miércoles, 2 de julio de 2014

LUIS VULLIAMY [12.132]


Luis Vulliamy

Escritor chileno nacido en Lautaro (IX Región de Chile) el 10 de enero de 1929 en el barrio Guacolda de esa pequeña ciudad. Sus padres fueron unos colonos suizos que llegaron a la región aprincipios de siglo. Vulliamy, quien cursó estudios en Lautaro y Temuco, trabajó mucho tiempo como repartidor de libros en la capital chilena.

Entre sus logros literarios más notables se cuenta haber ganado cinco veces el Premio de Literatura Gabriela Mistral, de la Municipalidad de Santiago, en los géneros de Poesía y Novela; además, en 1962 obtuvo el premio “Mauricio Fabry”, que otorga la Cámara del Libro de Chile, por su novela Juan del Agua. en 1963, gana el Premio Alerce la Universidad de Chile por su novela El mejor lugar del mundo. Luis Vulliamy fallece en la ciudad de Santiago a la edad de 59 años, el 8 de diciembre de 1988.

Obras

Sus obras son:

Ritual del Hombre inquieto. Poesía. 1954;
Piam. Cuentos mapuches. 1957;
Girasol. Poesía.1959;
Doce poetas de La Frontera. Antología.1959;
Aquella lluvia lenta. Novela.1962;
Juan del Agua. Novela. 1962;
Los rayos no caen sobre la hierba. Poesía. 1963;
El mejor lugar del mundo. Novela. 1963;
La obscura luminaria. Poesía. 1964;
Isla Firme. Novela.1965;
El paraíso de los malos. Novela. 1965;
Déjenme en el Paraíso. Poesía. 1969;
El Fuera de la Ley. Poesía. 1971;
Me saqué la Polla Gol. Novela.1988;
El cumpleaños de mi sombra. Poesía.1988.




GIRASOL

Bajo los grandes tilos que obscurecen la plaza de tu aldea,
me esperarás de tarde o de mañana,
encogida en ti misma, apretado botón que será rosa
para derramarte en mi como cascada.

Péinate en el viento, en el cielo lávate,
enjuaga tu boca con racimos y alas;
alto como un río, frágil como el agua
flotará mi corazón en tu corriente de gracia.

Gira tu amor en la provincia,
gira tu aire de hembra enamorada, y
cuando llegue a poner mi voz sobre tu oído,
no me digas: "Yo soy y te amo".
porque sabré en tus ojos si eres la fuente que extinguirá mi llamarada.





Los rayos no caen sobre la yerba
Autor: Luis Vulliamy
Santiago de Chile: Nascimento, 1963

CRÍTICA APARECIDA EN EL SIGLO EL DÍA 1963-07-28. AUTOR: ANÓNIMO
Alrededor de siete libros ha publicado hasta la fecha este sorprendente escritor joven que es Luis Vulliamy (nacido en Lautaro, 1929). Otra novela suya, “Isla Firme”, aparecerá muy pronto, y en sus carpetas hay en este instante unas tres o cuatro obras más en preparación. Trabajador infatigable y dotado de un tenaz espíritu de progreso, Vulliamy se está revelando como un caso de auténtica y poderosa vocación literaria. En 1957, un pequeño volumen de cuentos mapuches, titulado “Piam…”, mostró desde el comienzo un extraordinario talento de narrador, confirmado más adelante en su relato breve “Aquella Lluvia Lenta”, y en sus novelas “Juan del Agua” (1962, Premio Maurice Fabry) y “El Mejor Lugar del Mundo” (1963, Premio Alerce).


De esos siete libros publicados, tres corresponden al ámbito de la poesía lírica. Su obra inaugural, “Ritual del Hombre Inquieto” (Angol, 1954), rompió la marcha, con versos todavía adolescentes. Dentro de un modo de poetizar más o menos generalizado en aquellos años y que aún subsiste entre nuestros muy jóvenes de hoy –lo cual era visible en el título del libro-, Vulliamy asomó los rasgos personalísimos de su fantasía creadora. Al parecer, la poesía de su “Ritual” no tiene tanto valor en sí misma, sino en cuanto preparación para la prosa de sus primeros relatos. El segundo poemario de Luis Villiamy apareció con el título de “Girasol” (Santiago, 1959): una lírica de gran finura y delicadeza, pero, con todo, bastante lejos del poderoso nervio que vibraba en sus cuentos de “Piam”, ya publicados.

Un tercer libro de poemas acaba de aparecer, editado por Nascimento, y simultáneamente con la novela “El Mejor Lugar del Mundo” que imprimió la Universitaria. Es la obra que ahora reseñamos: “Los Rayos No Caen Sobre la Yerba”.

Treinta y tres poemas de amor, más una especie de “despedida”, componen el cuerpo del poemario. El autor se sitúa en la perspectiva lírica de un mapuche enamorado que, siguiendo una fórmula tradicional de su raza, canta treinta y tres veces a su amada y luego declara haberse ganado un descanso. Por haber observado y conocido desde muy pequeño la vida de los mapuches, por haberse compenetrado de sus costumbres, ideas y tradiciones, Vulliamy logra realizar en este libro un experimento poético cuya originalidad en nuestra literatura nos parece muy difícil de exagerar.

La identificación con el espíritu mapuche alcanza un nivel sorprendente. No se trata del intelectual que, por un movimiento de simpatía o de solidaridad humana, describe desde afuera la intimidad afectiva del mapuche o se convierte en su oficioso portavoz. Es más bien una traducción desde adentro: es el espíritu mismo del indígena que rompe su corteza de siglos y se vierte en un lenguaje poético culto. El profundo cariño y la humildad con que Vulliamy parece hacer realizado su trabajo, lograron el tono preciso, marcando con el sello de la autenticidad a este insólito esfuerzo de comprensión hacia la raza mapuche.



“Una diuca no sabe cuándo vuela
sobre el lugar donde su corazón,
rodará alguna vez sobre la yerba.

Pero sabe por qué odia la lluvia
y por qué son sus amigos
el sol y el aire tibio.

Tú vives recelando de mí,
como de un enemigo.

Y quizás cuántas vece
has pasado sobre el lugar,
donde tu corazón se enredará
para siempre con el mío”.

(Poema 33: Küla Mari Küla)




Es cosa sabida que los mapuches realmente aprecian la claridad y la elegancia expresivas. Estos poemas de Vulliamy intentan traducir la retórica primitiva y sustancial de un mapuche enamorado que se apoya en su limitada experiencia para extraer de allí las imágenes, las comparaciones, las asociaciones sencillas que le permitirán expresar sus sentimientos. Pueden advertirse de inmediato los riesgos y dificultades que presenta tal tarea. Nos parece, sin embargo, que Vulliamy ha obtenido, en el conjunto de los poemas del presente libro, resultados convincentes y verosímiles en alto grado, casi sin sombra de artificio.

Hemos empleado recién la expresión “el conjunto de los poemas del presente libro”, porque conviene apreciar esta obra como un todo, como una totalidad orgánica. Ello resulta de la perspectiva de tradición mapuche en que se ubica el poeta, al componer un “conjunto” de treinta y tres poemas en los cuales, desde distintos ángulos, el mapuche enamorado interpela a la amada y le reprocha dulce y heridamente sus desdenes. Posiblemente esas quejas no representan sino una postura retórica, habitual en la tradición y simplemente recogida por Vulliamy. (Postura retórica similar a la de ciertos poemas cortesanos o populares, por ejemplo en los albores del Renacimiento español). Esa misma perspectiva tradicional en que se sitúa Vulliamy explicaría también la atmósfera un tanto idílica, incluso histórica, que se respira en los poemas, donde el indígena parece no tener otra preocupación que sus personales problemas amorosos. Por lo menos no hay alusión a otras experiencias, de dolor colectivo o de padecimientos de la raza, al estructurar sus comparaciones o imágenes.

Resulta convincente y natural el estilo melancólico, sentencioso, fluido, bien recortado, que logra Vulliamy en estos poemas. El tono suena adecuadamente limpio y primitivo, con algo de poema oriental. Así, cuando se compara a sí mismo con el “ulmén” (hombre rico) que espera ansioso una mirada benigna del brujo flaco, mal montado y peor vestido, que encuentra en el camino, que aparece como una representación de la amada. O cuando contrasta sus habilidades de cazador, o la altura de su linaje, con sus desgracias amorosas.



“Mi abuelo fue un gran toqui.
Él llevó doscientos mocetones a Boroa

Yo guardo su lanza de las vigas
he colgado sus flechas y macanas.
La calavera de su caballo
blanquea sobre el techo de mi ruca.

Conocí al padre de tu padre
ese sembrador bondadoso, pero oscuro,
que yace alimentando las raíces
en el cementerio de tu gente.

Nada te dejó él. Nada guardas
de algún antepasado valeroso.

Pero el nieto de un guerrero
no sabe defenderse, de esas lanzas negras
que tiras por los ojos”.

(Poema 8: Pura)



La concepción de este libro, la idea matriz que lo inspira, es sumamente novedosa en nuestra literatura. Nos atrevemos a agregar que está muy bien realizada. Aparte de ello, otra novedad del libro la constituyen los treinta y cuatro trozos en prosa agregados al final, bajo el título de “Leyenda”. Esta palabra tiene aquí el sentido de “notas” o “aclaraciones”, pues cada párrafo numerado es una especie de glosa del poema que lleva la misma numeración en la primera parte del volumen. (En esa primera parte, agreguemos, los poemas llevan como títulos los nombres de los números en idioma mapuche, del uno al treinta y tres). A veces las glosas finales en este libro son superfluas y hasta inoportunas pero en algunos casos alcanzan el nivel de poemas en prosa adicionales.



“LOS RAYOS NO CAEN SOBRE LA YERBA”, DE LUIS VULLIAMY. EDIT. NASCIMENTO.

Como las cosas ocurren en la naturaleza, cuando el sol sale por algo, y el cai-caén está lejos del cazador, y las lloicas tienen el pecho lleno de sangre y “las culebras no tienen patas, pero navegan mejor que un pez sobre la yerba”, el enamorado mapuche toma los consejos de la machi y da vueltas como un cóndor sobre las trenzas de la amada.

Es un largo camino. Las mujeres levantan de repente el vuelo como las aves. El orgullo está muy lejos de convertirse en un fruto, arden y se queman los ojos de las luciérnagas, el Diablo (Pillán) y Dios están dentro de los animales y los pájaros, hay que robar los cabellos de ella, dice la machi, la vida transcurre como los ríos, los ríos se llevan al fin todo.

Así pasan treinta y tres poemas breves y una despedida que simbolizan los días de un mes y el Año Nuevo Mapuche.

Cada poema tiene su leyenda que es en sí otro poema. Luis Vulliamy quitó solamente la cáscara de la leyenda y apareció el poema. Hubo que agregar algunas imágenes, dejar otras.

Es indisoluble la unión que se da entre el indígena y la naturaleza. Estudiar la vida de los mapuches sin la atmósfera -¡cómo pasan ahí las costumbres, la tierra, los ríos que son huellas de las manos, la lluvia, el sol, Pillán!- es pretender ir a la luna a pie.

Luis Vulliamy ha puesto sus manos, y la belleza indígena ha brotado casi por sí sola. Y es que el mapuche, a través de los años, ha puesto junto al sol un significado, no científico –no podría serlo- tal vez pre-científico, pero sí es indudablemente poético. Aquellos pueblos se han preguntado, y han tenido toda la naturaleza para contestarse.

Y el amor, ¿no dispone ahí de las auroras, las semillas y los pájaros, la noche, la ruca?



“Tú eres un pájaro blanco,
Silvestre y lejano, Suave
como esos ecos extraviados
que los bosques devuelven
en los atardeceres”

(estrofa final de “Epu Mari”)



LA VIDA MISMA

“Los rayos no caen sobre la yerba” es un litre. Bueno por dentro. Sin nada de severo. Simple pues no persigue sino eso. Un trozo de ruca escrito. El relato del amor joven de un mapuche. Junto a esto está la guerra, el golpe del frío, la pobreza y la indiferencia, sangre que se extingue, las matanzas, el olvido. Ahí, arrinconados en el último lugar del mundo.

Nicasio Tangol (“Huipampa”) trabaja hoy en una novela y una serie de cuentos sobre la vida de los indios del sur. La vida misma, tal como es. Lo que se ha hecho con los indígenas, lo que las autoridades han permitido hacer, los sangrientos primeros años de nuestro siglo, las cacerías de onas con el fin de dejar libre terreno para las ovejas. Las cabezas de los indios puestas a precio.

La vida misma…
La vida de los onas se acaba ¡Todo lo que se va con ellos!

Pero “el mapuche que canta con entusiasmo treinta y tres veces a su amada, tiene derecho al descanso; a celebrar una pequeña fiesta.”

No importa lo que celebre. Todo madura. El sol se aleja y luego vuelve. Alguna vez él y su amada celebrarán el Año Nuevo juntos”.

“Tripantuhue”, y termina la leyenda. Entre la esperanza de que a pesar de que “los rayos no caen sobre la yerba”, tú y yo podremos celebrar y cantar unidos.

Treinta y tres veces, Luis Vulliamy, ha cantado para ella.




La oscura luminaria
Autor: Luis Vulliamy
Santiago de Chile: Eds. del Litoral, 1964


CRÍTICA APARECIDA EN EL SIGLO EL DÍA 1965-03-21. AUTOR: HERNÁN LOYOLA
Para Luis Vulliamy el pueblo de Lautaro (cercano a Temuco) es lo que el condado de Yoknapatawpha para William Faulkner: fuente de materia prima para sus libros, cantera de vivencias, hechos y personajes que pueblan sus relatos y también sus versos. Solo que Yoknapatawpha es una entidad geográfica imaginaria, un cosmos inventado por Faulkner –aunque inventado con elementos de la realidad- para situar dentro de él la elaboración artística de su experiencia. En tanto que Vulliamy pretende recuperar el mundo objetivo de su infancia y de su adolescencia en reiterados asedios de narración y poesía. En este sentido, y salvando las obvias diferencias estilísticas, la ambición y el esfuerzo literarios de Vulliamy parecen más cerca de Proust que de Faulkner. Desde “Ritual del Hombre Inquieto” (1954) y “Piam…” (1957), toda la literatura de Vulliamy significa una persistente exploración en busca de un tiempo perdido: el de su infancia y adolescencia en Lautaro. No para llorar recuerdos, ni para exudar la angustia de sentirse carcomido por el tiempo ni tampoco para escapar del presente. Por el contrario, toda la obra de Vulliamy aparece movilizada solo por un viril impulso de amor hacia una realidad pretérita –un mundo de objetos, sucesos y personajes- que el escritor quisiera revitalizar en toda su compleja maravilla, en su fuerza, en su dignidad sepultada. Es como si quisiera rescatar desde el hondón de la muerte a una persona amada, restituyéndola a una nueva dimensión de vida y permanencia: la del arte literario.

Dentro de lo que podríamos llamar la “saga lautarina” de Vulliamy, su último libro de poemas –“La Oscura Luminaria”- implica una especie de intermedio lírico, una recapitulación desde un ángulo poético. La misma atmósfera de sus otros libros se advierte aquí, con la ya familiar población de objetos, calles, chozas, caballos, ríos, árboles, relojes, hombres y mujeres, pero reunidos ahora bajo una forma distinta: la de un inventario lírico.

El poeta emprende un viaje desde su corazón hacia el mundo aldeano de la infancia, retornándolo, trayéndolo de vuelta mediante signos muy precisos y concretos: las garzas del remanso, un letrero de madera que decía “Se Benden Rosas Rojas”, un camino solitario, un molino, un cementerio, un reloj antiguo de números romanos visto mil veces en la pared de la casa, un cerro que su padre miraba, una yegua de anca colorada, los zapatos de un borrachín fabuloso, la choza de una vieja loca, los manzanos silvestres del padre, los anteojos de la bisabuela, la abigarrada multitud de los parientes. Esta configuración del pasado, esta búsqueda de un mundo perdido en el tiempo puso a prueba el talento literario de Vulliamy: los signos evocadores, los testimonios o elementos adecuadamente significativos, había que elegirlos con precisión de entre la muchedumbre de los recuerdos. Solo la energía sintetizadora de los materiales elegidos podía garantizar la solidez del edificio lírico que el poeta se había propuesto construir.

Pero Vulliamy pasó bien la prueba. En conjunto, “La Oscura Luminaria” logra reconstruir satisfactoriamente y transmitir al lector la fuerza y la vida de una compleja realidad. No solo en su múltiple estructura sino también en su móvil condicionamiento temporal. Porque el libro de Vulliamy no es una colección de estampas pueblerinas desteñidas y estáticas, sino la imagen viva de un mundo pretérito con historia y con contradicciones. Así, al revitalizar la vivencia de aquella gloriosa luciérnaga que noche a noche asomaba en el cielo hacia el oriente, entre el tilo y el álamo que la zarza capturó:



“Supe después que las luciérnagas
iluminan solamente el denso atavío del verano;
y que la mía era la casa patronal de un fundo,
que aún preside, desde el monte
la miseria de los hombres
que a oscuras alumbran los potreros”.



Así también, la historia y la contradicción asoman en este fragmento de la imagen del poeta de la aldea:



“Era el poeta un hombre silencioso y pálido.
Tenía el rostro amargo y fuerte,
como la piel de una aceituna joven.
Por mirar el fondo del trigo y la madera
se extraviaba en los bosques y trigales.
Para verlos pasar dejábamos los juegos,
por si traía una nube enredada en el pelo,
o lo seguían mariposas o semillas con alas.
Se desencadenó después un aguacero indeseable;
mientras el poeta amaba las espigas se moría,
y por los campos ardían las casas y sembrados de gente conocida,
un comerciante, con la misma agua del río
hacía andar la sierra que trozaba los árboles más grandes”.



Dos grandes méritos nos parecen destacables en este último libro de Luis Vulliamy.

En el plano de la concepción poética, resalta el concreto realismo del material lírico elegido. Es un mundo objetivo y tangible el que recrea Vulliamy, poblado de cosas, de aves, de mesas y sillas, de casas y calles, de ríos y árboles, de seres humanos que en la sensibilidad del lector reviven, no solo con sus diseños y sus perfiles singulares, sino también con sus nombres. Es curioso que en “La Oscura Luminaria” –vista desde este ángulo- lo único que desentona es justamente el título infortunadamente abstracto.

En el plano de la realización estilística nos parece admirable en este libro la conjugación de una gran fuerza emotiva, de una inmensa ternura que ilumina cada verso, con la sobriedad y el decidido equilibrio de la expresión. No hay énfasis dramático en sus páginas, no hay una búsqueda ansiosa del efecto emocional. El poeta no insiste en hacerse presente en sus versos, ni en subrayar la intensidad de sus sentimientos. Casi se diría que trata de pasar inadvertido, como quien narra o describe algo que le es ajeno. Sin embargo, en cada línea, en cada poema, en cada remembranza, el lector atento percibirá una poderosa corriente de amor. Precisamente porque es tan grande y auténtico este amor del poeta hacia el mundo evocado en sus versos, no necesita subrayarse ni explicarse. Ese amor es la sangre de esta poesía, tan recóndita como nutricia, y es ese amor lo que determina la más notable cualidad estilística del libro; nosotros la llamaríamos tensión lírica controlada.

Tal tono estilístico nos parece particularmente visible en dos composiciones que el poeta refiere a su padre: el epitafio del poema XII:



“Recibe, Tierra mía,
a quien te quiso,
y para vivir junto a ti siempre mantuvo
verde el corazón, la sangre verde,
latiendo en tu raíz de fuego”



y el poema titulado “El cerro”:



“Aquel cerro lo miraba mi padre,
¡Todavía se mueve! A sus dedos ciegos
el recuerdo los salve
de tropezarse con la roca o la nieve.


Los manzanos silvestres de aquel cerro
los plantó mi padre.
Su sangre aún transita por la savia viva.


Desde allí parten los pájaros
a saludar esteros y barrancas
y los frutos ácidos se endulzan
en la profunda boca de los niños.
Es mi padre quien vuela,
él es quien revive en las manzanas,
mientras en las raíces de aquel cerro
crecen sus dedos ciegos y su memoria blanca”.



El amor al padre se confunde con el amor a todo lo que convivió con él en ese pequeño universo aldeano. A Lalo Parra, el mocetón que de tanto picar leña se murió de frío bajo el puente, con sus zapatos nuevos, los únicos que tuvo en su vida (poemas V y XXIII); a doña Jesús Polanco, ensalmera sin cruces, tan reseca de hambre como la vieja loca doña Chalo, la de la choza maldita; al morfinómano Adolfo, que amaba a los naipes y a los niños; y también amor a la herrería del pueblo, al cementerio, a las plumillas del cardo, y al “alto” misterioso: “Volví al alto dos veces, para saber por qué / la Rosita Vega con el Tito una tarde / machucaron desesperadamente el pasto”.

El libro tiene también notorias caídas, claro está, cuando Vulliamy no logra infundir sustancia concreta a su expresión y se enreda en chuecas metáforas; pero esas caídas están sobradamente compensadas con poemas tan notables como el XV. “Raíces”, evocación de los colonos suizos que nutrieron la sangre del propio Vulliamy. La composición citada, “Raíces”, implica una bien lograda síntesis de emoción y movimiento, una diminuta epopeya, una especie de narración lírica controladamente tierna:



“Fueron los antepasados, gente ruda:
pescadores sencillos en el Leman,
leñadores de pinos en Los Alpes;
ojos madurados por el agua
y el intenso colorear del edelweiss.
Una vez las velas pardas
tejieron despedidas desde un barco.
Con los peces saltaron en la estela
lágrimas de angustia blanca.
Sobre la frente de los abuelos cierta tarde
una lejana Cruz del Sur quebró sus pétalos.
Y donde los canelos y pitantros
emergieron como un río interminable,
blandieron sus hachas montañeras
levantaron sus hogares,
y fundaron caminos
que aún existen a orillas de los árboles".



Hemos leído cuatro veces este pequeño libro. Frío y monocorde en apariencia, es un libro para ser saboreado con lentitud.



Déjenme en el Paraíso
Autor: Luis Vulliamy
Santiago de Chile: Universitaria, 1969

CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1969-10-19. AUTOR: JOSÉ MIGUEL IBÁÑEZ LANGLOIS
Siempre es grato encontrar un poeta en cierne tras un nombre que no nos decía nada.

El de Luis Vulliamy tiene a su haber, desde 1954, varios libros de poesía y narración. No los conozco; hubiera dicho por este último que se trataba de un poeta muy joven en su vigoroso impulso inicial. Al parecer, sin embargo, lo acredita ya una historia casi larga de cuento y poesía mapuche y también de creación personal. Leyéndolo como a un autor nuevo, descubro en él una frescura jovial que la noticia de su trayectoria pasada no tiene por qué alterar. La lectura inocente tiene la palabra (no se trata, por lo demás, de un escritor hecho; quince años de tentativas son todavía un comienzo).

El principal interés de esta poesía reside en asimilar venas líricas –de experiencia y de lenguaje- que no suelen darse juntas: un elemento nostálgico, lírico y “lárico” ligado a la tierra y a la infancia, que nos recuerda a Jorge Teillier, y a una dimensión irónica y ácida que se expresa en la palabra conversacional de la familia parriana. La síntesis no es un ensayo de laboratorio: ambas raíces brotan de una unidad personal que se siente vívida, en sus mejores poemas.

De entrada se nos sitúa en un clima de nostalgias paradisíacas, de añoranzas de la naturaleza y de la niñez, en pugna con una circunstancia de civilización y cultura. El poeta, sin embargo, no rehúye el mundo exterior por la ruta del intimismo: las connotaciones históricas y sociales están presentes en su experiencia, y de ellas mismas, enfrentadas y no rehuidas, arranca su decisión arcádica, su problemático “Beatus ille”:



“El hijo del hijo de un poeta no servirá para astronauta,
no correrá hacia Marte.
Descubrirá el corazón inexplorado de las margaritas,
las caras de las agujillas de los pinos,
el salmón arcoiris que relumbra en la hierba,
la primera muchacha que lo acompañe al estero
¡Recemos para que el polvo maldito de la luna
no llegue todavía a la tierra!”



Este arraigo en paraísos perdidos establece una alianza connatural con ciertos tonos de ironía que evitan todo dramatismo al respecto, o que prefieren envolver los dolores del exilio en aires festivos:



“Mi vista merece un capítulo extraordinario.
… De todas mis gracias es la que más amo,
la que resguarda con mayor fidelidad
mi predilección bucólica”.



Diríase que el poeta está dispuesto a resistir la tentación elegíaca, las lágrimas derramadas sobre la Arcadia imposible, y que la ironía le suministra el elemento justo para distanciar su emoción. Ironía que asume a ratos la forma de lo grotesco, de la fábula gótica, de la aprehensión de lo humano bajo las figuras fantásticas de la vida animal. Así el autor se presenta bajo la mascarada del Pingüino Literato; así hace hablar al burro de su pellejo:



“Me lo hizo mi padre,
porque no sabía dónde meterse.
Ocurrió en una pesebrera sombría, llena de moscos,
donde con sus dientes de burra
mi madre comía haciendo morisquetas”.



Pero su tono dominante es solo moderadamente cáustico: la tragedia de lo perdido y del tiempo destructor suele expresarse como en sordina, en la austeridad de un lenguaje narrativo escueto y aún sentencioso:



“Entonces mi hijo será capitán de barco,
y por encima de los senderillos se besarán nuestras lápidas.
Porque los cementerios del mundo son los que más crecen.
Nuestra fe necesita cierto espacio
y lo toma con largueza de la muerte”.



Se alternan en esta poesía las situaciones inmediatas, tratadas con un descaro narrativo y juguetón, y el tono casi filosófico de las definiciones esenciales sobre la vida y la muerte. A su vez la ironía hace contrapunto a los sentimientos nostálgicos, y la palabra coloquial y narrativa se consuma en asertos sentenciosos y parabólicos. A estos heterogéneos elementos debe agregarse aun cierto leve hermetismo verbal, en virtud del cual la palabra convoca un mundo poético coherente donde los significados se ahondan y trascienden la superficie de los enunciados directos.

Una salud silvestre y despreocupada se manifiesta en estos poemas, una capacidad espontánea de poetizar las situaciones diarias y leves donde queda prendido un instante vivo de la existencia. Obras de una estructura muy libre y desenvuelta, su unidad interna no viene dada por el objeto ni por el lenguaje que suelen operar en múltiples registros, sino por una coherencia interior al sujeto poético, que le permite hacer acotaciones marginales, o interrumpir con gracia el discurso y anotar de paso: “Por casualidad no me refiero nuevamente a la violeta, / a su importancia pregonada solo de tarde en tarde”.

Estas son las mejores cualidades de Vulliamy. Por cierto que ellas no son constantes, y a menudo se pierden o quedan a medio camino. A ratos sus recuerdos y nostalgias se hacen obvios; su ironía no siempre llega a ser sutil; el tono narrativo se torna aquí y allá plano. Y sobre todo, a veces no termina de darse a entender, y el poema queda suspendido en una indeterminación no resuelta poéticamente, como si la clave de su emoción permaneciera inexpresada en el autor; el lenguaje, entonces, adquiere oscuridad e imprecisión, y gira alrededor de una intuición que se adivina real pero no se revela.

Sin embargo, sus aciertos son muchos y, sobre todo, se trata de un libro de poemas que resiste varias lecturas; que incluso las alienta y favorece con la sucesiva entrega de sus registros múltiples, de su vigor expresivo. Juvenil y promisoria me parece esta obra de un joven poeta que, llevando algunos años en el oficio, escribe como si empezara a encontrar hoy su lenguaje y su definición.





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