domingo, 12 de agosto de 2012

7383.- ALEJANDRO RICAGNO




Alejandro Ricagno nació en Buenos Aires en 1962. Como poeta, ha publicado La canción del niño lámpara (LetterPress Broadsides Poetry Series, New York, 2003), Negocios de estos días (Ediciones Eloisa, BsAs, 2003), y el poema "Escrito sobre un cuerpo" (http://www.lucianapoetica.com.ar/ricagno2.htm). Poemas suyos aparecieron en el suplemento cultural del diario Clarín de Buenos Aires, y en las revistas Díario de poesía, Perro negro y La novia de Tyson. Ha realizado traducciones y reseñas para las revistas Babel y 18 whiskys --de la que fue cofundador. Entre 1991 y 1998, ejerció crítica cinematográfica en la revista El Amante del Cine y, desde entonces, ha trabajado como colaborador en el Festival Rencontres de Cinémas de l’Amerique Latine, de Toulouse, Francia. Sus escritos sobre nuevo cine argentino --realizados en ocasión del festival  de San Sebastián en las ediciones 1999, 2000, 2003--,  fueron publicados por la Casa de América. Como actor, participó en el Movimiento Teatro Abierto y, desde los años ochenta, ha realizado perfomances sobre textos propios, y de poetas como Nestor Perlongher, Claudia Schvartz y Mercedes Roffé. Junto a la poeta Susana Villalba, coordinó talleres sobre cine y literatura.  Ha coescrito el guión del cortometraje Positano de Diego Briata (BsAs, 2004). Forma parte del comité editorial del fanzine El Malpaso.

Tiene tres obras inéditas: El verano de Alaska, El desorden de las muertes y Antología de la dispersión.




La canción del niño lámpara
(New York, Pen Press, 2003)


I

Imposible asistir al nacimiento del niño lámpara.

Nadie sabe en qué oscuridad primal gestó su energía lumínica. Qué barro lo alimentó hasta la chispa, el destello. Allí, en su rincón se sostiene al borde de la fiesta. Alto, oscuro, con la excepción de su cabeza aureolada por la pantalla,  piensa, sangra, sueña. Tal vez cante: la luz del niño lámpara.



II

Escucha: yo conocí al niño lámpara cuando brillaba, todavía.

Escucha: yo me maravillé de la generosa porción de luces que regalaba. Siempre al borde de la fiesta.

Escucha: nadie escapaba a su influjo. Nadie le hablaba.

Qué difícil la conversación con el niño lámpara cuando su territorio consistía simplemente en el silencio luminoso.




III

Alto. Oscuro. Su cabeza dentro de la pantalla redonda de destellos blancos, amarillos, rojos.

En el silencio.

Hasta hacer del silencio una canción de luces. Terrible su desesperación en el silencio colore-ado. (Nadie la nota, enceguecidos por la cálida luz, por su fenómeno portátil.) Tal vez ése sea el tono secreto de la canción del niño lámpara.





IV

Cómo podemos encenderlo, si nunca se apaga. Cómo podemos entrar en la semilla de su oscu-ridad, si todo es destello. Si él ilumina de costa-do el corazón de la fiesta, no baila, no habla.  De pie. Oscuro (a excepción de su cabeza oculta en la pantalla, sombrero giratorio). El rincón íntimo. Cómo deshacer el sortilegio con que nos protege y se protege del abismo de su propia oscuridad. Esa que enciende y fulmina para impedir la catástrofe negra, noche de las noches, cerrada sobre nuestras cabezas.





V


El primero en llegar, el último en irse. En lenta, imperceptible disolvencia. Disminuye su potencia a lo largo de la fiesta (del crimen, del abrazo). Testigo que alumbra para callar y olvida. En el rincón: la callada insistencia del niño lámpara, como una manera amable de la invisibilidad.






VI

A la vera de lo que entra por el otro costado. Flechas de luz que surgen de un San Sebastián inverso. Oscuro y múltiple. Las parejas en la fiesta esperan que este cupido solo, alto, negro (excepción de su cabeza coronada), les abra la carne con apetito de carne.

Certero el arco del niño lámpara: ilumina apenas lo necesario para dar en el blanco.






del libro
Negocios de estos días
(Ediciones Eloísa, Buenos Aires; 2002)





Pedagogía y distancia

A Franchi

Viene y dice: “Enseñame; quiero aprender.
El deseo de crecer en el deseo. Enseñame cómo.
La manera de mirar el mundo. Enseñame qué
mundo mirar, o qué mundo mino cuando miro.
Las palabras, dice; enseñame. Los otros; dice.
Cómo hacen; cómo saben; saben qué; hablar,
trasladarse de un pensamiento a otro. De una red
a otra red”. Entonces –otra vez!- soy el que debe
desprenderse de sus dudas, de la cáscara de sus certezas otra vez.
Cuaderno abierto sus ojos – la sed, la clara, la profunda
en sus ojos cuando pide.
Debo tener cuidado de lo que escriba
en él. Cuidado de regar las dudas como plantas de invierno,
de cortar qué mala hierba en las pocas semillas de mis certezas;
pelusa en los bolsillos. Deshacer debo la red de mis trampas;
evitar caer en la pregunta que su sed –la clara, la profunda-
lastima en mí la enorme distancia en el tiempo enorme.
Si trastocara distancia en años por kilómetros, menor sería
el riesgo y la fatiga. Cualquiera puede desandar veinte kilómetros;
parar en esa posta, abrir la habitación que dejó, airearla y mostrar
los cuadros de la exposición. Veinte kilómetros no hacen un pasado;
apenas un recorrido exploratorio. Puede, entonces, enseñarse el lugar
como contemporáneo del lugar a un huésped contemporáneo y próximo.
Pero él dice: “enseñame”.
Y el mapa se vuelve calendario.
¿Afinar la distancia, el tiempo, para que sea posible plantar semillas,
desechar cáscaras, cortar malas hierbas en jardín ajeno?
Pero en mi bolsillo todavía pelusas, redes sin desplegar,
kilómetros y kilómetros de gestos que fueron oxidando el cuerpo.
La erosión, no en el camino, en los pies. Y el alma impura
de limpiarse en ojos como esos.
Qué palabras, digo, gestos qué. Con qué manos señalar
lo que los ojos deben mirar; y cómo entre asperezas deletrear
al menos algo de esperanza,
o la elegante seguridad de caminar erguido;
las manos en los bolsillos sin pelusas de los años.
Mi pobre saber detenido en estaciones, no suma, no agrega;
y si lo hace es con una transparencia que no borra en el cuaderno;
empaña apenas la figura inicial, el garabato borroso.
Me descanso en estas enseñanzas de irresponsabilidad limitada
por los años detenidos, por los veinte kilómetros, por los ojos del amigo
que podría ser mi hijo o mi amante;
nunca un contemporáneo.
Porque en su cuaderno fulgura una plenitud sin hojas arrancadas todavía;
así la muerte incluso haya soplado cerca suyo, de mí,
o de la historia.
Esta es mi biografía, podría yo decirle.
Entre cáscaras, entre pelusas, entre redes.
Esta es mi biografía:
enseñar lo que no sé.
Y señalar el horizonte donde los otros crecen.







Claude Batho, en su cama,
habla de su última fotografía

He registrado cada rincón del cuarto
con la misma pasividad de esas niñas
que retrataba cuando aún podía moverme.
Mi cámara ha sido, desde entonces,
una falsa ventana. Detrás estaban las cosas de siempre:
el florero, el armario, el monótono reloj,
la mancha en la pared.
He dejado para el final la ventana real,
esa que da al jardín y en cuyo marco se recorta un gato,
apenas descifrable entre la tenue tela húmeda
que mi respiración ha dibujado sobre el vidrio.
Alguien podría pensar que en esta fotografía
lo más importante son las gotas de vapor condensado
que velan la figura del felino.
Como si hubiera fotografiado mi último aliento.
Pero no es así:
lo importante es el gato,
la ventana cerrada,
y el jardín ahí fuera,
que persistirá mucho más allá de mí.


* Claude Batho: fotógrafa francesa (1935-1982). La muestra póstuma de sus trabajos que tuvo lugar en 1989 en la fotogalería del Teatro General San Martín, de Buenos Aires, inspiró este poema. La fotografía mencionada causó en mí una emoción particularmente profunda. Más tarde, leyendo el catálogo que acompañaba la muestra, descubrí que ésa había sido su última foto, y que la mayoría de los trabajos allí exhibidos habían sido realizados desde el lecho donde la fotógrafa se encontraba inmovilizada desde hacía varios años.







Soliloquio del hermano doble
                                                
                                                     a Max

Mi hermano doble de la fidelidad del sol,
que siempre nos traiciona,
también está, y a su pesar, fatigado.

Me dice:

“A veces quisiera irme con los muertos.
  Que se me entienda bien, quisiera. No darme
  la muerte lenta o brusca.
  Quisiera irme con los muertos a una vida más alta.
  Por eso, y porque no pienso matarme,
  cada tanto me voy lejos de esta ciudad malsana,
  donde todos piden consuelo
  empuñando una garra mezquina.
  Me voy a los desiertos con su campanario invertido;
  a las salinas infinitas donde un hombre
  sólo dice las palabras necesarias. Dice; por ejemplo: “agua”
  porque necesita agua. Y necesita su lengua sentir la humedad
  de esa palabra.

  El veneno de las ciudades me sofoca más que cualquier sol.

  Si viviera en otro tiempo…
  Ah; si pudiera
 --me dice mi hermano doble--
 elegiría aquel de los constructores de las catedrales;
 los anónimos, que tras fatigas de estructuras perfectas
 como músicas de órgano,
 perdían el nombre porque Dios lo sabía
 y sólo eso importaba.
 O el de los trovadores,
 el de los cátaros y su épica herejía,
 el de las princesas venecianas
 sin cuya presencia en las ventanas
 perdían belleza góndola y canales.
 O el de los cuatreros de capa negra
 que sólo guardaban el puñal
 frente a las astillas del cielo.

 No es orgullo ni hosquedad lo que me aparta.

 Es tan vasto el misterio del mundo,
 el misterio de las manos en la tierra…
 Como la distancia que tejen las pestañas
 de una niña que vi hablar en el silencio de un mar de olivares.
 Quisiera, apenas,
  rozar la sabiduría del ojo profundo de una yegua preñada
 que recorre un país sin nombre y sin dueño.
 Silenciar el ruido de las máquinas del mundo.
 Quisiera, y sin rencor,
  acallar los millones de quejas de los que viven sin sangre
  y luego lo escriben con orgullo.
  Dar un golpe en la mesa de las tertulias literarias 
  y aplastar las palabras que no despidan belleza.
  Pero belleza áspera y espléndida.
  
  De ese murmullo sin sentido
  en que las hemos sumergido,
  a ellas,
  las sencillas, las sagradas,
  es que estoy tan fatigado…”

--susurra mi hermano doble--

“Sólo los muertos hablan una lengua más clara.
  Los muertos,
  y los niños altivos de ciertas provincias
  donde el viento se sorprende de tanta inmensidad,
  y la creación no dispone aún de otra poesía
  que un árbol que esconde una manzana.
  
  La niña y la yegua descansan a su sombra.
  
  Y allí, con el viento puedo, 
   a veces, un instante,
   yo también
   descansar…”




2 comentarios:

  1. Estoy interesado en contactarme con Alejandro Ricagno
    jorgehardmeier@gmail.com
    gracias

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  2. Estoy interesado en contactarme con Alejandro Ricagno
    jorgehardmeier@gmail.com
    gracias

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