lunes, 11 de marzo de 2013

JOSÉ MARÍA GABRIEL Y GALÁN [9412]



José María Gabriel y Galán
José María Gabriel y Galán (Frades de la Sierra, Salamanca, 28 de junio de 1870 –- Guijo de Granadilla, Cáceres, 6 de enero de 1905), poeta español en castellano y altoextremeño.

Es hijo de campesinos propietarios de sus tierras. Pasa su infancia en el pueblo natal asistiendo a su escuela, y a los 15 años se traslada a Salamanca a proseguir los estudios, datando de esa época sus primeros versos. Simultáneamente trabaja en un almacén de tejidos. Obtiene en 1888 el título de maestro de escuela y se le destina a Guijuelo, a unos 20 km de su pueblo natal. Tras una corta estancia se traslada a Madrid a continuar estudios en la Escuela Normal Central. Reside poco tiempo, pues la metrópoli le produce rechazo (la tilda en algunas cartas de Modernópolis).
Es destinado a Piedrahíta (Ávila), donde pone en práctica los nuevos conocimientos pedagógicos adquiridos en Madrid. Su estado de ánimo es bajo, firmando las cartas a sus amigos como El Solitario.
El joven maestro se perfila ya como un muchacho triste, melancólico, muy sensible y de profundas convicciones religiosas (recibidas de su madre, Bernarda), que ya se notan en sus poemas. Al conocer a su mujer Desideria (a la que apoda cariñosamente mi vaquerilla) en 1893, sufre un cambio radical, que se acentúa a partir de su boda, un 26 de enero de 1898 en Plasencia. Abandona el puesto de maestro y se traslada a Guijo de Granadilla en Cáceres, donde administra la dehesa El Tejar, propiedad del tío de su esposa. Allí encuentra el tiempo y sosiego para madurar su poesía. Al nacer su primer hijo (Jesús, 1898) compone El Cristu benditu, primera de sus famosas Extremeñas.
Fallece el 6 de enero de 1905, a consecuencia de una pulmonía mal curada.
El ayuntamiento de Guijo de Granadilla mantiene la casa que habitó, como museo, donde se muestran manuscritos y objetos personales del poeta, donación de sus herederos.

Obra

Su obra poética se aparta del modernismo, siendo conservadora en estructura y temática: defiende la tradición, la familia, la estirpe, el dogma católico o la descansada vida campestre. Y además es rica en palabras en desuso que nos transmiten usos y costumbres de una época pasada.

Poemarios:

Castellanas (1902)
Extremeñas (1902)
Campesinas (1904)
Nuevas Castellanas (1905)
Religiosas (1906)








EL AMA

I

Yo aprendí en el hogar en qué se funda
la dicha más perfecta,
y para hacerla mía
quise yo ser como mi padre era
y busqué una mujer como mi madre
entre las hijas de mi hidalga tierra.
Y fui como mi padre, y fue mi esposa
viviente imagen de la madre muerta.
¡Un milagro de Dios, que ver me hizo
otra mujer como la santa aquella!
Compartían mis únicos amores
la amante compañera,
la patria idolatrada,
la casa solariega,
con la heredada historia,
con la heredada hacienda.
¡Qué buena era la esposa
y qué feraz mi tierra!
¡Qué alegre era mi casa
y qué sana mi hacienda,
y con qué solidez estaba unida
la tradición de la honradez a ellas!
Una sencilla labradora, humilde,
hija de oscura castellana aldea;
una mujer trabajadora, honrada,
cristiana, amable, carñosa y seria,
trocó mi casa en adorable idilio
que no pudo soñar ningún poeta.
¡Oh, cómo se suaviza
el penoso tragín de las faenas
cuando hay amor en casa
y con él mucho pan se amasa en ella
para los pobres que a su sombra vivien,
para los pobres que por ella bregan!
¡Y cuánto lo agradecen, sin decirlo,
y cuánto por la casa se interesan,
y cómo ellos la cuidan,
y cómo Dios la aumenta!
Todo lo pudo la mujer cristiana,
logrólo todo la mujer discreta.
La vida en la alquería
giraba en torno de ella
pacífica y amable,
monótona y serena...
¡Y cómo la alegría y el trabajo
donde está la virtud se compenetran!
Lavando en el regato cristalino
cantaban las mozuelas,
y cantaba en los valles el vaquero,
y cantaban los mozos en las tierras,
y el aguador camino de la fuente,
y el cabrerillo en la pelada cuesta...
¡Y yo también cantaba,
que ella y el campo hiciéronme poeta!
Cantaba el equilibrio
de aquel alma serena
como los anchos cielos,
como los campos de mi amada tierra;
y cantaba también aquellos campos,
los de las pardas, onduladas cuestas,
los de los mares de enceradas mieses,
los de las mudas perspectivas serias,
los de las castas soledades hondas,
los de las grises lontananzas muertas...
El alma se empapaba
en la solemne clásica grandeza
que llenaba los ámbitos abiertos
del cielo y de la tierra.
¡Qué placido el ambiente,
qué tranquilo el paisaje, qué serena
la atmósfera azulada se extendía
por sobre el haz de la llanura inmensa!
La brisa de la tarde
meneaba, amorosa, la alameda,
los zarzales floridos del cercado,
los guindos de la vega,
las mieses de la hoja,
la copa verde de la encina vieja...
¡Monorrítmica música del llano,
qué grato tu sonar, qué dulce era!
La gaita del pastor en la colina
lloraba las tonadas de la tierra,
cargadas de dulzuras,
cargadas de monótonas tristezas,
y dentro del sentido
caían las cadencias
como doradas gotas
de dulce miel que del panal fluyeran.
La vida era solemne;
puro y sereno el pensamiento era;
sosegado el sentir, como las brisas;
mudo y fuerte el amor, mansas las penas,
austeros los placeres,
raigadas las creencias,
sabroso el pan, reparador el sueño,
fácil el bien y pura la conciencia.
¡Qué deseos el alma
tenía de ser buena
y cómo se llenaba de ternura
cuando Dios le decía que lo era!

II

Pero bien se conoce
que ya no vive ella;
el corazón, la vida de la casa
que alegraba el tragín de las tareas,
la mano bienhechora
que con las sales de enseñanzas buenas
amasó tanto pan para los pobres
que regaban, sudando, nuestra hacienda.
¡La vida en la alquería
se tiñó para siempre de tristeza!
Ya no alegran los mozos la besana
con las dulces tonadas de la tierra,
que al paso perezoso de las yuntas
ajustaban sus lánguidas cadencias.
Mudos de casa salen,
mudos pasan el día en sus faenas,
tristes y mudos vuelven
y sin decirse una palabra cenan;
que está el aire de casa
cargado de tristeza,
y palabras y ruidos importunan
la rumia sosegada de las penas.
Y rezamos reunidos el rosario
sin decirnos por quién..., pero es por ella,
que aunque ya no su voz a orar nos llama,
su recuerdo querido nos congrega,
y nos pone el rosario entre los dedos
y las santas plegarias en la lengua.
¡Qué días y qué noches!
¡Con cuánta lentitud las horas ruedan
por encima del alma que está sola
llorando en las tinieblas!
Las sales de mis lágrimas amargan
el pan que me alimenta;
me cansa el movimiento,
me pesan las faenas,
la casa me entristece
y he perdido el cariño de la hacienda.
¡Qué me importan los bienes
si he perdido mi dulce compañera!
¡Qué compasión me tiene mis criados
que ayer me vieron con el alma llena
de alegrías sin fin que rebosaban
y suyas también eran!
Hasta el hosco pastor de mis ganados,
que ha medido la hondura de mi pena,
si llego a su majada
baja los ojos y ni hablar quisiera;
y dice al despedirme: «Ánimo, amo;
"haiga" mucho valor y "haiga pacencia"...»
Y le tiembla la voz cuando lo dice
y se enjuga una lágrima sincera,
que en la manga de la áspera zamarra
temblando se le queda...
¡Me ahogan estas cosas,
me matan de dolor estas escenas!
¡Que me anime, pretende, y él no sabe
que de su choza en la techumbre negra
le he visto yo escondida
la dulce gaita aquélla
que cargaba el sentido de dulzura
y llenaba los aires de cadencias!...
¿Por qué ya no la toca?
¿Por qué los campos su tañer no alegra?
Y el atrevido vaquerillo sano,
que amaba a una mozuela
de aquellas que trajinan en la casa,
¿por qué no ha vuelto a verla?
¿Por qué no canta en los tranquilos valles?
¿Por qué no silba con la misma fuerza?
¿Por qué no quiere restallar la honda?
¿Por qué esta muda la habladorara legua
que al amo le contaba sus sentires
cuando el amo le daba su licencia?
«¡El ama era una santa!»...,
me dicen todos cuando me hablan de ella.
«¡Santa, santa!», me ha dicho
el viejo señor cura de la aldea,
aquel que le pedía
las limosnas secretas
que de tantos hogares ahuyentaban
las hambres y los fríos y las penas.
¡Por eso los mendigos
que llegan a mi puerta
llorando se descubren
y un padrenuestro por el «ama» rezan!
El velo del dolor me ha oscurecido
la luz de la belleza.
Ya no saben hundirse mis pulilas
en la visión serena
de los espacios hondos,
puros y azules, de extensión inmensa.
Ya no sé traducir la poesía,
ni del alma en la médula me entra
la inmensa melodía del silencio
que en la llanura quieta
parece que descansa,
parece que se acuesta.
Será puro el ambiente, como antes,
y la atmósfera azul será serena,
y la brisa amorosa
moverá con sus alas la alameda,
los zarzales floridos,
los guindos de la vega,
las mieses de la hoja,
la copa verde de la encina vieja...
Y mugirán los tristes becerrillos,
lamentando el destete, en la pradera,
y la de alegres recentales dulces
tropa gentil escalará la cuesta
balando plañideros
al pie de las dulcísimas ovejas;
y cantará en el monte la abubilla,
y en los aires la alondra mañanera
seguirá derritiédose en gorjeos,
musical filigrana de su lengua...
Y la vida solemne de los mundos
seguirá su carrera
monótona, inmutable,
magnífica, serena...
Mas ¿qué me importa todo,
si el vivir de los mundos no me alegra,
ni el ambiente me baña en bienestares,
ni las brisas a música me suenan,
ni el cantar de los pájaros del monte
estimula mi lengua,
ni me mueve a ambición la perspectiva
de la abundante próxima cosecha,
ni el vigor de mis bueyes me envanece,
ni el paso del caballo me recrea,
ni me embriaga el olor de las majadas,
ni con vértigos dulces me deleitan
el perfume del heno que madura
y el perfume del trigo que se encera?
Resbala sobre mí sin agitarme
la dulce poesía en que se impregnan
la llanura sin fin, toda quietudes,
y el magnífico cielo, todo estrellas,
y ya mover no pueden
mi alma de poeta,
ni las de mayo auroras nacarinas
con húmedos vapores en las vegas,
con cánticos de alondra y con efluvios
de rociadas frescas,
ni éstos de otoño atardeceres dulces
de manso resbalar, pura tristeza
de la luz que se muere
y el paisaje borroso que se queja...
ni las noches románticas de julio,
magníficas, espléndidas,
cargadas de silencios rumorosos
y de sanos perfumes de las eras;
noches para el amor, para la rumia
de las grandes ideas,
que a la cumbre al llegar de las alturas
se hermanan y se besan...
¡Cómo tendré yo el alma,
que resbala sobre ella
la dulce poesía de mis campos
como el agua resbala por la piedra!
Vuestra paz era imagen de mi vida,
¡oh campos de mi tierra!
Pero la vida se me puso triste
y su imagen de ahora ya no es esa:
en mi casa, es el frío de mi alcoba,
es el llanto vertido en sus tinieblas;
en el campo, es el árido camino
del barbecho sin fin que amarillea.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 

Pero yo ya sé hablar como mi madre
y digo como ella
cuando la vida se le puso triste:
«¡Dios lo ha querido así! ¡Bendito sea!»



LA PEDRADA

I

Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada,

el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura,
y las lágrimas me ciegan,
y me hiere la ternura...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Yo he nacido en esos llanos
de la estepa castellana,
donde había unos cristianos
que vivían como hermanos
en república cristiana.

Me enseñaron a rezar,
enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar;
y como amar es sufrir,
también aprendía a llorar.

Cuando esta fecha caía
sobre los pobres lugares,
la vida se entristecía,
cerrábanse los hogares
y el pobre templo se abría.

Y detrás del Nazareno
de la frente coronada,
por aquel de espigas lleno
campo dulce, campo ameno
de la aldea sosegada,

los clamores escuchando
de dolientes Misereres, 
iban los hombres rezando,
sollozando las mujeres
y los niños observando...

¡Oh, qué dulce, qué sereno
caminaba el Nazareno
por el campo solitario,
de verdura menos lleno
que de abrojos el Calvario!

¡Cuán süave, cuán paciente
caminaba y cuán doliente
con la cruz al hombro echada,
el dolor sobre la frente
y el amor en la mirada!

Y los hombres, abstraídos,
en hileras extendidos,
iban todos emcapados,
con hachones encendidos
y semblantes apagados.

Y enlutadas, apiñadas,
doloridas, angustiadas,
enjugando en las mantillas
las pupilas empañadas
y las húmedas mejillas,

viejecitas y doncellas,
de la imagen por las huellas
santo llanto iban vertiendo...
¡Como aquellas, como aquellas
que a Jesús iban siguiendo!

Y los niños, admirados,
silenciosos, apenados,
presintiendo vagamente
dramas hondos no alcanzados
por el vuelo de la mente,

caminábamos sombríos
junto al dulce Nazareno,
maldiciendo a los Judíos,
«que eran Judas y unos tíos
que mataron al Dios bueno».


II

¡Cuántas veces he llorado
recordando la grandeza
de aquel echo inusitado
que una sublime nobleza
inspiróle a un pecho honrado!

La procesión se movía
con honda calma doliente,
¡Qué triste el sol se ponía!
¡Cómo lloraba la gente!
¡Cómo Jesús se afligía...!

¡Qué voces tan plañideras
el Miserere cantaban! 
¡Qué luces, que no alumbraban,
tras las verdes vidrïeras
de los faroles brillaban!

Y aquél sayón inhumano
que al dulce Jesús seguía
con el látigo en la mano,
¡qué feroz cara tenía!
¡qué corazón tan villano!

¡La escena a un tigre ablandara!
Iba a caer el Cordero,
y aquel negro monstruo fiero
iba a cruzarle la cara
con un látigo de acero...

Mas un travieso aldeano,
una precoz criatura
de corazón noble y sano
y alma tan grande y tan pura
como el cielo castellano,

rapazuelo generoso
que al mirarla, silencioso,
sintió la trágica escena,
que le dejó el alma llena
de hondo rencor doloroso,

se sublimó de repente,
se separó de la gente,
cogió un guijarro redondo,
miróle al sayón la frente
con ojos de odio muy hondo,

paróse ante la escultura,
apretó la dentadura,
aseguróse en los pies,
midió con tino la altura,
tendió el brazo de través,

zumbó el proyectil terrible,
sonó un golpe indefinible,
y del infame sayón
cayó botando la horrible
cabezota de cartón.

Los fieles, alborotados
por el terrible suceso,
cercaron al niño airados,
preguntándole admirados:
-¿Por qué, por qué has hecho eso?...

Y él contestaba, agresivo,
con voz de aquellas que llegan
de un alma justa a lo vivo:
-«¡Porque sí; porque le pegan
sin hacer ningún motivo!»


III

Hoy, que con los hombres voy,
viendo a Jesús padecer,
interrogándome estoy:
¿Somos los hombres de hoy
aquellos niños de ayer?





¿QUÉ TENDRÁ?

¿Qué tendrá la hija
del sepulturero,
que con asco la miran los mozos,
que las mozas la miran con miedo?
Cuando llega el domingo a la plaza
y está el bailoteo
como el sol de alegre,
vivo como el fuego,
no parece sino qe una nube
se atraviesa delante del cielo;
no parece sino que se anuncia
que se acerca, que pasa un entierro...
Una ola de opacos rumores
sustituye el febril charloteo,
se cambian miradas
que expresan recelos,
el ritmo del baile
se torna más lento
y hasta los repiques
alegres y secos
de las castañuelas
callan un momento...
Un momento no más dura todo;
mas ¿qué será aquello
que hasta da falsas notas la gaita
por hacer un gesto
con sus gruesos labios
el tamborilero?
No hay memoria de amores manchados,
porque nunca, a pesar de ser bellos,
«buenos ojos tienes»
le ha dicho un mancebo.
Y ella sigue desdenes rumiando,
y ella sigue rumiando desprecios,
pero siempre acercándose a todos,
siempre sonriendo,
presentándose en fiestas y bailes
y estrenando más ricos pañuelos...
¿Qué tendrá la hija
del sepulturero?

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Me lo dijo un mozo:
«¿Ve usted esos pañuelos?
Pues se cuenta que son de otras mozas...
¡de otras mozas que están ya pudriendo!...»
Y es verdad que parece que güelen, 
que güelen a muerto... 



MI VAQUERILLO

He dormido esta noche en el monte
con el niño que cuida mis vacas.
En el valle tendió para ambos
el rapaz su raquítica manta
¡y se quiso quitar-¡pobrecito!-
su blusilla y hacerme almohada!
Una noche solemne de junio,
una noche de junio muy clara...
Los valles dormían,
los búhos cantaban,
sonaba un cencerro,
rumiaban las vacas...
y una luna de luz amorosa,
presidiendo la atmósfera diáfana,
inundaba los cielos tranquilos
de dulzuras sedantes y cálidas.
¡Qué noches, qué noches!
¡Qué horas, qué auras!
¡Para hacerse de acero los cuerpos!
¡Para hacerse de oro las almas!
Pero el niño ¡qué solo vivía!
¡Me daba una lástima
recordar que en los campos desiertos
tan solo pasaba
las noches de junio
rutilantes, medrosas, calladas,
y las húmedas noches de octubre,
cualdo el aire menea las ramas,
y las noches del turbio febrero,
tan negras, tan bravas,
con lobos y cárabos,
con vientos y aguas!...
¡Recordar que dormido pudieran
pisarlo las vacas,
morderle en los labios
horrendas tarántulas,
matarlo los lobos,
comerlo las águilas!...
¡Vaquerito mío!
¡Cuán amargo era el pan que te daba!
Yo tenía un hijito pequeño
-hijo de mi alma,
que jamás te dejé si tu madre
sobre ti no tendía sus alas!-
y si un hombre duro
le vendiera las cosas tan caras!...
Pero ¿qué van a hablar mis amores,
si el niñito que cuida mis vacas
también tiene padres
con tiernas entrañas?
He pasado con él esta noche,
y en las horas de más honda calma
me habló la conciencia
muy duras palabras...
Y le dije que sí, que era horrible...,
que llorándolo el alma ya estaba.
El niño dormía
cara al cielo con plácida calma;
la luz de la luna
puro beso de madre le daba,
y el beso del padre
se lo puso mi boca en su cara.
Y le dije con voz de cariño
cuando vi clarear la mañana:
-¡Despierta, mi mozo,
que ya viene el alba
y hay que hacer una lumbre muy grande
y un almuerzo muy rico... ¡Levanta!
Tú te quedas luego
guardando las vacas,
y a la noche te vas y las dejas...
¡San Antonio bendito las guarda!...
Y a tu madre a la noche le dices
que vaya a mi casa,
porque ya eres grande
y te quiero aumentar la soldada...



LAS REPÚBLICAS

I

He admirado el hormiguero
cuando henchían su granero
las innúmeras hormigas.
He observado su tarea
bajo el fuego que caldea
la estación de las espigas.

Esquivando cien alturas
y salvando cien honduras,
las conduce hasta las eras
un sendero largo y hondo
que labraron desde el fondo
de las lóbregas paneras.

Y en hileras numerosas
paralelas, tortuosas,
van y vienen las hormigas...
La vereda es dura y larga,
pesadísima la carga
y axfisiantes las fatigas;

mas la activa muchedumbre
sobre el hálito de lumbre
que la tierra reverbera,
senda arriba y senda abajo,
se embriaga en el trabajo
que le colma la panera.

Son comunes los quehaceres,
son iguales los deberes,
los derechos son iguales,
armoniosa la energía,
generosa la porfía,
los amores fraternales.

Si rendida alguna obrera
por avara no subiera
con la carga la alta loma,
la hermanita más cercana,
con amor de buena hermana,
la mitad del peso toma.

Nadie huelga ni vocea,
nadie injuria ni guerrea,
nadie manda ni obedece,
nadie asalta el gran tesoro,
nadie encienta el grano de oro
que al tesoro pertenece...

He observado el hervidero
del innúmero hormiguero
en sus horas de fatigas...
Si en los ocios invernales
sus costumbres son iguales
¡son muy sabias las hormigas!

II

He observado la colmena
al mediar una serena
tarde plácida de mayo.
La volante, la sonora
muchedumbre zumbadora
laboraba sin desmayo.

¡Qué magnífica opulencia
la de aquella florescencia
de los campos amarillos!
Madreselvas y rosales,
abavanzos y zarzales,
mejoranas y tomillos...

Todo vivo, todo hermoso,
todo ardiente y oloroso,
todo abierto y fecundado:
los perales del plantío,
los cantuesos del baldío,
las campánulas del prado...

Y en corolas hechiceras,
y en pletóricas anteras,
y en estilos diminutos,
y en finísimos estambres
van buscando los enjambres
las esencias de los frutos.

Y los finos aguijones
en robadas libaciones
van llevando a los talleres
lo mejor de la riqueza
que vertió Naturaleza
por los términos de Ceres.

Zumba el himno rumoroso
del trabajo fructuoso
con monótona dulzura:
las obreras impacientes
salen y entran diligentes
por la estrecha puerta oscura.

Las que dentro descargaron
las esencias que libaron,
palpitantes aparecen,
vuelo toman oscilante
y en la atmósfera radiante
volando desaparecen.

Las que tornan presurosas
con sus cargas deliciosas
de ambrosías y colores,
no parecen volanderas
juiciosísimas obreras,
sino aladas lindas flores.

No se estorban ni detienen
las que ricas de oro vienen,
las que en busca van de oro...
Unas liban y acarrean,
otras labran y moldean,
¡todas hinchen el tesoro!

Y hacinados en los cienos,
expulsados de los senos
del alcázar del trabajo,
los cadáveres viscosos
de los zánganos ociosos
se corrompen allá abajo...

III

Cosas buenas he aprendido
contemplando embebecido
resbalar por la hondanada
la sonora algarabía
de la alegre pastoría
que despunta la otoñada.

¡Qué bien suenan sobre fondo
de quietides dulce y hondo
el latir de roncos perros,
el vibrar de los silbidos,
el clamor de los balidos
y el rum rum de los cencerros!

Y cayendo sobre el coro
como lágrimas de oro
de la vida natural,
¡qué amorosas complacencias
desparraman las cadencias
de la gaita del zagal!

Blandamente resbalando
las ovejas van pasando;
paz y hierba van paciendo;
los bocados que una deja
son bocados de otra oveja
que a la hermana va siguiendo.

Los corderos baladores
van en grupos triscadores
asaltando los repechos,
coronando los cerrillos
y brincando los helechos.

Y el que topa con la ubre
o la lo lejos la descubre,
bala y corre hacia la oveja,
se arrodilla tembloroso,
llena el cuajo, trisca airoso
y espojándose se aleja.

En la honrada pastoría
cada amante madre cría
su corderuelo querido...
¡No hay cordero destetado
porque lo haya abandonado
la madre que lo ha parido!

Venerable pastor viejo
con zamarra de pellejo
de los muertos recentales
siempre atento vigilando
el rebaño va guiando
por los buenos pastizales.

Como abuelo que a su niño
lleva en brazos con cariño,
rebosante de placer,
el silvestre viejo austero
lleva al trémulo cordero
que ha acabado de nacer.

Los zagales silbadores,
los ingenuos tañedores
de la gaita cadenciosa,
viendo van las avanzadas
y alegrando con tonadas
la piära rumorosa.

Y librándola de robos
de raposas y de lobos,
van retándolos a muerte
dos mastines corpulentos
con ojos sanguinolentos,
paso grave y pecho fuerte.

El pastor es cuidadoso,
el otoño es amoroso,
son alegres los rapaces,
las ovejas obedientes,
los mastines muy valientes
y los campos muy feraces...

Han gozado mis pupilas
la visión de las tranquilas
ovejitas resbalando...
Paz y hierba van paciendo,
dulce vida van viviendo,
grata huella van dejando...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 

Esta vida que vivimos
los que reyes nos decimos
de este mundo engañador,
no es la vida sabia y sana...
¡Ay! La república humana
me parece la peor!...




UN DON JUAN

Amo, de aquella cuestión
de ayer, pues ya me atreví,
-¡Gracias a Dios, cobardón!
¿Y qué te dijo?
que sí.


-¿Ves, Jenaro? Si te dejo
no llegas nunca a animarte
y te me mueres de viejo
con las ganas de casarte.

Me gusta la valentía.
Y la lengua, ¿se enredó?
-Pues, mire usted, yo creía
que iba a ser más; pero no.

Y eso que al dir a empezar,
por mucho que porfié,
pues no me pude acordar
del emprencipio de usté.

-¡Por vida de!... ¿Y qué jinojos
hiciste entonces, Jenaro?
-Pues, nada, cerrar los ojos
y dir p'adelante.
-¡Pues claro!

Cuando se ignora, se inventa.
-¡Pues ese fue el aquél mío!
Me tuve que echar la cuenta
que se echa el hombre perdío,

y como un eral cerril
arremetí con alientos,
porque ya, preso por mil...
pues preso por mil quinientos.

No es más que mientras se empieza.
Yo cuantis que me corté,
pues na más de mi cabeza
cuasi todo lo saqué.

-¡Bien hecho! ¿Y le gustaría
bastante más que lo mío?
-Yo le dije asín: «María:
dirás que a qué habré venío».

-¿Y qué te dijo?
Que hablara.
Ella abajó la cabeza
y se le puso la cara
lo mesmo que una cereza.

A mí también se me ardía,
la verdá se ha de decir;
pero le dije: «María:
¿sabrás que tengo un sentir?»

-¡Bien dicho! ¿Y no te comieron
porque hiciste esa pregunta?
-No, pero se me pusieron
todos los pelos de punta.

Yo cuasi que no veía,
la verdá se ha de decir;
pero le dije: «María:
sabrás que tengo un sentir.»

Cuasi que me han obligao
-le dije- a venir acá,
que yo bien retuso he estao
por mó de la cortedá;

pero el amo que sabía
mi sentir, pues ayer tarde
mesmamente, me decía:
«Jenaro, ¡no seas cobarde!

La moza es poco fiestera
y poco aparentadora,
y no es moza ventanera
y es árdiga y vividora.

Y luego, es bien parecía,
y es callaíta y prudente,
y es honesta y recogía
y viene de buena gente...

Anda con ella, comienza
mañana a la noche a dir,
que a cuenta de la vergüenza
te la dejas escurrir...»

Pues sobre aquello volviendo
del sentir que te decía,
sabrás que te estoy quisiendo
ya hace tres años, María.

Siempre he andao negativo
dejándolo pa dispués,
y na más es a motivo
de lo corto que uno es.

Y asín me estaba, me estaba,
aguantándome el sentir,
a ver si se me pasaba,
la verdá se ha de decir.

Y hate cuenta que cada año
pues más me reconcomía,
hasta que ya dije hogaño:
¡Habrá que estar con María!

Porque en habiendo un querer,
la verdá se ha de decir,
ni cuasi puedes comer
ni cuasi puedes dormir.

Y no es el decir que uno
esté encitando el pensar,
porque yo creo que nenguno
quedrá siempre asín estar.

Es na más que te aficionas
y que pierdes la chaveta
en cuantis que una persona
por los ojos se te meta.

Y que ya nadie te apea
ni te hace volver atrás
y llevas aquella idea
por andiquiera que vas.

Pues un querer derechero
como el corazón te ablande,
es igual que un abujero:
cuanti más le hurgas, más grande.

-¡Caramba! ¡Muy bien, Jenaro!
Y ella entonces te diría...
-A lo primero, pues claro,
dijo que ya se vería.

Pero dispués, ya ve usté,
la gente se va atreviendo.
Yo le dije: «Volveré»
Y ella me dijo: «Vay viniendo».

-Vamos, sí, que habrá casorio.
-De eso entá no hemos tratao.
Sólo el parlárselo..., ¡corio!,
¡más vergüenza me ha costao...!




ELEGÍA

I

No fue una reina
de las Españas,
fue la alegría
de una majada.
Trece años cumple
para la Pascua
la cabrerilla
de Casablanca.
Su pobre madre
sola la manda
todas las tardes
a la majada.
Lleva ropillas,
lleva viandas
y trae jugosa
leche de cabras.
Vuelve de noche,
porque es muy larga,
porque es muy dura
la caminada
para un asnillo
que apenas anda,
¡Qué miedo lleva!
Pero lo espanta
con el sonido
de sus tonadas.
Canta con miedo,
de miedo canta.
¡Son tan profundas
las hondonadas
y tan espesas
todas las matas!...
¡Son tan horribles
las noches malas,
cuando errabundas
aullando vagan
lobas paridas
por las cañadas
con unos ojos
como las brasas!...
¡Son tan medrosas
las noches claras,
cuando en los charcos
cantan las ranas,
cuando los buhos
ocultos graznan,
cuando hacen sombra
todas las matas
y se menean
todas las ramas!...
Los viejos hombres
de la majada
la quieren mucho
porque es tan guapa,
porque es tan buena,
porque es tan sabia.
Pero a un despierto
zagal de cabras,
que cumple trece
para la Pascua,
no sé con ella
lo que le pasa,
que algunas veces,
al contemplarla,
se pone trémula
su barba pálida
y entre sus párpados
tiemblan dos lágrimas...
Nadie ha sabido
que la regala
dijes y cruces
de Alcaravaca
de bien pulido
cuerno de cabra.
Cuando ella viene
con la vianda
¡le da más gusto!...
¡Le da más ansia,
le da más pena
cuando se marcha!...
¡Como que toda
la noche pasa
llorando quedo
sobre la manta
sin que lo sepan
en la majada!

II

¡Ay, pobre madre,
cómo gritaba,
despavorida,
desmelenada!
¡Ay, los cabreros
cómo lloraban,
apostrofando,
ciegos de rabia!
¡Cómo corrían
y golpeaban
con los cayados
peñas y matas!
¡Y eran muy pocas
todas las lágrimas
que de los ojos
se derrumbaran!
¡Y eran pequeñas
todas las ansias
y las torturas
de las entrañas!
¿Quién nunca ha visto
desdicha tanta?
¡La cabrerilla
de Casablanca
por fieros lobos
¡ay! devorada!
Sangre en las peñas,
sangre en las matas,
¡la virgencita,
desbaratada!
Todo en pedazos
sobre la grava:
los huesecitos
que blanqueaban,
la cabellera
presa en las matas,
rota en mechones
y ensangrentada...
Los zapatitos,
las pobres sayas
todas revueltas
y desgarradas!...
Loca la madre,
que miedo daba
de ver los rayos
de sus miradas,
de oir los timbres
de sus palabras,
y el cabrerillo
de la majada
mudo y atónito
temiendo estaba
con los ojazos
llenos de lágrimas,
despavorido
como zorzala
de un aguilucho
presa en las garras.
¿Cómo los árboles
no se desgajan?
¿Cómo las peñas
no se quebrantan,
y no se enturbian
las fuentes claras
y no ennegrecen
las nubes blancas?
Ya vienen hombres
con unas andas,
con unos paños,
con una sábana;
los despojitos
en ella guardan
y se los llevan
a Casablanca.
Y al cabrerillo
nadie lo llama,
pero él camina
tras de las andas
mirando a todos
con la mirada
de herido pájaro
que en torno vaga
de los verdugos
que le arrebatan
el dulce nido
donde habitaba.
¡Ay, virgencita
de Casablanca!
¡Ay, cabrerillo
de la majada!

III

Su padre silba,
su padre llama,
porque el muchacho
deja las cabras
junto a las siembras
abandonadas
y en los jarales
oculto pasa
tardes enteras,
largas mañanas...
¿Qué es lo que hace?
¿Por qué se guarda?
Pues es que a solas
las horas pasa,
pule que pule,
taja que taja,
llora que llora,
ciego de lágrimas...
que dos veneras
finas prepara
de bien pulido
cuerno de cabra,
porque una noche
quiere llevarlas
al camposanto
de Casablanca...

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