domingo, 9 de septiembre de 2012

7756.- JUAN MENEGUÍN




Juan Meneguín

Editor, periodista y escritor nacido en la provincia de Entre Ríos y residente en la ciudad de Concordia, ARGENTINA.

Juan Meneguín ha publicado "Cantos apocalípticos y otros poemas" (1987), "Ragas en la niebla" (1991) "Papel españa" (plaqueta, 1996), y "Religión de Misterios" (Fray Mocho, 1999).

Dirige las Ediciones Río de los Pájaros, un emprendimiento editorial autogestionado e independiente, es uno de los pocos existentes en el litoral, dando cabida a poetas y narradores de la Mesopotamia, con más de veinte títulos publicados.

Ha trabajado en periodismo gráfico, preferentemente periodismo político y cultural como también ha dirigido suplementos literarios en medios de la ciudad de Concordia. En materia de política cultural y promoción de actividades culturales, Meneguín ha sido coordinador para Entre Ríos de las Ferias Regionales del Libro de Alvear, uno de las actividades independientes más importantes del país durante los años '80.

Ha participado también en los primeros encuentros de integración cultural en el marco del Mercosur, durante los años '91 y '92 en Porto Alegre, coordinando el área literatura. Ha participado además, en calidad de lector y expositor, en innumerables jornadas y encuentros, destacando la representación entrerriana en el Encuentro de Escritores de Asunción y Foz de Iguazú (1993 y 1994) o el Festival Latinoamericano de Poesía (1995) de Rosario, entre otros. Ha sido incluido en antologías de poesía en España, EE. UU y Brasil (Mercosul/Sur Poesia, Ed. Tsché de Porto Aleggre, 1995), tanto en lengua materna como traducciones, y sus poemas han aparecido en medios de la provincia y del país.

A fines de 1998. y en un fallo unánime. los poetas nacionales Antonio Requeni, Víctor Redondo y Francisco Madariaga otorgaron a su obra "Religión de Misterios" el prestigioso Premio Fray Mocho de poesía, máxima distinción literaria de la Provincia, que además de la edición de la obra, dota a su autor de una jubilación emérita a partir de los 55 años.






Historia de la aviación

Cuando el niño era niño,
las manzanas tenían olor a manzanas
Peter Handke

He visto al viejo navegante,
chalina blanca y antiparras,
y fuselaje de pino y tela por los mares del Sur,
y un ronroneo de viejo Latècoére
por colinas entrerrianas un mediodía de abril,
como un sueño combado al vuelo rasante sobre el lino
girar e inclinar las alas
sobre las vizcacheras y sobre un río más claro que el Garona
y sobre aquellos arenales donde corajeaban adelantados Whippers
y gringuitos en cabriolés
que nada entendían de esas intrépidas máquinas voladoras
aunque ya esperaran fotografías con rubias casamenteras
mientras maceraban tinturas de láudano o de árnica
y curaban las pinoteas de las alfajías,
sin olvidar la genética del citrus
sin olvidar que el mundo estaba en el mundo,
pero en el cielo, sí, estaba el corazón,
y el espíritu de los plantíos
circundaba una lenta sustentación de isobaras
y de compases trémulos en las improvisadas rutas,
-apenas la punta de un lápiz nocturno
que fijara un trayecto de luna entre cúmulus nimbus
entre Toulouse y Tánger,
entre Casablanca y Montevideo,
entre Buenos Aires y Asunción
para un Correo del Sur con fotos y matrimonios a distancia:
-alsacianos, dinamarqueses, lombardos,
respirando todos el fresco de la madera lustrada con naranjas
y el recato de ultramarinos en los almacenes

-indocumentados altímetros
que vinieran a decolar aquí, en estas colinas junto al río
donde no supimos, si acaso, o tal vez muy fugazmente,
fue al atardecer de un viaje sin escalas hasta una ciudad llena de luz
cuando descubrimos en las hondonadas esas pequeñas maravillas,
esas crisálidas tornasoladas, intensidad y forma de capullos
todos encendidos y en caída desde otra galaxia en verano
hasta el aura de esas florcitas que llamamos dientes de león
y el rocío que ardía, fríamente,
-y sentimos, plenos y serenos,
que entre las colinas habría una como depresión triunfante
donde en apenas neblina brillarían todas las luciérnagas
aunque alternativamente, una y otra, y otra,
y otra cuando un sonido que no agredía
nos desplazaba por el viejo asfalto
donde esa tarde habían alucinado los arados
con sembrados extendidos hasta el próximo amanecer,
como si una gesta gringa hubiera venido a dejarnos esta marea de girasoles
y aquella luz serena sobre el lomo de las doradas
que saltaran entre las boyas del canal o remontaran el Salto Grande
donde los viejos, cada verano,
rehabitaban los ranchos para olvidarse de los ferrocarriles;

-entonces, éramos el paisaje adentro del viejo Oppel
viajando con brújulas y cartas astronómicas
y mapas desteñidos por la resolana
hacia una lejana pradera que conoceríamos en un amanecer
sin arroyitos ni esteros ni lagunones entrerrianos
pero con un fresco de alcanfores en la nariz de los gurises
festejando por un descubrimiento de trilladoras en caravana
que avanzaban, lentísimas,
con un estrépito de metales viejos
y de fierros comprimidos por la presión de las calderas
y de tierra removida por la fuerza de las ruedas metálicas,
lento y ondulante convoy de máquinas, tractores, carromatos
que penetraran una pampa de girasoles ingrávidos,
mientras un vientito de pretormenta
empujaría la nuestra descolorida nave
y las casuarinas de las rutas cantaban con sus agujas
hacia la Cruz del Sur...

ah, lluvia de los viejos días,
cuando el mundo recién habría de nacer
y había que nombrar todas las cosas, y conocerlas,
«...y qué de lejos están esas estrellas y después de ésas»,
otros mundos con soles vertiginosos más allá todavía
«y más más allá, qué...»
qué vacío contemplaríamos acostados boca arriba en los techos,
aprendiendo cómo se traza un círculo y por qué gira la tierra,
por qué el agua se evapora y luego se licúa y luego se congela,
por qué los pájaros y las máquinas vuelan,
y por qué venas viajan las centellas,
y porqué qué,
qué vacío enorme en la manito recién abierta
cuando supimos que el cometa andaría por el viejo muelle
y en el cedazo de la noche iluminada
fue una cinta pálida que se deshilachaba en el olor del río,
-resaca de bajamar y luces de lanchones cerealeros-
tan solo una pregunta, apenas una pregunta...
No. Nunca supe sin embargo por qué, y si acaso,
esa sarta con surubicitos vivos en un agua dulcemente clara
y dulcificada por sarandices enramados en la costa
me dejó la visión de un lagarto comedor de miel en la siesta de Chaviyú
y los ferroviarios con sus Estancieras atiborradas de campamentos,
cuando habría de ser el olor de lejanos arrecifes
las huellas del congrio en las playas de Río Grande
quizás un mensaje, una sintonía en qué firmamento del agua
para que volviera deslizándose en la Mar Australis
una tibieza de puentes cruzados al amanecer, y elevados
por un olor a esteros y álamos
sobre aquel delta donde solían andar las barcazas,
un poderoso aire en estado de ebullición
que habría de despertar finas raíces en la conciencia,
tibios filamentos dormidos en una palpitación de islas brumosas
que navegaran sin delfines ni cachalotes
hacia la tarde del cormorán y el calafate incendiados,
pero no ahora, aunque no ahora,
sino cuando un blanquísimo puente cruce como flotando
desde una ciudad oculta en un agobio rosado
hacia las forestaciones penetradas por la noche,
sino cuando ya no pudiera andar los viejos caminos
en busca de claros arroyos
y aquel rostro sólo sea una bruma pálida en los espejos,
sino cuando drogado de turbinas y carlingas
sólo escuche el carburante de una danza de Sea Harriers y Super Etendard
oliéndose la muerte en los hocicos,
volvería, sí, aunque no ahora,
sino cuando el viento sea sólo un amanecer de palmeras invocándolo,
invocándolo,
porque sin embargo eso sí supimos, y por si acaso,
que a los viejos navegantes no se los amarra
bajo el cielo de otra latitud
sino aquélla donde una vez decolaron los sueños.





Lili Marleene

El vidrio que golpea la mesa, el tenedor que golpea al vidrio,
la canción desafinada que habla siempre de un amor muerto
o la canción alegre para las almas siempre tristes:
es la última madrugada para los festejantes sobre la tierra,
demasiado temprano se hace tarde cuando se vacían las copas
y las piernas los pies repiten una síncopa de días olvidados;
la cintura abrazada de aquella mujer, el lenguaje de la piel,
el deseo permanente vivo cuando la mirada
dice las palabras más intensas y los labios no atreven
si no se ha bebido del licor cristalino. Afuera,
las casuarinas silban ahora su canción de otoños.
Hay olas grises en los muelles, y no hay pescadores
y chalanas pescadoras que pongan las proas río adentro.
El amanecer es lento, o tal vez ya fue con la última niebla
en las ventanas, y el humo empetrolado de las locomotoras
que tuvieron también su adiós con niebla en los andenes.

Pero la luna con azahares y sobre el río será la misma
cuando las palabras escritas se hayan extinguido,
cuando se hayan olvidado las palabras dichas entre copas.
Y los ojos que miraron, los labios que besaron,
y el lenguaje de la piel, irisada tan solo por la luna
cuando el río se hizo más ancho y más plateado
y los últimos viandantes regresaban con canastas y alegrías.

Pero ahora es solo una esquina cuya luz de farol está ausente.
Nadie espera bajo un sombrero caído de costado. La canción
ya suena lejana. Y nadie espera. Es sólo el viento del recuerdo, que pasa.





Pampa de Salamanca

Tengo una agenda de números muertos,
calles y direcciones y ciudades que jamás visitaré
y están muertos no sé desde cuándo ni cómo ni por qué,
ni por qué están muertos en esos papeles
los teléfonos con sus números, con sus distancias,
pero cada tanto un trazo de grueso lápiz,
como un trazo de participio pasado,
elimina un nombre, y el papel se va decolorando
a medida que se colorea año a año, tiempo al tiempo,
y distancias que ya no medimos en rutas sino en olvidos.

La copa quedó sin concluir en aquella mesa.
El fuego quedó sin extinguirse en aquel hogar.
Un suéter dejado en otra casa. Unos zapatos perdidos en algún hotel
cuando caminé una ciudad desconocida y nocturna
hacia terminales de ómnibus que no vuelven.
Las fotos de ya no sabemos quiénes
aunque levemente recordamos una época
por el registro de su entorno, el ambiente, la vestimenta.
Un camino que de pronto se curva entre árboles
por donde habremos pasado alguna vez.
Los labios que nos despidieron en la noche
y todo fue tan turbio con niebla en los fogones y junto al río.
El abrazo que nos dijo —que nos pidió—
que volviésemos en la próxima primavera.
La caricia de una mano que a veces recordamos
en la próxima primavera porque la mano olía a primavera —
Pero de pronto cae una marca sobre un teléfono que no responde,
sobre una calle que sentido no tiene ya
y no sabemos por qué ni desde cuando,
y en la fotografía la imagen está velándose desde entonces
y el suéter, que era rojo, ahora nos parece cobrizo
como liquidambar al otoño, y ya no sabemos, y no importa ya —

Hace tiempo mucho tiempo que no miramos fotografías.
Hace tiempo mucho tiempo este cuaderno de números
viene ilustrándose con fechas ciudades y nombres suprimidos.
Pero igual digo: en abril volveré a tu ciudad
pero ese abril pasa y el año se hace viejo,
y pasa otro abril y el año se hace viejo,
y al siguiente abril ya recordamos que hubo un verano,
que fuimos apenas un sonido solitario en una ruta solitaria
donde el sonido viajaba a noventa de crucero,
donde la ruta viajaba gris en medio del gris
y el sonido era de neumáticos en el asfalto
y era como un mantram, continuo como un mantram, era
una leve turbulencia en las cámaras de combustión,
era un mantram continuo bajo la insolación y el viento,
bajo el infinito derribado en las mesetas,
estrujado entre los dedos, mordido como finísimo polvo que cae,
que cae y queda entre lagrimales y sobre números muertos
hasta que una nueva marca, un trazo de gruesa tinta
hace invisible otra ciudad,
irreconocible el camino que nos acercaba a ella
cuando el sonido viajaba; el resplandor,
a velocidad crucero, viajaba sobre una curva
y otra vez sobre una recta imposible
y otra vez sobre la hipérbole de una depresión
y otra vez sobre astillas del Atlántico en las banquinas.

Pero aquellas geografías pasan, aquellos días pasan
y después el mismo tiempo se hace viejo
y ya no hay trenes hacia un pueblo de provincia
donde poníamos silletas en una plaza con chivatos
para leernos recientes y antiguas escrituras
cuando el verano se derrumbaba con las chicharras.
Pero las geografías pasan, los grandes días pasan.

Hay un crepúsculo de ceniza en los números.
Hay un crepúsculo de ceniza en los nombres.
No encontramos la esquina donde fuimos iluminados,
la calle entre árboles que llegaba hasta tu casa,
la esquina donde el resplandor una vez estuvo,
la calle cuyo nombre tiene ahora una caligrafía negada
mientras siguen las cenizas como esmeriles gastados, cayendo
sobre los mapas,
sobre las distancias,
sobre las ciudades,
sobre las rutas,
sobre tu mirada,
sobre tu nombre.





Cuando mi padre comía flores

La visita del alma fue entre dos pinos,
rendidos de tormentas y calandrias...

Yo supe colgar allí un pizarrón
donde escribía haikus al modo de Matsuo Basho
pero el rocío de las noches insistía en desteñirlos
o corregirlos, que es casi lo mismo,
y la noche en que madre olvidó descolgar el pizarrón
llovió más que nunca esa noche;
el mejor de los versos se perdió entre las agujas de los árboles
y a la mañana padre miraba con sonrisa en sus ojos
y le daba al martillo enderezando fierros
que después serían antenas de TV o cabreadas.
Pero eso fue antes de que empezara a comer flores.

Para cuando empezó a comer flores
elegía la más sabrosa de los gladiolos,
y como quien no quiere al pasar robaba un pétalo;
las rosas, decía, son todo un bocatto di cardinale,
aunque las preferidas eran las más humildes,
el jazmín del cielo, la flor del trébol.

Eso fue antes del cáncer y los intestinos revueltos
cuando se complacía en cambiar,
desterrar o regalar los mejores helechos
creando odios interminables entre suegras y nueras
a causa de un culantrillo y algunas margaritas
comidas como lechuga en ensalada.

Ahora me visita, con una blusa azul de ferroviario del ’50,
con su gastado pantalón de sarga y una varita de hinojo en la mano.
Se sienta en el viejo banco bajo los pinos,
se rasca la cabeza y me pregunta qué,
el Chicho me pregunta con el gesto qué hice con la vida:
no la dejes a tu madre, me dice,
acordate de cambiarle el aceite a la cupé.

Distraídamente deja caer una mano de costado
arranca una florcita blanca y la mira atento,
estudia la corola cuatro pétalos el estambre rubio,
y la lleva a su boca, la mastica despacito.

En sus ojos pasan las nubes que pasan,
brillan como relojes andando para atrás.
El alma de mi padre sonríe por algo que no entiendo.
Todavía no entiendo. Sólo lo veo a él,
comiendo flores como en sus mejores días.
(Octubre 2006, Inédito)





Con Li Po en el puerto de Concordia

uno

Abrí los ojos a la noche con luciérnagas.
Abrí los bronquios a la última lluvia de leónidas
bajo el rocío, y el trópico que madura en el jardín.
El cielo huele como sólo aquí puede oler.
Huele como un mundo recién nacido, como
esta mujer que acaba de bañarse y sale a la noche,
y trae flores en su vestido nuevo.


dos

Que no estalle del jazmín tanto perfume al rocío.
Que no me traigas esas naranjas que al cortarlas
el aire se volverá sol puro, fundido.
Otra calandria cantaría en un renacido fresno;
acordándome vagamente
buscaría algo en el fondo de los bolsillos:
un lápiz acabándose, unas monedas,
cuarto poema en un papel ajado.


tres

Y otra vez el sueño de un antiguo aeroplano
en una mañana con praderas al silencio
y suaves ondulaciones de aire. Es esta luz,
otra vez limpia en el follaje.
Es esta luz de ambarinas claridades en el río,
a donde regresan, como todas las tardes, los cormoranes.


cuatro

Diadema en el cielo, aguamarina de nubes
y odalisca;
y carburantes encendidos y abajo crecimientos
y al fin caída
de espaldas, lentísima en mareas de lino,
algas de superficie y luz de creciente luna,
algas púbicas,
yodo y salitre para la combustión de los cuerpos.


cinco

Tuve esas piernas, apenas zambullidas
en este arroyito, aguas dulces vegetales.
Fueron mías esas piernas
y esa piel erizada en el frescor.
Y hasta los dedos del sol en la espalda y en los hombros,
bajando hasta enfriarse en los muslos sumergidos.

¿Quién puede olvidar
el olor del monte que llegaba hasta aquí?
Olías como el monte, como sólo el monte puede oler
si lo atraviesa un arroyo a la siesta.
Olías a lantana o a malva. Olías a verano
y toda el agua transcurría entre tus piernas,
y todo el verano transcurría entre tus piernas
erizadas cuando te alimentaba el deseo,
y con migas de pan
la intranquilidad de las mojarras.


seis

Estás sentada en la misma piedra de otros veranos.
El río pasa entre tus piernas. El viento
vuelve hasta tu pelo y tu cuello.
Esta noche habrá plenilunio y descansará el viento,
el gran viento de otros mundos, errante,
siempre girando tibiamente en estas piedras.
Moverás lentamente las piernas en un remanso
a donde llegan a esta hora las mojarras.
Los últimos biguás vuelan hacia el norte.
Apenas mueves las piernas y miras el horizonte,
estás respirando todo el horizonte
y en tus ojos el río cambia de color,
del acero al bronce el río pasa a través de tus ojos.
Y entonces, sale la luna.


siete

Este vino no es el que bebías, Li Po.
En las piedras golpea como entonces el viejo río
y un biguá solitario nada cerca del muelle.
Las cañas de pescar cortan el aire, zumban
las brazoladas y caen con un golpe de aguas profundas.
Indiferente a los pescadores, el cormorán de río
se zambulle y nada.
La brisa avanza gris desde el sur. Este vino
no es el que bebías, querido Li Po.
Pero bebamos e invitemos al río a beber con nosotros
porque ha llegado la luna
erizando apenitas el agua,
y hace como mil años que el biguá se ha marchado.

(De: “Ragas”, 2006)





Bahía Ganso Verde

Así descubrirás ahora
—es probable— todos estos cielos
esa materia donde golpearan,
como sobre una diferente trama tantas pulsaciones
—latido y corazón de la vieja tierra—
diluidas, siempre diluidas hacia otra sustancia,
aquello en que desde extraño futuro
habría de ser el recuerdo de tus pasos en las arenas,
la textura de renacido mar negándote las huellas
y un viento de yodo sobrevolando poblaciones litorales...

Y sin embargo, nadie
—lo sabrás mil años más tarde—
dará testimonio de esta costa,
de ese pueblo de pescadores entre la bruma lejos
donde la fritura de pescado exige una sed de cerveza,
en esos bares donde nadie dará testimonio sin embargo
cuando tus pasos sorprendan risas de amantes entre las dunas,
el tridente de rocas que se interna en la noche marítima,
el airecito como irresponsable
que oculta revela oculta las estrellas del Atlántico,
y aquellos viejos bares de madera despintados
que están como llamándote,
como llamándote aquellas mujeres frívolas y elegantes
que regresan a sus whiskys de atardeceres lentos,
al lino blanquísimo, la finura del gesto,
y aquella conversación sólo murmurada y cómplice...
como llamándote esas marinas
cuando los pescadores de sarda habrían de volver
desde la línea de las ochenta brazas...

pero salvo esas metalurgias
retorcidas y devoradas por el salitre,
—pesqueros encallados donde aún persista el viento
jirones hilachas de óxido robados lentamente—
salvo aquellos pájaros tardíos en el crepúsculo
nada podrías alterar, aunque rompieras la mirada,
esos relojes curvados de la relatividad
que dejaran escapar un tiempo de muy lejanas aguas,
poco podrás salvar de tanto naufragio,
apenas un camino entre colinas en la niebla
y toda esa niebla como distancia inasible a cualquier fortuna
seguir y seguir, pese a todo, resignado en invocar el milagro,
la llegada de alguien
olores familiares que regresen desde olvidadas lloviznas,
esa calandria que vuelve a cruzar hacia los árboles de más allá
y el mismo viento-mundo que en la noche de Punta del Diablo
nos habría de traer todas las estrellas del Sur
y el mundo como recién nacido,
cuando las huellas de tus pasos en las arenas
y el mar como negándote las huellas,
salvo todo eso, nada habría de alterarse
aunque rompieras la mirada
y tus pasos regresen a la calle de los bares
cuando un relámpago helado viene hacia el lado izquierdo de la visión
y es bruma de camarones acribillada por sola ráfaga de Mirages,
plateadas líneas de flotación perforadas sobre el frío
y entre el frío pobres pastizales resistiendo
sin embargo al viento que jamás descansaría los ojos de quien llegara
para descubrir tanta soledad en aquellas colinas,
en aquella bahía Goose Green,
donde habría de andar como un resplandor de aluminio
buscando una cabecera de playa
con infantes muertos en el oleaje,
y en la bruma enrojecida un silbido de rockets
regresa como un reloj discontinuo en una mente enferma,
como el surco quebrado en medio de la fanfarria,
como una lección tonta repetida de memoria,
regresa como una generación intolerable de fractales,
como el engranaje donde falla un diente,
como buscando desde un chip averiado
un pueblo de pescadores y el Atlántico bajo la noche
y una playa donde siempre estarás volviendo
a las huellas de tus pasos en las arenas
y al mar que seguirá como negándote las huellas.

(De: “Religión de Misterios”, 1999)





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