jueves, 4 de septiembre de 2014

VÍCTOR GARCÍA VÁZQUEZ [13.177]


Víctor García Vázquez

(Escuintla Chiapas, México  1975)
Poeta de reflexión constante, y agudo tono satírico, que no entrega este pequeño libro que salpicará a más de uno con sangre, pero sobre todo con la crítica, autocrítica de una forma de vida que requiere de una destrucción, a veces más radical de lo que imaginamos.  

Ha publicado los siguientes libros: uno de ensayo, Mujer de niebla (Premio Nacional de Ensayo 2001); libros de poesía: Raíces de tempestad, (Editorial Daga, 2001); Tejidos, Lunarena-BUAP (2003) y "Tajos" de la colección Poesía sin permiso (2012). ; y dos libros de texto: Taller de redacción I, Editorial Bookmart (2006), Literatura Latinoamericana, MacGraw Hill (2007)

Ha sido antologado en Puebla, la ira de Dios, (Secretaría de Cultura de Puebla, 1999), Espiral de los latidos: poesía joven de la zona centro del país (Fondo Regional para la Cultura –CONACULTA, 2002) y Sirenas y otros animales fabulosos: antología poética. (Poesía en el andén, 2006) En el libro de ensayos Aristas: acercamiento a la literatura mexicana, (BUAP, 2005).





Gacelas

Apaga la luz, te digo en mi memoria
Feliz no soy con ver tan claro
mas bien lo oscuro me ofrece protección
y alivia mis temores
Felino soy en la oscuridad y arrastro
mis zarpas entre las sábanas; así, con acento
que si lo vuelvo grave correré
persiguiendo gacelas; y no es eso en lo que pienso.

Ahora estoy en casa camuflándome
y avanzando silenciosamente
para atrapar tus pieles tiernas:
túnicas que mis filos no rasgan.
Pero entonces tú te das la vuelta y tapas
Yo me quedo sintiendo la aspereza de la concha
y comprendo por qué no tienen tantos depredadores las tortugas

Mi derrota me levanta del hecho
y avanzo
en la oscuridad
tentando nerviosamente
hacia la brasa del cigarro
para apagármelo
en la ingle.







Vuelta del Húngaro

Siempre me gustó lavarme la cara con agua sucia
pues a la mugre que no se quita
no hay por qué andar cumpliéndole caprichos.
Pero nunca un agua tan hedionda y colorada
como aquella que nos dieron en Porvenir Chiapas
un día cerca de Semana Santa.
Tiesas me quedaron las manos y la cara
Tieso también el corazón de tanto frío.

Íbamos de regreso hacia la costa
después de andar semanas en la Sierra Madre.
Días sin dormir lo suficiente,
de comer demasiado poco y caminar descalzos
entre los oscuros cafetales.
Días de masticar bejucos de agua
para mitigar la sed y burlarse del estómago.

Ni mi padre ni yo teníamos miedo de andar en el monte
No nos atrevíamos a ser cobardes
Sabíamos que entre la selva y los cafetales
el peor enemigo es el miedo
Uno puede quedarse loco para siempre
o ser víctima de sus propias calamidades.

Nos urgía llegar al corazón del Soconusco
para ver la representación del Viacrucis
pero eran cientos los kilómetros
y muy espesa la selva que nos separaba.

Al fin mi padre decidió que nos sentáramos
a la orilla del camino
a esperar un carro que nos llevara de regreso.

A media noche escuchamos el motor de una camioneta
y nos levantamos sacudiéndonos el cansancio
Mi padre habló con ellos y llegaron a un arreglo
Súbanse, cabrones, dijeron los hombres,
que venían borrachos de tanta noche.

“Más adelante están tirando caballos muertos,
pasando la Vuelta del Húngaro;
quizá los veamos en la madrugada”
dijo el chófer: un indígena mame
que tenía los dientes tapizados de oro.

Acomodé un costal en la redila,
y me dormí cobijado por la viscosa neblina
y arrullado por el golpetear de la terracería.
Al clarear el alba desperté
mareado por un profundo hedor que subía del barranco.

Un poco más tarde,
cuando dábamos vuelta en una curva,
vimos levantarse inmensas nubes de zopilotes.
Un cielo negro y hediondo
que ofuscaba y escocía la vista
Un cielo enzopilotado
que lloviznaba vísceras de caballos.

El chófer no podía avanzar rápidamente
porque los carroñeros volaban muy bajo
o devoraban tripas en medio del camino.

Una peste se instaló en mi estómago
dejándome un dulzor de piloncillo.

Un caballo muerto es un pueblo pudriéndose,
nadando y ahogándose en su propia mierda.
Dos: son un infierno derramando azufre.

Durante varios kilómetros seguí viendo la negrura
y oyendo el ensordecedor zumbido.
Al llegar a la costa
las olas del mar eran alas negras
de zopilotes que se empujaban
para dejar su vómito en la playa.

En el Viacrucis creí volver a ver los caballos muertos
y a los zopilotes devorando carroña;
pero era la imagen de Jesucristo
que llevaban cargando las mujeres enlutadas.

Desde aquella visión de la Vuelta del Húngaro
no se me quita el dulzor en mis entrañas.
Y nunca han dejado de planear sobre mi cabeza
nubes cargadas de tripas y excremento.






San Jorge

Boca abajo encontraron en el lodazal
al primo Margarito
A quien todos conocían con el apodo de san Jorge
porque nunca se bajaba del caballo.
Con cien machetazos en el rostro
y cuatrocientos más por todo el cuerpo,
era un enorme pez en filetes
que causaba dolor y mucho asco.

A mediodía parecía una escultura de barro
con ojos de sangre viva
y labios amoratados.

Esta muerte es por amor, decían unos
Otros afirmaban que fue por pleito de borrachos
tal vez una partida de naipes,
una mentada de madre en el palenque
o una mirada a la mujer de otro.

Nadie vio a los asesinos
Alguien dijo: yo escuché ruidos en la noche
pero pensé que estaban leñando
Se oía como cuando tiran una ceiba
a puro machetazo.

Su caballo no aparecía
Sólo estaban las huellas de sus cascos en el lodo
Una de sus hermanas las fue siguiendo por todo el vado
pero pronto perdió el rastro
y regresó con lágrimas
y nunca volvió a pronunciar una palabra.

Cuando las moscas azules llenaron de terciopelo
la cara de Margarito,
el juez decidió que levantaran el cuerpo
y el dolor de los hermanos lo llevó cargando en hombros.

No le quitaron el limo para enterrarlo
porque temían no encontrarle el rostro
o quizá encontrarlo irreconocible.
La tierra debe volver a la tierra:
dijo su madre en el sepelio
mientras le aventaba terrones al ataúd
y se oprimía el corazón para no sepultarse con su hijo.

Varias semanas después
cuando llegaba la medianoche
nos levantábamos asustados
porque oíamos relinchos en el patio
y cascos que martillaban la piedras.

Como en un romance de García Lorca:
“Un caballo malherido
llamaba a todas las puertas.”








Fuerte como una espada

Quise llegar al núcleo de tu centro histórico
e inicié seguro mi marcha por el periférico de tus piernas.
Mis pasos politizados trataban de mantener un ritmo constante
para no causar congestionamientos ni bloquearte la circulación.

En cada una de las paredes de tu espalda
en las limpias bardas de tu cadera
en los puentes peatonales de tus pezones
en la breve rotonda de tu ombligo
y en las escaleras de tu cuello
mis labios fueron grafiteando consignas:
venenosas diatribas contra el pudor
y apologías a favor del buen gobierno.

No me importó ser reiterativo;
cientos de veces escribí la misma frase:
“Muera el amor transgénico
Viva el amor orgánico”.

Tus calles y avenidas se abrían plenas
al paso seguro de mi contingente.

Avancé con firmeza durante muchas cuadras.
Si me sentía cansado y sediento,
tú misma me ofrecías la fuente de tus labios
y descansaba un rato para no mostrar mi prisa.

Acompañado sólo por los altavoces de la respiración
llegué al primer cuadro de tu pubis,
pero en eso aparecieron tus ojos granaderos
y colocaron vallas para bloquearme el paso.

Quise burlar la rigidez de tus escudos y toletes.
Empujé con fuerza y determinación,
animado por el aroma ambulante de tu zócalo
que se ofrecía a mi pliego petitorio.

Pero temerosa de que yo pudiera romper
el cerco de seguridad y penetrar en tus dominios
lanzaste los gases irritantes de tu miedo
que me obnubilaron nada más por un momento.

Más no estaba dispuesto a retroceder y seguí empujando
hasta que me detuvieron tus manos policías;
y sin golpearme ni levantarme cargos
me arrastraron hasta la alameda de tu abdomen.

Y aquí estoy, ni arrepentido ni frustrado,
Ciudad fuerte como una espada.
Desde esta trinchera te comunico
que iniciaré mi marcha cuantas veces sea necesario
hasta que logre penetrar en tu zócalo
para izar victorioso mi bandera
y derrocar la dictadura de tu miedo.





Canto de la huida (fragmento)

En ese momento no nos atrevimos a preguntarnos
por qué huíamos hacia el lugar donde está el cerro hecho a mano.
O si me lo preguntaste tal vez fingí no escuchar
pues mi respuesta hizo alusión a la bondad del clima,
aunque bajo tu ropa tu piel no sintiera lo mismo.
El sol estaba prisionero entre tu espalda
y los hilos de tu blusa
que mis dedos no dejaron de tejer ni un solo instante.

Era evidente que íbamos huyendo
no sólo de la gran ciudad sino también de las miradas.
Porque le podemos hacer un monumento a nuestra total ausencia de culpa
pero la turba siempre será un basurero de ojos
donde nuestro deseo se confunde irremediablemente.
Queríamos huir, escondernos de los otros
para estar a solas con nosotros mismos.

Desde que abordamos el autobús semivacío
algo nos anunciaba una tarde espléndida.
Era hermoso escuchar a los pájaros carpinteros
Trabajar incesantemente en las ramas de nuestros corazones.
Mis manos no dejaban de sudar y ponías las tuyas
para formar arroyos
que desembocaban en las cubiertas de los asientos.
No nos costó convencernos de la espontaneidad del amor.

Ignoramos en ese momento si teníamos sombras:
digo, un pasado de raíces y ramas.
O éramos dos personas solas y sedientas de una libertad amorosa,
dos huérfanos queriendo hacerle caso a San Agustín.

Nadie volteó a vernos cuando estallaron nuestros labios
ni cuando mi brazo estrechó el tallo de tu cintura.
Pero nunca había destacado tanto el cráter del volcán.
Todo estaba en su lugar, hubo armonía
porque dos lenguas estaban amaneciendo al mundo.

Mi origen es la libertad me dijiste.
El aroma de tu cuello me hizo ver que era cierto.
Libres y libros suenan muy semejante quise decir
pero mi lengua golondrina prefirió recogerse en su nido.

Descendimos del autobús temblando;
de tan enardecido tuve el deseo de besar el suelo
que nos recibió con la abigarrada ofrenda del mediodía.
Nuestras manos se tomaron al margen de nuestra voluntad,
como si siempre hubieran estado unidas,
y no las pudimos separar toda la tarde
aunque sentíamos detrás nuestro
el paso sigiloso de la desconfianza.

Buscamos el amparo de los tulipanes
para que nuestras miradas se dijeran todo lo que debían decirse.
Dios nos había puesto ahí.
No lo podíamos remediar y no nos importaba.
Las yemas de tus dedos me seguían preguntando
por qué huíamos
al lugar donde está el cerro hecho a mano.


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