miércoles, 7 de agosto de 2013

DANIEL HERNÁN MARIANI [10.325]


DANIEL HERNÁN MARIANI 
(CÓRDOBA, ARGENTINA 1981)





Cena

Sólo quedarse inmóvil:
la muerte
no se espera corriendo.

Como de un plato hondo,
limpio los bordes con un pedazo de pan.

Las manos dentro del plato.
La cabeza dentro del plato.
El corazón dentro del plato.
Hondo.
Para que no se escuche.






Variaciones

Rompo las hojas
y las arrojo al trabajo azul del fuego
mientras vigilo
sus letras encendidas en la sombra.

Algo dibujaban
                  entre el humo y la noche.

Algo que,
              suspendido en el aire
                       ya no era nuestro.





El ático, Daniel Mariani, Ediciones del Copista, Córdoba, 2009, 55 págs.
Ilustraciones: María Elena Bazán


por Hernán Schillagi



El secreto mejor guardado de todo poeta es el siguiente: escribir para modificar indirectamente el pasado a su gusto y conveniencia. Pero si ese tiempo pretérito es la infancia, cuánto más todavía hay para transformar con sustancias como la metáfora y las imágenes.


En El ático, Daniel Mariani (Córdoba, 1981) realiza una propuesta serial tan inquietante como perturbadora al titular cada uno de los poemas de su libro con el nombre de un juguete o un juego: «Deslizo un auto rojo/ por la mesa de vidrio./ Nadie ve cómo pruebo su destino sin frenos/ en el borde,/ en el aire,/ en el peso/ que abre su cuerpo indestructible/ para que yo entienda/ la muerte de mi padre» (Duravit). Ya desde el primer poema, un inocente elemento de recreación se transforma en el prisma donde la luz de la realidad se irá descomponiendo hasta mostrar lo sórdido que hay detrás de cada recuerdo, de cada olvido.

Si repasara desprevenido el lector todo el índice, hasta podría caer en la nostalgia: Bicicleta, Trompo, Barco de papel, Barrilete; entre otros entretenimientos infantiles clásicos. Es aquí donde la trampa de Mariani comienza a activarse. Ya que en poemas breves y precisos en adjetivación, un latigazo nos enfrenta a una condensación feroz que nos hace volver la mirada hacia un lugar que creíamos intocable: «Escarbé con una idea y una pala/ pero el mundo era demasiado grande… (Arena)».

Pero hay un par de preguntas que, a medida que avanzan los poemas, comienzan a rondar. La primera, «¿en qué consiste el juego?». Mariani revuelve entre los cajones de las palabras para apilar versos como en Rastis, donde logra construir un caligrama sutil y efectivo. También la elipsis es una herramienta lúdica, pero que es utilizada para constituir un sentido, es decir, la fragmentación de los recuerdos: «Papá y el abuelo saben / que cada palabra es una guerra. / Juegan. Mueren de a poco, callados… (Ajedrez)». La otra pregunta que se asoma y pide gancho al autor sería, «¿para qué juega?». Si Roberto Arlt propuso a la literatura como un juguete rabioso, en los rincones de El ático hay una voz que muestra a la poesía como el último de los juguetes posible para un adulto. Un juguete oculto que funciona como un talismán profano para distraer la muerte de los seres queridos, de los momentos felices y, de algún modo, reemplazarlos ante la soledad.

Como afirma Vlady Kociancich: «los niños no sólo crecen en altura sino en profundidad, como las plantas marinas, invisibles hasta que una ola casual las arrastra a la superficie y su rareza desconcierta». Entonces en El ático, lo que sorprende es la honestidad y el lirismo reflexivo –escasos en estos tiempos de cartón pintado- con los que el poeta nos invita a su juego.




Duravit

Deslizo un auto rojo
por la mesa de vidrio.
Nadie ve cómo pruebo su destino sin frenos
en el borde,
en el aire,
en el peso
que abre su cuerpo indestructible
para que yo entienda
la muerte de mi padre.






Trompo

Alguien tomó cuidadosamente los extremos del mundo
y comenzó a envolverlo con un hilo invisible,
pensó un anillo
y lo ajustó con fuerza.

Un primer movimiento,
rápido, irónico,
y el hilo se soltó para siempre.






Table 

Buscando la luz en el ático
tropecé con una caja de roble tallado.
Quité el seguro: table.

Nunca supe jugar al table.

Las tardes se inclinaban debajo de la parra,
entre anís, fichas y dados,
para que Oník, mi abuelo,
retornara a su tierra.

Table
para que yo vuelva a un patio perdido.







Barco de papel

Llueve.
No hay otra palabra
tan imprevista y voraz,
escribo en un papel.
Ahora es un barco
que zarpará desde el borde de la calle,
de la mano de mi hijo
hacia la boca de tormenta.






Teléfono

Cuando cumplí tres años
me regalaron un teléfono
para que hablara con papá.
El primer día corté el cable:
no soportaba los límites espaciales.

Recuerdo el verde oscuro,
los hombres altos y serios
que lo llevaron del brazo,
como me llevaba él
cuando íbamos a jugar a la plaza.

Algunas noches,
cuando fumo su pipa,
responde mis llamadas
con señales de humo.





Pelota

Mi casa no tenía patio
y el balcón estaba prohibido.
A escondidas abría la puerta
y arrojaba la pelota por la escalera.
Había algo en su viaje.
Una esfera de colores
no necesitaba manos,
ni pasos,
ni miedo
para explorar el mundo.

Yo llegué libre.
Me vistieron,
me guardaron en un moisés,
en una cuna,
en un departamento.

Desde mi ventana se ven los pájaros
jugar con el aire.






RASTIS

Unir,
apilar,
disponer
rastis como palabras.
Algún dios pequeño y fugaz
me ofreció estas partes,
impredecibles y exactas,
para ordenar el universo.





GUSANO

Se desprende de la tierra,
cuerpo que ondulan
escaleras del aire,
casi de la luz.
Pero inevitablemente cae
ante el peso de una verdad
que entierra sus ojos en el polvo de la historia.

Así, como el gusano, escribo.





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