martes, 17 de noviembre de 2015

JOSÉ JACINTO MILANÉS [17.543] Poeta de Cuba


José Jacinto Milanés y Fuentes

(Matanzas, Cuba 1814 - 1863) Poeta cubano. Inició su actividad literaria gracias a su amistad con Domingo del Monte. Sus primeros poemas (El aguinaldo habanero, 1837) son de un tierno romanticismo e imitan el tono sentimental de Lope de Vega, pero en su poesía publicada después de 1837 se advierte la influencia de Espronceda. En 1838 escribió El conde Alarcos, que tuvo una gran repercusión en el movimiento romántico cubano, al mismo tiempo que empezó a escribir para diversos periódicos y revistas de La Habana y Matanzas. También cultivó el teatro en sus diversos géneros; así, el drama en Un poeta en la corte, y la comedia en Por el puente o por el río. En 1848 sufrió un revés amoroso que le sumió en un estado de desequilibrio mental y, para remediarlo, emprendió un viaje por EE UU, Londres y París, del que volvió a Cuba en noviembre de 1849, ya recuperado. Pero en 1852 recayó sin que nunca más llegara a reponerse.



El indio enamorado

¿Piensas en mi rival, Aloide mía? 
Antes escucha. Entre la calma etérea 
ya con ala temblante en danza aérea 
gustó el colibrí el pétalo de un día.

¿No es hora ya de amor? La ancha bahía 
con su móvil cendal de tinte acérea 
brinda a nuestra gimnástica funérea 
la orla blanda y fugaz de su onda fría.

Antes que con él nade en giro ardiente, 
ni el primer emplumar del tocoloro 
en el areito adornará mi frente.

Ni garza cazaré, ni alción canoro: 
ni adoraré tras el palmar durmiente 
la amiga luz de tus chagualas de oro.



La caza y la sorpresa

Salí a coger un zorzal 
cierta mañanita a pie: 
pero ¡qué cosa encontré 
dentro de un cañaveral!

Allí donde está aquel buey 
de negro y rojo manchado, 
con tanta pereza echado 
a la sombra de un jagüey, 
sobre el cual tiende sin ley 
su cabello vegetal 
un bejuco desigual, 
hay un trillito... y por él 
un día, sin ser cruel, 
salí a coger un zorzal.

Este, por costumbre antigua, 
en todas las estaciones, 
tras de saquear mis limones 
se escondía en la manigua. 
Y como más que una nigua 
me duele, y me ofende, a fe, 
que apenas en flor esté 
pique el zorzal el limón, 
salí a cazar al ladrón 
cierta mañanita a pie.

Puse liga, de camino, 
a una vareta ligera: 
el ave emprendió carrera 
a un cañaveral vecino. 
Yo, que no tengo mal tino, 
de la liga me cansé, 
con un guijarro me armé 
y corro al cañaveral: 
busco y no encuentro el zorzal, 
pero ¡qué cosa encontré!

Vi una hermosura campestre, 
fresca como la mañana, 
cuya cara soberana 
no era de mujer terrestre. 
Dejé mi casa pedestre, 
volé a aquel ángel mortal; 
pero huyó entre el manigual 
como corre y se extravía 
y se escabulle una jutía 
dentro de un cañaveral.



El beso

De noche en fresco jardín 
sentado estaba a par de ella: 
yo joven: joven y bella 
       mi serafín.

Hablábamos del negror 
del cielo augusto y sin brillo, 
del regalado airecillo, 
       y del amor.

Hablábamos del lugar 
en que primero nos vimos, 
y sin querer nos pusimos 
       a suspirar.

A suspirar y a sentir 
gozo en volver a juntarnos: 
a suspirar y a mirarnos, 
       y a sonreir.

Porque amor casto entre dos 
es colmo de las venturas, 
y unirse dos almas puras 
       es ver a Dios.

Una mano le pedí 
porque en sus lánguidos ojos 
y en medio a sus labios rojos 
       brillaba el sí.

Ella, al oirme tembló, 
y en mi largo tiempo fijo 
su dulce mirar, me dijo 
       tímida: no.

Pero era un no, cuyo son 
pone el corazón risueño: 
un no celeste, halagüeño, 
       sin negación.

Por eso yo la cogí 
la mano y con loco exceso 
a imprimir sobre ella un beso 
       me resolví.

Beso que en mi alma crié 
en sueño de gloria y calma, 
y que por joya del alma 
       siempre guardé.

Puro como el arrebol 
que orna una tarde de Mayo, 
y ardiente como es el rayo 
       del mismo sol.

Pero al besarla, sentí 
mi labio sin movimiento, 
porque un negro pensamiento 
       me asaltó allí.

¿Quién sabe si el vivo ardor 
de mi boca osada, ansiosa, 
no iba a secar ya la rosa 
       de su pudor?

¿Quién sabe si tras mi fiel 
beso, otro labio vendría 
que ambicioso borraría 
       las huellas de él?

¿Quién sabe si iba el desliz 
de mi labio torpe, insano, 
a volver su mano, mano 
       de meretriz?

Mano asquerosa, infernal, 
para el alma del poeta: 
que sufre el beso y aprieta 
       el vil metal.

Así pensé... y fuime en paz, 
dejándola intacta y pura: 
y lágrima de dulzura 
       bañó mi faz.



El mendigo

La casa de baile muy bella lucía: 
todo era cortina y luces y espejos, 
y damas vistosas entrando a porfía 
y música dulce sonando a lo lejos: 
el vals bullicioso llevaba girando 
los talles gallardos de vírgenes mil; 
y la edad madura gozaba, mirando, 
las frescas escenas de su antiguo abril.

La vista atractiva de un mundo risueño 
que se odia y halaga, se adora y detesta, 
que irónico alaba y encubre su ceño, 
crujiendo pomposo sus ropas de fiesta: 
la voz de la flauta poética, hermosa, 
y tantas beldades y alborozo tal 
llevaron mi planta veloz como ansiosa 
(aún era yo joven!) al fúlgido umbral.

Alegres mancebos entraban conmigo, 
cuando al ir entrando, tendida a nosotros 
la pálida mano de anciano mendigo 
pidiónos limosna, negada por otros; 
pero aunque mil ayes el mísero exhala 
y en su faz el lloro del hambre se ve, 
la turba de mozos lanzóse a la sala, 
y una carcajada su limosna fue.

Hecho ya al idioma cruel del agravio, 
me mira el anciano y ante mí se pone, 
mas yo, vergonzoso, con trémulo labio, 
le di como todos mi estéril “perdone”. 
Con la luz vecina de alegres arañas 
dos lágrimas nuevas le vi derramar; 
y al irse el mendigo, clavó en mis entrañas 
el dardo profundo de un triste mirar.

Entré: la gran sala toda era hermosura, 
que en carros lucidos al baile llegaron, 
y a todas acaso sus mil desventuras 
contó el hombre pobre, mas todas pasaron. 
Y ostentaban todas, que era fácil verlas, 
sus perlas, sus trajes, como hace una actriz, 
sin ver que brillaban sus nítidas perlas 
cual lágrimas tristes de un hombre infeliz.

Inmóvil en tanto, serio y pensativo, 
quedé a los umbrales de la alegre sala, 
temblándome el pecho, sin ver el motivo, 
como hombre que acaba de hacer cosa mala. 
Si acaso pasaba riendo un amigo, 
creía escucharle que hablaba de mí: 
ved: ese no tuvo que darle al mendigo 
y viene a reírse y a danzar aquí.

Turbada mi mente de culpa tan grave, 
quise, oculto en sitio más solo y sombrío, 
que echase de mi alma la flauta suave 
las nieblas confusas de aquel desvarío; 
pero estando oyendo yo meditabundo, 
noté, dominado por fatal esplín, 
que el ¡ay! del mendigo sonaba profundo 
por entre las voces de flauta y violín.

Y aquel hombre triste se pintó en mi mente 
hasta que el cansancio disipó la fiesta; 
por calles torcidas, oscuras, sin gente, 
susurró en mi oído cláusula funesta: 
se grabó en mi espejo: se sentó en mi silla: 
de mi cabecera tomó posesión: 
y la mano neqra de la pesadilla 
la apoyó tres veces en mi corazón.



De codos en el puente

Le poéte en des jouds impies 
vient preparer des jours meilleures, 
il est l'homme des utopies: 
les pieds ici, les yeux ailleurs. 
V. Hugo, Les rayons et les ombres.

San Juan murmurante, que corres ligero 
llevando tus ondas en grato vaivén, 
tus ondas de plata que bate y sacude 
moviendo sus remos con gran rapidez, 
(monstruoso cetáceo que nada a flor de agua) 
la lancha atestada de pipas de miel: 
San Juan, ¡cuántas veces parado en tu puente 
al rayo de luna que empieza a nacer, 
y al soplo amoroso de brisas fugaces 
frescura he pedido, que halague mi sien!

Entonces un aura, la más apacible 
que en ondas marinas se sabe mecer, 
que empapa sus alas en ámbar suave, 
y a aquel que la implora le besa fiel, 
haciendo en las olas que mansas voltean, 
un pliegue de espuma, deshecho después, 
llegaba a mis voces, cercábame en torno, 
bañando mi frente de calma y placer: 
y yo silencioso y a par sonriendo, 
a Dios daba gracias del hálito aquél, 
del beso del aura que casi es tan dulce 
como es el de amores que da una mujer.

Mas siempre que pongo, San Juan murmurante, 
el codo en el puente, la mano en la sien, 
y siempre que miro los rayos de luna 
que van con tus ondas jugando tal vez, 
cavilo que fuiste, cavilo lo que eres: 
y allá en las edades que están por nacer, 
medito si acaso serás este río 
que surca la industria con tanto batel, 
o acaso un arroyo sin nombre, sin linfa, 
que al pie de un peñasco, sin ser menester, 
estéril filtrando, te juzgue el que pase 
vil hijo de un monte sin nombre también. 
que al paso que llevan los varios sucesos 
que nunca atrás vuelven el rápido pie, 
no extrañan los ojos ver llanos mañana 
los cerros cargados de quintas ayer.

Asáltame a veces algún pensamiento 
que el seno me oprime, y el débil poder 
del ánimo triste, ni basta a templarle, 
ni estorba tampoco que hiera cruel. 
Amante ardoroso del arte divino 
que esparce los rayos del claro saber, 
sectario constante de todas ideas 
que al lento progreso le suelten el pie, 
desnudo de fuerza, privado de apoyo, 
engasto en la rima, que sabe correr, 
los gritos, los ecos de hermosa cultura 
que atajen los males y tiendan al bien.

Mas ¡ay! ¡manso río! que van mis canciones 
como esas tus ondas, que en dulce lamer 
las unas tras otras tus márgenes corren, 
y allá en la bahía se pierden después. 
Y no me conceden los mudos destinos 
la gloria profunda y el hondo placer 
de verte ¡oh, Matanzas! ciudad adorada 
que en dobles corrientes el rostro te ves, 
colmada de fuerzas, colmada de industria, 
feliz acogiendo, sin agrio desdén, 
las artes hermosas que vagas mendigan, 
y al vicio dedican su triste niñez.

Con todo, yo espero (porque es la esperanza 
la amiga que el vate no puede perder) 
que vean mis ojos un alba siquiera, 
si un sol de cultura mis ojos no ven. 
Si no, ¿de qué sirven, San Juan apacible, 
tus aguas que brillan en manso correr, 
tus botes pintados de rojo y de negro, 
que atracan airosos a tanto almacén, 
y el canto compuesto de duros sonidos 
de esclavos lancheros que bogan en pie, 
y alzando y bajando las palas enormes 
dividen y azotan tus ondas de muerte?



El alba y la tarde

Y en los bellos cafetales 
todo es frescura y olores, 
besadas sus blancas flores 
por las brisas tropicales. 
Recuerdo, J. Padrines.

Cuando la aurora tiñe de rosa 
el cielo, y de oro las blancas nubes, 
cuando en la copa del caimitillo, 
canta el pitirre la nueva lumbre, 
cuando alza el velo de vagas nieblas 
la parda noche que lejos huye, 
es dulce cosa salir al campo 
donde rociada la yerba luce, 
y al terralillo de la mañana 
tan deliciosa como salubre, 
sentir oreado la sien ardiente 
si largas velas de noche sufre.

Las cañas—bravas me ofrecen luego 
su embovedada verde techumbre 
que en arco ojivo me está brindando 
brisas suaves y sombras dulces. 
Tú, que tuviste la buena idea 
de que estas cañas que al viento crujen, 
en los ardores del seco agosto 
del sol amparen al transeúnte 
aunque no lleves, colono amable, 
en letras y armas un nombre ilustre, 
aunque no entiendas lo que es la fama, 
ni el gusto sepas ni lo procures 
de que en los corros del vulgo ciego 
tu casto nombre jamás retumbe, 
digna es tu casa que la señalen, 
digna tu frente que la saluden, 
dignos tus hechos que los publiquen 
y tus palabras que las escuchen. 
Mas no, mal digo, —de nada sirve 
que te conozca la muchedumbre, 
ni que el poeta con rima de oro 
vista y proclame tantas virtudes, 
más en tu elogio dice el silencio 
de estos umbrosos y altos bambúes; 
y a ti te basta, cuando paseas 
por esta calle sin inquietudes, 
ese sonido tan misterioso, 
ese quejido tan hondo y dulce 
que entre las hojas secas y largas 
forma la tenue brisa de octubre: 
canto apacible que te regala 
naturaleza, porque eres útil: 
eco amoroso del Dios que adoras 
que te adormezca cuando susurre.

Pero bajemos al verde valle 
que al pie del monte se extiende inmune. 
¡Qué inspiraciones tan apacibles 
en mí su vista feliz produce! 
¡Auras cargadas de fresco aroma 
que vuestras alas tendéis volubles 
por las llanadas llenas de flores 
y por los lagos tersos y azules, 
las que a la aurora partís ligeras 
en tropa alegre que trisca y bulle, 
y por las tardes tenues y flojas, 
lentas y tristes dejáis las cumbres, 
y desmayadas venís al suelo 
dando suspiros entre dos luces, 
venid, y henchidas de mil recuerdos, 
y de ilusiones y de perfumes, 
a mis niñeces volvedme gratas, 
que ya volaron como las nubes!

Forzoso ha sido que el libro cierre, 
que adormeciendo mis pesadumbres, 
tan distraído me va llevando 
por este trillo que aquí concluye. 
Tuércese el trillo, y en dos se parte: 
uno la falda del monte sube, 
y entre maniguas que le rodean 
serpenteando llega a la cúspide: 
otro hacia el valle, que va bajando, 
entre verdosas piedras conduce.

¡Oh! yo me acuerdo que cuando niño 
(¡felices horas!) me era costumbre 
la tardecita bella del sábado, 
sin acordarme del triste lunes, 
con mis amigos los escolares 
ir a esos montes que nos circuyen: 
esas canteras por donde arrastra 
Yumurí manso sus ondas dulces, 
ondas sangrientas, tradicionales, 
que aún no han cantado nuestros laúdes. 
Ibamos todos lanzando gritos 
que las cavernas nos repercuten: 
íbamos todos, dadas las manos, 
corriendo alegres a igual empuje: 
y al acercarnos, en cada hoyuelo, 
que en lodo negro trabaja y pule, 
el pueblo huraño de los cangrejos 
atropellado corre y se sume.

Y persiguiendo la mariposa 
o el grillo verde que a saltos huye, 
y el platanillo buscando ansiosos 
que el dulce fruto sagaz encubre, 
y cosechando las blancas niguas 
que como perlas al aire lucen, 
en excursiones, juegos y cantos 
se iba la tarde, mientras difunde 
sobre los muertos rayos solares 
su pardo velo la noche fúnebre.



La bella doctora

En noche lloviznosa 
me place, Micaela 
discreta como hermosa, 
verte junto a la vela 
leer con voz sonora 
casta y pura novela. 
Tu voz encantadora 
hace vivo y palpable 
cuanto el libro atesora; 
y en magia inexplicable 
tú o el autor se ignora 
quién luzca más amable.

Y mientras la ventana 
forma, al cruzar la brisa, 
un son de queja vana; 
y trémula, indecisa, 
la luz juega y ondea 
dentro la guardabrisa, 
en corro te rodea 
tu familia amorosa, 
y en descubrir se emplea 
con atención ansiosa 
el fin que se clarea, 
de la novela hermosa.

Yo, que a dicha consigo 
en reunión tan bella 
el título de amigo, 
y siento en mí la huella 
de tu expresión potente, 
gozándome con ella 
contemplo alegremente 
que sobre tu cabello, 
tus labios y tu frente 
derrama su destello 
la vela, y juntamente 
el claroscuro bello.

Y si el dolor te doma, 
oh!, cómo a tu mejilla 
la lágrima se asoma! 
Y si en acción sencilla 
va a empujarla tu dedo, 
más al borrarse brilla, 
¡oh! hermosa! No hayas miedo 
que descomponga el llanto 
que se resbala quedo, 
tu faz, toda de encanto; 
que así llamarte puedo 
un ángel puro y santo.

Angel de faz risueña, 
como el pintor lo busca 
y el trovador lo sueña. 
Nada en tu rostro ofusca: 
todo es contorno hermoso, 
y nada en forma brusca. 
Oh! dale algún reposo 
al corazón que halaga 
tu acento poderoso, 
porque mi mente vaga 
lo juzga el son meloso 
de una invisible maga.

Si en triste peripecia 
el libro al fin termina, 
(que el siglo las aprecia) 
y tu expresión divina 
pinta el ¡ay! con que muere 
la cándida heroína, 
tanto su voz nos hiere, 
que en interior destrozo 
no hay faz que no se altere; 
y es, ¡oh artístico gozo! 
por más que hablarte quiere, 
cada labio un sollozo.

Vanse en tanto las horas 
y combatiendo el techo 
las gotas crujidoras, 
parece el son deshecho 
de la brisa estrellada 
que gime con despecho, 
la lánguida tonada 
de mística elegía 
con gritos salpicada, 
que en tu loor envía 
la garganta sagrada 
de la noche sombría!




La madrugada

Necio, y digno de mil quejas 
el que ronca sin decoro 
cuando el sol con rayo de oro 
da en las domésticas tejas.

¿Puede haber cosa más bella 
que de la arrugada cama 
saltar, y en la fresca grama 
del campo estampar la huella?

Campo digo; porque pierde 
la mañana su sonrisa, 
en no habiendo agreste brisa, 
mucho azul y mucho verde.

No hay que gozarla en ciudad: 
en todo horizonte urbano 
se estaciona de antemano 
triste vaporosidad.

Luego ved tanto edificio 
alto, serio... angustia dan: 
el alba, el sol allí están 
como sacados de quicio.

No: yo he de andar a mis anchas 
una campiña florida, 
por ver del alba querida 
la faz virgen y sin manchas:

Verla en oriente lucir 
diáfana, rosada, bella, 
como una casta doncella 
que enamora al sonreír.

Yo no sé cómo hay cabeza 
tan interesada y fría, 
que no ame, al rayar el día, 
la hermosa naturaleza.

Vedla rejuvenecerse: 
vedla rodar con el río; 
brillar pura en el rocío; 
con los árboles mecerse:

arrastrada en el reptil; 
fiera y alzada en el bruto; 
dulce en el colgado fruto; 
risueña en la flor gentil.

¡Oh Dios!... Allá en mis niñeces, 
antes de brotarme el bozo, 
con qué sencillo alborozo 
vine a ver esto mil veces!

Ya una errante mariposa 
con su matiz me atraía; 
ya olvidado me ponía 
a contemplar una rosa.

Siempre alegre. —Ya se ve; 
nunca entonces cavilaba, 
ni mis cejas arrugaba 
algún triste no sé qué.

Después, como entré en más años 
y como ví una hermosura, 
tuve por triste locura 
ver sol, montes, y rebaños.

¡Qué ingrato fui! —Pero bien 
se vengó naturaleza. 
Aquella ingrata belleza 
olvidóme con desdén.

Vertí un mar de llanto: el alma 
no se me hallaba sin ella: 
al fin una amiga estrella 
dolióse, y me puso en calma.

¡Oh, qué dolor tan agudo 
es olvidar!... Pero al cabo, 
rotos los grillos de esclavo 
curóme el médico mudo:

el tiempo, el tiempo veloz, 
que tiñe nuestras cabezas 
de blanco, y tantas bellezas 
deja sin luz y sin voz.

De entonces acá me place 
ver la escena matutina 
segunda vez: —medicina 
celestial que me rehace.

Con todo mis cicatrices 
se ensangrientan y suspiro 
a donde quiera que miro 
dos amadores felices.

Y aún con menos ocasión. 
Si oigo el susurrar alterno 
de dos palmas, en lo interno 
se me angustia el corazón.

Si en un ramo miro a solas 
dos aves cantar querellas; 
si relucir dos estrellas; 
si rodar dos mansas olas;

si dos nubes enlazarse, 
y por el éter perderse; 
si dos sendas una hacerse; 
si dos montes contemplarse,

me paro, y con ansiedad 
recuerdo que a nadie adoro: 
miro tanto enlace, y lloro 
mi continua soledad.



El sinsonte y el tocoloro

Entre las aves del monte, 
ídolo que ardiente adoro, 
brilla más el tocoloro, 
canta mejor el sinsonte.

Dos monteros te adoramos, 
linda flor de Canasí, 
dos esperamos tu sí 
Y esperándolo penamos. 
Mientras el sí no gozamos 
que hasta el cielo nos remonte, 
a escuchar, mi amor, disponte 
la idea que concebí 
de mi rival y de mí 
entre las aves del monte.

Una tarde en mi rosillo, 
que mi tristeza remeda, 
me entré por una arboleda, 
donde perdióseme el trillo. 
En un alto caimitillo 
vi que cantaban a coro 
un sinsonte, un tocoloro— 
y en mi rival cavilé, 
y de este modo exclamé, 
ídolo que ardiente adoro.

Aunque la gracia me sobre 
y aunque no tengo mal pico, 
él es tocoloro rico 
y yo soy sinsonte pobre. 
¿Quién hay que paciencia cobre, 
muerto de amor, y sin oro? 
¿Quién no se deshace en lloro 
al ver, al considerar, 
que aunque no sabe cantar 
brilla más el tocoloro?

Mas yo espero, linda flor, 
linda flor de Canasí, 
que tú buscarás en mi 
no dinero, sino amor. 
Mi esperanza no es error, 
y aunque el tocoloro apronte 
su pluma, que alegra el monte, 
tendrás su canto por ronco, 
pues siempre y en cualquier tronco 
canta mejor el sinsonte.




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