sábado, 18 de agosto de 2012

7430.- RAIMUNDO SALAS MERCADAL


Raimundo Salas



Raimundo Salas Mercadal (1932-1970) nació en Blesa (Teruel), donde pasó su infancia durante la Guerra Civil, la cual dejaría honda huella en su poesía más social. Vivió la mayor parte de su vida en Zaragoza. 
Su único libro, Las piedras y los días, es una obra póstuma que compiló y prologó el poeta letuxano Rosendo Tello, para evitar que la personalidad y obra de Raimundo Salas cayese en un olvido inmerecido. 
Autodidacta, sus contactos con literatos y poetas aragoneses, de los que formó parte, revelan tanto su espíritu inquieto como sus amplias miras artísticas. Introducido en el ambiente literario de la Zaragoza de los cincuenta, de la mano de Guillermo Gúdel, fue un miembro de la poco difundida Generación del Niké. En el café zaragozano del Niké se reunieron muchas de las cabezas mejor pobladas para la poética desde la década de los cincuenta, además de otros grupos de artistas. 




Las piedras y los días

¿Y qué rumor ha de mover los labios, 
y qué campanas sumergidas bajo el agua 
han de doblar a vivo un día, 
si Caín aún golpea con su hueso, 
si aún os miráis las manos con temor, 
si aún lleváis en la sangre a Dios estrangulado? 

Hasta el ir es volver en vuestros pasos. 
Sudáis trabajo y os ganáis la muerte, 
el hambre, el sol, la sed de cada día, 
sin ver que las monedas que os dan están sucias de desprecio. 

Cambian las cosas de volumen, de sitio, 
de color; cambian las manos 
la honda por la espada, la espada por la cruz o por la hoz, 
y todo sigue igual, todo sigue lo mismo, 
todo vuelve a empezar. 

En la tierra reseca vuestros pasos 
hollan el tiempo, entráis en las iglesias derruidas 
para pedir la lluvia 
y un dios frío y terrible os contempla desde la piedra.
Afuera los lagartos al sol se multiplican, 
las gallinas cloquean, 
y un niño es devorado por un cerdo 
otra vez como antaño.

Cantan las moscas su canción monótona, 
la araña teje en su rincón, 
mientras a campanadas lentas amanece, 
mientras, oh abandonados, 
miráis la línea azul del horizonte 
igual, exactamente igual que vuestros padres.





Cuando muera enterradme con los ojos abiertos 

Entonces, cuando el buzo baja más, 
cuando los ojos quedan fijos en el rostro de la dama, 
y el ternerillo lame las manos que sostienen el cuchillo 
y el elefante -que siguió avanzando 
porque no comprendía qué era aquel resplandor entre sus ojos- 
al fin pesadamente se desploma. 

Entonces, cuando el libro 
cae al suelo, cuando desciende el buitre, 
cuando los peces buscan los ojos del ahogado, 
cuando las manos quedan al fin quietas, 
y salen todos, todos murmurando lo mismo, 
y en el cuarto de al lado hablan toda la noche de Dios o de política, 
sin preguntarte tu opinión, sin dejarte participar, 
y estás solo, estás solo, 
y entra un amigo de tu infancia, 
y te cierra los ojos que tanto te costó entreabrir, 
y te vacía los bolsillos, 
y te quita el reloj (sin pensar que quizá lo necesites).

Entonces, o más tarde, todavía más tarde: 
el día que te excluyan, 
el día que al fin pongan tu retrato de cara a la pared.

Entonces, sólo entonces, sólo por un instante,
podrás saber si has muerto, si vivías,
si tienes que seguir eternamente así,
en tu actitud heroica o cobarde,
apretando el gatillo eternamente,
cayendo eternamente (como aquel elefante de estupor)
o condenado a estar de cara a la pared eternamente.

Entonces, sólo entonces,
podrás al fin saber si tú eres tú,
si puedes descansar en ti o en la tiniebla,
o tienes que salir aún otra vez,
otra vez, otra vez, todavía otra vez,
a otra luz, a otros brazos gigantes que de nuevo te mezan.





25 años 

25 años, 
25 años peleando 
en una guerra sin cuartel, 
de 9 a 2, de 4 a 7 
(a veces horas extras) 
luchando contra el tedio, 
sembrando de colillas su esperanza, 
siempre al pie del cajón, multiplicando 
para otros, 5 x 1 es 5, 5 x 5... 
25 años, 25 años... 

Vencido por los números, un día estrangulado 
quizá por su antiquísima corbata, 
desgastados sus codos esperando el ascenso, 
esperando el balance, el ajuste de cuentas, 
esperando que cuadren el Debe y el Haber, 
un día no será más que un gran cero, 
un asunto archivado, 
una ficha olvidada y polvorienta 
en la vieja oficina.




Quemad esos papeles 

Quemad esos papeles, 
quemad esas montañas 
de libros que defienden los Derechos del Hombre. 
Quemad mi lápiz y mi mesa, ¡pronto! 
Quemad todos mis versos si es preciso. 

Aunque canten los pájaros, 
aunque se abran todas las ventanas, 
es de noche. 

Aunque el sol distribuyan con justicia, 
aunque pongan bañistas en las playas, 
aunque pongan calefacción en todas las iglesias, 
el hombre tiene frío.





De cara a la pared 
   
De pronto despertábamos 
sobresaltados: era la hora del temblor, 
era la hora en punto de los rezos, 
del grito ahogado entre las sábanas mojadas, 
del llanto a oscuras, de la sed, del miedo. 

Fuera se oían voces, carcajadas 
estrepitosas, himnos feroces, explosiones, 
súplicas apagadas por un motor en marcha, 
carreras y disparos. 

Nosotros, temblorosos, 
arrebujados en la noche, insomnes, 
vueltos de cara a la pared, sin atrevernos 
siquiera a respirar, 
no sabíamos nada, no entendíamos nada. 

Eran, decían, los felices días de la infancia. 

Cuando bajan al trote los caballos al río, 
cuando las campanadas penetran en nosotros 
y hacen que, poco a poco, se iluminen los montes, 
pienso en aquellos días y me parece un sueño. 

Pero no, no es un sueño, aquello sucedió. 

El rostro aquel que en el recuerdo gesticula, 
la vieja con su vela, los pasillos tortuosos, 
la habitación que daba al cementerio, 
aquel caballo blanco comido por las moscas, 
el niño sonriendo junto a su madre inmóvil, 
son reales, están aquí, surgen de pronto 
en el tiempo, en la noche, en el poema, 
la noche aquella continúa, vuelven 
las cosas negras del ayer. 

Ya no rezamos, somos 
demasiado mayores para llorar.  Abrimos 
de par en par las puertas; salimos al balcón. 

Pero la lucha aquella no ha cesado.  Aún, con saña, 
Caín golpea a Abel.  Y afuera -entre gastados 
himnos, actos inútiles, frases hechas- aún suenan 
los disparos, los gritos, y nosotros seguimos 
como ayer, como siempre, 
eternos castigados que no saben su culpa, 
de cara a la pared, 
de cara a la antiquísima pared.



Los gitanos

Iban por la vereda los gitanos
con su gallina muerta, con su burro ciego
y sus multicolores atuendos, largas varas, andar
cansino, camino de su cueva oscura, de su hoguera apagada, apenas perceptible,
irreal.

La carreta seguía más atrás, conducida por chiquillos adustos, semidesnudos, sucios, que miraban al suelo, como si en él buscasen 
algo, objetos perdidos tal vez, una manzana 
mordisqueada, un juguete abandonado, una respuesta
a su existir.

A su izquierda casas de ladrillo, paraíso
inaccesible para ellos, esperanza
de hombres de tez oscura, pero honrados
productores, peones de albañil, jornaleros del hambre.
Construían con barro y latas viejas su esperanza, su patria, sus anhelos.

Al barrio lo llamaban el barrio de la Paz.




La misma causa

Ahora, resumiendo,
hablando claramente,
quitando las palabras que estorban,
que no nos dejan ver la raíz del problema:
ahora, aprovechando que estamos reunidos,
que el dedo y el gatillo descansan;
ahora que el cuchillo corta pausadamente,
como si siempre hubiera sido así,
como si estos momentos de concordia
no fuesen una tregua sino un estado natural;
ahora, en este instante, hablemos claramente,
veamos de una vez si es posible entendernos.
El asunto está claro: no somos diferentes.
Estamos separados por siglos de amargura,
por paredes de odio,
por ríos de tristeza,
nosotros a una parte, vosotros en la otra
y en medio los que sufren, los que no tienen culpa.
¿No habéis pensando nunca que quizá defendamos
bajo distintos nombres ambos la misma causa?




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