martes, 11 de septiembre de 2012

7780.- ANÍBAL ALBORNOZ ÁVILA





Aníbal Albornoz Ávila
Poeta, dramaturgo y crítico literario residente en la provincia de Santa Cruz, nacido en Aimogasta, La Rioja 
Es autor de los libros Aguacero del Triste, Pájaros con Ojos de Vidala (poesía), Aguas de Lavar Almas, El Maridaje de Ivanikha Gorkí (inédito), El Carpintero de Hiroshima (inédito), Las Amanecidas del Fiordo Ca upolicán y Óleo de una flor torrentosa (teatro.inédito), Las Probanzas de los sueños rústicos (Relatos de mitos de los Valles Calchaquí) -inédito-, y del Cantoral calchaquí sobre lo divino y lo humano.(cantata). 
Ha dirigido el elenco estable de la UART- (Unidad Académica Río Turbio) de la Universidad Nacional de la Patagonia Austral , como dramaturgo, puestista y director. 
Ha creado, con letras de su autoría, canciones con músicos de este país como Raúl Carnota, Eduardo Guajardo, Ramón Navarro (h), Rubén Cruz, Mario Díaz, Eduardo Sosa, Marcelo Gaibizo, Warmy Sosa y otros músicos del cancionero nacional. 
Sus poemas han sido incluidos en diversas antologías poéticas, tales como la antología latinoamericana Esta canto es América; Antología de poetas argentinos (Edición de la Biblioteca Nacional ) y otras antologías provinciales.
Las canciones de su autoría han sido grabadas por Juan Iñaki, Eduardo Guajardo, Laura Albarracín, Sylvia Zabzuck, Grupo vocal Aguablanca, y otros intérpretes argentinos.




MADRIGAL DE LA NIEVE OSCURA

En la casa del minero muerto
su ropa huérfana tiene un silencio de maderas.

En los pliegues de una camisa,
la luz, en su porfía, desabriga
para siempre una llaga
de alma rota;
y desde su bufanda, de gris viejo,
cuelga una melancolía de lana
sin aliento.

(La ropa siempre es un desconsuelo en la casa
de un hombre que ya no llegará con sus pasos).

En una puerta, al fondo del silencio,
en donde los zapatos aún tienen su nieve,
y los abrigos del perchero
cobijan desamparos,
un recuerdo, como una palabra efímera,
despierta en una foto:

¡Una fiesta y corderos entre el fuego,
y árboles y mineros y tréboles
y diciembre, de algún año!

Nada más que eso. Nada más.
Y la inclemencia.

Sobre las ventanas de la intemperie nevada,
el viento bestial tiene el instinto del fuego
cuando va hacia su ceniza,
y poco a poco,
aquí y allá,
muere entre la noche y los techos,
como un blanco animal que abarca
el cielo.

En la casa, en una habitación trémula,
un pañuelo es un adiós en un bolsillo,
y una lámpara añeja bosteza
una oscuridad irremediable entre una cama
y el espeso maderal de los postigos.

La angustia del metal de un caño, como un deudo
de las cosas, deja oír en el silencio
la obstinación abismal
de una gota de agua
cayendo y
cayendo en la cocina;
agua que será de ahí en más una lágrima
insistente en el litoral de los sollozos.

Hasta que un día de cualquier tiempo,
alguien, en esa casa, nombrará
al hombre muerto,
y, desde entonces, incesante,
como un credo, el recuerdo habitará
la nostalgia para siempre.

En los pueblos de la cuenca, por los deshojados
pañuelos de los vientos,
llora la noche conmovida.

Nada más que eso. Nada más.
Y la tristeza.





AGUACERO DEL TRISTE

Sabiendo estoy que me moja
el agüita de sus ojos
que es la ternura de su alma
lloviendo según su antojo.

Me llueven sus lagrimitas,
que mojan como el rocío,
cuando llora o cuando canta
tiene maneras del río.

Yo soy por ser ese triste,
el triste de su aguacero,
sus ojos de estar mirando
me mojan como el sereno.

Un ramillete de estrellas
de la noche le he cortado,
para que riegue con luz
el agua que me ha llorado.

Su canto de otoño trino,
es sacramento y pureza,
mi cantora llorocita
lava su agua mi tristeza.





AROMA DE LA PERDURACIÒN 

¿y qué es el mito?
¿Acaso es la piedra que habla?
¿Será la usanza del barro?
¿Es un sueño de guardar?
¿Qué es?
¿Es la raza del grano que habla
en las alturas?
¿Los rostros del tiempo?
¿Un polen?
¿Un sol a decir basta?
¿Una luna a mitad del corazón?
¿Las estrellas en el menguante
del rocío?
¿Qué será? Me aparezco preguntando,
con los siglos creciendo a mis espaldas.
¿Acaso es el tiempo de la eternidad
a voluntad de un pueblo?
¿Es el agua de la oralidad?
¿El mineral?
¿Será la morada de la aurora?
¿El cántaro de la sombra húmeda?
¿Una comida en la vida de la mesa?
¿Qué será?
¿Será acaso la obsidiana?
¿La madera del tarko?
¿Será un río?
¿La siembra?
¿La aridez?
¿Una siesta con sombrero?
¿Acaso el cereal decapitado?
¿Un volcán?
¿Una montaña acaso?
¿Qué es? Me aparezco preguntando.
Y lo que se sepultó en el viento,
animal y anchura, me dice:
¡Divinidades!

Es entonces que me aprieto el alma
con el aroma de la perduración.







DORMIR EN TIERRA

¡Cuánto miedo le tenías a la muerte,
padre mío!

Para no asustarte digo que duermes, mientras la tierra
te espera en su profundidad
humeante; y todos mis ojos pudren,
con un lento río de tristeza,
la madera oscura que angustia tu ropa,
y tus negros zapatos.

Padre, apago mis lágrimas
para que no te espantes todavía,
y escondo de igual modo mi corazón y mi boca,
para que no se desate la memoria del recuerdo
y se eche a andar el llanto de tu almohada.

Digo que duermes, padrecito (y hago silencio),
para que pienses que después amanece,
para que creas que a las cinco del alba,
y de la nieve, partirás a tu trabajo,
caminando la escarcha.

Padre,
los mineros del carbón pasan y te miran,
miran como has perdido tu sombra lenta,
y miran el asombro, boca arriba, de tus huesos
callados;
y miran, hondamente, el clima de tu rostro
en su definitiva ausencia.

El río del pueblo sube y descalza sus meandros,
y sus peces turbios, para que no te sobresaltes,
padre mío.

El cielo, padre, sube hasta tus cabellos
y mata el tiempo mirando tu corbata,
mientras el bosque deja caer una triste corteza
que amortaja tus sueños a lo largo y pena
de tu distancia de hombre.

Padre mío,
para que no te asustes digo que sueñas.
Sobran motivos para decir que duermes
Largamente.









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