miércoles, 19 de agosto de 2015

IVÁN ROJO [16.835]


Iván Rojo 

Iván Rojo (Valencia, 1976) estudió derecho. Escritor vocacional y muy prolífico, compagina su verdadera pasión —la escritura— con cualquier trabajo que le permita sobrevivir.

Es autor del libro de relatos Pantano (ed. Sven Jorgensen, 2014) y La Vida Salvaje, (relatos y poemas Rasmia Ediciones, 2015).



Participó en la revista de literatura underground Vinalia Trippers (2015) y fue becado por un mes en la residencia Villa Sarkia para escritores y traductores de la fundación Nuoren Voiman Liittlo, en la ciudad de Sysmä, Finlandia, donde trabajó en el desarrollo de un poemario titulado León de Invierno.






Espeluznante

Me tomaba un café
en el bar de la esquina,
pensando, repensando,
y sin querer levanté
la vista hacia mi casa.
Allí estaba, la ropa
tendida secándose
al sol frío de febrero.
Mi camisa del trabajo,
resplandecientemente
blanca,
ondeando desmadejada
al viento.
La bandera del vencido.





Ya es primavera

Ya es primavera en El Corte Inglés
y en la terraza del bar
las palomas picotean
migas sucias bajo el sol.
En diez minutos he visto a dos personas
agacharse para recoger sendas colillas.
Es primavera en El Corte Inglés.
Es importante ir a la moda.
Es primavera.
Cielo azul, sol y palomas.
Sus sombras son enormes buitres.





Diario imaginario de un náufrago

Hace tres noches
que matamos al grumete.
Rubio y sonrosado,
de unos quince años.
Pero su carne era
recia, cartilaginosa,
nudo de nervio y tendón
como la de buey viejo.
Ahora los otros dos
supervivientes repelan
sus huesos blancos
acuclillados en popa.
Dios, ese ruido.
Tendrías que oírlo.

Sueño con albatros.
Sueño con cachalotes.
Que estas dos bestias
devoren su carne
hasta reventar.
Yo sueño con el aire
de los huesos del albatros.
Sueño con el aire
de los gigantescos
pulmones del cachalote.
Respirarlo para elevarme.
Respirarlo para hundirme.
Cualquier sitio.
Cualquier aire menos este.





LLAMADA NOCTURNA

Nada,
miraba el descampado a la luz de la luna.
Pues
matorrales azulados.
Ratas azules afanándose de aquí para allá.
Susurros de brisa. Polvo azul.
Eso soy. O así me siento.
Un enorme descampado,
y yazco en mitad de esta noche suburbana.
Pero, ¿sabes?
Bien, muy bien, que así sea.
Hoy me encuentro optimista.
Quizá un día crezca como un rascacielos.
Quizá un día florezca como un jardín botánico.
Quizá un día amanezca de verdad.
Sí. Seguro. Un día.
Es lo que le digo por teléfono.
Y también:
¿Yo? No, no voy borracho.
Créeme, te lo prometo.
Pero me cuelga.
No me toma
en serio.
Y sin embargo no he estado
más seguro de nada
en mi vida.





LA GATA

Le pongo un platito de leche a la gata
y la observo beber tranquila
mientras escucho al vecino llamar
al otro lado del tabique
Misi Misi Misi Misi.
Con este lleva así cuatro días.
Hoy ha puesto un cartel en el zaguán.
Gata perdida. Se llama Misi. Se recompensará.
Y una foto de esta bonita bola de pelo naranja.
Dejo la puerta abierta una hora, dos,
y me pongo a hacer mis cosas.
No le hago más caso que un poco de agua,
un poco de leche, un par de sardinas.
Pero no se va. Hoy también se queda.
Y por alguna razón me sabe mal echarla.
Debería ser más duro, supongo.
Debería ser un ciudadano más cívico.
Pero me sabe realmente mal devolverla
al lugar del que ha escapado.
Y además por las noches se sube al sofá,
se arrellana y se frota conmigo.
No es la primera vez que me pasa.





Drácula

Se llamaba Pedro
pero para nosotros era Drácula.
Jamás bajaba a jugar.
Tan solo le entreveíamos en su balcón
de vez en cuando, 
siempre ya anochecido.
Así que, claro: era Drácula. 
Y además estaba su color, su mal color.
Eh, Drácula, eh, Draculín,
le gritábamos desde la calle,
¿tienes miedo de nosotros o qué, bicho raro?
Y el chaval se retiraba a la seguridad de su casa.
Dejad en paz a Pedro,
nos decía alguna gente del bloque,
el pobrecillo está enfermo, tiene leucemia.
Pero teníamos nueve años
y no entendíamos de tragedias,
así que Pedro no estaba enfermo; era un vampiro,
y tampoco se llamaba Pedro; se llamaba Drácula.
Ojalá hubiera sido así.
Ojalá hubieras tenido colmillos.
Habríamos merecido que nos vaciaras las venas.
En fin, hoy me he acordado de ti, no sé por qué.
Y te quiero decir lo siento, tío.
Lo siento, Pedro.






IVÁN ROJO - LA VIDA SALVAJE
(relatos y poemas Rasmia Ediciones, 2015)




Tan solo unos meses después de Pantano, el primer libro de este autor Valenciano, aparece su segunda obra. Mi primer pensamiento fue que se trataba de una obra de poesía, sé que el autor la cultiva y por eso de "cambiar de registro". No obstante me equivocaba y lo que nos muestra Iván en La Vida Salvaje es otro conjunto de relatos cortos en la misma onda de los presentados en Pantano. Un puñado de historias que podrían encuadrarse dentro del realismo sucio y que pretenden reflejar un hastío existencial para provocar la indignación y el sentimiento de culpa hacia el tipo de vida que estamos condenados a arrastrar todos en mayor o menor medida. Aunque esto de primeras suene deprimente creo que Iván es un maestro en lo que llamo la ternura trágica, ese contradictorio reflejo que se observa de una humanidad y un cariño sincero hacia la vida en medio de toda su carga de tragedia. Así, en medio de cualquier vertedero, en cualquier cárcel, antes de golpearse contra los barrotes, puede surgir un objeto, una imagen en particular, que nos conecte con ese sublime, esa conciencia de uno mismo, de la humanidad, de la vida (salvaje) y de su, en el fondo (o muy en el fondo), entrañable carga. Es difícil apreciar esos momentos, y más difícil aún expresarlos con convicción en un escrito. Por suerte Iván es un escritor de oficio, y ese buen hacer en el uso del ritmo (complicado en relatos de tan corta extensión) y esa habilidad para capturar las palabras certeras hacen que leer sus historias remuevan algo en el lector, sentimientos contradictorios en muchos casos, creando un tour de force con uno mismo y resultando en una lectura satisfactoria a muchos niveles, entretenida y directa y a la vez profunda y metafísica.
Iván Rojo es un tipo de esos para los que escribir es una necesidad que eclipsa a todas y que no para de producir relatos y poemas en cualquier momento que le permite su "vida normal". Es cierto que muchas veces eso puede repercutir en la "garra" de los escritos, o hacer que uno se acomode en los terrenos conocidos, por lo tanto no negaré un ansia personal en ver lo que puede ser capaz de crear en otras ramas literarias.
Al tiempo... y el tiempo, por lo visto en las páginas de La Vida Salvaje, juega a su favor.

Un libro muy recomendable. Enhorabuena colega.
- Carlos Salcedo Odklas.


Y a continuación os dejo unos extractos para que juzguéis vosotros mismos:



EL GRITO DEL GORILA

mucho antes de que esta ciudad se convirtiera en destino de cruceristas rusos y japoneses, y de que su zoo fuera uno de esos tan modernos sin barrotes visibles y supuestamente dignos a ojos del visitante medio, el zoo de Valencia era una especie de cárcel llena de animales viejos y abatidos. Un geriátrico para fieras. Un sucio campo de exterminio. Yo iba con mi padre algunos domingos y sobre todo me acuerdo del gorila. Siempre sentado en su inmunda jaula, con legiones de moscas detrás de las orejas, de espaldas al público. La gente, también yo, le arrojaba cacahuetes y chucherías. Rebotaban en su espalda y en su cabeza y caían a su lado, pero el gorila ni se inmutaba. Aguantaba estoicamente la humillante lluvia durante horas. Hasta que de pronto se levantaba de un salto, cogía del suelo alguna de sus mierdas y la lanzaba con rabia hacia la gente. Entonces se quedaba un rato de pie, sacudiendo brutalmente los barrotes de su celda y mirando desafiante a los domingueros, mostrando al mundo
aquel par de cojones como de cuero negro, enseñando sus colmillos amarillos, rugiendo como un terremoto vivo.
Luego volvía a sentarse de espaldas a los visitantes, volvía a su condena. Su cuidador decía que estaba loco. Yo pensaba que el pobre bicho simplemente estaba harto de ser un mono de feria. Y que yo también lanzaría mi mierda al mundo si estuviera en su situación y fuera todo cuanto tuviera para defenderme y atacar. Puede que por eso haya acabado escribiendo.




NUEVAS ESTRATEGIAS DE ADAPTACIÓN

podría haber sido una hiena fugada del zoo.
Podría haber sido un buitre desorientado por el frío y el hambre.
O un oso descendido de las inexistentes montañas circundantes.
Quizá un perro, un vulgar perro vulgar, como todos los perros.
Podría haber sido un gato callejero. Una gata parturienta en busca de calor.
Podría haber sido una rata. Una asquerosa rata enorme, pesada, peluda y fuerte, tan fuerte como un gato o un perro o un oso o un buitre o una hiena, a juzgar por los rotundos, enérgicos golpes que se oían dentro del contenedor.
Pero cuando la tapa se abrió lo que emergió a la madrugada fue simplemente un hombre con un palo de escoba en la mano. Un hombre relativamente joven, todavía con el blanco de los ojos limpio, brillante bajo la capa de mugre, mierda y pestilencia que lo cubría. Un hombre que saltó con agilidad a la acera pese a no tener más que una pierna.
Yo pasaba por allí. El tipo me vio y me pidió un cigarro. Con acento de país pobre. Me llamó «señor». Con acento de culo del mundo, de suerte echada a perder incluso antes de lanzar los dados. Acento de Piotr, de Ahmed, de Wilson Aniceto. De Juan. Acento de brasero, chatarra, carromato y cobre. De empalmes de luz. De sábanas tendidas en fachadas como colmenas, siempre sucias por el polvo del inmenso descampado de enfrente.
Así que me pidió un cigarro y yo me estaba fumando el último. «Lo siento», le dije. Pero no era del todo cierto. Quizá ni siquiera en parte. En cualquier caso el hombre me dio las buenas noches y se dirigió hacia su destartalada bicicleta apoyada en una farola. Saltando a la pata coja, como el perdedor de un juego macabro. Y pedaleando a ritmo tranquilo con su única pierna se alejó calle abajo, el calor de su aliento congelándose blanquísimo en el aire, hasta hundirse por completo en la noche.
No. No era una rata. Ni un gato. Ni un perro. Ni un oso de Las Rocosas ni un buitre del desierto ni una hiena africana. Lo que acababa de salir expulsado del contenedor, como si este fuera el ano de la ciudad, del país y de Occidente entero, era un hombre. Con nariz para oler la inmundicia. Con ojos para verla. Con lengua para probar y no olvidar jamás su nauseabundo sabor. Un hombre como yo. Con cerebro, polla, pelo. Seguramente con apéndice y otras cosas por el estilo, ya sabes, de esas que a veces la vida convierte en trastos inútiles, como los sueños, el amor, la dignidad.
Lo que acababa de salir del contenedor era, en definitiva, la última especie animal que uno esperaría encontrarse rebuscando entre la podredumbre. Y, al mismo tiempo, la más habitual de ver en cualquier contenedor del primer mundo. Tanto que en cuanto acabe este texto me olvidaré de la criatura de la basura. Y tú también.




LA MANO

nunca quise más a Sonia que durante aquel atardecer de agosto, mientras iba y venía de un lado a otro sobre el alquitrán recalentado de aquella carretera secundaria, buscando como un loco su mano derecha en cada socavón, entre las hierbas resecas que sembraban su estrecho arcén y entre la tosca vegetación que la flanqueaba.
Veníamos de hacer un poco de senderismo. Había sido un buen día. Uno de esos días en que notas el amor burbujeando dentro de ti y ni siquiera te importa patear durante horas a pleno sol por el siempre abrasador sotobosque costero. Sí, había sido un buen día. Incluso habíamos echado un polvo a la sombra de una modesta agrupación de pinos jóvenes, único refugio contra el sol que encontramos durante nuestra excursión. Después, relativamente felices, llegamos al claro donde habíamos aparcado el coche, y empezamos a descender la carretera.
Sonia llevaba el brazo sacado por la ventanilla, meciéndolo al viento en imitación del movimiento de las olas, como en aquel anuncio de BMW. Solo que a ella no le gustaba conducir. Prefería sentarse a mi lado y disfrutar del paisaje mientras la brisa le acariciaba los pelillos rubísimos del brazo. «Te quiero», dijo ella de pronto sin volver la cabeza hacia mí. Sus palabras se mezclaron con el ruido del aire que entraba por la ventanilla, pero estoy seguro de que eso fue lo que dijo. Estoy casi seguro. Era la primera vez que me lo confesaba, y, claro, experimenté una alegría viva, profunda, cantarina. Entonces quise besarla, así que me incliné hacia ella en busca de su cara en escorzo, de su oreja izquierda, su pelo o lo que fuera. Ya alcanzaba a oler su pelo, luminoso y brillante al sol poniente, cuando recibí un profuso chorro caliente en plena cara. A partir de ese momento todo ocurrió muy deprisa. Tanto que más que como una sucesión de acontecimientos mi mente lo retuvo como una simultaneidad o solapamiento. Una vorágine histérica, simple y llanamente.
Como un resorte, salté de nuevo sobre mi asiento y casi instintivamente di un volantazo hacia la izquierda. Sabía que había perdido el control del coche. Delante de Sonia, la guantera y la parte interior del parabrisas estaban cubiertas de sangre. Ella, muy tiesa en su asiento, casi rígida, se miraba con ojos perplejos y boca de pánico el muñón sanguinolento de su brazo, a la altura de la muñeca. Su cara era una mueca paralizada, su boca abierta pero muda, con las comisuras vueltas inhumanamente hacia abajo. Pisé el freno a fondo y salí del coche. Inmediatamente empecé a buscar la mano, la mano de Sonia. Recuerdo vagamente haber llamado a emergencias, así como mis torpes intentos por tranquilizarla; había entrado en shock o, simplemente, estaba a punto de desangrarse. Creo que le improvisé un torniquete con el cinturón de seguridad. Seguí buscando. Carretera, arcenes, bosquecillo adyacente. Por todas partes. Miré también en los asientos traseros, por si hubiera ido a parar allí. Incluso, absurdamente, registré el maletero. Mi desesperada búsqueda me llevó al pie de un letrero oxidado que indicaba el desvío hacia un Safari Park cerrado años atrás. En uno de sus afilados bordes se observaba un fino reguero de sangre fresca. Concentré en sus alrededores mis pesquisas, bañado por la engañosa luz crepuscular. Nada.
El sol acababa de hundirse tras las montañas cuando llegó la ambulancia. Se llevaron a Sonia rápidamente. Yo me quedé con la policía. Traté de explicarles lo ocurrido. Ellos me miraban mal, de arriba a abajo, pero aun así fui parte activa del despliegue de efectivos que se organizó para intentar dar con el miembro amputado. Equipado con una potente linterna escruté los alrededores y los alrededores de los alrededores de los alrededores. No podía dejar de imaginar la pequeña, hermosa, suave mano de Sonia pudriéndose a la intemperie, rebozada de tierra sucia, en las fauces de alguna alimaña. Cosas así. Y precisamente esta última visión acabó siendo la conclusión de la investigación oficial: la mano debía de habérsela llevado algún animal. Yo salí del juicio más o menos satisfactoriamente. Pero aún hoy, una década después, me despierto a menudo en plena noche, envuelto en sudor tras haber soñado con la mano de Sonia; tersa, perfecta, incorrupta, en el fondo húmedo y oscuro de una madriguera. Siempre lleva las uñas pintadas de rojo, curiosamente. Algunas de esas noches acudo al lugar del accidente y sigo buscando lo que sé que nunca encontraré. Como el fugaz amor de Sonia, que, obviamente, nunca más quiso saber de mí.




ES UN MUNDO MARAVILLOSO

a estas alturas seguro que crees que no me gusta el mundo, pero te equivocas. Me gusta. Claro que sí. Me encanta. Aprecio y acaricio su maravilla a todas horas, en todas partes, en momentos y lugares que tú ni siquiera sospechas. Me cautiva la hermosura de los animales enjaulados. Las fieras. Sus colores vivos, tan vivos, rabiosamente vivos para nada. Rayas, motas, franjas, preciosas pero inútiles, que ya no sirven para camuflar sus movimientos del mal que les ha dado caza. Me golpea la belleza de los niños que observan a las bestias desde la seguridad del lado bueno del foso, el lado libre de la reja, el lado poderoso del zoo de la vida. Sus ojos cristalinos, limpísimos, inundándose tan temprano de humillación. Sus naricillas elevándose hacia el sol de primavera para olfatear mejor la mierda. El miedo. La mierda. La degradación. Aprecio la belleza de los extrarradios arrasados por la crisis. Los descampados, esa tierra de nadie. Las grúas recortadas como horcas contra el cielo luminoso, mediterráneo, azul perfecto de los malos tiempos. Los edificios a medio levantar, a medio derribar. Esqueletos de hormigón. Gigantescos zombis de cemento. Descomunales tótems en honor del dios del exceso, el empacho, el abuso. Me encantan las nubes de polución, los cementerios de coches, las desembocaduras turbias de los ríos, de las acequias, de las alcantarillas y los vertederos coronados por niños con zapatillas de goma. Me encantan los incendios, los tsunamis, las explosiones y cualquier cosa que me haga tomar conciencia de mi tamaño. Las tormentas solares, la migración del ñu. Me hechiza repasar las listas de éxitos, las listas de bestsellers, las canciones más radiadas, las películas más vistas, los índices de audiencia. Me alegra sobremanera comprobar encendiendo la tele que mi capacidad de sorpresa sigue tan intacta como la de un bebé feliz, sonrosado, bien amamantado. Me enorgullece tener polla en un momento de la Historia que parece exigirme que pida perdón por ello. Me conmueve la publicidad de Cofidis y otras mil empresas de refinanciación. Su hipnótica desfachatez, su desenfadada desvergüenza. Porque sí, son bonitas las sonrisas de esos pobres actores. Dios, las sonrisas deslumbrantes de esos pobres actores fracasados... Probablemente también ellos estén endeudados hasta las cejas por haber querido hacer realidad sus absurdos sueños. Y ahí los tienes, prestando la cara al moroso feliz que ha conseguido librarse de una deuda a costa de asumir otra aún más grande. Qué hermoso, qué maravilla. Me estremece que un titán de los negocios como IKEA, dios inmortal de la madera, el renacido y perfeccionado Odín, te escupa a la cara 5 euros en forma de cheque-regalo como agradecimiento por haber participado en el proceso de selección de personal que ha considerado conveniente descartarte. Me subyuga la belleza interminable de las colas del paro. Los códigos indescifrables que se iluminan en rojo sangre en los monitores de las oficinas del INEM. e0104, b3712, x0x65. Los letreros amarillo sol, amarillo metal precioso de las tiendas de Compro Oro en cada esquina. En cada puta esquina. Me fascina la caligrafía burda, basta y multicopiada en b/n de los manuscritos que forran las farolas, los semáforos, los parabrisas de los coches. «Vendo piso urgente.» «Oportunidad única.» «Solo particulares.» «Compro tu coche viejo.» Me hipnotiza el silencio sepulcral que se instala en los bares de barrio, no sé, por ejemplo un martes a las once de la mañana, cuando la escasa esperanza acumulada con esfuerzo y suerte por la noche empieza a desvanecerse a la luz de un día igual que ayer y, lo que es peor, idéntico al que amanecerá mañana. Me admira que esas personas encuentren la energía suficiente para seguir bebiendo su cerveza, removiendo su café, hojeando un periódico que jamás hablará de lo verdaderamente importante: de ellos. Contemplo y respeto la belleza de la ruina. El cascote, el escombro, el hierro retorcido. La lucha de la piedra contra los elementos. La roca contra la erosión. Joder, claro que me gusta este mundo maravilloso. Me encanta, hostia puta. Me encanta este gran combate entre la vida y la muerte. Me encanta que sea injusto. Me encanta que esté amañado. Porque no me motiva ganar. Lo que me pone a cien es pelear. Sobrevivir. Y cuanto más hijoputa sea el rival, joder, mucho mejor.




UN ZORRO

Pensamos,
quisimos pensar
que aquello nos salvaría.
Un fin de semana.
Montaña.
Naturaleza.
Aire fresco, aire puro.
Ya sabes,
un cambio de aires.
Reunimos
la última leña seca
de nuestra fe
y alquilamos la cabaña.
Intentamos encender
la chimenea.
Ardió.
Al fin.
Ardimos.

No fue fácil,
pero sí,
la primera noche
conseguimos que ardiera.
A la mañana siguiente
nos levantamos temprano.
Desayunamos mermelada,
no recuerdo de qué,
color rojo sangre.
Dimos un paseo
ladera arriba,
suave ladera arriba.
Lo salvaje domesticado
se extendía alrededor.
Reconfortante abrazo verde,
inofensivo, fiable y perfumado,
bajo un sol que era caricia tibia
y luz brillante pero no cegadora.
Recorrimos el decorado.
Ascendimos.
Dejamos abajo el bosque,
la vista puesta en la cumbre blanca,
pisando con firmeza
tierra, hierba y guijarros,
tan seguros de nosotros mismos.
Nos sentamos a descansar
en una roca
con forma de yunque.
Sacaste agua
de tu mochila Quechua
y bebimos.
Saqué cerveza
de la mía
y bebimos y reímos.
A mediodía
comimos bocadillos de panceta
entre dientes de león flotantes.
Águilas en el cielo
planeando majestuosas,
silenciosas, solemnes,
pura silueta pacífica
contra el azul.
La guerra hecha tregua.
Y nos sentimos comulgar
con la creación.
Por supuesto, sabía
que era ilusorio,
una mentira,
que en la ciudad
seguiríamos siendo
un par de cobardes,
y por supuesto sentí
que tú también lo sabías,
pero ninguno
dijo nada
y empezamos el descenso
el regreso a la cabaña,
bonito refugio,
demasiado bonito.
Tenía que ser mentira
pero quise creer.
Creer con mayúsculas.
Eran las seis de la tarde
cuando nos sentamos
en el porche
levemente nerviosos,
temerosos de que el hechizo
se rompiera,
pero aun así
sonrientes, bienintencionados.
Frente a nosotros
el sol se hundía
rojo y enorme y líquido
tras las crestas de piedra.
Era precioso.
Era una foto.
Era,
lo supe,
Photoshop.
Pero me esforcé por sentir
que estábamos juntos,
más juntos que últimamente,
quizá más juntos que nunca
en medio de aquel momento
dorado y alucinante.
Una sombra
se movió entonces
en el extremo de la pequeña explanada
enfrente del porche,
justo en la línea oscura
donde el bosque empezaba,
bajo la penumbra
proyectada por los árboles.
Los dos la vimos.
Avanzó hacia nosotros
despacio, dubitativa,
y se detuvo al poco.
¿Qué es eso? Preguntaste.
No lo sé.
Los dos allí sentados
en el balancín,
con la mirada fija
en el bulto oscuro, inmóvil,
cegados por el sol poniente
hasta que por fin
la cosa
se decidió a acercarse más,
poco a poco,
muy lentamente,
hasta alcanzar el charco de luz
de la explanada,
tan solo a dos metros de nosotros.
Un zorro,
exclamamos a la vez
en un susurro.
Era un pequeño zorro,
en realidad diminuto
y rojizo, deslumbrante,
casi naranja bajo los rayos del sol.
Un zorro precioso
de vientre claro
al que le faltaba
la pata delantera izquierda.
La extremidad
era un muñón de sangre coagulada,
el hueso blanquísimo astillado
asomando en el centro de la sección
de carne negra podrida.
El animal exhausto,
moribundo,
sin nada ya que perder,
se sacudió de encima el miedo,
avanzó tambaleante
hasta el primer peldaño del porche
y se venció de costado
en el polvo.
Emitía gemidos de dolor.
Resollaba sonoramente.
Nos miraba suplicante
desde el fondo de sus ojos
almendrados, castaños, animales, puros.
¿Qué hacemos? Preguntaste.
Tampoco para eso
tenía respuesta.
Pero sin dudar te dije
que entraras en la cabaña.
No protestaste.
Cuando oí cerrarse la puerta a mi espalda
me levanté,
me acerqué al zorro
y me acuclillé a su lado.
Le pasé la mano por el lomo
seguro de que no iba a morderme.
Era suave.
Era lo más suave al tacto
que jamás había sentido.
Tranquilo, le dije,
no tengas miedo,
todo ha terminado.
Y fui a buscar una piedra.




A VECES EL OPTIMISMO ARRAIGA, CRECE Y FLORECE.

el chófer del bus me devuelve el cambio. Noto algo extraño en la manera en que lo hace. Entonces me doy cuenta: le falta una falange en cada dedo. Me invade cierto repelús. Creo que asoma a mi cara. Y enseguida cierta curiosidad. Creo que no asoma a mi cara. Quizá deba su empleo a esa tara genética, la discriminación positiva no conoce límites. Quizá esté encantado de aferrar el volante con esos dedos tan cortos. Vete a saber... Yo los tengo tan largos, tan perfectos como cualquiera y no conduzco ni mi propia vida.
Pero no conviene pensar en ello. Eso hace tiempo que lo tengo claro: nada sirve de nada. Así que avanzo hasta el centro del autobús y me cuelgo de la barra casi contento de tener mis yemas donde se supone que hay que tenerlas.
En la siguiente parada sube un hombre sesentón. La cara le brilla como si llevara crema o mascarilla o algún potingue exfoliante, no entiendo de cosmética. Un enorme anillo en el meñique. La papada desbordando un pañuelo de seda granate. Y el poco pelo que le queda teñido de ese color crema de los muebles de los setenta. Un ser sórdido en definitiva, aunque decirlo sea políticamente incorrecto. Y más aún cuando me mira y me mira y me sonríe y se acerca y me mira. Algo dorado centellea entre sus dientes una y otra vez, y yo me centro en las gotas de lluvia que cruzan las burbujas de luz de las farolas ahí afuera.
Todos queremos algo de alguien, pienso mientras una chica con rastas naranjas y guapa de perfil pasa en bici junto a mi ventanilla. Lástima que esos deseos casi siempre transmitan en la frecuencia equivocada. Lo compruebo de nuevo nada más apearme. Gritos y lloros y gente debajo de paraguas mirando con falso desinterés hacia un punto determinado. Una chica blanca y un chico negro discuten a gritos en una esquina. Ella debe de rondar el quintal. Él es el perfecto mediofondista africano. Y, bueno, en realidad solo grita ella. Le dice que le quiere y que él a ella no, que la está utilizando y que es un puto ilegal y que lo va a denunciar. Y llora mucho y vuelve a gritar cosas por el estilo sobre el amor verdadero y la venganza helada hasta que se queda sin aire y parece que se va a desmayar de un momento a otro pero nunca, nunca, nunca se desmaya.
Sigo mi camino hasta la puerta del cine. Ya es la hora y ella aún no ha llegado. Nada nuevo. Así eran las cosas y así siguen siendo. Espero diez minutos más y decido comprar las entradas para ir ganando tiempo. Justo cuando me las guardo en el bolsillo me suena el móvil. Que aún no ha salido de casa, que no cree que llegue a tiempo, que le espere y no sabe, nos tomamos algo o damos una vuelta o ya vemos lo que hacemos. Le digo: «Joder, acabo de comprar las entradas y la película empieza dentro de cinco minutos». Se enfada. Definitivamente, no entiendo nada. Mientras su voz metálica me amenaza con no venir, intento calmarme repitiéndome a modo de mantra que hay ciertos niveles a los que no debo ni puedo ni quiero descender, y le digo «vale, vale, aquí te espero».
Al fin aparece. Lleva unas zapatillas verdes, lo cual seguramente no tiene nada que ver con el hecho de que aún la quiera, pero el hecho que me estalla dentro es que aún la quiero. Así eran las cosas y así siguen siendo. Lástima que haga ya tanto tiempo que ella emite en otra frecuencia.
Echamos a andar y en menos de diez minutos nos cruzamos con tres amigos suyos nuevos para mí. Amigos o lo que sea. Es obvio que al menos dos de ellos se la quieren follar. Se nota en el modo en que descansan sobre sus pies mientras hablan apasionadamente con ella de arte y música. Se nota en cómo me miran de reojo intentando catalogarme como presa o depredador. Sí, quieren. De hecho puede que ya haya ocurrido. Pero también es evidente que no voy a ganar nada exponiendo mi observación.
Así que lo mejor va a ser continuar el paseo como si nada de lo que veo y oigo tuviera el poder de afectarme. Le hablo de las cosas que me han pasado en el autobús. Le cuento la escena de la pareja interracial. No parece interesarle en absoluto. Opto por callarme y dejar que ella lleve las riendas. Qué más da. Me resume las últimas películas que ha visto. Y me dice que ha conocido a un tipo que es todo un melómano, que es Dj (diyeeeei), que está aprendiendo muchas cosas nuevas sobre música. «Mira lo que me ha regalado», dice, y saca del bolso unos auriculares blancos y gigantes de esos que lleva la gente moderna, la gente guay, la gente feliz consigo misma. La gente que, supongo, no se fija en los dedos del autobusero, ni en los dientes dorados, ni en las tragedias de conveniencia. Intento que la herida no vaya a más hablándole de cuánto me gustan los documentales del espacio de History Channel, que son alucinantes, que me tienen enganchado, que debería verlos. Y luego me paso de frenada y le digo que ya puestos no estaría mal que se dejara de discos y pelis y exposiciones y se leyera algún libro de una puta vez.
Y lo veo todo claro por primera vez en años. Y me largo de vuelta a casa pensando que visto lo visto, con todas las falanges, con una orientación sexual no merecedora de especial respeto, con un físico insustancial y con una relevancia cero en la vida de personas importantes, no está tan mal ser el Rojo. Es mejor que ser otro. O como mínimo igual de lamentable. Ah, a veces el optimismo arraiga, crece y florece de golpe, en el momento menos pensado. Como ahora. Solo hay que saber mirar alrededor. Está lloviendo, vale, pero esto no es Japón. No cae lluvia ácida.







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