martes, 10 de febrero de 2015

IVANA ROMERO [14.810] Poeta de Argentina


Ivana Romero 

(Firmat, provincia de Santa Fe, 1976). Es licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Rosario y magister en Periodismo por la Universidad de San Andrés. Actualmente vive en Buenos Aires y trabaja en la sección cultural del diario Tiempo Argentino. Textos suyos fueron incluidos en antologías como De la sombra a la luz: 12 narradores jóvenes (Editorial Municipal de Rosario, 2006) y Nada que ver (Caballo Negro/Recovecos, 2012). Publicó el libro de poemas Caja de costura (Eloísa Cartonera, 2014) y la crónica autobiográfica Las hamacas de Firmat (Editorial Municipal de Rosario, 2014). Administra desde 2009 el blog El corazón de las cosas.






La palma de nuestras manos

Qué cosa las mujeres. Con nuestras vidas intensas, luminosas, difíciles.
Vamos por la vida abrazadas a otras, que nos llevan para no caer.
Vamos por la vida sosteniendo a las que hoy no pueden para que mañana sí.
Reímos y nos besamos en la calle porque no necesitamos explicar nada.
Qué bellas que somos.
Escuchándonos por horas en bares y pizzerías
mientras los hombres solitarios nos miran
y se hacen los desentendidos
porque estos fulgores, estos chispazos los desconciertan.
Saben los hombres mantener distancia,
venir a nuestro encuentro sólo cuando sienten que ya no molestan.
Hablamos mal de nosotras, las mujeres.
Nos creemos poca cosa cuando nos miramos en el espejo.
Hablamos bien de nosotras.
Tomamos los micrófonos, las calles, las iglesias, los juzgados.
Arrojamos todos los papeles que sobran por las ventanas.
Salimos en bicicleta por la ciudad, en taxis, en autos que echa fuego
para socorrernos para protegernos de la desdicha
como talismanes.
Nos contamos secretos escondidos en los astros
porque los astros llevan nuestro nombre.
Abortamos, las mujeres.
Nos desnudamos.
Tenemos hijos y desafiamos el desconcierto.
Hacemos de nuestros cuerpos el territorio de todas las batallas.






LOS HOMBRES SE QUEDAN AL BORDE 
DE LAS MUJERES QUE DESEAN

Al otro lado del vestíbulo hay una mujer insomne y un televisor encendido.
No sé por qué pienso en una mujer, en una película blanco y negro. 
Será que a las cuatro de la mañana una ve su propia sombra. 
Me quedaré un rato aquí, con la puerta abierta. 
Me destejo el pelo. 
Me había dormido. 
Apenas escuché tu voz busqué la ropa y dije "está todo bien".
Era como una plegaria. Yo rezo. ¿Sabés? La voz me sostiene cuando siento el vacío.
Cada vez que subo y miro hacia abajo, aparece el vértigo.
Ese punto que no distingo me llama como una sirena desde el fondo del océano.
Veo su pelo abierto en la corriente, sus senos cargados con gotas de agua.
Pero no.
Debo levantarme. Debo irme. Aquí sigo.
Cuando me conociste, tenía el pelo mojado. Estaba desnuda, pensando en otra cosa. 
Ibas a cruzar el mar pero prometiste que volverías. No te lo pedí. Lo hiciste, de todos modos.
Un día te dije que la casa parecía desierta, como si recién hubieras mudado tus cosas.
 “Es la idea", escuché.
Entonces sí levanté los ojos. 
Nos reímos, felices.
Como quienes no tienen nada y toman un terreno cuyos bordes señalan con palos.
Ahí jugábamos.
Abría las piernas.
Si alguien preguntaba, hubiese dicho “la reina soy yo”.
Fui entendiendo los modales de tu piel.
Podíamos acabar con solo mirarnos. 
Estaba atenta a vos y a la vez, absorta en mí. 
Como ahora, que caigo exhausta.
Me abrazás para que la oscuridad no duela. 
Esta vez podemos hundirnos y desaparecer en el mar. 
Juego con tus llaves. 
Las voces al otro lado son cada vez más audibles. Es el silencio, que todo lo eleva.
Cierro la puerta. 
Me calzo los zapatos. 
Cepillo el pelo con los dedos, otra vez. 
Sé que estoy hermosa.
Creo que me iré a casa. 





AMY

Amy iba al laundry de vez en cuando.
Laundry, lavadero, lavandería.
Camino por Camden Square pensando cuál es la palabra adecuada
para un poema que quiera contar esto.
Ella sale por esa puerta de rejas.
Los árboles de enfrente no son aún santuario cubierto de flores secas
y nombres en los troncos como arañazos.
Son apenas árboles anónimos en una plaza
donde las chicas trotan.
Como esta africana que ya pasa por segunda vez.
Amy se cruza con americanas, orientales, indias,
que son el corazón verdadero de este barrio con música en los pubs.
Lleva sus sábanas al laundry, 
las mete en una máquina,
se sienta,
ve la espuma hacer su trabajo.
No tiene nada mejor que hacer.
Hojea una revista.
Está acostumbrada a ver sus fotos en todos lados.
Muchas paredes tienen su cara dibujada
como un sudario,
una sábana con rastros de humo negro
donde quedan impresas sus huellas.
En todos los dibujos
 siempre mira fijo y tiene las piernas desnudas.
Amy se mira las piernas.
Pasa la chica africana una vez más.
Sus piernas son fuertes y las de Amy parecen
a punto de quebrarse.
Amy siente que su piel es transparente,
que podría disgregarse como la espuma.
No está segura de seguir acá.






Ella se corta el pelo 

Abre la puerta.

“Me miré al espejo y sólo hice chac con la tijera”,
dice.
Es inquietante cuando una chica
hace esas cosas, pienso.

El peluquero que emparejó el estropicio
no lo tomó bien.
A ella le hubiese gustado
que dejaran en paz su flequillo cuadrado y tupido
pero está sin fuerzas para decir no.

Me cuenta que mañana volverá a Londres.
Me muestra una ecografía de su útero.
En el informe se lee que tiene un quiste
de cinco centímetros.

No sabe cuándo volverá.
No sabe cuánto tiempo llevará todo.

Ella tiene los ojos transparentes.
Afuera, el sol es pesado.
Su mata de pelo cortada
descansa en una silla
como un abrigo bello e inútil.





Mala madre

Te extraño.

Quizás sea porque esta mañana me desperté sola
y sobre la cama yacía un sueño escapado de la noche,
traspapelado como una boleta de luz
bajo la puerta de una señora que ha muerto.

Seguro que el sueño se escapó a través de mis piernas. Lo encontré ahí.
Soñé que expulsaba de mí un niño.
Lo guardaba en una canasta diminuta
y aquí lo tengo.

He parido un hijo de niebla.

Ahora deberíamos apurar el asunto de la casa compartida.

O acunar a nuestro hijo hasta olvidarlo.






Poema para mi padre

Mi padre sonríe en la puerta.
Amanece sobre el pueblo dormido.
Él encendió las luces de la casa.
Entibió té
Que sorbí distraídamente
Mientras pensaba en vos, amor
En cierta melancolía
Que me produce cualquier viaje.
Como si supiese que, en medio de los tumbos,
los barquinazos
Siempre algo de alma se cae.

Él dijo: el aire está claro.
Y luego me acompañó
En silencio.
Desde el auto le digo adiós.
Mi padre es un niño
Despidiendo un barco de papel
Que sabe precioso, frágil
Las marcas que hizo en mí
al doblar mi corazón como un oregami
ahora son leves.
Ando sin temor al naufragio.
Sé.
Siempre algo de tu alma se cae.








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