; por otro, los modelos poéticos proponen una escritura interactiva, la posibilidad no sólo de sumirse en la lectura de un poema, transitoriamente acabado, sino de injerir cambios sustantivos en él merced a las opciones que exhibe el contexto, instancia que antecede a otra indudablemente crucial, la creación de un texto íntegramente nuevo. Una escala de ascenso, entonces, va esbozándose gradualmente, porque repasamos una vía que se explaya desde el meticuloso sopesamiento de las unidades mínimas de la palabra hasta su amplitud máxima, la de texto. Remedan esa misma sucesión aquellos arquetipos textuales que muestran, descerrado, un variopinto abanico. «Palimpsesto» consiente la generación de poemas a partir de la descomposición grafemática del vocablo «Primavera»; los cibersonetos presentan una combinatoria de versos con posibilidades de variación rímica y prerrímica; los cibersonetos generativos asisten en la composición de un soneto a partir de un esquema sintáctico y retórico sugerido; «Multiacróstico», sobre el telón de fondo de «Parque Sur» y del acróstico que le da origen –«g / r / a / v / e d / a / d / e / s / d / u / d / a / o / r / e / n / c / o / r / d / e / l / a / i / r / e?»–, como una orla nimia y fértil, patentiza, gracias a series alternativas de heptasílabos asonantes, la multiplicidad de aleaciones; «Rimaquelarre – Canción para armar una sonrisa» asoma nuevamente para apoteosis de su fin primero, es decir, para exhibir en acto un corolario de conjunciones interestróficas; «Quiasmos», sobre la horma de «Tres quiasmos en homenaje a Don Luis de Góngora», manifiesta, como expresión ya nítida de un quehacer que resueltamente ahonda sus trazos en el saber retórico, y más aún, en el del Barroco del ‹Homero Español›, las variantes de aquella figura de dicción; «Lluvia sinfónica» reúne y concierta sutilmente, como poema visual, las diversas formas métricas que hacen de ella una itinerante constelación. Delinean, de esta suerte, un gesto envolvente, circular, por cierto coherente en su totalidad con respecto a Permutaciones, pues Fractales dinamiza por completo –porque en él el impulso dinámico es clave– el propósito que allá, por vez primera, se adivinaba. Su apetencia de simultaneidad, la dialéctica que lo estriaba se cataliza aquí para ser restituida flagrante y acrecentada. Si para cada verso de «Parque Sur», por ejemplo, disponemos de cuatro variantes de septisílabos que hacen sentido perfecto con el resto de los que no han sido conmutados, su actualización cíclica, su pluralidad es fehaciente. Pero, como prueba de equilibrio, subsiste y restaña con toda su fijeza, sin embargo, la noción de estructura que, si en Si no a enhestar el oro oído y en Filiación del Rumor principiaba y atravesaba su período de gestación, aquí eclosiona en su fulgor espigado. Se trata, precisamente, de formas canónicas que denuncian la asunción plenaria de un límite, de aquél que convierte la palabra de Héctor Aldo Piccoli en palabra transida de profunda austeridad y, por lo tanto, preñada de sentido. Es éste, con exactitud, el umbral poético en el que la poesía puede espejarse a sí misma, y es el mismo que enfatiza, lejos de toda frivolidad o precipitación, Manifiesto Fractal, desenlace tangible de una Weltanschauung conceptual que, si bien tácita pero largamente meditada, surca, desde sus comienzos, cada una de las fibras de estos escritos. Un aserto inequívoco, que desnuda la sensitiva conciencia histórica del poeta, así lo declara:


        El hecho es que este estado de cosas ha llevado a la poesía hasta un límite sin precedentes: precisamente, el de la carencia de cualquier tipo de límite dentro del cual reconocer su identidad. No existe en este momento un arte más absolutamente falto de identidad que la poesía.

[14]

¿Cómo asirlo sin volver a considerar la índole específica, la índole rítmico-musical del verso, piedra angular de una ancestral fragua poética que evidentemente hemos proscrito, que erróneamente, ya sin reservas, experimentamos con una injustificable extrañeza? En vistas de que «[…] el nuevo arte ha de construir ordenando […]»,

[15] es forzoso acariciar los tesoros de la tradición, allí donde se custodian los ejemplares de la artesanía poética. Y entre ellos el Barroco da las señales de haber tocado el momento supremo de la forma, a saber, de haber logrado concebir, contundentemente, el texto como estructura, como sistema de planos conexos en el que cada uno cobra un excelso espesor en su indeclinable interrelación:

        […] la coherencia arquitectónica de la cosmovisión barroca, por ejemplo –por paradójica que esta afirmación pueda resultar–, tenga quizás más que ofrecer a nuestra mirada que la de cualquier otro período histórico.

[16]

No obstante, no se trata ni de un intento de simple homologación ni de una pretensión emuladora, antes bien, de la constatación de la existencia de un valioso paradigma de alcances promisorios. Por esta razón, la mención de José Lezama Lima en Si no a enhestar el oro oído no solamente establecía un puente con el Barroco sino también una divisoria de aguas. El cuño de contemporaneidad, aquello que inexcusablemente debe anclar el artista a su época, imperativo del arte genuino y preocupación substancial, inconmovible de Héctor Aldo Piccoli, sostiene que aquél puede sí abrevar del patrimonio heredado pero sólo para posteriormente trascenderlo. Por ende, esa mirada contemplativa, retrospectiva –¿cómo aprender sin modelo, sin lectura histórica de los maestros?– lo que perquiere y vaticina es el retorno a una morada de la que hemos abdicado, a la morada de la poesía, a su raigambre musical, a su diapasón metafórico. Y otra lección tan magistral como elemental del siglo XVII es la que versa justamente sobre el arte de modelar la materia, el lenguaje. Es imposible, en efecto, tallarla sin ciencia, sin técnica. De aquí la urgencia de una nueva poética entendida como «[…] corpus de técnicas transmisibles y condicionantes, absolutamente necesarias para la creación […]».

[17] En estos términos, la ciberpoética, conciliación de modernidad y tradición, el conjunto de esos rudimentos y procedimientos aliados a la tecnología, en su libre apertura, arrellana un sendero para su práctica y difusión. ¿Qué más pertinente, entonces, que la congruencia de teoría, instrumental y fruto lírico hermanándose? Fractales, por ello, desde el radical ‹fracto›, desde su propia morfología, a la vez que invoca esa cifra que percute, insistente, desde temprano como indisoluble inquietud poética –«en el velamen fracto del sauzal» de Si no a enhestar el oro oído; «revierte desde sí a fracción mayor» de Filiación del rumor; «en la fracción y diferencia», «Del cielo la fracción cunde en la queja» de este último libro– invoca también esa otra acepción de neta extracción matemática, en este caso, el uso de los fractales en el portentoso territorio de la informática. Si esta opera aperta se desgrana como una minuciosa colección de medidas métricas canónicas, la tensión entre estatismo y celeridad no deja de insinuar que tal recursividad, tal isomorfismo profesa, como complemento, una profusa variedad, el ventalle irisado del sentido, pues «nos devuelve al flujo su fijeza». Al igual que el Barroco, aquella misma irradiación busca replegarse siempre a la unidad que la determina, en su estructura profunda, la forma que aquí la ciñe:

        […] el momento determinante en la arquitectura poética del barroco: el de la sujeción, la constricción estricta de la variedad desplegada a una unidad, a un orden en el que ningún elemento puede quedar desasido o en constelación, a una economía sistemática, en fin, que, signada por la sobredeterminación y la oblicuidad, funda precisamente gracias a esa antítesis entre lo plural y lo singular, entre el despliegue de lo múltiple y la remisión a lo único, su gesto de infinito y representa del modo más acabado la idea de texto.

[18]

Es ése el sortilegio de este verbo complejo que, en su expansión extrema, logra univocidad siendo, en su intermitencia, uno y otro. ¿No es la realidad última de la metáfora, con su inflexible trasfondo conceptual, como lo quería Gracián, o la del poema en toda su despejada magnitud que busca diafanizarse, resolverse, a veces, en el cañamazo del epígrafe, en las notas del autor que lo acompañan?

[19] Es por ello, la de Héctor Aldo Piccoli, palabra abierta y desprendida en los dioramas que frisa, allí donde, en su éxtasis perdurable, nos muestra su cabal escisión y reconcentración sucesiva; es diamantina, limada y lamida –en la conjunción horacio-virgiliana que Góngora acuñara para denotar la disciplina y el amor con que se alumbra el número–; es vastedad y detalle, como la isla es unidad y delta en el horizonte, como la nube que se deslíe en halos jironados y luego vira a nuevo ceñimiento, propalando «[…] el arte sencillo / de abrirse al gran raudal», como la mariposa que, crisálida y cumplimiento, en su rielante levitación, nos revela «ser una y ser manojos / en la noche cïega y en sus ojos.» La estética de Héctor Aldo Piccoli reside, indudablemente, en la belleza de la forma.

Claudio J. Sguro

Febrero de 2006


[1] Cf. nota del autor al poema «Matrices».
[2] BORGES, Jorge L.— «E. E. Cummigs», en Textos Cautivos. Madrid, Alianza Editorial, 1998, p. 105-106.
[3] GÓNGORA Y ARGOTE, Don Luis de.— «Soledad Segunda», en Obras completas de don Luis de Góngora en CD-Rom. Rosario, Ediciones Nueva Hélade, 1999.
[4] GÓNGORA, Luis de.— Soledades. Madrid, Editorial Castalia, 1994, p. 430.
[5] PICCOLI, Héctor A.— Poética de Aldo Oliva. Inédito, 2002.
[6] NAVARRO TOMÁS, Tomás.— «Observaciones preliminares», en Métrica española. Barcelona, Editorial Labor, 1995, p. 31-29.
[7] PICCOLI, Héctor A.— Juanele (texto leído en la Facultad de Humanidades y Artes –U.N.R.–, durante el acto de homenaje a Juan L. Ortiz, organizado por la Escuela de Graduados en octubre de 1987). Inédito, 1987.
[8] EGIDO, Aurora.— «La página y el lienzo: sobre las relaciones entre poesía y pintura», en Fronteras de la poesía en el Barroco. Barcelona, Editorial Crítica, 1990, p. 176.
[9] ROSA, Nicolás.— «Arte facto», en Si no a enhestar el oro oído. Rosario, Ediciones La Cachimba, 1983, p. 6.
[10] GÓNGORA Y ARGOTE, Don Luis de.— «Soledad Primera», en Obras completas de don Luis de Góngora en CD-Rom. Rosario, Ediciones Nueva Hélade, 1999.
[11] DÍAZ DE RIVAS, Pedro.— «Discursos apologéticos», en Documentos gongorinos. México, El Colegio de México, 1960, p. 105-106.
[12] RILKE, Rainer M.— «La octava elegía» [en línea]. Traducción de Héctor A. Piccoli. http://www.bibliele.com/CILHT/panther.html [Consulta: 15 enero 2006].
[13] GÓNGORA Y ARGOTE, Don Luis de.— «Soledad Primera», en Obras completas de don Luis de Góngora en CD-Rom. Rosario, Ediciones Nueva Hélade, 1999.
[14] PICCOLI, Héctor A.— «Manifiesto fractal» [en línea], en Fractales, Biblioteca eLe, Rosario, 2002.
http://www.bibliele.com/ciberpoesia/fractales/fractal.htm [Consulta: 15 enero 2006].
[15] PICCOLI, Héctor A.— «Manifiesto…»
[16] PICCOLI, Héctor A.— «Manifiesto…»
[17] PICCOLI, Héctor A.— «Manifiesto…»
[18] PICCOLI, Héctor A.— «Poesía del barroco alemán», en Poesía de Rosario. N° 7 (1998), pp. 3-16.
[19] Las notas del autor a los poemas están señaladas por medio de un asterisco. En lo que concierne a su cometido, Cf., en «Notas», «Sobre las notas de autor a los poemas».



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