lunes, 24 de diciembre de 2012

KATHLEEN SHEEDER BONANNO [8919]


Picture of Kathleen


Kathleen Sheeder Bonanno es una poeta americana, profesora y editora colaboradora de The American Poetry Review. 

Las siguientes traducciones son del libro de poemas De un portazo (Slamming Open The Door, 2009) de la poeta norteamericana Kathleen Sheeder Bonanno. El libro es una secuencia caleidoscópica de poemas que gira en torno a la muerte de la hija adoptiva de la poeta. La traducción de este conjunto de poemas la debemos  a nuestro querido amigo Oscar Sarmiento, poeta y profesor chileno radicado en Estados Unidos.

Este libro recibió el premio Beatrice Hawley en el 2008 y fue uno de los libros de poesía más vendidos del 2009 en Estados Unidos.  "Bonanno nació en Reading, Pensilvania, y estudió inglés y luego una maestria en educación en Temple University. Se ha desempeñado por años como profesora de enseñanza media".

Kathleen Sheeder Bonanno, poems from Slamming Open the Door. Copyright 2009 by Kathleen Sheeder Bonanno. Reprinted with the permission of The Permissions Company, Inc. On behalf of Alice James Books, www.alicejamesbooks.org.





El señor muerte

Irrumpió en su abrigo ruso,
de golpe abrió la puerta
con un imperdonable portazo
y desde entonces
aquí ha estado.
Lo cambia todo,
la posición de los muebles,
su mano se cierne
sobre el teléfono.
Él responderá ahora, dice,
él será la respuesta.
Esta noche se sienta a comer
a la cabecera de la mesa
mientras, mudos, comemos;
más tarde, se sube a la cama
entre nosotros.
Incluso aquí sentada
se para detrás mío
enquistando dos manos colosales
sobre mis hombros
y se agacha
y me susurra al oído:
Desde ahora
escribes sobre mí.





Conociéndote a los cuatro años

Ya nos dijiste adiós,
ya lo dijimos:
lo dijiste de nuevo
así que no queda más
que retirarse con dignidad.
Retrocedemos por el estacionamiento
de un solo, largo tirón,
como si una mano gigante
nos hubiera agarrado por detrás.
Levantas un mentoncito sobrio;
todo tu pequeño rostro sobre nosotros
mientras nos marchamos.
El sonido singular
que deberemos arreglar empieza
bajo la inescrutable capota
del viejo Maverick.
Una pequeña bolita
viaja por la rueda de una ruleta
esperando seleccionar un número
No necesito mirar a David.
No necesita mirarme.
Manejamos derecho a casa.
Miramos para adelante.
La bolita zumba:
te queremos, te queremos, te queremos.






Palos y piedras

Para ti, que mataste a mi hija:
Corre. Corre. Escóndete.
Dile a tu madre
que hile la aguja
hecha de hueso.
Ahora es su hora
de coser la mortaja.
Vienen hombres
con palos y piedras
y lanzas afiladas
a realizar lo necesario.







Confesiones

No me compadezcas:
fui demasiado floja
para irme escalera arriba
a arroparla de noche.
Cuando la cepillaba
le tiraba fuerte el pelo,
a propósito.
Y siempre
el filudo,
quejumbroso matiz,
al borde
de mi cuchara
de generosidad.







Poema de cumpleaños

Es el cumpleaños de nuestra hija muerta.
Su nombre era Leidy.
La adoptamos de Chile.
Cuando chica su sobrenombre era
Chinita.
Me siento en una silla del comedor
y lloro con todo
mientras mi cuello se dobla
paulatinamente
hasta que mi frente toca la mesa.
Gente nos espera
en el restaurante favorito de Leidy
y mi esposo dice finalmente:
Kathy, hora de irse
mientras hurga en el bolsillo
por las llaves del auto
y cuando las saca sale
posada en su mano
una chinita viva.







Poema sobre la luz

Puede usted tratar de estrangular la luz:
usar las manos y pensar
que le ha hallado la garganta
pero no, señor.
Puede usar una soga o un garrote
o un cordón de teléfono
pero la luz, amorfa, implacable,
se le subirá a la cabeza.
Puede usted convertir en su misión
clausurarla para siempre,
acuclillarla en la oscuridad,
las persianas bajadas con todo—
aún así, de mañana,
un haz de luz lo dejará al descubierto,
sacando
su dedo optimista
por una esquina de la persiana
y luego más luz
astuta, corajuda, imposible
derramándose por las grietas
entibiando la sombra.
Este es el sol testarudo
eligiendo salir
como lo hizo ayer
como lo hará mañana.
Usted no tiene nada que ver con él.
El sol hace su propia historia:
la luz su camino.








A selection of poems from Kathleen Sheeder Bonanno’s Slamming Open the Door



Death Barged In

In his Russian greatcoat
slamming open the door
with an unpardonable bang,
and he has been here ever since.
He changes everything,
rearranges the furniture,
his hand hovers
by the phone;
he will answer now, he says;
he will be the answer.

Tonight he sits down to dinner
at the head of the table
as we eat, mute;
later, he climbs into bed between us.

Even as I sit here,
he stands behind me
clamping two
colossal hands on my shoulders
and bends down
and whispers to my neck,
From now on,
you write about me.





Sticks and Stones

To you, who killed my daughter—
Run. Run. Hide.
Tell your mother
to thread the needle
made of bone.
It is her time now
to sew the shroud.

The men are coming
with sticks and stones
and whetted spears
to do what needs doing.





The Hair

Bernadette in blue jeans,
and Suzanne in her swishy skirt and boots,
in another time
would have worn veils
and wailed at the wall for her,
or washed her gently
and prayed for her Victorian soul,
or put pennies on her eyes
for the ferryman.

Today they work with what they’ve got—
one healthy hank of hair,
chopped off the back of her head
by the funeral director.

They shampoo it three times
until it smells like honeysuckle,
brush it and tie it and lay
the curling bundles
on the dining room table.

They put one in an abalone box,
one in an amber box,
one in a wooden box,
and one in a locket for me,
to fasten around my neck.





Confessions

Don’t pity me:
I was too lazy to walk
up the stairs
to tuck her in at night.

When I brushed her hair
I pulled hard
on purpose.

And always
the sharp,
plaintive edge
on the rim
of the spoon
of my giving.





The Unitarian Society of Germantown

The church is a big wooden boat,
Dave and I in a corner,
as the rain drops patter
then slash
through the dark outside.

Hold on tight,
says the kindly moon face
of the minister.

But we can smell our own sweat.
We roll our eyes and moan
and grapple for position.

One by one, the others
press their bodies against us,
until finally,
we tire and lean in
to their patient animal breath,
to wait it out together.





Ladybugs

We see them everywhere now.
Last month, a tiny baby one
more orange than red,
purposeful, crawling
on the wall
above my side of the bed.

Inside a domed reception hall
at a fund-raising supper,
in the middle
of our round table
sits a perfect dead one.

We eat our soup
until one of us spots it,
our spoons slowing.

My niece wraps it in a pink tissue,
as if it were a sequin dropped
from the sleeve of God,
and takes it home.

After the trial, a blizzard
of ladybugs on the courthouse steps,
more this week
than Berks County has seen in years.
At first we crunch them underfoot
until, horrified, we look down
and know what we do.

Hundreds of them,
shining orange and black,
the dead and the living together—
the living
on the backs of the dead.







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