sábado, 8 de octubre de 2016

ADRIÁN SÁNCHEZ [19.228]


ADRIÁN SÁNCHEZ

Adrián Sánchez nació el 22 de enero de 1970 en Buenos Aires, ciudad donde reside, la Argentina. Egresó en 1994 de la carrera de Periodismo General en TEA (Taller Escuela Agencia). Obtuvo, entre otras distinciones, el Primer Premio del Concurso de Poesía “Valle del Elqui”, organizado por el Centro Cultural Chileno “Gabriela Mistral” en 2004. Publicó los poemarios “La condena del mudo” (Primera Mención Honorífica del Fondo Nacional de las Artes, edición 1998; Ediciones Botella al Mar, 2000) y “Mi padre cavaba un pozo” (Tercer Premio del FNA, edición 2012; Ediciones del Dock, 2013). 


Algunos apuñalan su corazón
hasta tres veces.

Otros abren sus venas
para vaciarse
se arrojan ante un tren
o saltan desde un puente.

Hay quienes se ahorcan
para morir bailando.

Dicen que el método elegido
surge de los motivos 
que llevan a tomar la decisión.

Mi padre se metió en la cama.
                  
(de “Mi padre cavaba un pozo”)


*


Mi madre me miraba incrédula
correr por el jardín
mientras de mi cabeza agujereada
escapaba la sangre de su sangre.

Eras como un globo
me contó después.
No podías parar
porque tu sangre era como el aire
y al escapar
te impulsaba hacia delante.

Me imaginé en una plaza dijo
mirando para arriba
llorando con otras nenas.
                                
(de “Mi padre cavaba un pozo”)


*


Espero acostado
que Laura se duerma
y entonces bajo a nadar.

Ella no puede mojarse.
Algo dentro de su cuerpo
necesita estar seco
por cinco días.

Nado despacio para no despertarla.
Pero también
para que el fondo no se agite
y el agua se enturbie.

A veces dejo de bracear
y flotando en la oscuridad
me pregunto qué sería de mí.

Si tantas cosas.
Qué sería de mí.
                                        
(de “El ángulo”, inédito)



*


Una tarde corrí
entre gallinas espantadas
con mi primer amor 
desnuda sobre mis hombros.

Ella reía nerviosa
porque nos habían descubierto
y pronto sentí su pis
cayendo por mi espalda.

Cuando ya no pudimos escapar
me puse en cuatro patas
para que pudiera desmontarme.

Recuerdo la presión
de sus muslos en mi cuello
como una despedida.

Después los talones
blanquísimos en el barro.

El vaivén del pelo y los brazos
mientras seguía a la abuela.

Se iba.
                  
(de “El ángulo”, inédito)



*


Aunque es otoño 
el calor no se va.

Al borde de la pileta
miro el fondo
cubrirse de verde.

Podría limpiar el agua.
Nadar unos días más.

Hojeo un libro de Carver.
Una foto suya junto a un río
mirando la corriente.

El agua que yo veo no fluye.

No enriquece otro caudal.
No desemboca nunca.

Chinches rondan los escalones 
donde apoyo mis pies.

El verano pasó.
Corresponde que este agua se pudra.
                                
(de “El ángulo”, inédito)



*


Todos llevamos algo.

Cosas anónimas
que tanto pueden ser
de unos como de otros.

Una cartera.
Un manojo de llaves.
Un paraguas.

O cosas que los identifican.
Ésas
sólo pueden ser nuestras.

Una bandera.
Un estante de madera.
Un globo.

No importa sólo qué se lleva.
También cómo 
y por qué.

En mi caso
un reloj de arena.
                          
(de “Nunca supe bailar”, inédito)




ENTREVISTA A ADRIÁN SÁNCHEZ 

Por Rolando Revagliatti


Nacés en el mes en la que también “nace” nuestra cargadísima década del setenta.

AS — A las 02.40 del veintidós de enero de 1970 en la ciudad por entonces denominada Capital Federal. Único varón entre los once o doce nacimientos: algo así como una noche récord para el Hospital Rivadavia. Ante la abundancia de parturientas y escasez de médicos y enfermeras, mi madre hizo sola el trabajo de parto. Además de las dificultades propias de la situación, yo trataba de subir dentro de su cuerpo en lugar de bajar. Recién cuando caí de la camilla y ella gritó, llegó la ayuda.

Fui sólo un día al jardín de infantes. Se llamaba "Los Enanitos" y quedaba a una cuadra de mi casa. Conservo la imagen de estar sentado sobre una mesa mientras los otros niños hacían cola para jugar con un payaso articulado de cartón. Me resultó tan aburrido que cuando volví a casa le aseguré a mi madre que no quería volver porque "los enanitos" me habían robado mis galletitas. Por lo que sea, la triquiñuela funcionó.

A los seis años empecé el primer grado, y ahí no tuve reparos. Me sentía cómodo, me divertía y las maestras me adoraban. Recuerdo a dos de ellas peleándose por colocarme la pechera del General San Martín, antes de subir al escenario durante el acto celebratorio del 17 de agosto. La primaria transcurrió en calma. Quería a mis compañeros y era querido. En tercer grado fui elegido mejor compañero, y recibí como regalo "David Copperfield" de Charles Dickens. Y gracias a eso empezó mi amor por los libros, por las historias. Y por Dickens. De todas maneras, las "malas notas" por conducta eran semanales. Como en mi casa la comprensión no era lo que reinaba, trataba de zafar como podía. Llegué al extremo de agujerear el cuaderno de comunicaciones donde correspondía que firmara mi madre; después recorté su firma de otro lado, la pegué sobre el papel agujereado y declaré a la maestra que mi mamá se había equivocado al firmar, que al borrar había agujereado el papel y que entonces firmó en otro lado y pegó la firma al pie de la mala nota. Una vez más, la triquiñuela funcionó.

Experiencia aterradora: en 1979 (cuarto grado), a la escuela se le ocurrió trasladarnos en excursión a la Comisaría de Olivos, en nuestro barrio. Armas, calabozos, detenidos esposados (dios mío, quién sabe por qué), y la sana amenaza de que eso nos esperaba si llegábamos a meternos en "cosas raras". Y otra más: simulacros de bombardeo, por la eventualidad de algún conflicto, acaso con Chile: escondernos debajo de los bancos a una señal de la maestra. 

Y ya por ahí estabas en los ochenta.

AS — Finalizando la escuela primaria: suavizada por mis primeros besos con una dama un año mayor. Muchos besos. Después hubo otros por supuesto, pero supongo que nunca son como los primeros. Posteriormente, ya en el secundario, recreaba exactamente el gusto y el olor de la boca de la piba, exhalando mi aliento, aproximado al banco de madera, y haciendo una cerca con mis manos para que no se diluyera. El secundario fue más hostil. Chico de escasos recursos económicos, becado en un colegio privado en La Lucila. En segundo año me quitaron la beca por mal comportamiento. No me portaba peor que el resto de mis compañeros, pero por ser pobre y becado debía demostrar mi agradecimiento mediante la obediencia y la sumisión. Esa beca me la había ofrecido la directora de la escuela primaria, cuando estaba por terminar séptimo grado. No sé por qué no lo habló con mi madre sino conmigo. Me dijo que lo pensara, y que en una semana le respondiera. Yo quería ir al Nacional de San Isidro, pero en vez de rechazar la propuesta, cometí el error de comentarlo con mi madre y mi hermana, y terminé en el privado. Cuando me sacaron la beca, hubo que hacer malabares para pagar la cuota de un colegio de mediocre para abajo. Pero algo esencial para mi futuro aconteció por haber concurrido allí. Dos cosas, en realidad. Conocer a mi profesor de Literatura, Daniel Arias, que fue quien definitivamente me llevó a escribir. Y un libro que me recomendó leer y que se transformó en mi favorito. Tenía catorce años: lo leí cada dos hasta ahora, que tengo cuarenta y seis. Se llama "Cuentos de hadas en Nueva York" y es de James Patrick Donleavy. Cada vez que termino de leerlo me digo: "Un día voy a regalar todos mis libros y me voy a quedar sólo con éste". Ese mismo año murió mi padre. No fue especialmente duro para mí (a un nivel consciente, en ese momento, quiero decir). Nunca había estado mucho en nuestra vida. No digo simbólicamente. De hecho no estaba, porque estaba en otro lado, nunca supe dónde. No fui a su entierro. Ni siquiera sé si lo velaron. Lo que sí fue significativo para mí de todo eso (tanto que treinta años después dio vida a mi segundo libro, "Mi padre cavaba un pozo"), fueron los largos meses que pasó muriéndose en mi habitación, en mi cama, mientras yo fui desplazado a dormir al comedor. Su última frase para mí (la única en todo ese período, si no recuerdo mal) fue: "Te voy a matar".

Por suerte, tuve amigos durante la secundaria, que hicieron mi adolescencia entre niños ricos un poco más amable. Uno de ellos muy importante, con el que descubrimos mucha música, que me acompañó y me acompaña todavía. La mayoría de esos amigos perduraron lo que duró la escuela, pero dejaron huella en algunos aspectos. Y afianzaron el apodo que había empezado en la primaria más tímidamente: mono. Para mi profesor de literatura, que todavía veo, y para uno o dos más que sobreviven a aquella época, todavía soy el mono. El apodo viene de que desde chiquito, donde podía me trepaba. Y donde no podía, también. Las costuras en la cabeza y los moretones en partes diversas de mi cuerpo eran los trofeos. Como extras no vinculados a las "monerías" pero sí a mi culo inquieto, fui atropellado cuatro veces (quizá la última no cuente porque fue a mis treinta y cinco años), una de ellas en bicicleta.

Terminando el quinto año, fue el sorteo para el Servicio Militar Obligatorio, en una de sus últimas ediciones. Entré de cabeza con el número 938. Decidido a no hacerlo, me dispuse a bajar de peso. Con mi altura, debajo de cincuenta kilos quedaba fuera del Ejército. Al momento del sorteo, en octubre del 87, pesaba sesenta y dos kilos. Un año después, llegué a la revisación médica en el Distrito Militar de San Martín pesando cuarenta y ocho. Un éxito. Eso sí, apenas logré recuperar la mitad de los kilos perdidos. Recién hace dos años, a mis 44, volví a mi peso original.
  
El verano previo, en el sur, había conocido a quien sería me primera compañera formal. Ya trabajaba. Eso, junto con la decisión de evitar la colimba, y dejar el hogar familiar, marcaron el comienzo de lo que llamo "mi vida". Para mí, significa algo así como el límite a partir del cuál uno (yo) deja de culpar a otros por sus padecimientos, resultados, limitaciones, etc.

De paso: el albergue transitorio que frecuentaba con este primer amor, ubicado para más datos frente al hospital donde nací, es ahora un hogar de ancianos. Espero que se trate de uno de esos casos en los que un cigarro es sólo un cigarro.

Pisando los noventa, entonces, te vas a vivir solo.

AS — Fui el primero de mi grupo de amigos en llevarlo a cabo, con lo cual mi casa era la de todos. Y más de los que tenían chicas. Casi todos mis amigos contaban con un juego de llaves. La única condición era la de no ir sin avisar. Pero años después, no muchos, pasé de generoso anfitrión a no abrir la puerta a quienes venían de visita sin antes haberlo concertado. Y de eso, a no recibir visitas, directamente.

Por la época de mi emancipación se acrecentó la intención de encarar con rigor la escritura. Empecé a asistir al taller de quien había sido mi profesor de literatura. Duré un par de años. En un momento él me echó, quizá con razón, por no cumplir las consignas, plazos y demás. Por trabajar poco, básicamente. Pero ese taller, el único al que concurrí, me enseñó lo primordial: darle hacha a todo lo que no sea esencial. No siempre se logra, pero hay que intentarlo. Y muchos de los textos laburados en ese taller, fueron el esqueleto de mi primer libro, "La condena del mudo".

Poco después, en viaje por Bolivia, el colectivo en el que iba efectuó una parada saliendo de Sucre, en una especie de almacén que había junto a la ruta. Cuando me asomé por la ventanilla, observé a una chica, adolescente supongo. Jamás había visto a alguien tan sucio. Era como si hubiera pasado un lustro revolcándose en el barro y la basura, hasta que el barro y la basura parecían crecer de ella. Pero tampoco había visto nunca a alguien tan hermoso. Aun a través de esa coraza de barro y mugre, las formas de su cuerpo y los rasgos de su cara impactaban. De repente se inclinó hacia la derecha, levantó apenas su vestido, y se rascó el muslo. Esa experiencia fue la confirmación física de algo que ya intuía: no procurar extraer poesía de mundos inexistentes. La poesía se me mostraba a mano y a la vista, de mí y de quien la quisiera advertir. Considero que la realidad es lo suficientemente poética para quien sabe capturarla y transmitirlo con palabras justas (sencillas) y de manera reconocible. En todo caso, el oficio está en saber captarla y describirla.

Intercalo cuatro frases que tengo pegadas junto a mi mesa de trabajo: 

"Yo veo algo y lo describo tal como lo veo. Al hacerlo, me abstengo de comentarlo. Si he hecho algo que me conmueve —si he retratado bien ese objeto—, alguien más se conmoverá, aunque también habrá otro que diga: ‘qué carajos es esto?’ Y tal vez ambos tengan razón." (Charles Reznikoff)

"Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: ‘desde el río soplaba un viento frío’, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla." (Horacio Quiroga)
"Admiro a quienes hacen poesía sin necesidad de crear un mundo que los demás no puedan tocar." (Sean Penn)

"Escribir es mágico. Es, en la misma medida que cualquier otra arte de la creación, el agua de la vida. Y el agua es gratis. Así que bebe. Bebe y sacia tu sed."  (Stephen King)

Me interesa lograr (trabajar en lograr) ese equilibrio, ese camino bien finito que existe entre la poesía y la narrativa. Llegar a lo básico, pero a la vez no tener miedo de narrar. Relatos, pero con un ritmo y sonido e imágenes que como narraciones plenas no tendrían. Mi ritmo creativo es lento. Entre la publicación de mi primer libro y el segundo pasaron trece años. En el medio sólo escribí el que dentro de poco estaré publicando como tercero. Espero que esos plazos se vayan achicando. Tiene que ver con la confianza, supongo. En estar seguro de lo que uno hace, pero no en el sentido de que es maravilloso, sino de que uno se esmera para hacer siempre lo mejor. En mi caso, y seguramente para muchos otros sea así también, aunque obtuve algunos premios y reconocimientos, nunca me percibí más orgulloso que al saber que había hecho lo mejor que estaba a mi alcance elaborando un poema, un libro entero, sobre todo con el ordenamiento, o lo que sea. Por otra parte, en ese sentido, a veces pienso que ésa puede ser la diferencia entre un oficiante de poeta y un gran poeta: uno llega hasta sus máximas posibilidades, y el otro también, pero una vez que llega ahí, se pregunta cómo lo puede mejorar.

Nos ubicamos en el 2000. Desde el 2000.

AS — Mi primer libro. Frecuentaba los ciclos literarios, en parte por las invitaciones que recibía, y en parte porque, bueno, era lo que correspondía. Incluso llegué a co-coordinar alguno, “La Dama de Bollini”, con el poeta Daniel Grad. No duró mucho la faena: apenas la segunda mitad del 2004. Pero tanto de un lado como del otro, esas ceremonias fueron perdiendo interés. Que quede claro, no las critico, sólo que no me dan placer.

En 2004 fui invitado a Chile al Primer Encuentro de Poesía “Voces para el Desierto”, realizado en Copiapó, capital de la Región de Atacama. Por nuestro país participó también Diego Muzzio, y por Chile Eugenia Brito, Gonzalo Millán, Nadia Prado, Juan Cameron y Mauricio Redolés. Quien organizó todo no era de allí. Había llegado de Santiago apenas meses antes. Formó un mínimo equipo, de gente que casi tampoco conocía, y obtuvo un festival de tres días en distintas sedes, incluida la plaza, al que asistió tanta gente como no se había visto jamás reunida en Copiapó. Y aunque lo monetario nunca es lo esencial, consiguió también hospedaje, comida y pasajes de avión para los poetas invitados del resto de Chile y Argentina. Todos para escuchar poesía. Y gracias a una persona que ama la poesía (en todas sus formas) y no consideró que hubiera ningún impedimento válido para mostrar a otros eso que amaba. Repito, en una ciudad que no conocía. Hoy me enorgullece decir que es una de mis amigas más queridas. Se llama Aída Inés Osses Herrera, y por si fuera poco, es Jueza.

¿Y el periodismo?

AS — Después de dos años en la carrera de Ciencias de la Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires, me cambié a TEA, en procura de conocimientos más prácticos que teóricos sobre Periodismo. Se me daba bien la confección de artísticas radiales, sobre todo por cierto toque humorístico. En algunas de las materias que concernían con la escritura en sí, con el estilo sobre todo, mis intenciones poéticas se hicieron notar. En algunos casos en mi contra, con profesores que aseveraban que esa tendencia poética me jugaría en contra; otros a favor, en la creencia de que justamente eso marcaría la diferencia sobre lo establecido. Egresé, habiendo perdido poco antes (por no estar al tanto de una noticia) un trabajo ofrecido por uno de los directores de la Escuela. Al margen de haberme desempeñado en el área de prensa de algunas empresas, la labor intrínsecamente periodística que realicé, fue durante varios años en una ONG de defensa de la libertad de expresión: PERIODISTAS Asociación para la Defensa del Periodismo Independiente, mediante la detección, denuncia, seguimiento e intento de solución de los conflictos. Nunca laborales o gremiales, sino puramente de libertad de expresión. Fue una gratificante incursión. Pero después de eso, me volví librero. Nunca registré el interés y la pasión que imagino que se debe sentir para el ejercicio del periodismo (cierto tipo, al menos), en cualquiera de sus formas. Pasión no sólo para realizarlo meritoriamente, sino también, para obtener la fortaleza para no ser consumido.

Durante muchos años fantaseé con no hablar más, y que no me hablaran, por supuesto. Comunicar apenas con lo que el cuerpo lograra transmitir. Quizá por eso me atrajo siempre también el lenguaje de manos.

En la solapa de “Mi padre cavaba un pozo” consta que mantenés inéditos al menos dos libros: “El ángulo” y “Nunca supe bailar”. ¿Son poemarios? ¿Y en narrativa?...

AS — Sí, se trata de dos poemarios. “El ángulo” ya está terminado. Sólo queda definir su publicación. En este caso, a diferencia de los dos volúmenes anteriores, que se publicaron gracias a menciones o premios en concursos, decidí gestionar su impresión por mi cuenta. Supongo que posteriormente me ocuparé también de la distribución. En realidad, éste es un libro de composición anterior a “Mi padre cavaba un pozo”. Pero algo pasó en su momento, algo personal, que me marcó que era mejor dar cabida antes a “Mi padre…”. Y la verdad es que a partir de la publicación de este título, me fue mucho más fácil pulir y terminar “El ángulo”.
          
En el caso de “Nunca supe bailar”, no está cerrado, pero sí lo suficientemente encaminado. No hay dudas sobre su “sentido”, su hilo conductor. Tener claro eso, para mí, es tan importante como la labor de escritura misma. Más todavía: sin eso, difícilmente pueda componer los poemas. 
          
La narrativa me ha esquivado siempre. Es decir, aunque se trata del género que más leo, nunca logré apresarla en cuanto a su confección. Al final de “La condena del mudo”, hay una especie de narración para niños, un tanto siniestra según opinaron algunos amigos con hijos. Sí, por lo que decía antes sobre mi estilo, logré incorporarla a mi manera de “contar” mis poemas. Cuando elaboro uno, necesito saber que estoy contando algo. Si no, ese texto va a quedar irremediablemente descartado.  

¿Nos referirías alguna “curiosidad” literaria personal que te haya ocurrido?

AS — No se si esto califique como respuesta a tu pregunta, pero es lo más cercano que se me ocurre. En el 2004 o 2005 fui invitado por el poeta Eduardo Dalter a un ciclo de lectura en el Hospital Borda [Hospital Interdisciplinario Psicoasistencial “José Tiburcio Borda”], no recuerdo si organizado por la radio “La Colifata”. Sólo acepté una vez que supe que una amiga muy querida me acompañaría. Al entrar al enorme Hospital nos perdimos. Recorrimos patios y jardines sin encontrar a Dalter o a la gente de la Radio. En un momento, advertimos una ventana en un paredón. La golpeamos, y cuando nos atendieron supimos que era parte de un edificio del Servicio Penitenciario. Esto fue demasiado para mí, porque mis dos temores históricos, diría que desde pibe, son volverme loco, o quedar preso. Creo que de ninguna de las dos cosas nadie está a salvo. Finalmente dimos con los organizadores, la mesa de lectura, el micrófono y demás. Pero yo fui débil. No pude soportar la visión de algunos internos que participaban, y tuve que irme sin concretar mi lectura. 

¿El mundo fue, es y será una porquería, como aproximadamente así lo afirmara Enrique Santos Discépolo en su tango “Cambalache”?

AS — No comparto por completo el parecer de don Discépolo. El mundo, y toda cosa que en él existe, desde que ya no hubo un solo humano sino dos, es porquería sólo una mitad, pudiéndose decir de la otra mitad, que el mundo fue y será una maravilla.


Un artículo de David Torres aparecido en el nº 70, febrero 2016, de “Agitadoras”, de España, nos recuerda que “Quevedo pisó la cárcel por irse de la lengua, San Juan de la Cruz por diferencias de opinión con la orden de los carmelitas, Fray Luis de León por traducir el “Cantar de los Cantares” sin permiso oficial y Cervantes fue acusado de malversación por una irregularidad en las cuentas”. ¿Qué añadirías?

AS — Añadiría que si alguna vez se diga de mí que fui preso en tanto poeta, sumándome a estos casos ilustres, seguramente será por atacar con violencia a algún colega de los que suelen leer o publicar en sus libros epígrafes en otros idiomas sin traducirlos, asumiendo que todos los lectores dominan, por ejemplo, el turco.

¿Gacela, ardilla, puma, albatros o jirafa?

AS — Puma, sin duda. Nada más admirable para mí que un felino. Si en la lista figurara también “caballo”, ahí estaría en problemas para elegir.

¿A qué personajes de la historia universal te hubiera gustado parecerte?

AS — Supongo que tu pregunta apunta a personajes políticos, religiosos,
militares, científicos, etc. (no artistas, quiero decir). La verdad es que no estoy familiarizado con la Historia Universal y sus figuras. Como en otros casos en los que sé que no sé de qué se habla, prefiero no dar un ejemplo sin saber, forzado. 

¿Tus planes a corto y medio plazo?

AS — A corto plazo, de acá a mitad de año digamos, publicar “El ángulo”. Después, abocarme a continuar “Nunca supe bailar”. Me agrada mucho sacar fotos, sobre todo que involucren personas en situaciones, una vez más, narrativas, en las que cualquiera pueda ver una historia, y leerla. Yendo un poco más lejos, imagino que el libro posterior a “Nunca…”, será un poemario basado en algunas de esas fotos.

Manuel García Verdecia le formuló en cierta ocasión un interrogante a la poeta Paulina Vinderman. Citada la fuente, te la formulo: A diferencia de los asuntos de sangre, en la poesía, todo poeta es responsable de su genealogía literaria. ¿Cuál es el linaje del que te sentís heredero?

AS — Ésa es para mí una de las preguntas más difíciles de responder, porque uno va modificando el linaje. Justamente porque ese mismo linaje lo va modificando a uno. Por supuesto, con el paso del tiempo, con el aprendizaje, se incorporan autores. Pero por lo mismo, también se van.

Obviamente sin pretender ponerme a su altura, por dios, hablamos básicamente de influencias, hoy diría que me siento heredero del linaje poético de Cesare Pavese, de Emily Dickinson, de Jorge Teillier, de Charles Bukowski, de Raymond Carver, de Jaime Sabines. También de Charles Dickens, mi primera lectura, que no escribió poesía, pero sí fue poeta. Y también entonces, cantautores como Gabo Ferro, cineastas como Charles Chaplin, fotógrafos cómo Elliott Erwitt, pintores como Edward Hopper. En fin, a todos los que me enseñaron lo que es la poesía, aun sin escribir poesía, los considero mi linaje poético. Y les agradezco, porque son los que realmente me educaron.

Imagino que además de Elliott Erwitt tendrás tus otros fotógrafos famosos preferidos. 

AS — No son muchos. Más bien pocos, en realidad. El húngaro Robert Capa (1913-1954) y el francés Henri Cartier-Bresson (1908-2004), por ejemplo, ambos reporteros de guerra y fundadores en 1947 de la Agencia Magnum. Magnum fue una iniciativa que dio control a los autores miembros sobre la elección de los temas a documentar, su edición y su publicación, procesos que en el caso de fotógrafos contratados por diarios y revistas quedaba en poder de los medios de prensa. También el suizo Robert Frank y el francés Robert Doisneau (1912-1994). Lo que me atrae de ellos es justamente eso que mencionaba al hablar de mis fotos. En sus trabajos siempre hay, o siempre veo, al menos, una historia. Y sea un desembarco de soldados, un beso en una calle de París o el salto de un perro.

Para Cartier-Bresson lo esencial era la oportunidad: “Para mí lo importante es el tiempo, todo es inestable, nada permanece para siempre, todo cambia en todo  momento”. Y para Capa: “Si una foto no es suficientemente buena es porque no estabas suficientemente cerca”. Esta idea tiene una interpretación física, más obvia, pero también moral, en el sentido de que uno debe comulgar con lo que está fotografiando. Para eso hay que estar presente, aunque ese momento dure una milésima de segundo, como dice Cartier-Bresson. Por su parte, Erwitt sostiene que no se puede enseñar el talento visual, y coincido. Ningún virtuosismo técnico superará jamás a una sensible manera de mirar, y de elegir lo que es digno de mirar y de mostrar. En una foto suya, tomada en Cuba en 1964, Ernesto “Che” Guevara mira a su izquierda, y sonríe. Seguramente también hizo tomas de frente, mirando a cámara. Pero la elección de mostrarlo mirando fuera de campo, cuenta una historia más interesante.

¿Hasta dónde te dejarías llevar por vocablos como éstos: “panacea”, “cofrade”, “dulcificar”, “implosión”, “deletéreo”?

AS — Me dejaría llevar hasta quedar ciego para dejar de leerlas, o sordo para dejar de escucharlas.

¿Acordarías, o algo así, con que es, efectivamente, “El amor, asimétrico por naturaleza”, tal como leemos en el poema “Cielito lindo” de Luisa Futoransky?

AS — Uno acuerda o no con algo según su propia lectura, ¿no? Y una vez que entra, esa lectura propia distorsiona eso con lo que se acuerda o no, lo modifica. Dicho esto, en base a mi lectura de “El amor, asimétrico por naturaleza”, diría que no acuerdo. Asimétricos (que no puede ser cortado por un eje cualquiera de tal manera que las dos mitades resultantes sean idénticas entre sí) son los vínculos. Las personas, ya que estamos. El amor, no. Tampoco es que sea simétrico, pudiendo cortárselo por un eje de tal forma que sus dos mitades sí resulten idénticas entre sí. Sea lo que sea, es una unidad indivisible.

¿Qué libros que te hayan fascinado, al paso del tiempo se te han vuelto insoportables?

AS — Me ha ocurrido una sola vez. Apenas terminada la escuela secundaria leí “Sobre héroes y tumbas”, de Ernesto Sábato. Por circunstancias personales de entonces quizás, me pareció maravilloso. Pasé un par de años recomendando ese libro a quien fuera que se me cruzara. Con posterioridad, intenté releerlo un par de veces. En ambos casos me resultó, tomando el adjetivo mismo de la pregunta, insoportable. Sólo como referencia, “El túnel”, obra supuestamente “menor” del mismo autor, que había leído incluso antes, en la escuela, me sigue fascinando hasta  hoy.

Dos años antes de que falleciera tuviste ocasión durante tres días de tratar personalmente al poeta y artista plástico Gonzalo Millán (1947-2006). ¿Conversaste con él? ¿Cómo lo recordás?

AS — Uno no va a conocer a alguien en tres días, pero me dio la sensación de ser una persona sincera, y eso implica a veces cierta parquedad o introspección que también lo acompañaban. Por mí está bien, me gusta eso. Nunca iba a buscar charla, pero si yo le preguntaba o comentaba algo, era muy amable. Uno de los días me “retó” en público. Durante el encuentro en Atacama compartí la mesa de lectura con él. Cuando al concluir se habilitó un espacio para las preguntas del público, alguien soltó el clásico y temible “qué es para usted la poesía”, y yo trasmití la misma situación que mencioné sobre esa señorita que observé desde el micro en Bolivia. Cuando le tocó a Millán, afirmó algo así como: “Esa pregunta no tiene sentido. Y éste (refiriéndose a mí), que dice que vio a una vieja sucia desde el ómnibus y que eso es la poesía, tampoco sabe”. Pero al decirlo, no enojaba, sino que hacía reír.

Me apenó cuando supe de su muerte. Muchas veces vuelvo al comienzo de su gran poema “La ciudad”:  “Amanece. / Se abre el poema. / Las aves abren las alas. / Las aves abren el pico. / Cantan los gallos. / Se abren las flores. / Se abren los ojos. / Los oídos se abren. / La ciudad despierta. / La ciudad se levanta. / Se abren llaves. / El agua corre. / Se abren navajas tijeras. / Corren pestillos cortinas. / Se abren puertas cartas. / Se abren diarios. / La herida se abre.”





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