martes, 16 de septiembre de 2014

FILOTEO SAMANIEGO [13.351]


FILOTEO SAMANIEGO

Nace en Quito, el 11 de julio de 1928. Fallece en la misma ciudad, el 21 de febrero de 2013.
Abogado por la Pontificia Universidad Católica de Quito.
Estudia Ciencias Políticas en la Escuela de Ciencias Políticas de París, Francia.
Es poeta, ensayista, historiador del arte.

OBRAS

Su notable obra poética se despliega en los siguientes títulos:

Poemas:

Agraz (1956), Relente (1958), Umiña (1960), Poesía francesa contemporánea (1961),  Signos (1963) y Signos II (1966). El cuerpo desnudo de la tierra (1976), Los niños sordos (1978). Poesía (1982)
Ecuador.  Monografía incluida en la Enciclopedia de América Latina. (1953).
Arte ecuatoriano (1976).
Ecuador pintoresco (1978)
Columnario quiteño (1972)
Ecuador un mundo verde junto al sol (2 volúmenes, 1978-1980).
Oficios del río.
Los testimonios.
Sobre cismos  y otros miedos (novela, 1990)
Cabos sueltos (ensayo, 1998)
La uña de Dios
Ciudad en vilo (2000)
Voces, ecos y silencios (1993-2001)
Identidad cultural latinoamericana y globalización (cuadernos de la Casa de la Cultura Ecuatoriana)

Prosa:

Ecuador en la memoria del mundo. Academia Ecuatoriana de la Lengua, Colección Horizonte Cultural, Quito, (2008)

HONORES Y DISTINCIONES

El 20 de enero de 1984 es recibido  como miembro de número en el seno de la Academia Ecuatoriana de la Lengua con el discurso titulado “El gran lírico: Augusto Sacoto Arias”. Contesta a su discurso el académico de número  Gustavo Alfredo Jácome. Ocupa la silla G.
Secretario  de la Academia Ecuatoriana entre  1996 y 2006.
Recibe la Condecoración Eugenio Espejo del  Ilustre Municipio de Quito, 2001.
Premio Nacional Eugenio Espejo, 2001.
Es nombrado Doctor Honoris Causa de la Universidad Internacional del Ecuador.

CARGOS

Inicia su carrera diplomática en 1949,  como jefe de gabinete del Ministerio de Relaciones Exteriores del Ecuador.
Es nombrado secretario representante a las Asambleas de la UNESCO.
Desempeña las cátedras de   Arte Ecuatoriano e Historia de la Cultura en  la Universidad Católica de Quito.  Es catedrático de Historia del Arte en la Escuela y Facultad de Artes de la Universidad Central.  Es director de Patrimonio Artístico Nacional de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.
Director de la Comisión Nacional Permanente de Conmemoraciones Cívicas.
Director del Centro Culturar Jorge Fernández, de la Universidad Internacional del Ecuador.
Representa al Ecuador en el exterior, en diversos cargos diplomáticos.
Representante permanente del Ecuador ante la ONUDI.
Director general de Relaciones Culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores.





ULTRAJE DEL RÍO

          Vagaron por el río, muerte y vida,
como hermanas o amantes,
unidas al cuerpo de la orilla;
avanzaron hacia el fondo del mar,
dominio del olvido.

          Se abrieron los ojos prendidos del cocuyo
y aquéllos, del incrédulo y su asombro.

          Flotaron, en la noche, cruces sobre cada nombre;
y nadie aprendió tanto nombre sumergido.

          Advino ese noviembre sin razón
y se indignó el agua ultrajada.

          Surgieron la queja y el reclamo
y nadie pudo responder el clamor del agua absorta.

          Tras las cañas aguaitaba un ojo abierto,
un tajo de luz,
machete que hendía las pupilas.

          Valieron más la ceguera y la noche.

          Valió esa víspera
anegada de insectos y de lluvia,
de huesos doloridos,
de pieles descarnadas.

          Fue hora de morir, de golpe, por querer vivir,
de golpe.

          Miro ahora el espejo del río;
¿en dónde sumergirme;
en qué fondo de azogue;
hacia dónde, hacia el limo, hacia el reflejo? 

          Voy por las aguas, río adentro,
hasta el hogar del pez,
llevando el peso de propia pesadumbre,
para volver al ojo sorprendido,
y verme en redoblada hondura.

          Salir del mí al mundo circundante,
al habla común,
entablar el diálogo y no obtener réplica.

          En un lado la imagen sobre el agua, bajo el
agua.

          Y en el otro,
los demás y yo,
imagen aún no inmersa,
viéndolos hundirse, como yo mismo,
en abismos y ocultas razones.







I. Vaivén

1. Lo que me interesó de ese amor, de ese larguísimo simulacro de amor, fue precisamente lo menos, lo simple, lo vulgar, 
lo aburrido.

   Amor aburrido y cotidiano, tan sin sorpresas, que fue tal vez  su ausencia de carácter lo que lo volvía sorprendente.

   El comienzo, el fin, los intermedios, seguían un itinerario preciso, cronométrico; sin olvido de destino ni equivocación 
de ruta, sin citas fallidas ni menos retardos a una cita. Llegábamos, saludábamos, desfogábamos nuestros deseos  y partíamos 
tras prudentes  y moderados reposos, luego de haber ordenado vestidos y ojeras y equilibrado la altura  de los hombros y de la mirada.

   Sorprendente amor, tan cotidiano. Jamás el viento en el bosque sopló más de lo debido. Los pétalos desflorados se empeñaban 
en una afirmación impertinente de pasión y siempre sobraron tréboles sobrecargados de la mejor suerte.

   Sorprendente amor tan repetido. Nunca, en la caricia, utilicé sendas diferentes: del cabello a los hombros; de la frente 
al corpiño, hasta que surgía la púdica protesta de su mano cancerbera...




2.  Al iniciarse todo comienzo, innumerables razones, avatares, caminos y raíces surgen en estrecha red, se mezclan y entremezclan dando variedad a la angustia e impidiendo la monotonía de la risa.

   El horizonte del recuerdo se abre y se entrega sin reparos ni mezquindad. Nunca hay mayor aglomeración de circunstancias 
ni más material descriptivo que en un comienzo. Todo se da aunque exista todavía trecho por recorrer. Allí nos están permitidos desafueros y exageraciones por pertenecer a la fantasía y al cuento, únicos tenedores legítimos del derecho a la verdad y a la farsa.

   Al iniciarse todo comienzo tropiezan desordenados los acontecimientos y se encadenan por infinitos eslabones hacia 
la trama del relato.

   Pero el comienzo de este amor, abundante en tiempo y pobre en novedad, no permite un margen de invención, me atropella 
en lila desbandada de hechos similares, en un pasar sin pasar de días, meses y años. Aquello que autoriza la definición de ese mágico nombre "comienzo", no puede entrar en terreno de mi preocupación, por la imposibilidad de descubrir un ángulo, una ocasión propicia que permitan diferenciarlo de cualquier otro instante intermedio o final de este larguísimo amor.




3.  La amé, y sólo después de consumado el beso, me interrogué sobre el significado de la entrega.
Era el primer día y aún no conocía el color de sus ojos. Me equivoqué al alabarlos, porque fui directo al fondo de la mirada. 
De la misma manera que un día, el último, al caer de la noche y conociendo ya el sabor de sus ojos, me equivoqué asimismo 
y para siempre por la última vez. Claro que para entonces había ya acostumbrado mis horas a ese error y amaba el error 
que era Ella toda y que la hacía personal, incomparable, única.

   No acierto a comprender cuál fue su última caricia: la de la noche primera o la que cronológicamente clausuró nuestro intento 
de amor. Pues si fue un beso de partida el saludo de sus labios, partió lenta y difícilmente. Se despidió sin quererlo desde la entrega inicial y retardó el desenlace de su definitiva desaparición. 
Presintió la imposibilidad de fusión de labios y salivas y sufrió de la certeza del fin que entreveía y al que no quería llegar 
ni apresurarlo por haberse encariñado, aquerenciado súbitamente en la imposibilidad fatal. Y si el último lo fue en realidad 
¿por qué lo acortó y se echó, llorando, a correr?





4.  La historia que relato tiene en su actual realidad cariz y circunstancias idénticas, aunque diferentes. ¡Ahora estoy solo!

   La costumbre de Ella estuvo tan enraizada, que me duelen las horas extraídas, los muebles abandonados, los gestos rutinarios: 
me hice a esa rutina y ahora me pesa la rutina degollada. 
"No te equivoques, parece decirme alguien, sobre la causa de tus sufrimientos; los únicos que sufren son los baldados: 
les duele el miembro que les falta". Compruebo la ausencia de innumerables minutos en el día y ya no puedo conformar 
ni ensamblar los instantes hasta completar las veinticuatro horas que eran péndulo y constancia de mi vida.

   ¡Y los muebles! Los otros, fuera del lecho. Los muebles, digo: la alfombra arrugada por los pasos imprecisos; la lámpara de 
tres bombillas en la que nunca alumbró más de una; la cómoda, el escritorio y la silla. 
¡Ah! la silla, que favorecía tanto a la rigidez de su aparente dignidad. Y hoyno hay nadie en la silla. Desde arriba la mira 
un rayo de luz mas no encuentro la sombra que busco. El aire está sentado en la silla, cómodo, tranquilo, cruzando 
las piernas sin gracia. Mas a él no lo busco. Persigo una mirada algo más arriba del espaldar y cerca, muy cerca de mi anhelo. 
No me atrevo a aproximarme. Detesto palpar la ausencia. La silla permanece inmóvil como mi aliento. Detesto la quietud 
del mueble vetusto y el ruido que ya no está: como cuando algo inquietaba su impaciencia. Era tarde; debía partir, 
y partió a esta misma hora.

   Y ahora me duele la sombra escapada del cuerpo de los días y añoro los repetidos gestos que me contrariaban; la voz que 
hablaba y golpeaba mis oídos hasta exasperarlos. Añoro la monotonía, la exasperación,  la falta de incidentes, pues ahora estoy solo: comprobación estricta y precisa.




5.   Una lágrima: la he buscado en el fondo de mi pupila como una súplica, como una imposibilidad.

   Incapaz de lágrimas, por tener y mantener esta clausura, esta vida y muerte del sentimiento ante la imperturbabilidad del gesto.

   Me inclino ante la lágrima. La llamo. Intercedo su presencia. En esta insoportable soledad del espíritu y del cuerpo no puedo permanecer sin lágrimas.

   Camino yermo el de mi angustia. Lo que cerca el camino no es precisamente la sensación del fin próximo o lejano. 
Es su preparación. A fin dorado, a término feliz, bordes y veredas que fecunden esa preparación del gozo, aunque nos duela 
tal proceso de fecundación. Hacia la muerte y por ella, en cambio, rutas de sombra en las que las fronteras de la luz delimiten 
sombra y claridad y fijen la necesidad de sus existencias en lucha. Para Dios, la marcha desbordada noción de camino. 
Vamos a Él plenos, indiferenciados. El camino corresponde a la infinita amplitud del fin: fatiga y reposo, llanto y melodía 
se justifican y explican toda contradicción aparente. Vale la pena tan corto andar hacia ese motivo inconmensurable.

   Pero hacia la soledad ¿cuál puede ser la razón del camino? ¿Dónde y cómo determinar el borde?
¿ Qué sensación de fin próximo o lejano es capaz de caracterizar el ruido de los pasos o su medida?

   Y mis instantes se dirigen hacia la soledad. Caminan su soledad que no tiene domicilio ni orientación, que es estéril y absurda. 
De allí la ausencia de lágrimas a pesar de mi búsqueda cotidiana. 
De allí que mis párpados deban cubrir el reflejo de esta actual realidad y habituarse a la sinrazón y al desasosiego 
provenientes de la ausencia de lágrimas.





6.   Mas ¿si volviese? ¿Si un día la puerta cediera ante la voluntad del retorno y Ella se presentara en sombras, contraluz de un tiempo deslumbrante? ¿Si, inesperada y silente, despertara mi sueño? 
¿Si viniera a inquietar mi apetito antiguo ya ofrecerme restaurar los días iguales vividos por serle imposible  brindármelos 
diferentes?

   Encontrarme de nuevo en el comienzo y en el fin, frente a la cruel alternativa: con Ella, aburrido, o sin Ella, incompleto. 
Como si el vacío y la angustia fuesen inevitables presencias lógicas.

   Tener que aburguesar la angustia y sujetarla a horarios. Perderme y encontrarme otra vez tan perdido con Ella y por Ella, 
ambos desconcertados que ya no somos lo mismo ni Ella ni yo ni ambos... ¿Si volviese? me digo... y callo.

   Que tal como me comporto hoy que me acosan recuerdo y ausencias, que soy centro y blancode un doble destino, 
echando de menos una doble circunstancia disímil antecedente, inútil pretender puertas, que se me entregan cerradas, 
suprimidas llaves y hendijas.

   Estoy circunscrito, atado. No porque tenga razones de clausura sino porque sobran motivos para temer la libertad: 
la de juicio, la de acción y movimiento; la de amor.

   Cada una, persiguiéndola, me ha sometido.

   Por todo esto olvido y repito lo ya dich0: si volviese?

   No me queda un cuarto libre. Estoy repleto de mis trastos y mis cosas. Ofrecerle ese vacío llamándola a llenarlo. 
Proponer eriales a quien imploro como agua de mi sed.

   Y entre aquello y lo de allá, ni entusiasta ni sosegado, trato de que se me enseñe el itinerario de mi angustia y acabo por convencerme que no es Ella, ni soy Yo sin Ella, o con Ella. Pues soy Yo solo, irreductible a la entrada de alguien más. 
Doliéndome. Hastiado antes de nada y, después de todo, inconforme, indeciso, insatisfecho.

   ¿Si volviese?... ¡que nunca estuvo, ni es ni estará! Nos mintió el desierto y perecimos con la fuente en los ojos.

   Y si entonces no fue Ella, aun cuando volviese no lo sería...

   Llegaría y me encontraría lejos. Más allá de antes: cuando presentido, y, tal como entonces, Yo, nacido para nadie. 
Con mi propia vegetación inadaptable a otros climas, mis aguas mías y mis íntimos cielos, y andando hacia mi muerte 
como Ella hacia la suya.




II. Retorno

   1.  Hay una guillotina implacable que ha suspendido la vida, dividiéndola. Y la vida en pedazos, está destrozada y dispersa. ¿Rehacerla? Dejé de ser. Punto aparte.

   Mas, queda incrustado en el instante actual un sinnúmero de briznas vitales, como raíces tan tenaces: paisajes de álamos, 
mujeres, lágrimas, razones del alma y del juicio, las familias del hábito y aquellas extrañas de todos los días de siete años.

   Y los rostros, como arquitecturas, definitivos. La miel del pan y del crepúsculo. El gusto del habla que nos despierta 
o que nos duerme, manjar del lenguaje para delicia del sueño y la vigilia.

   Herrumbre asida y prolongada en la piel del hierro, la he cultivado y favorecido. Musgos se ciñeron a mi vida sin intención precisa de arrasamiento. Son plantas saludables las adheridas a la base del recuerdo.





2.   Del tiempo repartido al tiempo uniforme circula la sangre de los días, y hay concierto y
consonancia en este entrevero de sistemas: el boj persiste en tierras de la orquídea; alientos góticos modelan el oro 
de mis templos; y encuentro dulzura en el seno de la amada lejana o presente. Sé que es posible confundir la seda y el ardor 
de los antípodas. Ambos donaron su excelencia al capricho de mi mano y de mi audacia.

   Mi fuga fue de un anhelo a otro anhelo. De la encina y la lógica al ágape y al amor sin puertas. 
¿De qué lado me inclinará la cuerda? Me mata el equilibrio que he perdido y quisiera segregarme en dos personas.

   Una voz ajena, de ultramar, me persigue: mensaje de niebla, ángel en movimiento, saeta retardada por mi prisa, que me alcanza.







3.   El mar, pero el mar bíblico, trató de impedir el corte de mi vida. Golpeó al barco y a la dársenay dejó un muelle con sal 
de llanto y de ola, peces temblorosos y otros habitantes expatriados. Como a ellos, el destino me amenazó sus distancias. 
La nave voló, sumisa a los brandales, en busca de bahías. Mi sed se nutrió de búcaros y salitre.

   Medio mar, sin barcos, con mundos presumidos y escalas vencidas o que esperan: he aquí la medida exacta de mi viaje. 
Medio mar: flor de acanto entre mis manos y buganvillas en el sueño; carbón de castañas y de usinas en mis labios sedientos 
de caña y de guajira. Sol de invierno, sol de la noche larga que aún no encuentra sus cocuyos.

   En medio mar me enlazaron los litorales, ambos, llamándome a un puerto de su antojo. Hubo en las jarcias más tiempo 
que el vivido, y me vencí entero al opuesto cargamento: de allá y de acá me gritaron los instantes. Arranqué mi última garra 
al pasado y floté sobre lo incierto hasta que la voluntad de la nave me avisó el color de le tierra de origen.






4.   Era absurdo, mas necesario, arrancarme un brazo y asirme mutilado a otra ribera. Anclado ya, siento un suelo en tremedal sobre el que marcho con los pies de la memoria. Entre mira y blanco describo mi propia trayectoria y la de todos en este mundo nuevo...

   Vengo del árbol. Voy al retoño. Traigo espigas entre mis dedos. Dejo al abuelo y muerdo el vientre que prohija. 
Tanta ola no me arregló nada y hay dos lamentos que buscan mi presencia. Ni la encina ni el ceibo son capaces de entregarme 
una imparcial alternativa. Se me quedó una mano en el bolsillo que he dejado. Dolor vigente, suspendido entre dos labios. 
Nube que se pertenece tanto a la tierra como al horizonte.







5.   Hablaba de una cuerda directora de mis actos, en la que el alma en vilo aceptaba el riesgo; y de yacer entrelazadas 
las partes, en un lecho hueco, mezcladas en un mismo anhelo las dos garras, solas en medio del dolor que fermenta cada una. 

   Abrí la puerta y miré. Estaba erguida la costa de ultramar, atenta la solicitud. Acepté el tránsito, el desequilibrio y la falta. Consecuencia de dos muertes, avancé hacia la nueva vida. La llaga quedó en medio, ¿en el tronco intacto y en el viento 
que azotaba los costados.

   El retorno clausuró sus objetivos y consumó el proceso: la doble cuerda unida por el cuerpo en suspenso; el alma ahíta...; 
el empeño por ser para ambos cabos igual voluntad; la fuerza y el contragolpe tímidos, sin vencerse.





6.   Salté a tierra para vengar la distancia, para medir la edad de la distancia. Pedí agua al primer pozo y me supo a agua 
conocida. El reflejo no alteró en nada mi semblante. Me acosté en la arena y analicé todos los confines del horizonte: 
me eran familiares. Ni el cirro ni el azul me rechazaron y entonces comprendí que estaba en casa propia. El cerebro, 
en aire amigo, corrió a sus anchas: trató de conciliar las dos verdades, los dos idiomas. Sin hacer escombros del pasado 
y requiriendo sus rezagos para fundirlos a la cal de ahora, hice una nación de dos afectos.

   No me convino morder la almendra de la tierra baja por mucho tiempo. Quise salir ileso, sin que la hoja del trópico estropee 
mi mirar tranquilo. Y subir a la meseta recostada en un desván de los Andes. Los rebaños me guiaron en el páramo. Su dueño, 
el indio, reposaba junto al risco sin hablarme y reprochándome mi color y mi sonrisa. Todo entero el horizonte se le entraba 
por los ojos como cosa de su dominio. Las manos abarcaban maizales y ganados. A esa altitud, el mundo le pertenecía 
por derecho de paciencia, por el frío que azotaba sus cachetes sin barba y por el légamo y el humus engastados en las uñas. 
En cuclillas, su perfil bosquejaba la montaña a pesar de los saldos de violencia que la tierra permitía a los picachos. Me advirtió 
que en la sierra era extraño el adjetivo y que había que adaptarse a la frase sin rodeos.  La lección fue de provecho 
y la he aprendido.






7.   Y estoy aquí, de vuelta a las horas terminantes. Los lapsos de sueño han caducado. Me he situado en la base de los actos, 
una vez agotada la razón del tránsito. Retorno a las costumbres arraigadas y debo olvidar por un instante sorpresas de trayectos.

   Estoy como si nada. Me andan los pies tan naturalmente que ni me canso. Y la vista, las ideas, las horas. Parece como si no hubiese partido. Como si siempre hubiera habitado en estas calles. No temo a la montaña. El horizonte no me depende ya de ella sino que se me ha entrado profundamente para adentro. Miro adentro y la vista se me pierde, sin obstáculos. 
¡Qué segura amplitud he adquirido!

   Esto, exactamente esto: la página blanca se presenta en su nitidez para reclamar la acción de mi voluntad. El papel limpio guarda su secreto. Debo violar ese espejo de la idea y extraer el mosto de la novedad que correrá abundante y jugoso.  Porque el sol 
me entrega una mañana apta para el camino. Y el camino se abre.

   Se trata, pues, de horizonte adentro. De mirarme porque no necesito el color de afuera. De marchar por ese amplísimo destino
que desconozco: mi propio destino.








III. La voz

1.   Había entregado su noche a una calle. Propietario sin títulos del aire y las ventanas y de la ilusión que corre discretamente
una persiana. Calle con baches y otros motivos de tropiezo. Detenida en el silencio, en el beso enmudecido, en el farol alrededor 
del que revolotean insectos efímeros, en el grito del celofán hollado por el caminante.  Curvada, como las rutas de los hombres. Angosta -habitación del eco-.

   Pocos árboles quedaban, restos de voluntad de la tierra. Agua que no habla, la de la fuente de peces mudos. Y el resto, ciudad: pavimento sin protesta bajo la rueda, pájaros que huyen.

   Debió sofocarse de ruido su aliento campesino, cofre de horizontes, raíces y trigales. Su paso anhelante tejía vaivenes de tantos pensamientos nacidos de la monotonía urbana.

   Ya el espacio lo había definido por la marcha que huía de la risa, por la persistencia ausente de los ojos, por la charla que sostenía con la sombra y que a veces sorprendió a los niños. Sombra escapada por instantes, mutilada en las aceras, torcida en sobresaltos ante el ruido súbito.

   En una esquina, ajeno a cosas inesperadas, quiso ampararse de una ternura. La persiguió, y como huía, gritó. Mas la voz le rodó íntegramente por el cuerpo, le atravesó las manos, se desprendió hasta el suelo y allí, los otros, la pisotearon, la empujaron, la alejaron. Quedó sin voz y sin ternura. Consumió de rodillas su impaciencia y sus instantes. Fue en vano. Un cordón de ecos le anunció la distancia cada vez más cierta por culpa de la gente. Muchedumbre ladrona de la voz... la detestaba. ¡Ciudad! Estaba de tránsito y ahora debía permanecer en la ciudad. Intolerable suplicio  que le negaba la esperanza de arribar al puerto de su destino: el de la idea.

   Tengo sed, y nadie me habla ni puedo hablar con nadie!

   Habló, pues, a solas -forma suya de silencio-. Palabra sin pendientes, sin abismos, atada al gesto. Trató de buscar la voz que había perdido, voz de soledad, su amiga y aire, su ruta hacia el puerto perseguido.

   -Allá llegaré por sobre todo, sin brújulas ni norte y contra la noche. Marino o nave según la voluntad del llanto. Nunca el fin antes de hora, ni el labio trunco de otro labio. Tocaré la sonrisa. Encontraré el ángulo y la forma que me convengan. Recobraré la voz...

   Tanto pasar, transitar, preguntar por algo ajeno en adelante. Y todo al querer avanzar engañado por la ruta o al labrar bordes de un deseo que ni trae ni lleva. ¿Intentar un murmullo fijo, una voz ajena? Imposible. Voz de soledad, quiso  asirse de ella y amarla por amar algo, lejos del puerto de la idea.







2.   Comenzaba a definirse el perfil de la tarde. En bocanadas de humo fugaba la ciudad y le  nacían ojos inútiles. Muerte en el suburbio y en la calle. Ciudad ensayo de morada del silencio y defunción de la luz -la luz de la luna no lo es; es sueño de luz, y por eso el alba la sorprende y hace  de ella una mancha más del horizonte.

   El ruido de la noche fustigó los lares de su calma con impertinencia apenas perceptible. Se aproximó al más absurdo antojo de quietud porque presentía la llegada de algo, ritmo marcado y cierto de innumerables brisas, sonsonete del grito de antes de la vida, grito previo y fatal.

   Se paseó en sus penas para agotarlas y no encontró salidas ni espacios en la sombra. Pidió noches y gestos a la noche... y murió de esperarlos. Más, cuando abrió sus cofres, lavó las sombras y se puso ángel en su piel de carne, la noche, discretamente, se unió a él, presencia fingida, casi junto a él. Y él, sin saberlo, perdido en la búsqueda y en la angustia, optó por un gesto de ave entumecida. Su voluntad Se quebró entonces en medio de los ojos y miró largamente a nada.






3.   Cierta memoria de las cosas que fueron le devolvió a la luz. Lo de la víspera se confundió en la niebla. El cielo amaneció
 zarco. Ensayó la plegaria. Se sentía inútil con sus manos, su pena y su silencio, retazos de alma que nadie podía ya zurcirlos.

   -Amo esta mañana como a mi viejo cofre. Mucho fue vivir con las ventanas abiertas y tener un paisaje a domicilio: paisaje de sonidos a donde tal vez habrá retornado mi voz perdida. Me azota la memoria un sabor de fuente, un eco de beso y una rosa. Y en la fuente la vida se humedece. Y en el beso el secreto se prolonga. Y en la rosa espero mis palabras...

   ¡Si la voz hubiera renacido en la plegaria o si al menos pudiesen escucharle la mirada! La  mirada, alma y sustancia del grito en el mejor silencio, cuerpo del grito, transparencia. Torrentes y arrullo en el secreto de la pupila.






4.    Quiso, pues, gritar, huir. Precedió a la fuga la violenta desazón del grito que huía del silencio de la fuga. Grito sin voz, como que llamaba desde siempre la nueva realidad de un gran silencio. La almeja en el oído no le traía ya mar ni sabor de yodo. La piedra rodaba entre las piedras como arena    El cauce abría su muda geografía. La sal del llanto nacía sin gemidos. Era muerte de la voz, apogeo del gesto en un mundo de silencios: puertas canceladas, muros para hiedras, llaves sin objeto, aventuras del tiempo de la infancia, duendes del cuento entre los zarzales. Un mundo de silencios coreaba el grito enmudecido: proyectos de viaje, seda de las sienes sembrada para el tacto, comba del paladar y gustos de saliva de una noche con alguien; y el resto, sabido y cotidiano. 
El grito perseguía a la razón de la fuga y en medio hablaba un eco cierto: el de nadie.

   Si por lo menos supiera definir su muerte o limitar la vida. ¿Cuál era el sendero y cuál la  encrucijada ? ¿En qué se diferenciaban borde y abismo, grito y silencio?

   -Quién vendrá junto a mí en la brega, en la tierra que he de romper, en el surco -vientre preparado a tantas siembras-. Un ángel, una caricia, no nacieron en la noche pavorosa     Muchos sueños se cortaron. Mueren niños. En la calle de mi vida van verbenas, funerales, árboles secos, fuentes. En la calle de mi muerte surge el cielo, postergado. Quién va a escucharme... Quién va a hablarme...  De la noche de los sueños queda la resaca de un mar muerto en su orilla. Perdí timón cuando el cierzo arrancó a mi impertinencia  su raíz y la abandonó. Nada creció de mi esfuerzo. Nada surtió de tanta fuente y en un lugar de ayer mi voz se ha extraviado sin mueca ni huella.

   Y así continuó por el alma de la urbe y entró en ella. Anduvo sin ver ni oír, como si se extrajera de la ruta señalada y explorara sorpresas y caídas. Sus ojos se adherían al recuerdo y hollaban pensamientos, sonidos y colores que ya no le pertenecían.

   El alma de la ciudad vino compasiva y penetró en él a escondidas. Pretendía nacerle de nuevo, crepúsculo de diferente tarde, 
raíz íntima y distinta, tallo urbano sin forma de otro tallo.

   Cambiaron almas la ciudad y él. Quisieron transformarlas, mas fue inútil porque eran ya idénticas. Y quedaron las mismas, aunque despojadas, almas forasteras luego del cambio, con algo más de angustia. Y él debió seguir sin ver, sin oír, sin voz ni grito.

   Pereció así, perdida la voz, no destruida. Huída y herida la voz, raíz en sangre del grito.  Fue muerte silenciosa, de todos los días, sin signos luctuosos. Muerte en los ojos, en la flor, en el paso; preparada, elaborada y latente, de esas que duelen sin doler, lo mató. Falleció el poeta en ese hombre y el hombre ha quedado allí, en medio de la ciudad, sin voz, y como si inquiriera la forma y la manera de su peso y de su espacio.

   En el último instante, el hombre creía seguir viviendo, pues aún sentía la arteria y palpaba la memoria de la vida feneciente. Sospechaba que vivía -añorábase brizna de espíritu y objeto de mirada-. Ahora ya nada dice. Ya ni la duda en la arteria, máquina de su flamante muerte, ni el tacto del canto pretérito. Es muerte total, irrevocable, irreparable en el hombre aquél que funciona, que circula, que ha extraviado sus lágrimas y, al perder mortalmente la voz, ha aniquilado al canto y al poeta.







IV. Relente

   1. Transito por mi vía, vereda que me lleva hacia un único mundo, el de mi adentro.

   Recodos y tropiezos pervierten la intención, la lastiman y causan sus caídas. Pero llego y  acontece la idea al día. 
En el tráfago cruza a la contradicción, se engaña y desengaña.

   La brisa tempera sus sudores. Pañuelo de viento perdido en el viento: la brisa se lleva tan bien con la idea. Toca lo esencial, acaricia el punto, precisa el número. Sin violencias, llega y  previene de su presencia; llega y no requiere impulso. Se da, subsiste 
y dura una eternidad de vida exacta.






   2. Y si digo que la pienso, que está en la materia de mis actos, comprendo mi cadena. Nadie mencionó el color del tiempo. 
Pero es tiempo esclavo el del amor. Instrumento de mensura, me ha señalado la superficie del amor pensado, medida de mí mismo.

   Nació la idea de Ella. Como brisa, alentó la atención. Envolvió sin ruido la marcha de los actos. Dibujó la forma del futuro 
y ya no pude expulsarme a otra mente.






   3. Tú, en la tela de música, buscas una voz y lastimas al tiempo para exigirle eso: tu nombre mismo en boca de ángel. Hace mucho no existías porque nadie te llamaba o porque lo hacían sin razón de amor. Tal vez por esa costumbre que se instala a veces en nuestros caminos de nombrar el agua sin gritarla o de mirar la aurora sin interrogarla, otros dijeron tu nombre, coincidieron con el nombre sin palparlo y sin sorpresas.

   Yo llegué y aspiré. Porque te presentía; porque un sin número de brisas me advirtió que podíamos pronunciar nuestro destino 
en un solo eco.

   Ni la cítara fue tan acorde en manos del juglar. Ni la nube tan muelle para la voz del ángel.

   Ángel sin tropiezo y sin congoja, se ha aferrado a mí tu silencio de hoja caída, de mirada de mujer.







   4. Aflora a tu piel el tacto del esmeril y se amusga tu axila para mayor fasto de la noche que, sin aspavientos, se asoma a las pestañas. Ciñes brazaletes de oro viejo, metal del alma.

   Me pides que despierte a la vendimia. La mañana me encuentra sin defensa. Tengo un miedo de aguas calmas, ajeno al correntío. Me entregas un amor de alga.

   Te había ofrecido alfalfares, frutas. cereales, viento y lluvia. Te he de amar sin ataduras, sin párpados, desvestido. Cuerpo en
carne y alma en vilo.

   Al comienzo hay abundancia de alicientes. Tal blandura facilita el correr del tiempo. Ajena a la calera y al yermo, te yergues en tu tallo de libélula mientras mi angustia no logra ni siquiera desmayar su intento.

   El alba huele a toronjil. En la noche añoraba la alhucema. Pero es olor vegetal el de tu amor.
Olor en que se place aguaitar la salamandra. Olor que persigue la tarántula con sus ojos de obsidiana. Olor vegetal de espera y de retoño. Olor de  noche de amor que sobrelleva instantes hasta el júbilo de la mañana.







   5. Que te vuelvas nada o casi nada para que no arda el rayo en tu horizonte.

   Estar en ti, contigo, es infinito estar, tal es tu fuerza de amor.

   Irme de ti, si ya no puedo más ir, llegado como estoy a mi frontera.

   El límite prevé o está previsto. Mas yo sobrepasé la puerta, estoy exento de nuevo querer, tanto he querido. Te he querido y ese pasado traspasa el presente, hasta la negación.

   Irme de ti, dejar tu ángel y morir de sed sin tiempo de retorno, sin borde de esperanza. Agua traediza, me vino una edad contigo que embalsé en mis campos, que acanalé en mis huertos.

   Qué regosto comparable al recuerdo de tu vena de agua. Tu presencia recaló mis secanos tornándolos fértiles. Generosa, llevaste los cauces de tu empeño hasta mi sed; fuiste fomento y azacán de mis tierras.

   Si vino flor fue por tu gracia y ella vivió ya sin edades, flor sin tiempo.

   Aun cuando te vuelvas aire, abrazaré la atmósfera con la cuenca de mi mano y quemaré sin llanto mi audacia. Tal es tu fuerza de amor, flor de agua y fruto de torrente. -Y en ambos, pura la intención de correr, de ser sin más, desposeída.

   Baya o espiga, nuez o pezón, a tu fruto lo vi en cierne. Y me harté cuando reventó el gajo y se abrieron de hinchazón los escueznos.

   Esencia propia y preservada, fuego y agua que andan sin vencerse. Ambos elementos y yo, cercano, para amarte.

   Irme de ti, total querer, hacia mi nada...







   6. Las manos, como súplica, palpan el reflejo, enorme lágrima caída de la nube. Hay días con zumbido de nada y noches en que se lee el tiempo, en que hendijas de luz arriban a la frente, que las huye por motivos que tan sólo la muerte sabe: gris del hábito, trazado por huellas similares, vacío de veredas.

   Crin de potros de viento, formas de humo, tempestades aún tiernas, os aguardo a un costado de la vida. Que las nubes, entonces, como manos, se unan, alto gris. Para amar la flor, fomento eriales, tierra gris. Y nado en tolvaneras que me ciegan y me impulsan. Mi camino quiere lluvia y amor en lluvia.






   7. Mas, ¿dónde dejé lo esencial -prescindencia de pasión, palabra pura clarividencia- ? Entré en nueva claridad, flor de relente.

   Tú me diste la mesura de mí mismo: amor pensado, oasis sin olvido del desierto, con desierto presente y tangible. Lluvias me nazcan en mi sed. Soles mitiguen el exceso. Y tú y yo pongamos la simiente del verbo por venir, flor sin flor, fruto de amor y de idea.




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