lunes, 30 de junio de 2014

GASPAR MELCHOR DE JOVELLANOS [12.107] Poeta de Asturias


Gaspar Melchor de Jovellanos

Gaspar Melchor de Jovellanos, bautizado como Baltasar Melchor Gaspar María de Jove Llanos y Ramírez (Gijón, 5 de enero de 1744 – Puerto de Vega, Navia, 27 de noviembre de 1811), fue un escritor, jurista y político ilustrado español.

Nació en el seno de una familia noble de Gijón, aunque sin fortuna. Tras cursar sus primeros estudios en Gijón, en 1757 marchó a Oviedo para estudiar Filosofía en su universidad. En 1760, bajo la protección del obispo local, parte hacia Ávila para realizar estudios eclesiásticos. En 1761 se gradúa como bachiller en Cánones (Derecho canónico) en la Universidad de Osma (Soria), obteniendo la licenciatura en la Universidad de Ávila en 1763. En 1764 fue becado en el Colegio Mayor de San Ildefonso de la Universidad de Alcalá, para seguir sus estudios eclesiásticos, graduándose de bachiller en Cánones. Allí conoció a Cadalso y a Campomanes.

Después de licenciarse ocupó en 1767 la plaza de magistrado de la Real Audiencia de Sevilla. Allí fue alcalde del crimen y oidor en 1774. En 1775 fue uno de los promotores de la Sociedad Patriótica Sevillana, de la que fue secretario de artes y oficios.

En 1778 consiguió el traslado a la Sala de Alcaldes de Casa y Corte en Madrid, en parte gracias a la influencia del duque de Alba, a quien había tratado en Sevilla. En Madrid entró en la tertulia de Campomanes, a la sazón fiscal del Consejo de Castilla, el cual le encomienda distintos trabajos que le satisfacen especialmente, reconociendo en Jovellanos a un hombre de amplia formación y reconocida solvencia en el terreno económico. En 1780 accede al Consejo de Órdenes Militares. En 1782 formó parte de la comisión que puso en marcha el Banco de San Carlos. Fue miembro de la junta de comercio de la Sociedad Económica Matritense y, desde diciembre de 1784, su director. Redacta diversos estudios sobre la economía de España, entre los que tiene singular valor el Informe sobre la Ley Agraria, en la que aboga por la liberalización del suelo, recogiendo el pensamiento liberal, norma sobre la que el Consejo de Castilla había volcado sus esperanzas para reformar y modernizar el agro peninsular.

Plenamente integrado en la vida cultural madrileña, fue miembro de la Real Academia de la Historia (1779), de la Real Academia de San Fernando (1780) y de la Real Academia Española (1781).

Sin embargo, el inicio de la Revolución francesa paralizó con Carlos IV las ideas ilustradas y apartó de la vida pública a la mayoría de los pensadores más avanzados.

Asturias

Tras la caída de su amigo Francisco de Cabarrús, Jovellanos se vio obligado a marchar de la Corte, desterrado, estableciéndose en su ciudad natal en 1790, donde redactó un Informe sobre espectáculos que le había encargado la Real Academia de la Historia y viaja por Asturias, Cantabria y el País Vasco para conocer la situación de las minas de carbón y las perspectivas de su consumo, realizando sus primeros informes sobre el Valle del Candín en Langreo. Jovellanos ya se había mostrado favorable al aumento de la producción, para lo cual era preciso liberalizar la explotación de mineral. Tras sus viajes mineros presentó nueve informes con los resultados de su comisión y consiguió que se liberalizase parcialmente la explotación de carbón en 1793. Proyectó la idea de una carretera carbonera entre Langreo y Gijón que no llegó a ver.

Entre 1790 y 1791 viajó varias veces a Salamanca para encargarse de la reforma de los Colegios de las Órdenes Militares. Como subdelegado de caminos en Asturias (1792) intentó acelerar la conclusión de las obras de la carretera a Castilla (que había comenzado en 1771), a fin de terminar con el aislamiento de Gijón, pero la falta de fondos imposibilitaría su final.

A iniciativa de Jovellanos se creó en 1794 el Real Instituto Asturiano de Náutica y Mineralogía en Gijón, en el que intentó aplicar las ideas de la Ilustración en la enseñanza.

Últimos años

Tras la alianza con la Francia revolucionaria, Manuel Godoy pretendía realizar ciertas reformas y contar con los más importantes de los ilustrados, por lo que le ofreció a Jovellanos el puesto de embajador en Rusia, que este rechazó. Sin embargo, el 10 de noviembre de 1797 aceptó el puesto de ministro de Gracia y Justicia, desde el que intentó reformar la justicia y disminuir la influencia de la Inquisición, pero tras nueve meses en el gobierno cesó el 16 de agosto de 1798 y volvió a Gijón. Allí proyectó la creación de una academia asturiana, que tendría como función el estudio de la historia y de la lengua asturiana, y elaboró 200 fichas de léxico del asturiano.

En diciembre de 1800, tras la destitución de Mariano Luis de Urquijo como ministro de estado, vuelve Godoy al poder y ordena la detención de Jovellanos el 13 de marzo de 1801 y su destierro a Mallorca, primero al monasterio de la Real Cartuja de Jesús de Nazaret, donde fue bien tratado por los monjes —en el actual municipio de Valldemosa—, y luego a la prisión del castillo de Bellver. Durante los años de prisión empeoran sus problemas físicos y aumenta su religiosidad. Poco a poco, y gracias a que conservaba el sueldo de ministro, compró muebles lujosos y muchos libros, pese a padecer cataratas. Liberado el 6 de abril de 1808, tras el motín de Aranjuez, rechazó formar parte del gobierno de José Bonaparte y representó a Asturias en la Junta Central, gobierno del que realizó su reglamento junto a Martín de Garay. Desde él impulsó la reunión de la Asamblea dirigiendo la comisión de Cortes, pero la entrada de los franceses en Andalucía obligó al gobierno a dejar Sevilla y refugiarse en Cádiz. La propaganda de los aristócratas que se negaban a la reunión de Cortes provocó la caída de la Junta Central y la instauración de una regencia, cuyo reglamento fue redactado de nuevo por Jovellanos y Martín de Garay. Las calumnias vertidas contra los centrales hizo que varios estos abandonasen Cádiz, como ocurrió con Jovellanos, que se embarcó con rumbo a Asturias, pero una tempestad le condujo a Muros el 6 de marzo de 1810. Permaneció en Galicia varios meses y escribió la justificación política de su actuación en la Junta Central, Memoria en defensa de la Junta Central, que se imprimió en La Coruña. Tras la marcha de los franceses de Gijón, el 27 de julio de 1811 dejó Galicia y volvió a Gijón, aunque un contraataque francés hizo que tuviera que marcharse una vez más. Enfermo de pulmonía, murió en Puerto de Vega el 27 de noviembre de 1811.

Obra

Jovellanos cultivó varios géneros literarios (como poesía y teatro) pero sus escritos principales fueron ensayos de economía, política, agricultura, filosofía y costumbres, desde el espíritu reformador del Despotismo ilustrado. Entre ellas destacan el Informe sobre la ley agraria, que escribió en una primera versión en 1784 pero que no envió hasta 1787 a la Sociedad Económica Matritense, que la remitió al Consejo de Castilla y que se publicó en 1795. En ella Jovellanos se muestra partidario de eliminar los obstáculos a la libre iniciativa, que dividía en tres clases: políticos, morales y físicos. Entre ellos estaban los baldíos, la Mesta, la fiscalidad, la falta de conocimientos útiles de los propietarios y labradores, las malas comunicaciones y la falta de regadíos, canales y puertos. Para corregir esta situación Jovellanos propone que los baldíos y montes comunales pasen a la propiedad privada, disolver la Mesta, cercar las fincas, y que los arrendamientos estén basados en el pacto libre entre los colonos y los propietarios, además de la limitación de los mayorazgos y la supresión de la amortización eclesiástica o de la eliminación de las trabas sobre los agricultores, además de la reforma de los impuestos. A esto habría que añadir la reforma de la enseñanza, para hacerla más práctica, dándole más importancia a las materias científicas, y la inversión del Estado en obras públicas. Estas medidas crearían las condiciones para la constitución de un mercado de tierras, un aumento de la producción y la creación de un mercado nacional unificado que posibilitarían que aumentara la población y su nivel de vida, lo que serviría de base para el inicio de la industrialización.

Durante su estancia en Sevilla fue uno de los participantes en la tertulia de Pablo de Olavide, lo que influyó para que comenzara a escribir poesía amorosa y redactó la primera versión de la tragedia El Pelayo (1769) y la comedia El delincuente honrado (1773). Pelayo o La muerte de Munuza es la única tragedia redactada por Jovellanos. Es obra de juventud, compuesta en Sevilla, en 1769, cuando su creador contaba veinticinco años de edad, si bien fue corregida entre 1771 y 1772. La obra fue objeto de una reelaboración que dio lugar a una versión nueva, hecha entre 1782 y 1790. Se debió transmitir en manuscrito. Sólo en 1792 apareció una impresión, y ésta de carácter pirata. Su representación no tuvo lugar hasta 1782, trece años después de ser escrita; en aquel año se estrenó en Gijón. A principios de octubre de 1792 tuvo lugar su estreno en Madrid. La contribución de Jovellanos a la comedia se reduce a una sola obra, y ésta en los límites del género: El delincuente honrado, escrita en Sevilla para la tertulia de Olavide, y estrenada en Madrid veinte años más tarde, en 1767. Se trata de una comedia sentimental, derivación española de la «comédie larmoyante», creada en Francia por Nivelle de la Chausée.

También tradujo el primer libro de El paraíso perdido, de Milton. Fue el impulsor de una serie de mejoras en su ciudad natal, como la carretera Gijón–León, que, aunque no vio terminada, significó el traslado del comercio marítimo asturiano desde el puerto de Avilés al de Gijón. Además, impulsó todo tipo de reformas en el ámbito nacional, siendo un ilustrado clave de la época.






Epístola cuarta de Jovino a Anfriso

                                                                         Credibile est illi numen ineste loco. 
                                                                                                                                             Ovidio

Desde el oculto y venerable asilo, 
do la virtud austera y penitente 
vive ignorada, y del liviano mundo 
huida, en santa soledad se esconde, 
Jovino triste al venturoso Anfriso 
salud en versos flébiles envía. 
Salud le envía a Anfriso, al que inspirado 
de las mantuanas Musas, tal vez suele 
al grave son de su celeste canto 
precipitar del viejo Manzanares 
el curso perezoso, tal süave 
suele ablandar con amorosa lira 
la altiva condición de sus zagalas. 

¡Pluguiera a Dios, oh Anfriso, que el cuitado 
a quien no dio la suerte tal ventura 
pudiese huir del mundo y sus peligros! 
¡Pluguiera a Dios, pues ya con su barquilla 
logró arribar a puerto tan seguro, 
que esconderla supiera en este abrigo, 
a tanta luz y ejemplos enseñado! 
Huyera así la furia tempestuosa 
de los contrarios vientos, los escollos 
y las fieras borrascas, tantas veces 
entre sustos y lágrimas corridas. 
Así también del mundanal tumulto 
lejos, y en estos montes guarecido, 
alguna vez gozara del reposo, 
que hoy desterrado de su pecho vive. 

Mas, ¡ay de aquel que hasta en el santo asilo 
de la virtud arrastra la cadena, 
la pesada cadena con que el mundo 
oprime a sus esclavos! ¡Ay del triste 
en cuyo oído suena con espanto, 
por esta oculta soledad rompiendo, 
de su señor el imperioso grito! 

Busco en estas moradas silenciosas 
el reposo y la paz que aquí se esconden, 
y sólo encuentro la inquietud funesta 
que mis sentidos y razón conturba. 
Busco paz y reposo, pero en vano 
los busco, oh caro Anfriso, que estos dones, 
herencia santa que al partir del mundo 
dejó Bruno en sus hijos vinculada, 
nunca en profano corazón entraron, 
ni a los parciales del placer se dieron. 

Conozco bien que fuera de este asilo 
sólo me guarda el mundo sinrazones, 
vanos deseos, duros desengaños, 
susto y dolor; empero todavía 
a entrar en él no puedo resolverme. 
No puedo resolverme, y despechado, 
sigo el impulso del fatal destino, 
que a muy más dura esclavitud me guía. 
Sigo su fiero impulso, y llevo siempre 
por todas partes los pesados grillos, 
que de la ansiada libertad me privan. 

De afán y angustia el pecho traspasado, 
pido a la muda soledad consuelo 
y con dolientes quejas la importuno. 
Salgo al ameno valle, subo al monte, 
sigo del claro río las corrientes, 
busco la fresca y deleitosa sombra, 
corro por todas partes, y no encuentro 
en parte alguna la quietud perdida. 
¡Ay, Anfriso, qué escenas a mis ojos, 
cansados de llorar, presenta el cielo! 
Rodeado de frondosos y altos montes 
se extiende un valle, que de mil delicias 
con sabia mano ornó Naturaleza. 

Pártele en dos mitades, despeñado 
de las vecinas rocas, el Lozoya, 
por su pesca famoso y dulces aguas. 
Del claro río sobre el verde margen 
crecen frondosos álamos, que al cielo 
ya erguidos alzan las plateadas copas 
o ya sobre las aguas encorvados, 
en mil figuras miran con asombro 
su forma en los cristales retratada. 

De la siniestra orilla un bosque ombrío 
hasta la falda del vecino monte 
se extiende, tan ameno y delicioso, 
que le hubiera juzgado el gentilismo 
morada de algún dios, o a los misterios 
de las silvanas dríadas guardado. 
Aquí encamino mis inciertos pasos 
y en su recinto ombrío y silencioso, 
mansión la más conforme para un triste, 
entro a pensar en mi crüel destino. 
La grata soledad, la dulce sombra, 
el aire blando y el silencio mudo 
mi desventura y mi dolor adulan. 

No alcanza aquí del padre de las luces 
el rayo acechador, ni su reflejo 
viene a cubrir de confusión el rostro 
de un infeliz en su dolor sumido. 
El canto de las aves no interrumpe 
aquí tampoco la quietud de un triste, 
pues sólo de la viuda tortolilla 
se oye tal vez el lastimero arrullo, 
tal vez el melancólico trinado 
de la angustiada y dulce Filomena. 

Con blando impulso el céfiro suave, 
las copas de los árboles moviendo, 
recrea el alma con el manso ruido; 
mientras al dulce soplo desprendidas 
las agostadas hojas, revolando, 
bajan en lentos círculos al suelo; 
cúbrenle en torno, y la frondosa pompa 
que al árbol adornara en primavera, 
yace marchita, y muestra los rigores 
del abrasado estío y seco otoño. 

¡Así también de juventud lozana 
pasan, oh Anfriso, las livianas dichas! 
Un soplo de inconstancia, de fastidio 
o de capricho femenil las tala 
y lleva por el aire, cual las hojas 
de los frondosos árboles caídas. 
Ciegos empero y tras su vana sombra 
de contino exhalados, en pos de ellas 
corremos hasta hallar el precipicio, 
do nuestro error y su ilusión nos guían. 

Volamos en pos de ellas, como suele 
volar a la dulzura del reclamo 
incauto el pajarillo. Entre las hojas 
el preparado visco le detiene; 
lucha cautivo por huir y en vano 
porque un traidor, que en asechanza atisba, 
con mano infiel la libertad le roba 
y a muerte le condena, o cárcel dura. 

¡Ah, dichoso el mortal de cuyos ojos 
un pronto desengaño corrió el velo 
de la ciega ilusión! ¡Una y mil veces 
dichoso el solitario penitente, 
que, triunfando del mundo y de sí mismo, 
vive en la soledad libre y contento! 
Unido a Dios por medio de la santa 
contemplación, le goza ya en la tierra, 
y retirado en su tranquilo albergue, 
observa reflexivo los milagros 
de la naturaleza, sin que nunca 
turben el susto ni el dolor su pecho. 

Regálanle las aves con su canto 
mientras la aurora sale refulgente 
a cubrir de alegría y luz el mundo. 
Nácele siempre el sol claro y brillante, 
y nunca a él levanta conturbados 
sus ojos, ora en el oriente raye, 
ora del cielo a la mitad subiendo 
en pompa guíe el reluciente carro, 
ora con tibia luz, más perezoso, 
su faz esconda en los vecinos montes. 

Cuando en las claras noches cuidadoso 
vuelve desde los santos ejercicios, 
la plateada luna en lo más alto 
del cielo mueve la luciente rueda 
con augusto silencio; y recreando 
con blando resplandor su humilde vista, 
eleva su razón, y la dispone 
a contemplar la alteza y la inefable 
gloria del Padre y Criador del mundo. 

Libre de los cuidados enojosos, 
que en los palacios y dorados techos 
nos turban de contino, y entregado 
a la inefable y justa Providencia, 
si al breve sueño alguna pausa pide 
de sus santas tareas, obediente 
viene a cerrar sus párpados el sueño 
con mano amiga, y de su lado ahuyenta 
el susto y las fantasmas de la noche. 

¡Oh suerte venturosa, a los amigos 
de la virtud guardada! ¡Oh dicha, nunca 
de los tristes mundanos conocida! 
¡Oh monte impenetrable! ¡Oh bosque ombrío! 
¡Oh valle deleitoso! ¡Oh solitaria 
taciturna mansión! ¡Oh quién, del alto 
y proceloso mar del mundo huyendo 
a vuestra eterna calma, aquí seguro 
vivir pudiera siempre, y escondido! 

Tales cosas revuelvo en mi memoria, 
en esta triste soledad sumido. 
Llega en tanto la noche y con su manto 
cobija el ancho mundo. Vuelvo entonces 
a los medrosos claustros. De una escasa 
luz el distante y pálido reflejo 
guía por ellos mis inciertos pasos; 
y en medio del horror y del silencio, 
¡oh fuerza del ejemplo portentosa!, 
mi corazón palpita, en mi cabeza 
se erizan los cabellos, se estremecen 
mis carnes y discurre por mis nervios 
un súbito rigor que los embarga. 

Parece que oigo que del centro oscuro 
sale una voz tremenda, que rompiendo 
el eterno silencio, así me dice: 
«Huye de aquí, profano, tú que llevas 
de ideas mundanales lleno el pecho, 
huye de esta morada, do se albergan 
con la virtud humilde y silenciosa 
sus escogidos; huye y no profanes 
con tu planta sacrílega este asilo.» 

De aviso tal al golpe confundido, 
con paso vacilante voy cruzando 
los pavorosos tránsitos, y llego 
por fin a mi morada, donde ni hallo 
el ansiado reposo, ni recobran 
la suspirada calma mis sentidos. 

Lleno de congojosos pensamientos 
paso la triste y perezosa noche 
en molesta vigilia, sin que llegue 
a mis ojos el sueño, ni interrumpan 
sus regalados bálsamos mi pena. 
Vuelve por fin con la risueña aurora 
la luz aborrecida, y en pos de ella 
el claro día a publicar mi llanto 
dar nueva materia al dolor mío.






Sátira primera a Arnesto 

                                                                    Quis tam patiens ut teneat se? 
                                                                                                                        Juvenal 

Déjame, Arnesto, déjame que llore 
los fieros males de mi patria, deja 
que su ruïna y perdición lamente; 
y si no quieres que en el centro obscuro 
de esta prisión la pena me consuma, 
déjame al menos que levante el grito 
contra el desorden; deja que a la tinta 
mezclando hiel y acíbar, siga indócil 
mi pluma el vuelo del bufón de Aquino. 

¡Oh cuánto rostro veo a mi censura 
de palidez y de rubor cubierto! 
Ánimo, amigos, nadie tema, nadie, 
su punzante aguijón, que yo persigo 
en mi sátira al vicio, no al vicioso. 
¿Y qué querrá decir que en algún verso, 
encrespada la bilis, tire un rasgo 
que el vulgo crea que señala a Alcinda, 
la que olvidando su orgullosa suerte, 
baja vestida al Prado, cual pudiera 
una maja, con trueno y rascamoño 
alta la ropa, erguida la caramba, 
cubierta de un cendal más transparente 
que su intención, a ojeadas y meneos 
la turba de los tontos concitando? 
¿Podrá sentir que un dedo malicioso, 
apuntando este verso, la señale? 

Ya la notoriedad es el más noble 
atributo del vicio, y nuestras Julias, 
más que ser malas, quieren parecerlo. 
Hubo un tiempo en que andaba la modestia 
dorando los delitos; hubo un tiempo 
en que el recato tímido cubría 
la fealdad del vicio; pero huyóse 
el pudor a vivir en las cabañas. 
Con él huyeron los dichosos días, 
que ya no volverán; huyó aquel siglo 
en que aun las necias burlas de un marido 
las Bascuñanas crédulas tragaban; 
mas hoy Alcinda desayuna al suyo 
con ruedas de molino; triunfa, gasta, 
pasa saltando las eternas noches 
del crudo enero, y cuando el sol tardío 
rompe el oriente, admírala golpeando, 
cual si fuese una extraña, al propio quicio. 

Entra barriendo con la undosa falda 
la alfombra; aquí y allí cintas y plumas 
del enorme tocado siembra, y sigue 
con débil paso soñolienta y mustia, 
yendo aún Fabio de su mano asido, 
hasta la alcoba, donde a pierna suelta 
ronca el cornudo y sueña que es dichoso. 
Ni el sudor frío, ni el hedor, ni el rancio 
eructo le perturban. A su hora 
despierta el necio; silencioso deja 
la profanada holanda, y guarda atento 
a su asesina el sueño mal seguro. 
¡Cuántas, oh Alcinda, a la coyunda uncidas 
tu suerte envidian! ¡Cuántas de Himeneo 
buscan el yugo por lograr tu suerte, 
y sin que invoquen la razón, ni pese 
su corazón los méritos del novio, 
el sí pronuncian y la mano alargan 
al primero que llega! ¡Qué de males 
esta maldita ceguedad no aborta! 

Veo apagadas las nupciales teas 
por la discordia con infame soplo 
al pie del mismo altar, y en el tumulto, 
brindis y vivas de la tornaboda, 
una indiscreta lágrima predice 
guerras y oprobrios a los mal unidos. 
Veo por mano temeraria roto 
el velo conyugal, y que corriendo 
con la impudente frente levantada, 
va el adulterio de una casa en otra. 
Zumba, festeja, ríe, y descarado 
canta sus triunfos, que tal vez celebra 
un necio esposo, y tal del hombre honrado 
hieren con dardo penetrante el pecho, 
su vida abrevian, y en la negra tumba 
su error, su afrenta y su despecho esconden. 

¡Oh viles almas! ¡Oh virtud! ¡Oh leyes! 
¡Oh pundonor mortífero! ¿Qué causa 
te hizo fiar a guardas tan infieles 
tan preciado tesoro? ¿Quién, oh Temis, 
tu brazo sobornó? Le mueves cruda 
contra las tristes víctimas que arrastra 
la desnudez o el desamparo al vicio; 
contra la débil huérfana, del hambre 
y del oro acosada, o al halago, 
la seducción y el tierno amor rendida; 
la expilas, la deshonras, la condenas 
a incierta y dura reclusión. ¡Y en tanto 
ves indolente en los dorados techos 
cobijado el desorden, o le sufres 
salir en triunfo por las anchas plazas, 
la virtud y el honor escarneciendo! 

¡Oh infamia! ¡Oh siglo! ¡Oh corrupción! Matronas 
castellanas, ¿quién pudo vuestro claro 
pundonor eclipsar? ¿Quién de Lucrecias 
en Lais os volvió? ¿Ni el proceloso 
océano, ni, lleno de peligros, 
el Lilibeo, ni las arduas cumbres 
de Pirene pudieron guareceros 
de contagio fatal? Zarpa, preñada 
de oro, la nao gaditana, aporta 
a las orillas gálicas, y vuelve 
llena de objetos fútiles y vanos; 
y entre los signos de extranjera pompa 
ponzoña esconde y corrupción, compradas 
con el sudor de las iberas frentes. 

Y tú, mísera España, tú la esperas 
sobre la playa, y con afán recoges 
la pestilente carga y la repartes 
alegre entre tus hijos. Viles plumas, 
gasas y cintas, flores y penachos, 
te trae en cambio de la sangre tuya, 
de tu sangre ¡oh baldón!, y acaso, acaso 
de tu virtud y honestidad. Repara 
cuál la liviana juventud los busca. 
Mira cuál va con ellos engreída 
la imprudente doncella; su cabeza, 
cual nave real en triunfo empavesada, 
vana presenta del favonio al soplo 
la mies de plumas y de agrones, y anda 
loca, buscando en la lisonja el premio 
de su indiscreto afán. ¡Ay triste, guarte, 
guarte, que está cercano el precipicio! 

El astuto amador ya en asechanza 
te atisba y sigue con lascivos ojos; 
la educación y la caricia el lazo 
te van a armar, do caerás incauta, 
en él tu oprobrio y perdición hallando. 
¡Ay, cuánto, cuánto de amargura y lloro 
te costarán tus galas! ¡Cuán tardío 
será y estéril tu arrepentimiento! 
Ya ni el rico Brasil, ni las cavernas 
del nunca exhausto Potosí nos bastan 
a saciar el hidrópico deseo, 
la ansiosa sed de vanidad y pompa. 
Todo lo agotan: cuesta un sombrerillo 
lo que antes un estado, y se consume 
en un festín la dote de una infanta. 
Todo lo tragan; la riqueza unida 
va a la indigencia; pide y pordiosea 
el noble, engaña, empeña, malbarata, 
quiebra y perece, y el logrero goza 
los pingües patrimonios, premio un día 
del generoso afán de altos abuelos. 

¡Oh ultraje! ¡Oh mengua! Todo se trafica: 
parentesco, amistad, favor, influjo, 
y hasta el honor, depósito sagrado, 
o se vende o se compra. Y tú, Belleza, 
don el más grato que dio al hombre el cielo, 
no eres ya premio del valor, ni paga 
del peregrino ingenio; la florida 
juventud, la ternura, el rendimiento 
del constante amador ya no te alcanzan. 
Ya ni te das al corazón, ni sabes 
de él recibir adoración y ofrendas. 
Ríndeste al oro. La vejez hedionda, 
la sucia palidez, la faz adusta, 
fiera y terrible, con igual derecho 
vienen sin susto a negociar contigo. 
Daste al barato, y tu rosada frente, 
tus suaves besos y sus dulces brazos, 
corona un tiempo del amor más puro, 
son ya una vil y torpe mercancía.







Sátira segunda a Arnesto 

                                           Perit omnis in illo nobilitas, cujus laus est in origine sola. 
                                                                                                                                                                 Lucano

¿De qué sirve 
la clase ilustre, una alta descendencia, 
sin la virtud? 
¿Ves, Arnesto, aquel majo en siete varas 
de pardomonte envuelto, con patillas 
de tres pulgadas afeado el rostro, 
magro, pálido y sucio, que al arrimo 
de la esquina de enfrente nos acecha 
con aire sesgo y baladí? Pues ése, 
ése es un nono nieto del Rey Chico. 

Si el breve chupetín, las anchas bragas 
y el albornoz, no sin primor terciado, 
no te lo han dicho; si los mil botones, 
de filigrana berberisca que andan 
por los confines del jubón perdidos 
no lo gritan, la faja, el guadijeño, 
el arpa, la bandurria y la guitarra 
lo cantarán. No hay duda: el tiempo mismo 
lo testifica. Atiende a sus blasones: 
sobre el portón de su palacio ostenta, 
grabado en berroqueña, un ancho escudo 
de medias lunas y turbantes lleno. 

Nácenle al pie las bombas y las balas 
entre tambores, chuzos y banderas, 
como en sombrío matorral los hongos. 
El águila imperial con dos cabezas 
se ve picando del morrión las plumas 
allá en la cima, y de uno y otro lado, 
a pesar de las puntas asomantes, 
grifo y león rampantes le sostienen. 
Ve aquí sus timbres, pero sigue, sube, 
entra y verás colgado en la antesala 
el árbol gentilicio, ahumado y roto 
en partes mil; empero de sus ramas, 
cual suele el fruto en la pomposa higuera, 
sombreros penden, mitras y bastones. 

En procesión aquí y allí caminan 
en sendos cuadros los ilustres deudos, 
por hábil brocha al vivo retratados. 
¡Qué gregüescos! ¡Qué caras! ¡Qué bigotes! 
El polvo y telarañas son los gajes 
de su vejez. ¿Qué más? Hasta los duros 
sillones moscovitas y el chinesco 
escritorio, con ámbar perfumado, 
en otro tiempo de marfil y nácar 
sobre ébano embutido, y hoy deshecho, 
la ancianidad de su solar pregonan. 
Tal es, tan rancia y tan sin par su alcurnia, 
que aunque embozado y en castaña el pelo, 
nada les debe a Ponces ni Guzmanes. 

No los aprecia, tiénese en más que ellos, 
y vive así. Sus dedos y sus labios 
del humo del cigarro encallecidos, 
índe son de su crianza. Nunca 
pasó del B-A ba. Nunca sus viajes 
más allá de Getafe se extendieron. 
Fue antaño allá por ver unos novillos 
junto con Pacotrigo y la Caramba. 
Por señas, que volvió ya con estrellas, 
beodo por demás, y durmió al raso. 
Examínale. ¡Oh idiota!, nada sabe. 
Trópicos, era, geografía, historia 
son para el pobre exóticos vocablos. 

Dile que dende el hondo Pirineo 
corre espumoso el Betis a sumirse 
de Ontígola en el mar, o que cargadas 
de almendra y gomas las inglesas quillas 
surgen en Puerto Lápichi, y se levan 
llenas de estaño y de abadejo. ¡Oh!, todo, 
todo lo creerá, por más que añadas 
que fue en las Navas Witiza el santo 
deshecho por los celtas, o que invicto 
triunfó en Aljubarrota Mauregato. 

¡Qué mucho, Arnesto, si del padre Astete 
ni aun leyó el catecismo! Mas no creas 
su memoria vacía. Oye, y diráte 
de Cándido y Marchante la progenie; 
quién de Romero o Costillares saca 
la muleta mejor, y quién más limpio 
hiere en la cruz al bruto jarameño. 
Haráte de Guerrero y la Catuja 
larga memoria, y de la malograda, 
de la divina Lavenant, que ahora 
anda en campos de luz paciendo estrellas, 
la sal, el garabato, el aire, el chiste, 
la fama y los ilustres contratiempos 
recordará con lágrimas. Prosigue, 
si esto no basta, y te dirá qué año, 
qué ingenio, qué ocasión dio a los chorizos 
eterno nombre, y cuántas cuchilladas, 
dadas de día en día, tan pujantes 
sobre el triste polaco los mantiene. 

Ve aquí su ocupación; ésta es su ciencia. 
No la debió ni al dómine, ni al tanto 
de su ayo mosén Marc, sólo ajustado 
para irle en pos cuando era señorito. 
Debiósela a cocheros y lacayos, 
dueñas, fregonas, truhanes y otros bichos 
de su niñez perennes compañeros; 
mas sobre todo a Pericuelo el paje, 
mozo avieso, chorizo y pepillista 
hasta morir, cuando le andaba en torno. 
De él aprendió la jota, la guaracha, 
el bolero, y en fin, música y baile. 
Fuele también maestro algunos meses 
el sota Andrés, chispero de la Huerta 
con quien, por orden de su padre, entonces 
pasar solía tardes y mañanas 
jugando entre las mulas. Ni dejaste 
de darle tú santísimas lecciones, 
oh Paquita, después de aquel trabajo 
de que el Refugio te sacó, y su madre 
te ajustó por doncella. ¡Tanto puede 
la gratitud en generosos pechos! 
De ti aprendió a reírse de sus padres, 
y a hacer al pedagogo la mamola, 
a pellizcar, a andar al escondite, 
tratar con cirujanos y con viejas, 
beber, mentir, trampear, y en dos palabras, 
de ti aprendió a ser hombre... y de provecho. 

Si algo más sabe, débelo a la buena 
de doña Ana, patrón de zurcidoras, 
piadosa como Enone, y más chuchera 
que la embaidora Celestina. ¡Oh cuánto 
de ella alcanzó! Del Rastro a Maravillas, 
del alto de San Blas a las Bellocas, 
no hay barrio, calle, casa ni zahúrda 
a su padrón negado. ¡Cuántos nombres 
y cuáles vido en su librete escritos! 
Allí leyó el de Cándida, la invicta, 
que nunca se rindió, la que una noche 
venció de once cadetes los ataques, 
uno en pos de otro, en singular batalla. 

Allí el de aquella siete veces virgen, 
más que por esto, insigne por sus robos, 
pues que en un mes empobreció al indiano, 
y chupó a un escocés tres mil guineas, 
veinte acciones de banco y un navío. 
Allí aprendió a temer el de Belica 
la venenosa, en cuyos dulces brazos 
más de un galán dio el último suspiro; 
y allí también en torpe mescolanza 
vio de mil bellas las ilustres cifras, 
nobles, plebeyas, majas y señoras, 
a las que vio nacer el Pirineo, 
des Junquera hasta do muere el Miño, 
y a las que el Ebro y Turia dieron fama 
y el Darro y Betis todos sus encantos; 
a las de rancio y perdurable nombre, 
ilustradas con turca y sombrerillo, 
simón y paje, en cuyo abono sudan 
bandas, veneras, gorras y bastones 
y aun (chito, Arnesto) cuellos y cerquillos; 
y en fin, a aquellas que en nocturnas zambras, 
al son del cuerno congregadas, dieron 
fama a la Unión que de una imbécil Temis 
toleró el celo y castigó la envidia. 

¡Ah, cuánto allí la cifra de tu nombre 
brillaba, escrita en caracteres de oro, 
oh Cloe! solo deslumbrar pudiera 
a nuestro jaque, apenas de las uñas 
de su doncella libre. No adornaban 
tu casa entonces, como hogaño, ricas 
telas de Italia o de Cantón, ni lustros 
venidos del Adriático, ni alfombras, 
sofá, otomana o muebles peregrinos. 
Ni la alegraban, de Bolonia al uso, 
la simia, il pappagallo e la spinetta. 
La salserilla, el sahumador, la esponja, 
cinco sillas de enea, un pobre anafe, 
un bufete, un velón y dos cortinas 
eran todo tu ajuar, y hasta la cama, 
do alzó después tu trono la fortuna, 
¡quién lo diría!, entonces era humilde. 

Púsote en zancos el hidalgo y diote 
a dos por tres la escandalosa buena 
que treinta años de afanes y de ayuno 
costó a su padre. ¡Oh, cuánto tus jubones, 
de perlas y oro recamados, cuánto 
tus francachelas y tripudios dieron 
en la cazuela, el Prado y los tendidos 
de escándalo y envidia! Como el humo 
todo pasó: duró lo que la hijuela. 
¡Pobre galán! ¡Qué paga tan mezquina 
se dio a tu amor! ¡Cuán presto le feriaron 
al último doblón el postrer beso! 
Viérasle, Arnesto, desolado, vieras 
cuál iba humilde a mendigar la gracia 
de su perjura, y cuál correspondía 
la infiel con carcajadas a su lloro. 

No hay medio; le plantó; quedó por puertas... 
¿Qué hará? ¿Su alivio buscará en el juego? 
¡Bravo! Allí olvida su pesar. Prestóle 
un amigo... ¡Qué amigo! Ya otra nueva 
esperanza le anima. ¡Ah! salió vana... 
Marró la cuarta sota. Adiós, bolsillo... 
Toma un censo... Adelante; mas perdióle 
al primer trascartón, y quedó asperges. 
No hay ya amor ni amistad. En tan gran cuita 
se halla ¡oh Zulem Zegrí! tu nono nieto. 
¿Será más digno, Arnesto, de tu gracia 
un alfeñique perfumado y lindo, 
de noble traje y ruines pensamientos? 
Admiran su solar el alto Auseva, 
Limia, Pamplona o la feroz Cantabria, 
mas se educó en Sorez. París y Roma 
nueva fe le infundieron, vicios nuevos 
le inocularon; cátale perdido, 
no es ya el mismo. ¡Oh, cuál otro el Bidasoa 
tornó a pasar! ¡Cuál habla por los codos! 
¿Quién calará su atroz galimatías? 
Ni Du Marsais ni Aldrete le entendieran. 

Mira cuál corre, en polisón vestido, 
por las mañanas de un burdel en otro, 
y entre alcahuetas y rufianes bulle. 
No importa: viaja incógnito, con palo, 
sin insignias y en frac. Nadie le mira. 
Vuelve, se adoba, sale y huele a almizcle 
desde una milla... ¡Oh, cómo el sol chispea 
en el charol del coche ultramarino! 
¡Cuál brillan los tirantes carmesíes 
sobre la negra crin de los frisones!... 
Visita, come en noble compañía; 
al Prado, a la luneta, a la tertulia 
y al garito después. ¡Qué linda vida, 
digna de un noble! ¿Quieres su compendio? 

Puteó, jugó, perdió salud y bienes, 
y sin tocar a los cuarenta abriles 
la mano del placer le hundió en la huesa. 
¡Cuántos, Arnesto, así! Si alguno escapa, 
la vejez se anticipa, le sorprende, 
y en cínica e infame soltería, 
solo, aburrido y lleno de amarguras, 
la muerte invoca, sorda a su plegaria. 
Si antes al ara de Himeneo acoge 
su delincuente corazón, y el resto 
de sus amargos días le consagra, 
¡triste de aquella que a su yugo uncida 
víctima cae! Los primeros meses 
la lleva en triunfo acá y allá, la mima, 
la galantea... Palco, galas, dijes, 
coche a la inglesa... ¡Míseros recursos! 
El buen tiempo pasó. Del vicio infame 
corre en sus venas la cruel ponzoña. 

Tímido, exhausto, sin vigor... ¡Oh rabia! 
El tálamo es su potro... 
Mira, Arnesto, 
cuál desde Gades a Brigancia el vicio 
ha inficionado el germen de la vida, 
y cuál su virulencia va enervando 
la actual generación. ¡Apenas de hombres 
la forma existe...! ¡Adónde está el forzudo 
brazo de Villandrando? ¿Dó de Argüello 
o de Paredes los robustos hombros? 
El pesado morrión, la penachuda 
y alta cimera, ¿acaso se forjaron 
para cráneos raquíticos? ¿Quién puede 
sobre la cuera y la enmallada cota 
vestir ya el duro y centellante peto? 
¿Quién enristrar la ponderosa lanza? 
¿Quién?... Vuelve ¡oh fiero berberisco, vuelve, 
y otra vez corre desde Calpe al Deva, 
que ya Pelayos no hallarás, ni Alfonsos 
que te resistan; débiles pigmeos 
te esperan. De tu corva cimitarra 
al solo amago caerán rendidos... 

¿Y es éste un noble, Arnesto? ¿Aquí se cifran 
los timbres y blasones? ¿De qué sirve 
la clase ilustre, una alta descendencia, 
sin la virtud? Los nombres venerandos 
de Laras Tellos, Haros y Girones, 
¿qué se hicieron? ¿Qué genio ha deslucido 
la fama de sus triunfos? ¿Son sus nietos 
a quienes fía su defensa el trono? 
¿Es ésta la nobleza de Castilla? 
¿Es éste el brazo, un día tan temido, 
en quien libraba el castellano pueblo 
su libertad? ¡Oh vilipendio! ¡Oh siglo! 
Faltó el apoyo de las leyes. Todo 
se precipita; el más humilde cieno 
fermenta, y brota espíritus altivos, 
que hasta los tronos del Olimpo se alzan. 
¿Qué importa? Venga denodada, venga 
la humilde plebe en irrupción y usurpe 
lustre, nobleza, títulos y honores. 
Sea todo infame behetría: no haya 
clases ni estados. Si la virtud sola 
les puede ser antemural y escudo, 
todo sin ella acabe y se confunda.








Soneto a Clori

Sentir de una pasión viva ardiente 
todo el afán, zozobra y agonía; 
vivir sin premio un día y otro día; 
dudar, sufrir, llorar eternamente; 

amar a quien no ama, a quien no siente, 
a quien no corresponde ni desvía; 
persuadir a quien cree y desconfía; 
rogar a quien otorga y se arrepiente; 

luchar contra un poder justo y terrible; 
temer más la desgracia que la muerte; 
morir, en fin, de angustia y de tormento, 

víctima de un amor irresistible: 
ésta es mi situación, ésta es mi suerte. 
¿Y tú quieres, crüel, que esté contento?





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