lunes, 28 de enero de 2013

RAY BRADBURY [9108]




Ray Bradbury
Ray Douglas Bradbury (Waukegan, Illinois, 22 de agosto de 1920 - Los Ángeles, California, 5 de junio de 2012) fue un escritor estadounidense de misterio del género fantástico, terror y ciencia ficción. Principalmente conocido por su obra Crónicas marcianas (1950) y la novela distópica Fahrenheit 451 (1953).

Ray Bradbury nació el 22 de agosto de 1920 en Waukegan, Illinois, hijo de Leonard Spaulding Bradbury y de Esther Moberg, inmigrante sueca. Su familia se mudó varias veces desde su lugar de origen hasta establecerse finalmente en Los Ángeles en 1934. Bradbury fue un ávido lector en su juventud además de un escritor aficionado. No pudo asistir a la universidad por razones económicas. Para ganarse la vida, comenzó a vender periódicos. Posteriormente, se propuso formarse de manera autodidacta a través de libros, comenzando a realizar sus primeros cuentos. Sus trabajos iniciales los vendió a revistas, a comienzos del año 1940. Finalmente, se estableció en California, donde continuó su producción hasta su fallecimiento.

También trabajó como argumentista y guionista en numerosas películas y series de televisión, entre las que cabe destacar su colaboración con John Huston en la adaptación de Moby Dick para la película homónima que éste dirigió en 1956.
Existe un asteroide llamado (9766) Bradbury en su honor.
En 1947, se casó con Marguerite McClure (1922–2003), con quien tuvo cuatro hijos. Como dato curioso, nunca obtuvo una licencia de automovilista.
Murió el 5 de junio de 2012 a la edad de 91 años en Los Ángeles, California. A petición suya, su lápida funeraria, en el Cementerio Westwood Village Memorial Park, lleva el epitafio: «Autor de Fahrenheit 451».

Se consideraba a sí mismo «un narrador de cuentos con propósitos morales». Sus obras a menudo producen en el lector una angustia metafísica, desconcertante, dado que reflejan la convicción de Bradbury de que el destino de la humanidad es «recorrer espacios infinitos y padecer sufrimientos agobiadores para concluir vencido, contemplando el fin de la eternidad».
Un clima poético y un cierto romanticismo son otros rasgos persistentes en la obra de Ray Bradbury, si bien sus temas están inspirados en la vida diaria de las personas. Por sus peculiares características y temáticas, su obra puede considerarse como exponente del realismo épico, aunque nunca la haya definido de este modo.
Si bien a Bradbury se le conoce como escritor de ciencia ficción, él mismo declaró que no era escritor de ciencia ficción sino de fantasía y que su única novela de ciencia ficción es Fahrenheit 451.
“En mis obras no he tratado de hacer predicciones acerca del futuro, sino avisos. Es curioso, en mi país cada vez que surgía un problema de censura salía a relucir como paradigma de la libertad Farenheit 451. Los intelectuales, ya sean de derechas o de izquierdas, siempre tienen miedo a lo fantástico porque les parece tan real ese mundo que creen que estás intentando engañar y, evidentemente, así es. (…) Vivimos en un mundo que nos absorbe con sus normas, con sus reglas y la burocracia, que no sirve para nada. Hay que tener mucho cuidado con los intelectuales y los psicólogos, que te intentan decir lo que tienes que leer y lo que no».
Junto a Leigh Brackett, se le considera como uno de los escritores más identificados con la revista pulp Planet Stories; ambos autores colaboraron en la novela corta Lorelei of the Red Mist que apareció en 1946. Las obras que Bradbury destinó a la revista incluyen a una de las primeras historias de la serie Crónicas marcianas.9 10

Obras

Recopilaciones de relatos

Crónicas marcianas (1950). The Martian Chronicles
El hombre ilustrado (1951). The Illustrated Man
Las doradas manzanas del sol (1953). The Golden Apples of the Sun
El país de octubre (1955). The october Country
Icarus Montgolfier Wright (1956)
Remedio para melancólicos (1960)
Las maquinarias de la alegría (1964). The Machyneries of Joy
Fantasmas de lo nuevo (1969). I Sing the Body Electric
Mucho después de medianoche (1974, 1975). Long After Midnight
Cuentos de dinosaurios (1983)
Memoria de crímenes (1984). A Memory of Murder
El convector Toynbee (1988), también traducido al español como En el expreso, al Norte
La bruja de abril y otros cuentos (1994)
Más rápido que el ojo (1996)
A Ciegas (1997). Driving Blind, traducido al español también como Conduciendo a ciegas
De la ceniza volverás (2001)
Algo más en el equipaje (2003)
El signo del gato (2005)

Novelas

Fahrenheit 451 (1953)
El vino del estío (1957). Dandelion Wine
La feria de las tinieblas (1962). Something Wicked this Way Comes
El árbol de las brujas (1972). The Halloween Tree
La muerte es un asunto solitario (1985). Death is a Lonely Business
Cementerio para lunáticos (1990). A Graveyard for lunatics
El ruido de un trueno (1990)
Sombras verdes, ballena blanca (1992). Green Shadows, White Whale
Matemos todos a Constance (2004). Let´s All Kill Constance
El verano de la despedida (2006)
Ahora y siempre (2009). Now and Forever

Teatro

El maravilloso traje de color vainilla (1972). The Wonderful Ice Cream Suit
Columna de fuego y otras obras para hoy, mañana y después de mañana (1975). Pillar of Fire and Other Plays
[editar]No ficción
Ayermañana. Respuestas evidentes a futuros imposibles (1991). Yestermorrow. Obvious Answers To Impossibles Futures
Zen en el arte de escribir (2002). Zen in the Art of Writing
Bradbury habla (2008)

Adaptaciones cinematográficas y televisivas

Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966), con Julie Christie y Oskar Werner.
El hombre ilustrado (Jack Smight, 1969), con Rod Steiger.
Crónicas marcianas, (Michael Anderson, 1980), con Rock Hudson, Gayle Hunnicutt y Fritz Weaver.
El carnaval de las tinieblas (Something Wicked This Way Comes, Jack Clayton, 1983), Disney, guion de Ray Bradbury.
The Ray Bradbury Theater, serie de televisión, 65 episodios, 1985-1986 y 1988-1992.
El sonido del trueno (Peter Hyams, 2005), Warner Bros., con Edward Burns, Ben Kingsley y Catherine McCormack.





NO HAN VISTO LAS ESTRELLAS

No han visto las estrellas,
ni una, ni una siquiera
de todas las criaturas de este mundo
en todas las edades desde que las arenas tocaron
por primera vez el viento
Ningún animal, ni uno siquiera
entre todos los animales se ha parado
en pradera, en llano o en colina
y ha conocido la emoción de ver esos fuegos;
nuestras almas admiran lo que ellos nunca, nunca conocieron.
Millones de años que giran las esferas
pero ni una sola vez en todos esos años
un león, un perro, un pájaro que hiende los aires
ha mirado eso. ¡Oh, Dios! ¡Las estrellas!
¡Ninguno ha mirado!
Como si el tiempo todo nunca hubiera sido,
ni Universo, ni Sol, ni Luna o simple luz de la mañana.
La tragedia de ellos fue muda y ciega. Aún lo es.
¿Nuestra vista?
Sí, ¿la nuestra? Saber ahora lo que somos.
Pensar en esto y después elegir: y ahora… ¿qué?
Nacer en la áspera Tierra, habitar un escenario, que,
con todo lo que contiene, apenas visto queda borrado, 
obnubilado
como si todos estos milagros nunca hubieran sido.
¿Vastos remolinos de sonora luz, de fuego y hielo,
apenas vistos y ya perdidos?
¿Y nosotros, con nuestra carne frágil y los nuevos ojos de Dios
que se elevan y abarcan e indagan los cielos?
Contemplamos las estaciones sucediéndose en la marea lunar
y conocemos los años, recordando lo que ha muerto.
Oh, sí. Tal vez hubo pájaros que algunas noches
sintieron que Orión se levantaba y afinaron el vuelo
virando al sur,
porque hay mapas de estrellas grabados en sus dulces sueños 
de amor,
y así parece.
Sí, pero ¿ver?  ¿ver y conocer realmente?
Y, al conocer, querer tocar esos fuegos,
crecer hasta que la poderosa frente del alto hombre de Lamarck
domine los terremotos, golpee la Luna,
se extienda hasta Marte y los anillos de Saturno;
y mientras crece aspire a enseñar
a las demás criaturas
a volar con sus sueños y no con viejas alas.
Pensad en esto, pues. ¡Somos los primeros! Los únicos.
a quienes Dios ha honrado con sus soles que surgen.
Para nosotros los dones: Aldebarán, el Centauro,
nuestro vecino Marte.
Despertaos, dice Dios. Mirad eso. Id por ellas.
Las estrellas. Oh, Dios, muchas gracias. ¡Las estrellas!

Traducción de Patricio Canto. Tomado del libro: Ray Bradbury/Aldo Sessa. FANTASMAS PARA SIEMPRE. Luis de Caralt Editor. S.A.








De El ruido de un trueno

De las brasas y cenizas,
del polvo y los carbones,
como doradas salamandras,
saltarán los viejos años,
los verdes años;
rosas endulzarán el aire,
las canas se volverán negro ébano,
las arrugas desaparecerán.
Todo regresará volando a la semilla,
huirá de la muerte,
retornará a sus principios;
los soles se elevarán en los cielos occidentales
y se pondrán en orientes gloriosos,
las lunas se devorarán al revés a sí mismas,
todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas,
los conejos entrarán en los sombreros,
todo volverá a la fresca muerte,
la muerte en la semilla, la muerte verde,
al tiempo anterior al comienzo.
Bastará el roce de una mano,
el más leve roce de una mano.






Recuerdo
                                                                  
Veníamos aquí, pensé.
Por aquí, por allá, por el césped…
Hará cuarenta años,
regresé y caminé por esas calles.
Vi la casa donde nací,
crecí y pasé mis días infinitos.
Ahora que eran cortos, había vuelto
para contemplar y mirar y observar
mi recuerdo de aquel ilimitado laberinto de tardes.
Pero, sobre todo, ansiaba el reencuentro con aquellos espacios
por los que corría
como corren los perros, por delante o detrás de los chavales;
con las rutas trazadas por los indios o por esos hermanos (prudentes y veloces)
que se creían miembros de una tribu.
Llegué al barranco.
Por poco me resbalo en el descenso.
Ya tenía mis canas,
pero mi corazón era robusto.
Allí no había nadie. Estos chicos de ahora,
¡qué cretinos! Me dije.
¿Acaso no sabéis que hay un abismo que os está esperando?
Los barrancos son de un verde especial, perfecto y agradable.
Son lugares inaccesibles, por donde deambulan pequeños rateros
y abejas bandidas que roban a las flores para dárselo a los árboles.
En las cuevas hay eco, y arroyos en los que meterte en busca de un botín:
una araña de agua, un cangrejo, una piedra preciosa
o una bota de goma perdida hace tiempo.
Son el hogar natural de los tesoros. Entonces, ¿a qué se debe este silencio?
¿Qué les ha pasado a nuestros chicos, que ya no se persiguen,
que contemplan la artesanía del Señor:
su clara sangre brotando como sirope de árboles heridos?
¿Por qué sólo veo abejas y mirlos en el viento y briznas de hierba inclinadas?
No importa. Camina. Camina, mira y recuerda con dulzura.
Llegué al roble que trepé con doce años
y por el que llamé a Skip para que me bajara.
Estaba a miles de kilómetros del suelo. Cerré los ojos y chillé.
Mi hermano, profundamente alborozado, soltó una carcajada
y subió a rescatarme.
“¿Qué hacías ahí?” Preguntó.
No se lo dije. Antes, la muerte.
Pero estaba allí para dejar en el nido de una ardilla una nota
en la que había escrito un antiguo secreto ya olvidado.
Ahora, en el verde barranco de la edad madura, me paré
bajo aquel mismo árbol. ¿Por qué, por qué, Dios mío?
Pero si no es tan alto. ¿Por qué grité?
No pueden ser más de dos metros. Subiré sin dificultad.
Y lo hice.
Y me acuclillé como un simio decrépito, dando gracias a Dios
de que nadie me viese haciendo el payaso
agarrado grotescamente al tronco.
Pero entonces (¡oh Dios, qué desazón!)
el agujero de la ardilla y su nido se encontraban allí.
Me quedé pensando un buen rato apoyado en la rama.
Me embebí de todas las hojas y de las nubes y de las sensaciones
que pasaban de manera mecánica
como los días.
¿Y qué, y qué, y qué si…? Pensé. Pero no. ¡Has transcurrido unos cuarenta años!
¿La nota que dejé? Ya se la habrán llevado.
Un chico o una lechuza blanca la habrán robado, leído y destrozado.
Habrá volado hasta el lago como el polen, como una hoja de castaño
o como el humo del diente de león que atraviesa el viento del tiempo…
No. No.
Metí la mano en el nido. Hundí los dedos.
Nada. Nada. Sin embargo, al seguir horadando
la saqué:
la nota.
Como alas de polilla dobladas limpiamente sobre sí mismas, y plegadas,
había sobrevivido. Las lluvias no la habían tocado, ni los rayos de sol habían blanqueado su superficie. La tenía en mi palma. La reconocía:
papel rayado de un viejo cuaderno de la marca Sioux.
¿Qué, qué, pero qué había escrito
hacía tantos años?
La abrí. Tenía que saberlo.
La abrí y sollocé. Me agarré al árbol y dejé que las lágrimas
me resbalaran por la barbilla.
“Chico querido, niño extraño que conoce la Historia,
que es consciente del tiempo y ha aspirado la muerte en las flores del lejano jardín de la iglesia”.
Se trataba de un mensaje al futuro, dirigido a mí,
sabiendo que alguna vez vendría, volvería, buscaría, retornaría.
Del joven al viejo. De mi yo pequeño e inocente, a mi yo grande y ya no tan ingenuo.
¿Qué ponía que provocó mi llanto?

“Te recuerdo.
Te recuerdo”.

Traducción de Ruth Guajardo y Ariadna G. García






El otro yo

No escribo yo…
el otro que hay en mí
pide aflorar constantemente.
Mas si me apresuro a volverme y mirarlo
él vuelve a escabullirse
al momento y al lugar en donde estaba antes
pues sin saberlo entorné la puerta
y lo dejé salir.
A veces un grito encendido lo llama;
comprende que lo necesito,
y yo también. Su tarea
será decirme quién soy bajo la máscara.
Él es Fantasma, yo fachada
que oculta la ópera que él escribe con Dios,
en tanto yo, ciego del todo,
espero impávido a que su mente
se me deslice brazo abajo,
por la muñeca, hasta la mano
y las puntas de los dedos
y furtiva encuentre
esas verdades que caen de las lenguas
con sonido quemante,
todo surgido de una sangre secreta
y alma secreta de secreto suelo
Con alegría
él se asoma a escribir, y luego corre
a esconderse una semana
hasta que reanuda el juego
en el cual yo finjo, diligente,
que no es mi propósito tentarlo.
Pero lo tiento, mientras simulo mirar hacia otro lado,
para que no se esconda todo el día.
Echo a correr e inicio un juego simple
un salto distraído.
¿Cuál convoca del sueño
la bestia que brilla y acecha?
¿De quién las reservas y el coto de caza?
De mi aliento, mi sangre,mis nervios.
Pero ¿qué lugar de esa materia
habita él?
¿Dónde está su madriguera?
¿Tras esta oreja de goma?
¿Tras esa oreja de grasa?
¿Donde cuelga el sombrero
el joven descarriado?
No hay caso. Ermitaño nació
y vive recluido.
Nada que hacer sino
seguir sus triquiñuelas
dejar que corra y cosechar la fama.
En la cual yo pongo el nombre
a una materia que le he birlado,
y todo porque le atraje
con dulces aromas creativos
¿Escribió R.B. ese poema,
ese diálogo, esa línea?
No: el simio interior, invisible,
fue quien lo instruyó.
Vestido con mi carne,
su alcance es misterioso.
No digan mi nombre.
Elogien a ese otro.

Zen en el Arte de Escribir. Barcelona: Minotauro, 2005






Un poema escrito al saber que Shakespeare y Cervantes 
murieron el mismo día

El gran Shakespeare perdido. Ausente Cervantes.
El sol desciende a la noche. La caída
rechaza todo fulgor. El tiempo contiene el aliento
ante esta coincidencia funesta.
¿Pero es posible? ¿Y es así como
esos dioses gemelos van a la oscuridad?
¡Todo en el mismo día! ¿Y nadie detuvo
la cosecha de este terrible desgranar?
En cada campo y cada luz
ellos, ardiendo, empujados hacia la sombra.
Ya la noche retoma el tamaño que le corresponde,
¿Hace falta un espíritu? ¡No! La muerte arrebatará dos.
Uno primero. El mundo gira hacia el despojo
¡Después dos! Golpes leves para devolver el delicado equilibrio
Dos cometas apagados en menos de una semana
Primero España, luego el inesperado moretón a Inglaterra
El mundo enmudecido por el estupor y el miedo
La Antártida derritiéndose en lágrimas
y las ánimas de los Césares explotaban; alza
ensangrentados ojos la Amazonia.
Una época ha terminado, y atestigua
un día brutal,
cuando la inteligencia divina nos dejó solos
sin el agonizante Will y su par español.
¿Quién osará medirse y valorar cada pluma?
No veremos otras cumbres gemelas como ésas.
¿Shakespeare perdido, Cervantes muerto?
Las venas de Dios se coagulan
y la luz se ha ido, clausúrase el día.
Dos gigantes arrebatados en menos de una jornada,
dos cimas, segados por un certero tajo de la muerte.
Cristo perplejo, reabiertas las heridas. Dios retiene el aliento.
Y nosotros titubeantes por ese par caído.
La aridez del día aterra.
Como si un antiguo Tribunal de Reyes
para Césares o cosas magnas,
en pago a su majestuosidad,
que sean ahogados en una edad obscena
inmutable dictara: “Dos gigantes –muertos”
Primero uno y nuestro otro ojo enseguida
Conmueve Dios con grandeza, luego sueña la inmensidad.
¿Uno no es suficiente? No, podría notarse
el vacío a medio llenar si sólo Shakespeare, abismado
en fuga hacia la ruina y al riguroso crepúsculo.
Así, al principio lamentando, ya luego con risa,
Dios ha medido y colmado esa otra mitad.
Cervantes atravesado fijo en una tabla,
el corazón de cometa pleno y rebosante.
Dios los envió fuera a ambos, par de astros de fuego
nacidos colosales y espléndidos monstruos de océanos para su goce,
tras muchos largos años, desde que suplicábamos por riendas.
¿Dónde Cervantes sumado a Shakespeare esconde su
caída? Resuenan ecos alrededor del escenario
y todavía tratamos de cuantificar nuestra conmoción,
pues dónde queda el sentido de esto.
Nuestra mano derecha y nuestro Derecho perdimos.
¡Cuáles aplaudidos, juntos, aclamaron
a Dios y la Causa Cósmica Primordial!
Mas Cervantes y el Bardo quedan rígidos.
¿Dos sueños indómitos en una muda cápsula subterránea?
Dejemos a todos los ecos fluir en las mareas
donde los cometas son sus puentes colgantes
y a Cervantes y al burlón Will
dar golpes al aire con nuestras esperanzas más ambiciosas
y advertirnos en las pesadillas de la cama.
Llorad: ¿El Quijote y Hamlet muertos?
¿Caídos, en un único día? ¡Expulsados! ¡Abatidos, arrancados!
De ninguno de esos funerales sabré
Sus epitafios, sus lápidas, rechazo.
Déjenme sus libros, muéstrenme a sus Musas.
Hasta por un día, o al menos, una semana
desafío a hablar a Cervantes y a Shakespeare,
a que colmen mi corazón y enciendan mi mente.
¿Con qué? Noble Caballero, íntegro Lear, ¡Muertos no! ¡Muertos no!

Versión de Jorge Lara Rivera / Texto original 



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