sábado, 31 de octubre de 2015

JOSÉ ANTONIO ARCOCHA [17.311] Poeta de Cuba


José Antonio Arcocha 

(Cuba, 1938-1998), uno de los poetas cubanos contemporáneos de más auténtica expresión y genuina visión del mundo surrealistas, nació en Jagüey Grande, Matanzas (según Lorenzo García Vega, su coterráneo, “por la década del treinta sólo se necesitaba, para ser poeta, el haber nacido en Jagüey Grande”). En La Habana, donde viviera en sus años de estudiante hasta su partida hacia Europa en 1961, conocería a Fernando Palenzuela y a José A. Baragaño, quienes habrían de influir decisivamente en su formación como escritor y poeta. Luego de frustrados intentos de radicarse en España, Alemania, Luxemburgo y Bélgica, logró establecerse por relativamente largos períodos de precaria existencia en New York, Puerto Rico, Madrid, New Jersey y, finalmente, Miami. A más de escribir numerosos artículos para revistas literarias y periódicos (Vanguardia, Mundo Nuevo, Aportes, El Nuevo Día, Diario de Las Américas, entre otros), en 1970 Arcocha colaboró con Fernando Palenzuela en la fundación y co-dirección de Alacrán Azul, revista de arte y literatura con sede en Miami, cuyos dos únicos números destacaron y son recordados todavía por su rara calidad y sorpresiva aparición en el páramo editorial y cultural que era Miami entonces. Entre 1969 y 1971 lanzó tres volúmenes de poesía: El reino impenetrable, Los límites del silencio y La destrucción de mi doble. El esplendor de la entrada,[1] una colección de cuentos breves que apareciera en 1975, recogía relatos que habían sido escritos muchos años antes. (Con la publicación de La destrucción de mi doble, Arcocha anunció que no planeaba escribir otros libros, y así lo cumplió.) Sagaz manipulador de la forma poética, explorador subterráneo de los orígenes, apasionado exorcista en perenne batalla con los fantasmas que le acosaban incesantemente, Arcocha se sitúa desde temprano en el centro mismo de la gran vertiente surrealista que surte la poesía contemporánea y que se inicia en los círculos surrealistas de París por los años veinte. Arcocha murió como vivió, solo, en el horror del exilio que no supo conquistar, víctima -como tantos otros- de las fuerzas que le hicieran abandonar su patria (que era, más que Cuba, La Habana) y transitar un mundo extraño, como si hubiera sido de otro planeta; odió al tirano (“sólo tú eres responsable del éxodo”) y amó la libertad, y apreció, sobre todo, la inteligencia, la amistad, las palabras, la escritura, la expresión exacta, los misterios del acto creador, la poesía eterna.

—Vicente Jiménez


En los poemas de El reino impenetrable “el poeta nos entrega una magia que parte siempre de lo concreto, de lo visto, de lo oído, de lo sentido, en el reino inmediato de la vida cotidiana. Basta sólo un toque, un enfoque, un relámpago de imaginación para que todo nos parezca casi irreal, como esa mujer que se pierde entre la multitud ‘para siempre’, en una ciudad ‘de flores artificiales y de algas antiguas’ que puede ser la ciudad de Nueva York, o puede ser cualquiera de las ciudades pictóricas de Bosch, el Bosco”.

—Alberto Baeza Flores

“Leer a Arcocha es asomarse a lo maravilloso de un universo cargado de intenciones mágicas, renovadoras... Cada poema parece haber sido hecho, con alucinación calculada, en el crisol hermético de los alquimistas. Arcocha parece haber tenido la suerte de encontrar la piedra filosofal de la más genuina poesía".  Hay un como “delirio triple que obsede al poeta, estallando ante nuestros ojos con el resplandor de una galaxia de luz negra: la soledad, el silencio y el amor — una especie de ritual de alta mágica poética que eleva a categoría mítica la trastornadora presencia de la mujer... El erotismo mágico de las imágenes que la describen confiere al libro [El reino impenetrable] cierto carácter de iniciación trágica, de rito antiguo, que se repite, voluptuoso, como una sola imagen dictada por el deseo”.

—Fernando Palenzuela


GASTON LACHAISE

En qué se detenían tus ojos mientras ibas hacia el esplendor y la tierra y nada importaba sino tus labios sobre los senos de arcilla lunar y de sol en descenso

En ese instante que se desgarra del río del tiempo como una cabeza bajo la guillotina y de su éxtasis inicial se desprendieron los mármoles y otras cosas deleznables como este   poema

Y no hubo muro ante tu asalto de fauno adolescente y miradas de obseso en los días del exilio y la lluvia

En los días de mar en Maine antes de convertirte en fantasma en imagen que contemplo en la alta noche asediado por la nieve por la soledad y el espanto

Es imposible imaginar la primera vez que tuviste su esplendor en tus brazos

Y qué puertas se abrieron ante ti que abarcabas los senos y los muslos como un paisaje de
las obras maestras de antaño

Y ahora se abren las olas ante la quilla del barco como Isabel ante el falo ardiendo ante el
puñal de tus besos

Y he aquí que el tren te conduce hacia tu destino en la noche que podemos imaginar como ártica.

Y su pasado y Boston son arrebatados por el remolino del tiempo quedando sus senos
erectos y el sombrío poder de sus nalgas de centauro

Y ya puedes olvidarte de los delfines que regresarán en la época de la calma como regresan
los folletines y las novelas policíacas a la mente del gran matemático

Porque te obsede llevar al mármol la redondez de su vientre y los misterios poderosos de su
unión con los muslos

Y el cuerpo que se te resiste reclamando cada parte su predominio absoluto

Nacen los torsos de senos infinitos de senos listos a dispararse

Nacen las rodillas nacen los muslos con cortes de cimitarra

Y la misma faz de esfinge bajo la luna luna llena misma

Contempla el estudio contempla el gran lecho egipcio

Donde tú Gaston Lachaise esculpes tu obra maestra

Donde tus manos no se detienen por un solo instante

Sobre el cuerpo de Isabel que está ahí y se te escapa

[De La destrucción de mi doble[2]]




He logrado descifrar el delirio de los cristales
Las hormigas enmascaradas anhelan el incendio de las estatuas
Y un clima de alambre donde se desgarra el monarca
Al polvo despiadado sobre los andamios de la fatiga
Al conjuro de las espinas al veneno en las flautas
Opongo los mitos del sueño los peces en el follaje

(De La destrucción de mi doble)


Nunca más tus ojos que traspasan la niebla
No hay sílabas para tus senos de relámpago bajo la lluvia
Aquí ya hay sólo corales de realidad que esperan el desembarco
Los volcanes del archipiélago indonesio
Y la espada que reluce con la sangre de la dialéctica
Son signos visibles del huracán que anuncia los días de Octubre
Llegaremos galopando el alba con el ras de los mares
No habrá piedad para las naves siniestras
Una escuadra de buques fantasmas ya avizora el castillo
Un salva de libros un arabesco de páginas
Inician su danza en las garras mismas del tigre
Se esfuman las puertas de la prisión y los guardianes con ellas
Ennegrecen los cabellos en la raíz del silencio
Como en sueños hemos asesinado al ángel de la espada flamígera
Es pasto de las llamas un solo árbol del bosque.

[De Los límites del silencio[3]]



Contemplé un horizonte de castillos deshabitados
En este país donde el río no es más que un pretexto
Donde se ocultan de siempre un tropel de ninfas remotas
Apartaré los ojos de mi inevitable catástrofe
Tu cabellera imantada se ha desvanecido en la noche
Toda tú no eres más que tinieblas
Mi pasado feliz es una presencia en esta tarde de otoño
Mi pasado es una mariposa que ha de morir a las doce
Mi pasado es una isla que se hunde en un mar verde como una esmeralda en el templo de Kali
He penetrado el silencio
Habito un pozo cuyas aguas se pudren mucho antes de que Alejandro conociera a Aristóteles
Son las secretas geometrías del oro
Son los eternos rituales de Hermes bajo la luz artificial de la Bolsa
Es el apuñalamiento continuo tras las cortinas de los palacios.

[De El reino impenetrable[4]]




Es un mundo de fatigados relojes en las ramas más altas
De castillos deshabitados con mil puertas que dan al humo
De hechiceras silenciosas con marmitas por tierra
De piel triste y una sola página en blanco
De poetas pendidos sobre un río de niebla
De tortugas sigilosas que aportan la muerte
De súbita locura y de torres del Néckar
La ley de gravedad aquí ya no rige
Muy por encima de las terrazas voy volando a tu encuentro
Cesó la protección que te brindaba el espejo
Al frente de los ejércitos del Emperador Amarillo
He invadido tu reino.

[De El reino impenetrable]




Inútil testigo de los combates del alba
Mi triste materia se ha disuelto en palabras
Son palabras mis ojos por los que aguarda el verdugo
Mi sexo es una palabra
Mis cabellos son invisibles mi faz pulveriza lo opaco
Tus senos son símbolos de un delfín tenebroso
Tu silencio de pez en las profundidades oceánicas
Tus muslos son poderosos como Adán un segundo antes de la mordida
Te invoco cada noche con ritual riguroso
He cumplido una a una las indicaciones secretas
Doce arcoiris doce han prometido anunciar tu llegada.

[De El reino impenetrable]

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NOTAS

[1] El esplendor de la entrada (relatos), Playor, Madrid, 1975.
[2] La destrucción de mi doble, Playor, Madrid, 1971.
[3] Los límites del silencio, Playor, Madrid, 1971.
[4] El reino impenetrable, Las Américas, New York, 1969.



Las claves secretas de José Antonio Arcocha, por Vicente Jiménez (*)

Uno de los poetas cubanos contemporáneos de más auténtica expresión y genuina visión del mundo surrealistas, fue, y todavía es, sin duda, José Antonio Arcocha 1938-1999). Nacido en Jagüey Grande marchó a La Habana muy joven. Allí conocería a José A. Baragaño y a Fernando Palenzuela—quizá hasta hoy los máximos exponentes de la poesía surrealista en Cuba—quienes habrían de influir decisivamente en su formación como escritor y poeta. Precoz en sus inquietudes intelectuales e investigaciones de la mejor literatura no sólo en nuestra lengua sino también en inglés, francés y alemán, Arcocha, insaciable lector, pronto se hizo de una amplia cultura y un vasto conocimiento de las literaturas norteamericana, europeas y latinoamericanas. Nunca, sin embargo, se asoció con grupos ni movimientos literarios, aunque siempre siguió de cerca y se mantuvo al día de las actividades culturales en la isla y, después, en el exilio. En La Habana, a más de Baragaño y Palenzuela, conoció a Raimundo Fernández Bonilla y a Carlos M. Luis, entre otros, y a Guillermo Cabrera Infante, Virgilio Piñera, Oscar Hurtado, Gastón Baquero y José Lezama Lima, aunque a estos ú ltimos les conoció más bien superficialmente (años más tarde, la relación con Cabrera Infante y Baquero habría de desarrollarse algo más en el exilio). Admiró siempre a Lezama Lima pero su visión de la literatura y apreciación de la gran poesía no siempre convergían con las de aquél. Partió de Cuba hacia Europa en 1961. Luego de frustrados intentos de radicarse en España, Alemania, Luxemburgo y Bélgica, logró establecerse por relativamente largos períodos de precaria existencia en New York, Puerto Rico, New Jersey y, finalmente, Miami. A más de escribir numerosos artículos para revistas literarias y periódicos (Vanguardia, Mundo Nuevo, Aportes, Diario de Las Américas, entre otros), en 1971 Arcocha colaboró con Fernando Palenzuela en la fundación y co-dirección de Alacrán Azul, revista de arte y literatura con sede en Miami, cuyos dos únicos números destacaron y son recordados todavía por su rara calidad y sorpresiva aparición en el páramo editorial y cultural que era Miami entonces. Entre 1969 y 1971 lanzó tres volúmenes de poesía: El reino impenetrable (Las Américas, New York), Los límites del silencio (Playor, Madrid), y La destrucción de mi doble (Playor, Madrid). El esplendor de la entrada (Playor, Madrid), una colección de cuentos breves que apareciera en 1975 recogía relatos que habían sido escritos muchos años antes. (Con la publicación de La destrucción de mi doble, Arcocha anunció que no planeaba escribir otros libros, y así lo cumplió.) Valga observar que en los últimos años de su vida Arcocha contaba a sus amigos cómo se entretenía escribiendo narraciones en que el erotismo y la alta pornografía se confundían (amó a las mujeres inmensas, “ a las mujeres de senos de montaña sobre las tinieblas lunares”). Inéditos quedaron también unos cuadernos que contenían los “Diarios de la locura”, escritos originalmente en inglés, que compuso en Puerto Rico al terminar una relación tempestuosa con una mujer a la que amó con pasión extrema. Padecía del corazón y la muerte súbita le sorprendió, solo, en una oscura y austera habitación que ocupaba cerca del restaurant “El Exquisito”, en la calle 8, donde hacía sus comidas con la regularidad que le permitían sus escasos medios. Alguna vez le oí decir que sus años más felices habían sido los que había vivido en New Jersey con su madre—quien, ya anciana, había por fin logrado salir de Cuba--, cuyas cenizas cargaba con él al final en la soledad y el horror del exilio miamense.
Quienes le conocieron en vida—en particular, sus amigos de siempre: Fernando Palenzuela, Orlando Jiménez Leal (a quien dedicara Los límites del silencio: “Para Orlando Jiménez Leal, porque pocas amistades reales le son deparadas al hombre”), Jesse Fernández, Pedro Yanes, Carlos M. Luis, Ben Ami Fihman, Bernardo Viera—le recordarían como Pepe el Gordo, el Viejo Pepe, Arcocha el Bueno (era primo de Juan Arcocha de quien, sin embargo, le distanciaban marcadas diferencias de carácter y temperamento), como alguien para quien la mera existencia siempre resultó un enigma indescifrable, a quien perseguían fantasmas y monstruos de su propia creación (siempre temió a la locura, como la que sufriera su padre). Pero también le recordarían—le recuerdan—como un gran conversador, poseedor de un peculiar sentido del humor, de sólida formación intelectual y memoria extraordinaria, y quien contaba entre los mayores goces de la vida la buena mesa y la lectura incesante de los mejores libros, revistas y periódicos. Salía poco y en La Habana, así como años más tarde en New York, vivió en pobres habitaciones de modestos hoteles entre libros y colecciones de revistas. En todas partes, hasta en sus últimos días en Miami, sus salidas más frecuentes consistían en visitas a las bibliotecas públicas de donde salía cargado de libros que consumía rápidamente. Dependía también de la ración de libros raros que sus amigos le servían asiduamente, y a quienes él acudía con insistencia proporcionándoles títulos que ellos debían buscar en sus viajes por el mundo, lo que le llenaba de gozo tanto en anticipación como, por supuesto, al recibir los encargos. Leía a Heidegger y Wittgenstein, a Canetti y Harold Bloom, a Borges y Wallace Stevens, a Gombrowicz y Thomas Pynchon, a los surrealistas, y se complacía en “descubrir” nuevos u oscuros talentos por las varias literaturas del mundo. Solía evitar los sitios muy concurridos, y recordaba con agrado las pocas oportunidades en que algún amigo le había facilitado (él no sabía conducir un auto) un viaje a algún museo en medio de la semana (cuando menor era el riesgo de encontrarse el lugar muy aglomerado), como los que hiciera al museo de Philadelphia, donde pasó horas casi en absoluta soledad con Duchamp , y al de St. Petersburg, Florida, donde comulgara en silencio con Dalí. Los empleos que más disfrutó (no se creía capaz de desenvolverse en posiciones de responsabilidad o en carrera profesional alguna, excepto la de escritor y traductor) fueron los de dependiente de librerías (Doubleday, Las Americas, Rizzoli, en New York, y Technical Books, en Santurce, Puerto Rico) y guardia del turno de la noche en edificios de apartamentos, donde pasaba las horas enfrascado en la lectura solitaria y en silencio. En algún momento—creo que esto ocurrió en Puerto Rico—se había desempeñado como encargado de un bar-restaurant y allí, una noche, le encontraría Reinaldo Arenas. Luego, éste contaba a sus amigos cómo había disfrutado aquella velada de rica conversación sobre el surrealismo, Rimbaud, Lautreamont, Sartre, Camus, sólo interrumpida por las ocasionales intervenciones de Pepe, bate en mano, para echar del establecimiento a un parroquiano belicoso; acto seguido, Pepe tranquilamente volvía donde Arenas y retomaba el hilo de la conversación exactamente en el punto donde quedara truncada.

Sagaz manipulador de la forma poética, explorador subterráneo de los orígenes, apasionado exorcista en perenne batalla con los fantasmas que le acosaban incesantemente, Arcocha, en mi opinión, se sitúa desde temprano en el centro mismo de la gran vertiente surrealista que surte la poesía contemporánea y que se inicia en los círculos surrealistas de París por los años veinte. En su aproximación inicial a la poesía, para Arcocha el poema no era más que la concatenación acertada de palabras y expresiones cargadas de fuerte contenido poético, ya imaginadas espontáneamente—escogidas al azar, en la mejor tradición surrealista—, ya elucidadas minuciosamente, a fines de lograr el efecto último del verso felizmente realizado. Arcocha se propuso originalmente descifrar si hay, en verdad, una poética surrealista—si el quehacer poético puede, a través del uso de la imagen insólita, de la palabra cifrada, resultar en la confección del poema, sin que apenas intervengan otros elementos tales como la experiencia vital del poeta. De hecho, Arcocha plantea un reto a Breton, Péret y, muy directamente, a Baragaño, y en un desesperado acto parricida sobrepone lo meramente formal a lo que aquellos exigían del artista o poeta surrealista, esto es, la vivencia radical, la inmersión total en lo maravilloso. Deliberadamente, en El reino impenetrable así como en los primeros poemas de Los límites del silencio (la sección titulada “ritos”), Arcocha—aun cuando tiene momentos de genuina introspección en los que brevemente desciende a las zonas más recónditas y temidas del ser—se complace en los ricos y cambiantes contornos de la forma, y se detiene en los límites mismos del silencio, sin interés alguno en penetrar el recinto en que reinan las fuerzas destructoras de la poesía, como hechizado ante "el esplendor de la entrada". En los últimos poemas de Los límites del silencio (la sección titulada “realidades”) y en La destrucción de mi doble—título revelador—el poeta, sin embargo, ya ha trascendido esas preocupaciones meramente formales que por tanto tiempo le enfrascaran en la más o menos feliz construcción del poema y se entrega de una vez a las fuerzas subterráneas y poderosas de una poesía de belleza convulsa, tan descarnada como destructora. Alberto Baeza Flores (El Tiempo, New York, 8 de marzo de 1970) parece encontrar en los poemas de El reino impenetrable la voz auténtica del poeta: “ Arcocha no se queda en el surrealismo, sino que lo transita como una experiencia. El reino de Arcocha está hecho, además, de otras asimilaciones y es muy personal... El poeta nos entrega una magia que parte siempre de lo concreto, de lo visto, de lo oído, de lo sentido, en el reino inmediato de la vida cotidiana. Basta sólo un toque, un enfoque, un relámpago de imaginación para que todo nos parezca casi irreal, como esa mujer que se pierde entre la multitud “para siempre”, en una ciudad “de flores artificiales y de algas antiguas” que puede ser la ciudad de Nueva York, o puede ser cualquiera de las ciudades pictóricas de Bosch, el Bosco”. También Fernando Palenzuela, con motivo de la publicación de El reino impenetrable, observó alguna vez que leer a Arcocha "es asomarse... a lo maravilloso de un universo cargado de intenciones mágicas, renovadoras... Cada poema parece haber sido hecho, con alucinación calculada, en el crisol hermético de los alquimistas". Y agregó: "Arcocha parece haber tenido la suerte de encontrar la piedra filosofal de la más genuina poesía". Palenzuela señaló además un como “delirio triple que obsede al poeta, estallando ante nuestros ojos con el resplandor de una galaxia de luz negra: la soledad, el silencio y el amor”:

El castillo deshabitado donde noche a noche me oculto

La noche ha triunfado en su conspiración de extinguirme

.............
De sangre coagulada y de terror en ascenso
Puñales lujuriosos en la inocencia del alba
Las flores de tu mirada sobreviven el reto

...................................................................
Un poema se estrella contra el mármol de tu silencio
..............................
......................................................
La soledad me acoge su insistente llamado es mi destino

Por último, Palenzuela identificó en los primeros poemas de Arcocha “una especie de ritual de alta mágica poética que eleva a categoría mítica la trastornadora presencia de la mujer... El erotismo mágico de las imágenes que la describen confiere al libro cierto carácter de iniciación trágica, de rito antiguo, que se repite, voluptuoso, como una sola imagen dictada por el deseo”:


Contra tus ojos de arcoiris después del diluvio
Contra tus ojos de flor arrojada al desgaire
Contra tus ojos de mar que la luna acrecienta
He contemplado de nuevo lo ineficaz de mi magia

................................................................................
Contemplo tu cuerpo devenir una amatista sagrada
En esta gruta para siempre invisible


Pero es en los últimos poemas de Arcocha, en particular ciertos poemas en los que la escritura es más descarnada y aun directa, que el poeta se revela enfrentado al fin con temas muy personales, casi íntimos, como éste:




Mi padre

Muerto en 1966 sin sospechar jamás que existió Fidel Castro
En un sillón sin reposo en la frescura del patio
Con sus botones de oro
Con sus trajes de dril
Viajando de Jagüey a Jovellanos por una riña de gallos
Que me trajo siempre dulces gane o pierda
Llevado en máquinas de alquiler al electro-shock matutino
Y es la niebla que el avión no disipa
Siempre creí que se hacía
Vigilándolo bien sorprendería su guiño
Qué tal viejo ya soy bachiller
Cheo Cheo te acuerdas de Juan
Para colmo ahora me han robado tu foto
En mi sueño ayudé a ponerte la guayabera
Te daba instrucciones para llegar a la quinta
Eso es todo lo que vas a hacer por mí
Desperté en lágrimas porque estabas muerto
Lo supe tres días antes de recibir el cable
Saliendo de Matanzas
Junto a la bahía que no verán nunca más mis ojos
Leí que estabas loco
Y loco te has muerto
Y loco te enterraron
Sabe Dios dónde.

o este otro, que titulara—contra su costumbre—“Balada del Viejo Pepe”:



El que opuso su dedo central a los ojos de la locura
Que abrazó la locura como a una compañera de infancia
El que supo de las fronteras y los terrores de Europa
El viejo Pepe
Cuyas mujeres fueron palabras en espiral pornográfica
Que vio pasar los años sin saber lo que era una casa
Que fue al trabajo con la nieve en el cuello
El que intentó escapar a la Historia
El viejo Pepe
Que no vio nada en la vida y ya contempla la muerte
El que la poesía mordió con su veneno y su ritmo
Que no tuvo nada sino la poesía y quizá los amigos
Al que le destrozaron su patria
El que tuvo el dedo de los dioses sobre la frente
El que está solo y solo como el minotauro y los unicornios
El que ve la caída el que ve los silencios
Que se embriagó en las palabras que se sumergió en las palabras
Y al final no tuvo sino las palabras
El que se acostó con adjetivos el que acarició los adverbios
El viejo Pepe el viejo Pepe
El que entró en los recintos sagrados portando su máscara
El que mintió a diestra y siniestra sobre todo a siniestra
Para quien las mentiras fueron amuletos contra los manicomios
Contra el incesante cerco de los manicomios
Y sus aliados la nieve y la lluvia
Y la risa que me golpea con el poder de tus senos
El viejo Pepe
Que sintió la nostalgia como un navajazo
Que perdió su juventud en las nieves del Norte
Que obligaron a pensar en prisiones y en torturados
Que olvidó las rimas y los ditirambos
Que planeó la balada del viejo Pepe
Y que ya se arrepiente.

(De Los límites del silencio)



Ya aquí encontramos al poeta auténtico, enfrentado a los monstruos que le acecharan, en pugna con el horror que le acompañara siempre en la soledad de sus días más difíciles:


Los Jardines de la Reina navegan a la deriva
Con un verdugo por rehén en sus barcos de niebla
Hacia un laberinto de serpientes y de panales
Los castillos imantados por la magia de las pirámides
Incineran la ruta de los corsarios
El cisma de las axilas en el fondo de los mares
Entona un himno de azogue para la espiral moribunda
Los mitos de la vigilia en las grietas del mercurio
La repetición de las olas y el tesoro que guardan
Envían una flecha disfrazada de túnel
Hacia los collares de arena movediza
Hacia las raíces del dominó
Mi estela de ecos en el filo de una sortija
Custodia los mensajes de mi caravana de arpas
Porque tengo sed de sombra y protejo mi aniversario
Mientras los ciegos parten a la caza de faisanes
Que mis nombres sean el verano y las lanzas
Espío tus reflejos
Investigo los nudos y la erosión de las torres
En la memoria alucinada de las tortugas.

(De La destrucción de mi doble)


Arcocha murió como vivió, solo, en el horror del exilio que no supo conquistar, víctima—como tantos otros—de las fuerzas que le hicieran abandonar su patria (que era, más que Cuba, La Habana) y transitar un mundo extraño, como si hubiera sido de otro planeta; odió al tirano (“sólo tú eres responsable del é xodo”):


Mis días son ahora empalizadas del odio
Anhelo tu destrucción sonrío ante tu inminente degüello

Hasta cuándo tus cacerías en la isla embrujada

(De Los límites del silencio)

y amó la libertad, y apreció, sobre todo, la inteligencia, la amistad, las palabras, la escritura, la expresión exacta, los misterios del acto creador, la poesía eterna. Octavio Paz observa: "el surrealismo—en lo que tiene de mejor y más valioso—seguirá siendo una invitación y un signo: una invitación a la aventura interior, al redescubrimiento de nosotros mismos; y un signo de inteligencia, el mismo que a través de los siglos nos hacen los grandes mitos y los grandes poetas. Ese signo es un relámpago: bajo su luz convulsa entrevemos algo del misterio de nuestra condición". Así, en la vida y la poesía—que son lo mismo—de José Antonio Arcocha, se avivaría la llama del surrealismo que, según parece, no habrá de extinguirse jamás.
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(*) Vicente Jiménez (Cuba, 1936). Ensayista. Ha colaborado en Alacrán Azul, Guángara Libertaria y Linden Lane Magazine. Tiene en preparación el libro Las claves prometidas: proyección del surrealismo en la poesía cubana contemporánea, del cual publicamos este fragmento.









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