jueves, 7 de mayo de 2015

LUIS ROBERTO VERA [15.889]


Luis Roberto Vera

Linares, Chile, 4 de junio de l947. Poeta, traductor e historiador del arte chileno, reside en México desde 1972. Profesor Investigador, Titular "C" de Tiempo Completo, en la Facultad de Filosofía y Letras, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, en donde imparte clases en la Maestría en Literatura Mexicana, Licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica y en la Maestría en Estética y Arte. Ha publicado poesía y ensayos sobre arte en El Zaguán, Sábado de Unomásuno, Vuelta y la Revista de la Universidad de México, entre otras publicaciones. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores.

Títulos: 

Doctor of Philosophy in Art History,
The University of New Mexico, Albuquerque, Nuevo México, 1994.
Master of Arts (Spanish Literature),
New Mexico State University, Las Cruces, Nuevo México, 1985.
Licenciado en Letras Clásicas (Mención Honorífica), Universidad Nacional Autónoma de México, México D.F., 1977.

Libros:

Filología: A Demónico: un texto de Isócrates. (Bosquejo para un estudio, traducción, índice y notas). Tesis para obtener el grado de Licenciado en Letras Clásicas [México: UNAM, 1977].

Historia:

Reportes consulares estadounidenses en Colima durante la guerra cristera (1927-1932). (Puebla: BUAP, 2004).

Historia del arte:

The Image under Siege: Coatlicue as Imago Mundi, and the Binary Concept of Analogy/Irony in the Act of Seeing. A Study of OctavioPaz’s Writings on Art. Ph. D. Dissertation (The University of New Mexico, 1994 [Ann Arbor, MI: UMI, 1995]).
Coatlicue en Paz: la imagen sitiada. La diosa madre azteca como imago mundi y el concepto binario de la analogía/ironía en el acto de ver. Un estudio de los textos de Octavio Paz sobre arte. (Puebla: BUAP, 2003).
Roca del Absoluto: Coatlicue en Petrificada petrificante de Octavio Paz. Puebla, Pue., BUAP, 2006. ISBN: 968-863-904-4.

Poesía:

La piedra en el pozo. (México: Ediciones de la Quinta Estación, 1978). Ilustración de la portada por Ricardo Martínez: dibujo, tinta sobre papel, 1978; colección del autor. 
Bajo la ola. (México: UNAM, 1979). Ilustración de la portadilla por Francisco Toledo: dibujo, tinta sobre papel Fabriano, 1979; colección del autor. 
Pintura en tiempo presente. (México: El Tucán de Virginia, 1982). Ilustración de la portadilla por Francisco Toledo: dibujo, tinta sobre papel Fabriano, 1982; colección del autor.
Guardabajo. (México: Editorial Oasis, 1982). Ilustración de la portadilla por Cecilio Balthazar: dibujo, tinta sobre papel Fabriano, 1982; colección del autor.
Permanencia voluntaria. (México: Editorial Penélope, 1985). Cinco ilustraciones (portada, portadilla y división de secciones) por Francisco Toledo: gouaches y tinta sobre papel Fabriano, 1984; colección del autor.
Tesserae. (México: UAM-Azcapotzalco, 1989). Ilustración de la portadilla por Roberto Cortázar: dibujo, grafito sobre papel, 1982; colección del autor.
A pesar de la incertidumbre. (México: Cuadernos de Malinalco, 1990). Ilustración de la portadilla por Vicente Rojo: dibujo, tinta sobre papel, 1990; colección del Patronato Cultural Iberoamericano (Malinalco, Edo. de México, México).
Clerestoria. (México: UNAM, 1992).
El vacío y la espiral (poemas 1968-2004). México: Verdehalago/ BUAP, 2005. [Caligrafía de la portada por el Prof. Chu Yung-shou: tinta sobre papel, 1975; portadilla de Vicente Rojo: dibujo, tinta sobre papel, 2002; colección del autor.].

Memorias de viajes:

André Pieyre de Mandiargues, La noche de Tehuantepec. (Juchitán, Oax.: Ediciones del Patronato de la Casa de la Cultura del Istmo, 1981).
Charles Brasseur de Bourbourg, Viaje por el istmo de Tehuantepec. (México: F.C.E.-SEP/80, 1981).
Charles Brasseur de Bourbourg, Viaje por el istmo de Tehuantepec. 2ª ed. (México: F.C.E., 1984).

Antologías de poesía:

Hsueh Chin Tsao y Kao Ngoh, El sueño de la cámara roja, seguido por una Antología de poesía china. (Mexico City: SEP/Trillas, 1982).
Anónimo, Poema de Dighenís Akritas, seguido por una Antología de poesía bizantina. (Mexico City: SEP/Trillas, 1982).





Serena Cinosura

a María Carolina Geel


I

Cifra en el agua, el plan de la ciudad:
túneles entreabiertos hacia el gris,
alquimia del lugar y un pentagrama,
puentes y escombros, muros en el mar.

La nota con su tiempo era el peldaño
de una cartografía celestial.
Canales, pasadizos revolventes
en espiral, la melodía en gozne
de un instante que escribe su retorno.

La música de un piano cada noche
insistía en traerme el mismo tema
tocado para mí por otras manos
en los inicios de la adolescencia.


II
                        
Ya por la escalinata del Pausania
podía oír los ecos del teclado
y al entrar a mi cuarto, de regreso
en la penumbra, también con los sones,
marcada por el plomo y los cristales,
la luz cruzaba un patio abandonado
viniendo a iluminar el cuarto en sesgo.

Por el abierto resquicio del ritmo
aflora en un relámpago el pasado,
todo se vuelca en el presente histórico
y se esfuma la urgencia del futuro,
era y será en el es: tiempo indiviso.

Este sonido y el eco del viento
que cimbraba las ramas de unos álamos
plateados contra un amplio ventanal:
los instantes que en Providencia crearon
el mismo denso y misterioso encuentro
de un espacio infinito que se escapa.
                     

III

Y allí, de pie en el claroscuro, incierto
testigo, como en la primera noche
oía su insistencia en los acordes;
sus frases tan cercanas, no creyera
que era todo producto del azar.
El paso de la música que huye,
lugar límite, es fin e inicio, vuelta
de la razón y de sus geometrías,
también del infinito más allá,
también de la ilusión de los sentidos.

Concentrado en la misma extraña furia,
ajeno y vivo nuevamente en mí,
presente en los acordes de una frase,
regresaba al momento que vivía.

Hipódromo Condesa, Ciudad de México, marzo de 1984
– Albuquerque, Nuevo México, noviembre de 1987



Monet: glicinas sobre el puente de un estanque

Red de pámpanos sobre el agua clara
esta bruma celeste se alza en arco
saturando el espacio de un estanque.

Llovizna hecha tamiz
sus escamas plateadas
bajo la verde fronda del follaje.

La diagonal florida cruza el disco
en donde se refleja, azul, la nube,
acorde arracimado de otra bóveda.

Abanico de plumas
atesora otra carga de perfume
perdida entre la gasa del color.

Apenas sostenida por el tallo,
campana quieta, muda, es mariposa,
pez o anfibio en el hilo de su anzuelo.

Blanco en la cresta de un oleaje malva,
de las yemas al ápice
sus granos tiernos bajo el emparrado.

Notas de un pentagrama:
una silueta de nudos alados
brilla con otros tonos.
                             
Dorados o sombríos contra el cielo
alternan sus escalas de matices
sobre la superficie del estanque.

La mancha, la certeza repetida,
recuperada en el azar de un gesto
ya materia indistinta en la memoria.

Pez alado, madera, nube o flor,
un violeta que se desploma en gris:
su vacío el silencio de otro espacio.

Reuilly, París, diciembre de 1982
– Hipódromo Condesa, Ciudad de México, junio de 1983 




Tesserae: fragmentos de un poema veneciano 


I

Es el hueco de un ala de paloma,
pero paloma ensangrentada, el sol
entre la bruma, un vellón carmesí
envuelve al campanile y a San Marco.

El aire húmedo lleno de reflejos,
sabía el aire, olía cada cuerpo,
la ciudad, sus rumores y sus roces,
su presencia a través de los sentidos.


II

Pasos y voces aún resonaban
por las calles y dentro, en mi cabeza,
miles me habían precedido, pero
yo estaba solo con mis experiencias.

Fragmentos de un escombro bizantino:
nadie podía ayudarme a observar
este espacio ofrecido en sus imágenes
como un puñado de signos dispersos
que ahora reordenaban su sentido
en el momento único del viaje.

Puro azar el inicio, igual su fin,
Venecia en soledad me respondía,
pero cada respuesta era otra incógnita
que al disiparse alzaba un nuevo hallazgo
tartamudeando respuestas sin fe
y en ese instante yo era parte de ellas:
el pasado disuelto en la apariencia
decrépita y roída del presente.


III

Atracaderos, pilones y góndolas
de tablas carcomidas por el moho,
líneas puras y un viento de banderas,
cada recodo un primer plano audaz,
casi disuelta toda perspectiva,
imbricada de reja y rosetones
sobre un pequeño espacio atiborrado.

Santa Cecilia, el Rialto y Academia,
sólo tres puentes sobre el Gran Canal,
pero su red de pasarelas, pasos
y pontones insólitos, a Dédalo,
en Creta, bajo Minos, siglos antes,
pudiera haberle dado su modelo
de haber llegado con Enrico Dándolo.

                          
IV

Anclado, no miraba, estaba inserto,
caminaba hacia dentro, contemplaba
preso en un laberinto vertical:
las fachadas de los palacios grises
y de un rosa quemado y amarillo
reflejándose azules en el agua.

Plazoletas con norias de altos muros,
a la distancia el color de sus tonos
se pierde en el moaré de los reflejos;
sólo en el agua recobran el brillo
raído por el mate del salitre.

Sus edificios de estrechas veredas,
arriba los balcones suspendidos,
cada uno con su arco trilabiado
y un toldo como tienda de beduino
o vela de galera en alta mar.

La gente en corros o cruzando en fila
entre los cuadriláteros de mármol
por cada corredor y puentecillo;
el pasto en los antiguos pasadizos
y en las lentas baldosas bamboleantes
la transparence de l’eau malgré l’ordure.

                           

Hay un momento vacío en la tarde
cuando al final de un día de verano,
sin viento y entre rojo y gris el cielo,
un puñado de polvo de oro vibra
por un instante en el crisol del aire.

Una coraza gris, el mar bruñido,
apenas martillado por las olas:
el sol es una fragua que se hunde
bajo la concha azul del horizonte.


VI

La hora en que las luces se dispersan:
una amatista es capa del cenit,
como arena mojada tras la ola
se fuga la blancura por los bordes
y la espuma del día y sus afanes,
sin prisa como el agua en la resaca,
vuelve a la misma informe oscuridad.


VII

Exhausto, casi en plena madrugada,
después de visitar palazzi, campi
desiertos en la noche y como ellos
igualmente mojado por la lluvia,
cada recodo de Venecia abierta
y ofrecida a una búsqueda exaltada,
descubriendo en caminos apartados
pasadizos del agua en los resquicios,
las iglesias, las más lejanas piazze,
lleno de lo que no quería hallar:
la causa de esta antigua sensación
que oscura me bañaba los sentidos.

La cama desplegándose hacia el ángulo
de abultada tersura: ancla y refugio
casto en lo albo, su manto al envolvernos,
una hoja doblada por los dedos
en donde el cuerpo escribe oscuros sueños;
cada durmiente, mariposa en ciernes,
deposita su tinta en la blancura
y es un página invisible el sueño
sólo leída al trasluz de la luna.

                           
VIII

Al alba reiniciaba mis paseos
por la ciudad apenas repoblada
con el lento fluir del veneciano.

Desde un nicho, la estatua de San Pedro
presidía el mercado bizantino.

Última imagen frutal del otoño,
los rojos persimonios de Sicilia,
qué otra cosa podría haber querido;
con ellos me acerqué a una vieja fuente
de piedra y mármoles enmohecidos,
girando bajo la cortina de agua
su peso lentamente madurado
me devolvía un ocre opalescente,
frágil brasa calcárea su eco umbrío,
una joya sienesa entre mis manos.


IX

Ragazzi del mercado de Venecia,
cada muchacho en su puesto de venta,
un atlético enjambre, como antaño
entregado al comercio de perfumes,
raros frutos, especias, sedas y ámbar.

Precisos, fuertes y ágiles, a gusto
en el vaivén del gentío con cestas
—más quizá en la cubierta de un velero—,
conversando entre sí y al mismo tiempo
dedicados al trato del cliente,
loando en alta voz las mercancías,
por igual discutiendo los partidos
de fútbol, la derrota electoral
y el precio exorbitante de la carne:
prontos a la respuesta inesperada,
como basquetbolistas en el salto
al enviarse un objeto sin aviso.


X

Así los vi jugando en lo que fuera
el convento de la Misericordia
y en la intrincada y larga Mercería,
al elevarse sobre los demás
a pesar de las aspas de sus brazos,
con las piernas abiertas en compás,
las firmes plantas de sus pies en tierra
y en el aire la huella de su cuerpo
en busca del balón para embocarlo,
sin dejar de correr cruzan la cancha
con jirones de oxígeno arrancados
al remolino que gira y se vuelca
para encontrar su lugar sin tocar
a nadie: cortesía del que puede
pasar a solas por la muchedumbre,
en cada jugador su centro unánime.
                      

XI

Alejado del resto, un muchacho
descargaba las cajas apiladas
contra la columnata del mercado;
todo de blanco: de los pies al tórax,
excepto en la rodela de un bonete
—igual que la fajilla en la cintura—,
lila, como la línea en cada tenis;

brazos y hombros mojados de sudor,
la camiseta sobre el tronco esbelto
marcaba un límite a la piel oscura:
bloque de bronce y mármol bien pulido;
entre los fuertes y amplios pectorales
la mariposa húmeda de un triángulo
prendía su ala en cada medallón;
las piernas enfundadas en los jeans,
abiertas y flectándose al compás
de un ritmo propio impuesto a su trabajo,
los amplios movimientos al cargar
sin esfuerzo las cajas revelaban
la forma de los músculos y el sexo
reclinado en un muslo tras la tela;

el cuerpo alerta y la mirada errante
—ese incierto reflejo en las pupilas
del que viaja por dentro de sí mismo—,
se detuvieron al cruzar enfrente:
sin apuro, con una caja en vilo
y una intensa resaca en los dorsales,
sonreía dejando el paso libre.

Aceptación y reconocimiento,
en su mirada no había la búsqueda;
se reconocía en mi aceptación,
me aceptaba en su reconocimiento:
por un instante el reflejo era idéntico.

(¿Pero quién era yo?
                            Una conciencia
apátrida carente de asidero;
exiliado de toda convicción,
sólo a ratos vislumbro una certeza:

misterio revelado en poesía,
cuántas veces hallada en los demás,
allí en donde la imagen y la idea
se alían y despliegan con el ritmo;
casi nunca en la propia; y sin embargo,
entre el artificio y los simulacros
hay aquellos rescates aislados
que iluminan visión y entendimiento;

cierta música y unos pocos cuadros,
algunos edificios y paisajes,
la danza y unas cuantas esculturas;
sé que a veces, también, hay el afecto
que surge de una oscura afinidad
o el que viene de un claro desacuerdo,
como una disonancia temperada
que hace de un sitio ajeno, nueva patria;
                           
un padre y una madre transitorios,
no menos que uno, ¿dos o tres amores?,
miles de encuentros pasajeros, son
huella del cuerpo en el agua que fluye

o el súbito espejismo del deseo,
el camino que va de contemplar
a una apresurada posesión …

¿cuál posesión?, el placer se disipa
en el origen mismo de su urgencia,
frágil infatuación se sacia artera
para surgir de nuevo en otros cuerpos;

olvida la memoria, el cuerpo añora,
pero queda el recuerdo de una piel,
el sabor de unos labios y su olor
en los pliegues del cuerpo humedecido.)

Había allí la plenitud del día:
me reconocía en su aceptación,
se aceptaba en mi reconocimiento;
por un momento fijo el torbellino
de lo que en tránsito dejó su muda:
la ciudad para siempre en la mirada
afirmando un instante soberano.
                         

XII

Y sin quererlo hallaba mis respuestas:
sedas crujientes y plumas al viento,
volví a encontrarla, dama siempre joven,
la condesa Alessandra Morosini
de pie en la oscuridad de su palacio.

Los grises orquestados junto al galgo
que estiraba su hocico bajo el guante
perla de su ama enfundada en el negro
de su traje provisto de fedora.

Luz que fractura y roe la penumbra,
negro vestido, también el sombrero;
blancos la piel, chaleco, plumas, galgo
y el gris del aire apenas vislumbrado.

Allí estaba el retrato original,
el mismo cuya copia recibiera
resguardada en un viejo marco de oro.

Regalo de María Carolina,
no era de Sargent, Whistler o Boldini
el enigma irresuelto para Alone
que ahora se congela en un salón
oscuro y frío del Museo de Arte
Moderno de Venecia, de regreso
a la inconstancia de un sereno olvido.

Testigo de un desastre inevitable,
no eran de su incumbencia mis hallazgos.
Impenetrable, la ciudad seguía
frontal como un paisaje pompeyano,
distante y orgullosamente ajena.

                           
XIII

Las hileras rayadas de los toldos
igual que un débil pecho sofocado
comban sus barras al golpe del viento
marcando un latigazo en la cretona.

Más fuerte que la luz, el viento frío
infla y ondea sus cintas azules
como en las curvas de un broche de plata:
vacíos, húmedos y oscuros dentro,
capullos de crisálida resecos
junto a la playa del Hôtel des Bains.


XIV

Silencio en el abismo suspendido,
caverna azul, la ola cuando estalla
envuelve al nadador en blanca espuma,
igual que a Lázaro entre los vendajes,
el infinito sudario del mar.


XV

Y una luna de ópera aparece
envolviendo en violeta su blancura,
con una tiara vespertina, en gasas
como entre los jirones de un telón
al reflejarse en medio de las nubes,
su arco multiplicado sobre el agua.

                           
XVI

Adolescentes de largos cabellos,
les caían en bucles las melenas
húmedas y brillantes de sudor,
rápidos tras la pelota de fútbol,
nada más vivo que su eco en los muros
cuando crucé la calle de la Muerte.

                           
XVII

Pasan cantando los jóvenes ebrios,
tres o cuatro muchachos de San Bárnaba
enfundados en sus estrechas botas
—sólo en las ingles abrían sus bordes—
cada muslo un pecíolo de carne.

El capellino veneciano en lo alto
como a cualquier muchacho israelita
les daba a su perfil un aire antiguo:
solideo en la crisma patriarcal
(kippah del exilarca en Babilonia,
ahora en las cabezas de la Diáspora;
del Sefarad a las estepas rusas,
del Maghreb a las Indias: nuevo éxodo)
con una oscura aureola ensortijada
sus cabellos tapándoles la nuca.


XVIII

Y de nuevo la luna en los canales,
también a solas cuando la ciudad
inicia el desalojo de las calles:

su sombra azul multiplicada en blancos,
como en el lapislázuli del mar,
en donde se reflejan cielo y nubes.


XIX

Unas cuantas parejas en los puentes:
murmullos y siluetas percibidos
bajo la luz de yodo de un farol
y el ruido sordo y lento de las máquinas
de un vaporetto por el Gran Canal.


XX

Y son banderas húmedas las sábanas
infladas, golpeándose entre sí,
que estilan todavía en sus cordeles
azotando los muros dei Gesuati;

caminé por el viejo ghetto en ruinas,
junto a una fuente me detuvo el eco
de lo que pudo ser un llanto o sólo
el choque de las góndolas desiertas.


XXI

Un templo palafito del Adriático,
su bóveda te augura un orbe incierto;
cada columna continúa inversa
el ritmo que las une a los islotes,
se alza, contiene en los arcos y expira
donde la piedra iniciara su vuelo.

Cabelleras de un cráneo serenísimo,
sobre cada columna los acantos
desbordan sus labrados capiteles
repitiéndome, alternos, el oleaje
como el suspiro en el pecho de un náufrago.

Y son blancos tentáculos foliados
al aplastar su dorso en el relieve
con una espina en lo alto de sus hojas
se alzan henchidos combando el envés,
conchas que arriba reciben la lluvia.

Mientras abajo, al borde del canal,
prendidas a las gradas resbalosas,
las algas verdiazules desparraman
sobre la superficie la medusa
de sus cabellos como una madeja
dispersa por las olas contra el mármol.

Hipódromo Condesa, Ciudad de México, marzo de 1984
- Las Cruces, Nuevo México, marzo de 1985




Carlos Torres: el prestidigitador snob
(Adivinanza de la cerda prieta o elogio de la acidia) 

                          in memoriam Charlie, peintre parisien

La muerte quieta, 
salvo el color que transa
la cerda prieta.

La adivinanza
—que es metáfora en ciernes—
oculta, avanza:

no porque niegues                                         
los colores o ahorres
planos y pliegues,

ni porque borres
saber, concepto, acción …
¿en cuáles torres

la inspiración
que con la forma deba
suplir pasión,

si allá en la cueva                                          
—refrito de Platón—
hay pura hueva?

Blanda invención                                          
meteca, Maldoror
sin ton ni son:

traza un color
y lo tapa, se hastía
(¡fuera el dolor …!);

bosteza, estira
los brazos, aburrido,
prestidigita

mundos vacíos.                                             
Color y oscuridad:
puros oídos. 

Inanidad,
glosolalia del eco:
blablablablá. 

Mixcoac y Olivar de los Padres, Ciudad de México, mayo de l989




El vuelo del águila con la lluvia

                                 para Vicente Rojo


Sombra en la altura 
planeando su caída
o, por ventura,

memoria hendida
que en su color sutura.
Patria perdida,

no las figuras                                     
ni el goce de un desnudo,
las formas puras

rotando en nudos:
triángulos y cuadrados
se piensan mudos.

¿O son los dados
que le avienta un azar
multiplicado?

Sierpe y nopal,                                              
su plumaje de grecas
en diagonal

sobre la presa:                                   
isla y laguna el cuadro,
el ave azteca

cae despacio …
la lluvia sobre México:
gesta un espacio. 

Barrio de San Juan, Malinalco-Hipódromo Condesa, Ciudad de México, abril de l989 





Tres variaciones sobre una octava 
real encomendándose a La Araucana

             para Vicente Rojo
                                                                            
No las damas, Amor, no gentilezas                                                               
de caballeros canto enamorados,
ni las muestras, regalos y ternezas
de amorosos afectos y cuidados,
mas el valor, los hechos, las proezas
de aquellos españoles esforzados
que a la cerviz de Arauco no domada
pusieron duro yugo por la espada.

Alonso de Ercilla y Zúñiga,
La Araucana, Canto I, vv. 1-8.


I

(El mundo o la memoria)

No el desnudo pintado con largueza,                                              
imagen del deseo enamorado
—espejo de la muerte cuando empieza,
ruina de sí en la cárcel del cuidado—,
sino el valor del que renuncia y reza
sin fe, mas por los actos amparado:
México bajo la lluvia es la llaga
abierta y restañada, hisopo y daga.


II

(La tela y su aventura)

No el desnudo pintado con largueza,                                              
imagen del deseo enamorado,
sino el valor del que renuncia y reza
sin fe, mas por los actos amparado
(espejo de la muerte cuando empieza,
ruina de sí en la cárcel del cuidado):
México bajo la lluvia es la llaga
restañada y abierta, hisopo y daga.


III

(Dudas, encuentro y persistencia)

No el desnudo pintado con largueza,                                              
imagen del deseo enamorado,
sino el valor del que renuncia y reza,
ruina de sí en la cárcel del cuidado,
espejo de la muerte cuando empieza
sin fe, mas por los actos amparado:
México bajo la lluvia es la llaga
abierta y restañada, hisopo y daga.

Hipódromo Condesa, Ciudad de México, mayo de l989




Frente a las estelas solares de Quiriguá, todavía…

para Marco Antonio Campos


Crepita el aire
en su espiral de gloria:
fronda caída.

El Buen Tono-Aztacalco, México-Tenochtitlan, diciembre de 1997



Espejo cegado

             para José Emilio Pacheco


I

(Persistencia de Tezcatlipoca)

Aún humeante
la cuenca de cemento:
hoy su antifaz.


II

(La otra cara de Coyolxauhqui)

Vaciado el lago
Ombligo de la Luna:
su espejo es polvo.

El Buen Tono-Aztacalco, México-Tenochtitlan, enero de l998




Cuarta noche de Sor Cirina

                a Pura López Colomé y Alberto Darszon

Es un rumor a criptas ya selladas
este eco que resuena en la escalera
y me devuelve un sonido en imagen:
marmórea blancura del sudario.

Pero un cono de sombra es más ropaje
que el presente de luz al que resbala
por el inerme embudo de las manos
alzadas como el grito tras el parto.

Después de cuatro días con sus noches
vi al mundo entre las manos de una virgen:
fruto maduro cimbrado hasta junio
en el árbol de las generaciones.

Ex-Hacienda de la Soledad, Cuernavaca, Morelos, noviembre de l997




El eco en el acuario de los Dióscuros
(Parlamento de Cástor / Pólux)

                                                          
Cada vez más oscuro hacia el fondo,
“tú eres yo”,
                     dijiste la última noche:
una gran poza translúcida
—también la mirada y la voz—,
el acuario de los gemelos
reverberando en la superficie,
pero cada vez más oscuro hacia el fondo
y, sin embargo, siempre reflejante:
                                                       acá es allá:
“yo soy tú”,
                 dijiste la última noche:
abajo es arriba:
                       “tú soy yo”,
                  dijiste la última noche:
no hay afuera, todo es dentro
—nada en él—,
allí es aquí y ahora
—es nuestro presente—,
nada en él
                y bucea en este espejo vacío
para encontrarte a ti mismo
                                               reflejado
en lo más profundo de mí mismo:
                                   “yo eres tú”
                                                      y es de día.

Dioscurion, enero de 2001




Requiem en forma de pera: homenaje 
a Poulenc y Sánchez Cotán
(Tres haikai sobre un bodegón de Briones)


I

La medialuna
y el velo de la noche:
la pera islámica.


II

Para un oscuro
manto, la luna, un garfio:
a(A)-l(l)a-(h) es-pera.
                                             

III
                                            
La medialuna
ríe; bajo el shador,
la pera insomne.

Cuetlaxcoapan-Puebla de los Ángeles de Zaragoza, septiembre de 2001




Abnegación de Ariadna

para Bedzhe, Daninisa y Yekaterina Yeroslava Contreras Boríslova

                                                        
Mecida entre la fronda de la vid,
espuma de un exilio voluntario
(y a salvo de las olas en su nácar:
isla dispersa, concha fragmentaria)
que oscila del insomnio a la ilusión

—laberinto hiperbóreo
o cadena en la roca—,

velo y red de una subsistencia anónima

—téchne poietiké—,

también la telaraña es (z)arpa y prisma:
cada perlado nudo vuelto nota

—cada rectángulo, marco de nada,
celda vacía, ventana al silencio
todavía no roto por los círculos
del eco que a su grito se anticipa
en la oscura llamada aún no oída—

pentagrama del tacto concentrado,
la brisa impulsa su hilo tornasol:
“en cada paso enhebro la ignominia,
mi guía fue la tejedora Aracnis”.

El Buen Tono-Aztacalco, México-Tenochtitlan, junio de 2002



Magnanimidad de Dionisos

                                                         
Postdata de Dionisos al oráculo
sobre su amada Ariadna:
“de no ser por Teseo, todavía
se encontraría unida al Minotauro;
luego de su abandono
en la isla de Naxos
mis besos absolvieron sus excesos”.

Cañada de los Limones, Cuernavaca, Morelos, junio de 2002           



El defensor del tiempo

para Carlos Payán Velver

                                                        
Bien plantado en su espacio,
terso, desnudo en su armadura de oro
—eje encordado de los elementos—,
el autómata distribuye el tiempo
contra el aire y la tierra, contra el agua:
brújula o imán de un triple remolino
o el golpe de un destino manifiesto.

Sea llama la espada
—“¡sea!”, llama la espada—
y justicia la voluntad del fuerte;
como en su helado entorno, despojado,
preserva sólo un corazón vacío.

Quartier de l’Horloge, Beaubourg-les Halles, París, diciembre de 2002



Noli me tangere
(Desfile griego y un Shiva sedente)

para Augustin Lunda

                                                          
Dioses y semidioses del Olimpo:
solar y esbelto, el reflexivo Apolo
fuera un dardo lanzado al infinito;
Dionisos es un lánguido racimo
de pechos y caderas como uvas;
pero brilla y embriaga más el mar
que se acaricia en la piel de Afrodita.

Desde la sombra observa a su gemelo
y en su epitafio se lamenta Ificles:
“Deyanira y su manto
cubrieron con veneno
las hazañas de Heracles”.

Ídolo bajo la luz cenital,
recita para sí los versos truncos:
entregado a la búsqueda
no de lo abstracto, ni de los sentidos
—no a la ley sobrehumana y apolínea,
ni al caos primigenio y dionisíaco,
tampoco al espejismo del amor—,
sino al orden del cosmos:
trono y empuñadura todo el cuerpo,
tenso y erguido, pero castamente
afinado en el triunfo
y el dominio de sí.

Museo del Louvre, las Tullerías, París, enero de 2003




Sauces nevados de una verde proa
(L’Île au Juif)

para Adriana Menassé
                                                      

Tarde en ruinas vacía de sonidos,
sauces nevados de un verde galante:
la blancura en el hueco de la sombra
trenza un festón en sus ramas caídas.

Square du Vert-Galant, Île de la Cité, París, enero de 2003




Fluctuat nec mergitur
                                                         
Flota la insignia y tras suyo la estela
de una capa raída por la usura

—fénix real en su manto de escamas—

sin reposo y distinta, siempre igual
en la espiral de luz que no se hunde.

Square Barye, Île Saint-Louis, París, enero de 2003





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