martes, 19 de agosto de 2014

ANA GABRIELA PADILLA [12.946]


Ana Gabriela Padilla 

San Salvador, El Salvador, 1984 · Poeta. 
Ha sido miembro del equipo organizador del Encuentro Permanente de Poetas de El Salvador. Es autora de un poemario inédito titulado Noctívagos. Colabora con revistas literarias centroamericanas y, además de poesía, escribe cuentos, artículos y reseñas literarias. Actualmente reside en Nicaragua, donde se encuentra realizando estudios de Lengua y Literatura Hispánica. Con la selección “Aedes y otros poemas”, obtuvo el segundo lugar en el Certamen Interuniversitario “Carlos Martínez Rivas”.



A LEONOR SILVESTRI Y EZEQUIEL D´LEÓN


I

Que no Tijuana, no,
Xelajú,
sextísimo estado de los Altos,
con su innombrable kiosco agujereado,
valle que se extiende entre la montaña honda
o constelación abstracta de las sombras.

Finísimo el instante,
vendaval,
lámina tensa, múltiple hoja,
claro mezcal corriendo en nuestra calle oscura.


II

Fría era la noche, allí,
donde olvidábamos al hombre,
ése,
el de las gafas negras y la mente muerta;
donde los cuerpos hilvanábanse en futuro pronto.

Después lo otro,
el balanceo interno
como silvestre péndulo que ya impacienta y muerde.
Reunión en la que todas
te conjugamos femenino,
explícita complicidad,
inherente guiño en nuestra cara urgente,
oscilante llamada en alta voz.


III

Porque fuimos siamesas, nosotras,
Blanca gata Ana, Alí.
Ágatas medulares,
sibaritas de la carne,
ángulo y vértice
furioso y contenido.
Triple exclamación, aquélla,
la de las anchas notas cinceladas,
cuando la convulsión asoma,
estallido.

Pero sin duda hemos partido,
en impúdica orfandad,
partimos,
a esperar asombros,
cualquier destierro esperanzado
en hacernos perder desesperanza.




Paternóster

Por no desprenderse del muérdago heredado
del estar, mezclado a los cordones ancestrales
que maneja la historia;
con el linaje borbotando la antigua sangre,
el apetito milenario se enarbola,
prolifera entre la miasma
dejando por testigo a una carne nueva
que renueva y atrapa los nombres.

El trozo bayuno se hace otro
para tener sostén y alivio
en los días en que ya no se es.
De nuevo es ése,
el neófito que despierta,
el meyótico que viene a beberse
la placenta reciclada de tantos siglos.






Nota final

Junto al escrótico abismo. Así nos vimos,
como exactitud humeante
que tambalea su existencia ante la nada.

Mientras abajo
el pulpo ansiado de carne
carcomía huesos,
nosotros,
zambullidos en el aqueje,
saboreamos
la ininterrumpida gana de vacío:
aquélla,
la kunderiana atracción vertiginosa
o magnetismo hondo
–agua que no se negara nunca
a la pupila palpitante
del conciente animal etéreo–.

No hubo más que decir,
sólo el pez agazapado en la garganta
que intenta escape
y no resiste;
agotamiento ineludible
al que veloces llegamos
como si desde allí,
desde el inicio,
supimos el momento
y lo ansiamos.

Nunca el miedo
como una masa perseguida por Erinias
en la sombra de la noche,
apoderósenos,
cuando erguidos sobre la alta cima
quisimos despeñar los cuerpos
hasta ahogarlos en salitre.







Estar en sí

Los dos nos vimos, Nietzsche,
con el acial apretado
que deparaba el tiempo,
queriendo desgarrar el santo
 óbice, para atarle
a las bestias salvajes.

Lo hiciste:

saliste antes de irte
para probar tu antídoto consciente,
para romper la gota que mecíate
  obnubilado.
La masa putrefacta no mordía
  más tus talones,
la carcomiste con tu ceño agudo.

Veámonos ahora, Nietzsche
encontrémonos,
ya me he despojado de la punza
  imaginaria
que me desangraba por las noches.






Sueño de tarde

A Rolando Quijano


Despertarse
y oír los gritos
ensartados por la oscuridad;
el rechinar de la tierra
que ha seguido rodando.

Ver las horas de luz
perdidas
como espectros de sombra
desfilando por enfrente.

Devolver las horas de sueño
como si el aliento del mundo
estuviera en contra tuya,
por la tenaz determinación
de desafiarlo dándole la espalda.

Despertarse:
saber que ya no están
y castigarte con la cara
clavada en la pared.







Aedes

Váyase a saber de su insolencia
quejumbroso díptero de larvas.

Cualquier exclamación es nula:
retuerce su aguja delgada
y zapa las pieles dormidas
cuando los gritos se oyen
desde atrás
– allí –
en la doliente realidad del sueño.

Y es el imán
–sangre de zumos innombrables –
breve sustento
para el vampiro aminorado.

Me niego a la calma
–Yo,
arácnido imperfecto –
hasta juntar mis manos
sobre su carne.






Decires cotidianos

A Genoveva Calero


Ausente,
obcecada en mirar sin ser parte de…

La firme columna que observa el esperpanto:
la engalanada mujer
—más, muñeca quebrándose—
inhóspito maullido que ahuyenta,
voluntarioso cuerpo destinado a lo frío,
a las vueltas
de ir
y de venir
y no hacer nada.

Un hombre viejo
—ufanoso él—
el siempre-patriarca,
procreador sin par,
energúmeno y valeroso
ante el recuerdo del vano afán.

y el otro,
el embebido de su propia máscara,
el incicuérvido
que de puntillas cae
hasta tus ojos.

En el fondo,
la rueda de aficionados,
erguidos de ansia
mordiendo su vil estafa,
inhalándose y exhalándose,
innata ociosidad
que asoma su cabeza
entre los hombros.

Aquí,
larva, vapor, astilla.
encerrada en mi humo,
prefiero: sola.





INVOCACIÓN 

De las infantas –la no olvidada– 
porque las manos abiertas contra 
 el cabello 
son la molesta caricia que reclama, 
las únicas que salpican de sombra 
 esta luz inmediata. 

No fue prevista entre mis poros, 
se tejieron las migajas hasta 
 formar el cuerpo, 
pero eso sí, en otras capas, 
con otros sudores y decires que 
 me son ajenos. 
Su carne blanda y pálida se bañó 
 de sangre 
entre otras piernas. Y así, 
saliendo a la luz tortuosa de gente 
 enmascarada 
se desgarraron tejidos hasta ponerla 
 en movimiento. 

Sin embargo, 
yo no soy sólo tiempo de sal o de 
 ceniza, 
hay una materia inconclusa que 
absorbe el deseo de atraparla 
hasta ahorcar esos impulsos 
 perdurables, 
un requerimiento por la insaciable sed 
 de su voz –llamándome 
apuñalando el color amargo de la ausencia. 

No es posible no atender 
 su lagrimeo salado 
porque es el mismo que hoy empapa 
 esta página abierta. 







NOCTÍVAGOS 

Mientras el álgico vientre 
retuerce su mandíbula entre las sábanas, 
los que siempre han sido de noche, lo son, 
ahora que en la negrura 
se yergue una virgen acéfala 
sobre sus cráneos. 

La fogata de los desperdicios diurnos arde, 
desplaza el peso de las sombras 
frente a sus espaldas, 
prensadas de un ojo estrafalario, 
que lo intuyen a él 
- el que suda la ausencia de un sedante 
sin arremeter las filosas puntas de lo indeseable-. 

Yo, desde adentro, también lo intuyo, 
con sus pasos confusos, 
atajando el espacio, 
los bordes danzantes de una plaza 
que se escabulle cuando amanece. 




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