miércoles, 21 de enero de 2015

NATALIE DÍAZ [14.546] Poeta de Estados Unidos


Natalie Diaz

Natalie Diaz nació en el Fort Mojave Indian Village en Needles, California, EE.UU.

Luego de varios años como basquetbolista profesional en Asia y Europa, Natalie Diaz regresó al desierto de Mojave, de donde es originaria, como miembro de la comunidad india de Río Gila. Se graduó en Letras y actualmente radica en Mojave Valley, Arizona, donde dirige un programa de revitalización de su idioma en la reservación Fort Mojave, con los mayores del lugar.

Con una brillante colección de poemas brutales y despiadados, no exentos de humor, sensualidad y costumbrismo postmoderno, Diaz irrumpe como una de las poetas más interesantes de la literatura indígena actual. When My Brother Was an Aztec (Copper Canyon Press, Port Townsend, Washington, 2012) revela cómo va la vida en esa tierra ajena que es la suya, de su gente, donde todo los expulsa sin piedad. Lo hace a través del drama familiar que protagonizan un hermano veterano de la guerra afgana, adicto a las metanfetaminas y el extravío sexual, y sus padres amorosos y triturados. Como fondo, la desesperación de los mojave aprisionados en la reservación de su destino. Una rabia formidable y conmovida convierte a la poeta en un dique de dignidad y sobrevivencia.





Cuando mi hermano 
era un Azteca

vivía en el sótano y sacrificaba a mis padres
cada mañana. Algo espantoso. Imperdonable.
Pero ellos volvían por más. Lo amaban, era cuanto podían decir.

Todo comenzó con él rebotando por la Avenida de los Muertos,
mis padres caminando detrás como efigies en una procesión,
él podía arder sobre el piso en cualquier momento. Ellos no sabían

qué mas hacer salvo estar ahí para recogerlo cuando muriera.
Olvidaron quién estaba muriendo, quién estaba ya muerto. Mi hermano
dejó de ponerse la camisa cuando un carnaval de mujeres de pechos sucios

lo convirtió en su líder, siguiéndolo arriba y abajo de las escaleras.
Eran acróbatas, ondulaban, sacudiéndose como serpientes. Lo alimentaban
con diamantes molidos y fuego. Él devoraba sus regalos. Mis padres

le suplicaban que les arrancara los ojos. Él se creyó
Huitzilopochtli, un dios, mitad hombre, mitad colibrí. Mis padres
a sus pies, eran rotos chupadores de miel. Él les acercó su boca como espada,

los engulló, sacándoles el color hasta que las cejas les quedaron blancas.
Mi hermano los estrujó y descuartizó en el altar de sus celebraciones,
agitó en los puños sus corazones temblorosos,

mientras perros pulguientos corrían arriba y abajo de las escaleras lamiéndose el culo,
tirándose mordiscos. Los vecinos se sorprendían de que los corazones de mis padres
volvieran a crecer. Decía mucho de mis padres, o de los corazones de los padres.

Mi hermano los sumergió en cenotes, los tiró de los acantilados,
agujereó sus cráneos como vasos o jarras inservibles que fueran,
los despedazó para alimentar a los dioses que gobernaban

los coños de rata de las putas picadas de viruela
abriéndose de piernas en casas colgantes sin luz. Dormía
con la ropa oliendo a durazno podrido y cerillos, se enamoró

de las cucharas burbujeantes con las que lo alimentaban las mujeres-perro. Mis padres
perdieron el apetito de comida y de hijos. Como todos los reyes malvados, mi hermano,
el Azteca, llevaba una corona, una gorra de béisbol puesta hacia atrás

con la bandera de México bordada. Cuando la usaba
en el patio de la casa, que consideraba su Zócalo personal,
su rebaño sabía que él tenía el poder ese día, que poseía todas las joyas

que un monarca puede comer, fumar o inyectarse. Las esclavas
se aproximaban a la cerca y comían de su mano. Les daba para su maiz
por entre los eslabones de sus cadenas. Mis padres miraban desde la ventana,

lloraban de ver su casa convertida en un zoológico, y era su hijo el que estaba
encerrado en una jaula oxidada. El Azteca encontró su corte en un matorral
al otro lado de la calle, entre pavorreales. Mis padres cruzaban los dedos

para que no volviera, le ponían veladoras 
para que sí. Siempre regresaba con plumas de jade y turquesa, 
oliendo a la mierda de los pavorreales. Mis padres levantaban

lo que él dejó de sus cuerpos, intentaban sostenerse sin piernas,
eludir sus golpes con brazos ausentes, buscándose los dedos
para juntarlos y rezar, para salir de cualquier vientre negro al que mi hermano, 
el Azteca, los hubiese arrojado.

(Traducción: HB)




Por qué no hablo de flores cuando 
las conversaciones con mi hermano 
alcanzan incómodos silencios

                     Perdónenme guerras distantes, por traer
                     flores a la casa.

                                                 Wislawa Szymborska


En las montañas de Cachemira
mi hermano mató muchos hombres,
voló cráneos debajo de pieles oscuras
tiñó el blanco desierto de rojo carmesí.

¿Qué se le puede decir a un hombre
que atravesó un mundo así
donde sus manos y sus ojos
lo traicionaron?

¿Había flores allá? 
le pregunté.

Esto me dijo:

En una aldea, muchos hombres
envolvieron a una mujer en una sábana.
Ella no opuso resistencia.
Le arrastraron los pies descalzos por el suelo.

La acostaron sobre el camino
y la lapidaron.


El primero fue el padre.
Arrojó dos piedras al hilo.
En el trayecto su hermano 
se había llenado las bolsas con piedras.

La multitud reunida
era un enjambre alborotado. La lluvia
de rocas contra su cuerpo
ahogó los gemidos de la mujer.

Manchas de sangre en la sábana,
un ramo de violetas,
cien rosales en flor.

(Traducción: HB)
http://www.jornada.unam.mx/2012/11/10/ojaportada.html






Why I Don’t Mention Flowers 
When Conversations with My Brother 
Reach Uncomfortable Silences

Forgive me, distant wars, for bringing
flowers home.
             Wislawa Szmborska


In the Kashmir mountains,
my brother shot many men,
blew skulls from brown skins,
dyed white desert sand crimson.

What is there to say to a man
who has traversed such a world,
whose hands and eyes have
betrayed him?

Were there flowers there?  I asked.

This is what he told me:

In a village, many men
wrapped a woman in a sheet.
She did not struggle.
Her bare feet dragged in the dirt.

They laid her in the road
and stoned her.

The first man was her father.
He threw two stones in a row.
Her brother had filled his pockets
with stones on the way there.

The crowd was a hive
of disturbed bees.  The volley
of stones against her body
drowned out her moans.

Blood burst through the sheet
like a patch of violets,
a hundred roses in bloom.




Alumno de primeras letras precisa examinación más minuciosa de la subyugación serafímica anglikana de una rezervación de indios salvajes


Los ángeles no vienen a la reservación.
Murciélagos, talvez, o búhos, cuadraditos y moteados.
También coyotes.  Todos ellos significan lo mismo—
muerte.  Y la muerte
come ángeles, supongo, porque nunca he visto a un ángel
volar sobre este valle.
¿Gabriel? Nunca lo oí mentar.  Aunque conozco a un tipo llamado Gabi—
pasó por aquí para un pow-wow  y se quedó, típico
indio.  Seguro que tenía alas,
si era un pajarito-de-celda.  Vuela en carros robados.  Dondequiera que llega, niños crecen como calabazas en los vientres de las mujeres.
Como ya dije, ningún indio, que yo sepa, ha sido nunca o ha visto nunca un ángel.
A lo mejor en un desfile de Navidad o algo así—
la iglesia Nazarena hace uno cada diciembre;
lo organiza la esposa del Pastor John.  Por supuesto,
el hijo del Pastor es el ángel—todo el mundo sabe que los ángeles son blancos.
Basta de pensar en ángeles-digo.  A los indios no les sirven.
¿Recuerdas lo que pasó la última vez
que cierto dios blanco vino, flotando en el océano?
La verdad, puede que haya ángeles, pero si hay ángeles
allá arriba, viviendo en las nubes o sentados en tronos sobre el mar, cubiertos por mantos de terciopelo y anillos de oro, bebiendo whisky en copas de plata,
nos conviene que sigan ricos y gordos y feos, y
que se queden ahí-mismo, donde están—en sus lejanos cielos.
Más te vale nunca ver ángeles en la rezer.  Si algún día los ves, será porque te llevan en marcha forzada
hasta Sión u Oklahoma, o algún otro infierno que habrán diseñado para

Versión de Francisco Larios






Abecedarian Requiring Further Examination of Anglikan Seraphym Subjugation of a Wild Indian Rezervation


Angels don’t come to the reservation.
Bats, maybe, or owls, boxy mottled things.
Coyotes, too. They all mean the same thing—
death. And death
eats angels, I guess, because I haven’t seen an angel
fly through this valley ever.
Gabriel? Never heard of him. Know a guy named Gabe though—
he came through here one powwow and stayed, typical
Indian. Sure he had wings,
jailbird that he was. He flies around in stolen cars. Wherever he stops,
kids grow like gourds from women’s bellies.
Like I said, no Indian I’ve ever heard of has ever been or seen an angel.
Maybe in a Christmas pageant or something—
Nazarene church holds one every December,
organized by Pastor John’s wife. It’s no wonder
Pastor John’s son is the angel—everyone knows angels are white.
Quit bothering with angels, I say. They’re no good for Indians.
Remember what happened last time
some white god came floating across the ocean?
Truth is, there may be angels, but if there are angels
up there, living on clouds or sitting on thrones across the sea wearing
velvet robes and golden rings, drinking whiskey from silver cups,
we’re better off if they stay rich and fat and ugly and
’xactly where they are—in their own distant heavens.
You better hope you never see angels on the rez. If you do, they’ll be
marching you off to
Zion or Oklahoma, or some other hell they’ve mapped out for us.





Hacia las puertas amaranto del amor 
y de la guerra


Esta noche la ciudad es destello.
Lo que queda de un temporal de Agosto
es calor y humedad.  Tras la ventana abierta,
la farola es una colmena en miel que podría cortar
con mi mano, mi palma un pozo de luz.

En la televisión, bombas como campanillas de plata
tañen sobre borroso horizonte—
Lo único que sé sobre la guerra es gana.
¿Qué es un muro sino un objeto que hay que empujar?
¿Qué es una alcoba sino un epicentro
de saqueo?  ¿Y qué puedo hacer con cien hogares
sino abandonarlos como cartuchos gastados del deseo?

El zumbido de las ardientes, azules moléculas de ozono—
un hipotálamo de clarines de caballería—
me llama para algo—tú,
tan dispuesta a ser triturada.  Podría morirme.
Me inclino, te beso sentada en el sofá,
imagino que estamos tendidas
sobre aquel desierto enjoyado de escombros—
la única aflicción es tu boca,
solo me duele no llegar a tu fondo—
las explosiones son contra nosotras.

La guerra no es más
que un recordatorio de Misa.
El tañer de las campanas, tus suspiros.
Las bombas, un carnaval de cuerpos, de tacto,
de todas las cosas que queremos probar—
un trozo de manzana empapado en vinagre,
una naranja roja henchida como un pecho—
esos mendigos de dientes.

Te quiero así—lo justo para crujirte
rumbo a un silencio hecho de pedazos de plata.

Allá afuera, los autos corren las resbalosas calles.
Mi boca está en tu cadera—
por arrancar solo este pedazo tuyo daría la vida,
por vaciar tu brillante vestido sobre el piso,
mientras las largas y sombrías piernas de las bombas,
me llevan a las puertas amaranto de la ciudad.

Versión de Francisco Larios





Toward the Amaranth Gates of War and Love

Tonight the city is glimmered.
What’s left of an August monsoon
is heat and wet.  Beyond the open window,
the streetlamp is a honey-skirted hive I could split
with my hand, my palm a pool of light.

On the television screen, bombs like silvery bells
toll above blurred horizon—
All I know of war is win.
What is a wall if not a thing to be pressed against?
What is a bedroom if not an epicenter
of pillage? An what can I do with a hundred houses
but abandon them as spent shells of desire?

The buzz of blue burning ozone molecules—
a hypothalamus of cavalry trumpets—
call me to something—you,
so willing to be crushed.  I feel like I might die.
I lean over, kiss you sitting on the sofa
and pretend we are lying there
stretched across that debris-dazzled desert—
the only affliction is your mouth,
the single ache is that I cannot crawl inside you—
the explosions are for us.

The war is nothing more
than a reminder to go to Mass.
The tolling, your sighing.
The bombs, a carnival of bodies, touch,
all the things we want to taste—
an apple wedge soaked in vinegar,
a blood orange swelling like a breast—
those beggars of teeth.

I want you like that—enough to gnash you
into a silence made from pieces of silver.

Outside, cars rush the slick streets.
My mouth is on your thigh—
I would die to tear just this piece of you away,
to empty your bright dress onto the floor,
as the bombs’ long, shadowy legs,
march me toward the amaranth gates of the city.





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