lunes, 23 de junio de 2014

CARLOS ACUÑA NUÑEZ [12.009]


Carlos Acuña Núñez 

(Cauquenes, CHILE   1886-1963)
Nace en Cauquenes, VII Región, Carlos Acuña Núñez, a quien la poetisa y Premio Nobel de Literatura en 1945, Gabriela Mistral consagró como el más genuino voceador y representante de la literatura criolla. Autor de la colección de cuentos y novelas cortas "Capachito".




Vendimia

Florcita que se moría,
¡cuánto la quería yo!
En la vendimia olorosa
juntos íbamos los dos
y su mirada era dulce
como la uva del parrón.

Bajo las hojas, sus dedos,
del racimo en el negror,
eran tan blancos, tan blancos
si como el pan de Dios,
y, si rozaban los míos,
¡cómo temblaban, Señor!

Y cuando se reverdezcan
y ría otra vez el sol
bajo las hojas, ¿qué dedos
cogerás, vendimiador,
si hoy vendimia su manita
en la viña del Señor?




A flor de tierra
Autor: Carlos Acuña
1913

CRÍTICA APARECIDA EN LA UNIÓN EL DÍA 1913-09-01. AUTOR: ALBERTO MAURET CAAMAÑO
Publicamos algunos fragmentos del prólogo que preceda a las poesías líricas del libro que con el título que encabeza estas líneas ha publicado recientemente el joven escritor don Carlos Acuña Núñez.

El volumen trae, además, una sección de cuentos, en su mayoría criollo.



Prefacio

Precisamente, en la época del pomposo reinado del solo, en que la vida irrumpe en explosiones de color y de alegría, me leí, a la sombra de coposo árbol, estos versos “A flor de tierra”…silvestres y olorosos como la floración espontánea de los cerros.

En los versos de Acuña, sanos de cuerpo y alma, si se me permite la expresión, quiero decir, sin los exotismos y preciosidades de las literaturas a la moda y sin esas enfermizas reminiscencias de la compleja filosofía moderna, hay algo de la virilidad de nuestra raza, algo de los oxigenados soplos de la abrupta montaña; la malla de estas rimas, sin pedrerías ni hilos d oro, es desaliñada, a veces tosca, pero siempre con el gracioso desenfado de la clásica sencillez. Gautier, José Asunción Silva, Darío y otros, han pasado a ras de su espíritu, sin turbar sus cristalinas linfas; el lago tranquilo de su alma ha copiado el halo romántico de la luna, el sangriento fulgor de los copihues y la nudosa musculatura de nuestros aborígenes.

A veces, a su agreste laúd sube la humedad de las lágrimas y el vaho salobre de una pena; pero el sol, padre de la buena vida, evapora las lágrimas y la pena se disipa entre el rasgueo de la guitarra y el picante aroma del mosto…



“Júntate a mí; tengo frío…
¿Ves? Hay sol en la ventana…
Es que el frío que yo siento
es de las penas, es del alma.

Acércame el vino viejo
que pone joven la cara,
que presta brillo a los ojos
y adormece las nostalgias…
Bebe tú, primero; deja
la dulce huella dorada
de tus labios, en el borde
de la copa que me escancias…
Así…qué bueno es el vino,
cuando una fresca muchacha
pone su joven perfume
en el líquido que abrasa…”



Acuña ha escrito versos solicitado por una honda necesidad de vivir diáfano y puro; por la misma necesidad que sentimos, en el febril rodaje humano, de echarnos sobre el verde césped, mirar encenderse el lucero del crepúsculo y subir al cielo, como rústicas plegarias, el humo de la choza en pos azules…

Leyendo “A flor de tierra…”, no forja la ilusión de un viaje selva adentro, bajo la gloria del sol, oyendo a las líricas chicharras; aspirando a pleno pulmón el oxígeno de las cumbres…

Acuña es, en veces, un feliz pintor de escenas campesinas. Sus tipos, pendencieros y enamoradizos, son de hombría de bien, a la romántica usanza española; tan presto largan la copla dulzona como la puñalada…El poema que sigue es una visión vigorosa y audaz de la vida rústica, todo un cuadro aprisionado en el marco severo del soneto “El Poncho”:



“Lo tejieron las manos de mi chiquilla,
la misma que me tiene muerto de amores,
y, al sol, como una orada llena de flores,
cuando me lo echo al hombro, su trama brilla.

Cuando monte el mulato para la brilla,
el viento arremolina sus mil colores,
y, amarrado en el brazo, ni los mejores
me han probado la sangre con la cuchilla.

El me sirve de almohada en las noches duras,
cuando se duerme al raso en la cordillera
bajo el toldo sereno de las alturas.

Y cuando así lo pongo, yo me dijera
que mi poncho, al oído, tenue murmura:
“¡Piensa en la dulce niña que me tejiera!”




Este ingenio madrigal tiene el valor de las flores que se columpian en la pared de un precipicio y que la temeraria mano del enamorado, con riesgo de la vida, arranca para los cabellos sombríos de la novia desdeñosa:



“Perfumada del polen de las flores
errante del panal, llegó una abeja
y comenzó a aletear junto a mi rostro
con porfiada insistencia.
¿Qué buscara? –me dije. ¿qué dulzura
podrá ofrecerle mi eternal tristeza;
qué la amargura de cruzar la vida
arrastrando el grillete de las penas?
Me olvidaba de ti; de que aún tenía
de esa tu boca perfumada y fresca
el sabor de los besos, de los últimos…
¡Y comprendí a la abeja!”



En medio de la encantadora bonhomía de estos versos, hay una queja amarga que no alcanza a ser blasfemia, algo como el fermento de flores moribundas:



“La mano seca…
Tantas veces la estrecharon,
desnudos de fe sincera,
los amigos desleales
que hoy está la mano seca…

Mano que el manchego hidalgo
que mantearon en las ventas,
hubiera creído suya
al estrecharla en la diestra…

Y que en la vida secaron
deslealtades y vilezas:
¡pobre mano que ya nunca
hallará su hermana ingenua!”




Ah! Pero el poeta olvidó escribir que, junto con secar la mano el hielo de la ingratitud, van floreciendo en el corazón inefables ansias de infinito, donde no llega jamás el hálito acre de los hombres…

He aquí, en síntesis, mi opinión: sobre “A flor de tierra”, abrigo la confianza de que muchos lectores opinarán, al respecto, como yo.

Acuña, cuanto a poeta, es original; siente y observa por cuenta propia; los ripios importados no han ahogado las corolas de su vigorosa fronda lírica. Va por ruta no trillada; por donde echará a andar, “pastoreando sus ensueños”, el futuro cantor de nuestra raza.



Vaso de arcilla
Autor: Carlos Acuña
Santiago de Chile: Zig-Zag, 1917

CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1917-11-26. AUTOR: OMER EMETH
¿Quién es, en cuanto poeta, Carlos Acuña? ¿Qué nombre lleva el “partido poético” cuyos registros ha firmado al publicar “Vaso de arcilla”? ¿Qué musa o musas le inspiran?

Estas preguntas vienen contestadas, más o menos exactamente, por autorizados amigos del señor Acuña, en el prefacio y en las “salutaciones líricas” que encabezan el presente libro.

“Yo conozco a Carlos Acuña”, dice allí el señor Eduardo Barrios, “es el primer intelectual de una antigua familia de hidalgos campesinos. Las herencias han superpuesto en él principalmente el amor de la tierra. Hoy, su espíritu moderno con poco se hastía de la vida ciudadana, […]: este es Carlos Acuña”.

¡Muy bien! la teorías de las herencias superpuestas (según la cual cada uno de nosotros es una especie de “gateau feuilleté” o pila de hojaldres que viene formándose desde los lejanos tiempos de Adán), esta teoría, digo, es, si no verdadera, al menos cómoda y “ben trovata”. Merced a ella, puede el crítico prever que los versos del señor Acuña, descendiente de tantos campesinos, y “primer intelectual” de una familia agrícola; se inspirarán en el amor a la tierra: serán en algún grado “geórgicos” y quizás “bucólicos” como los de Virgilio.

Así sucede, en efecto. Si hemos de creer las “salutaciones líricas” de los señores Daniel de la Vega, Jorge Hübner Bezanilla y Ángel Cruchaga Santa María, todo en “Vaso de arcilla” pertenece al campo.

Según el primero de los citados poetas, en este “Vaso de arcilla”, “descuidado y sincero”:



“destila el agua clara del último aguacero,
y esconden sus latidos
y sus versos sentidos
las tragedias agrestes,
los caminos perdidos
y los ojos celestes…”



El segundo en un buen soneto, nos declara que se respira en este libro “un aromo de huerto” [sic], y el tercero dice que hay allí “lágrimas y cielo”, “lágrimas y aristas de estrellas”, pero, hablando al poeta, añade:


“Un perfume silvestre en tu vaso conservas
traído por la brisa de algún bosque profundo.”


Con lo cual resulta, en parte siquiera, versificada nuestra previsión: el poeta, hijo de campesinos, será el cantor de la madre tierra: de los aguaceros, del suelo profundo y del huerto, de ese huerto sobre el cual escribe el señor Hübner tres versos que dejan en la memoria una imagen luminosa:

“Hay una enredadera sonriente de rosal

que oculta los cipreses, y en un banco desierto quedó prendido un claro pedazo de percal”.

Resuelto el problema en lo relativo a la materia, mejor digamos, a la arcilla poética de este “Vaso”, convendría examinar la cuestión [de] forma y escuela. Sobre esto, creo que ni el prefacio ni las “salutaciones” nos darán mucha luz.

Citaré aquí algunas frases del señor Barrios, las cuales constituyen una página curiosa, tanto por las ideas que el autor procura expresar en ellas cuanto por la forma con que las viste.

“Sabemos”, dice el señor Barrios, “que el alma de un hombre se manifiesta como la superposición de las almas de sus antepasados: hemos de convenir entonces en que sus experiencias, ya se hallen en estado de experiencias en instintos y facultades, han de producirse de igual suerte. Lo seguro es que a partir del proceso enunciado, vamos a tener personalidad, tono diferencial. Luego el hombre goza, sufre, se desequilibra, se hace ilógico, quiere volar; pues ya el poeta asoma. Un instinto le guía ya, una voz le advierte que algo hay que a la lógica excede, algo que el pensamiento ignora pero concibe, algo que el corazón no explica pero sabe, y si en este punto una “simpatía activa” nace y “aquello” se comunica a los corazones de notas cuya particularidad nadie puede analizar, sino recibir en ondas perturbadoras, ya el poeta habrá florecido, ya irradiará sobre nosotros”.

Hasta aquí nuestro autor. He de confesar francamente, que a esta página no viniese firmada jamás habría pensado yo en atribuirla al señor Barrios, cuyas obras anteriores al presente prefacio son de escritor inteligente, ingenioso y agudo, incapaz, en mi opinión, de contentarse con palabrería seudo-filosófica como la que acabo de copiar y cuya conclusión lógica merece ser la que Moliére pone en boca de “Sganarela” después de análogo razonamiento: “Et voilá pourquoi votre fille est muette…”

Según el señor Barrios, este sería el origen de la poesía del señor C. Acuña: ha gozado, ha sufrido, se ha desequilibrado, se ha hecho ilógico, ha querido volar… “Et voilá pourquoi… es poeta…”

Bien dicen que de poeta y loco todos tenemos un poco; pero creo que de este refrán o axioma, no puede inferirse que poeta y loco sean sinónimos en toda su comprensión.

Si el estudio de los grandes poemas no bastase para ilustrarnos sobre este punto, la historia de los poetas nos enseñaría que de estos, los más grandes, los que, precisamente, brillan en las más altas cumbres, se distinguieron por el maravilloso equilibrio de su mente. Ejemplo: Virgilio, Dante, Milton, Goethe, Víctor Hugo, etc.

De lo dicho por el señor Barrios puede y debe aceptarse lo primero. Para ser poeta, es menester haber gozado y, en consecuencia, haber sufrido; pero el desequilibrio mental, la falta de lógica, la manía voladora… no son elementos poéticos.

Si a la experiencia sentimental atesorada en el gozar y en el sufrir, se añaden por un lado el don de imaginar y de pensar, y por otro lado, el don de expresar rítmicamente las imágenes y pensamientos, se tiene todo lo necesario para constituir un poeta.

En el señor Acuña se realizan en grado apreciable las condiciones que acabamos de apuntar.

Podríamos entresacar de su obra un cierto número de versos para fundar en ellos este juicio. Pero en vez de hacer un ramillete con flores cogidas en páginas distintas, más vale, para el poeta que sirva de ramillete una composición citada íntegramente, la cual, si no nos engañamos, es la más representativa de su talento o si se quiere, de su personalidad poética. Es intitulada “Contra Ná…” y, como lo indica el título, viene escrita en lengua popular:



“Tan orgullosa conmigo
que te han de ver, Trinidá,
cuando sabes que no hay otro
que te pueda querer má
cuando sabes que no es vía
la vida que vos me das
con esos desprecios tuyos
agrios como agua salá.
Más, no me doy por vencío,
que le olvide es por no ejar
pídele al sol que no alumbre,
que no vuele al gavilán
y a los fragantes claveles
que ya no florezcan má,
pero que yo no te quiera…
¡Es contra ná!...

Me dijo mi maire ayer:
Te estás acabando, Juan,
Tenías sorbíos los sesos
Por culta de una arrastrá…
Y aunque mi maire lo ecía,
Casi no pude aguantar:
¡Arrastrá, la que es mi encanto
mi vía y todo mi afán
y liuda como la Virgen
y buena, mejor que el pan!
Y es por eso que a mi vieja
le tuve que contestar
besándola en los cabellos
blanquitos de nieve ya:
Dios sabe lo que yo te quiero
que no se puede querer má,
pero, madre, me robaron
el corazón y la paz;
y a la que tiene la culpa
nadie me la ha de quitar
de aquí donde yo la esconde
como santita de altar…
No me pidas lo imposible,
Madrecita… ¡es contra ná!”



Por estos versos sencillos, sinceros, humanísimos [sic], siéntome inclinado a olvidar todo el resto del libro donde abunda cierto verbalismo falto de base en la experiencia emocional y cuyo lenguaje es muy a menudo incorrecto, retorcido, artificial. Por ejemplo el poema intitulado “Espinos viejos”. ¿A qué idioma pertenecen los dos últimos versos de la siguiente estrofa?



“No hay espléndidos tintes en los ramajes
mas la savia hizo acero de aquella fibra
y a la bella fragancia de los encajes
de sus flores de seda nadie se libra”



Aquí “librarse” es el francés “se livrer”, el cual, en castellano se traduce por ¿entregarse? ¿Qué puede significar en español “librarse a la fragancia”?, y esos tres genitivos; de los encajes de sus flores de seda, ¿a qué idioma pertenecen?

Y ¿la “ubre” de la estrofa siguiente?


“Peregrino, ¿cruzaste en el […] Octubre
la vega florecida, las verdes lomas
en las que Primavera vació la ubre
del color, de la risa, de los aromas?”



Aquí diré como el señor Acuña: “Es contra ná!”… No puedo conformarme con la Vaca-Primavera ni con su ubre, con una ubre de contenido tan mezclado… ¡Es contra ná!... ¡y maldigo a octubre que trajo esa ubre!...

Con todo, más allá de aquella evocación vacuna, aparecen al final del poema, dos estrofas cuya hermosura me consuela.

Hablando a los espinos, díceles el poeta:



“Bellos árboles, fuertes sois como atletas
y sanos como rústicos sin aliños
escondéis la dulzura de los poetas
y el corazón suavísimo de los niños.
Corazón que florece en las primaveras
en mil fragantes copos que, desde lejos
son como encajes de oro por las laderas…
¡Cuánto os amo, dolientes espinos viejos!...




“Suena la orquesta, bebemos
y fumamos;
(sólo nosotros sabemos
las dulzuras que soñamos).”



“El veneno dorado a sus pupilas
presta un raro fulgor,
el brillo extraño de una joya antigua
luz de muerte y amor”


En la siguiente estrofa, paga tributo al mal gusto de moda:


“Peregrino, cruzaste en el dulce octubre,
la vega florecida, las verdes lomas
en las que Primavera vació las ubres
del color, de la risa, de los aromas?”


Hay una estrofa en la Balada de la Resedá, mal construida, sin sentido:


“Resedá, que no has sabido
la insolencia de las rosas,
ni sangre de los claveles,
ni oro de las tuberosas.”


¿Que no has sabido “sangre de los claveles”? Menos mal que con buena voluntad se entiende. En cambio, esta otra contiene un disparate:


“Asomado al abismo,
el panal he saqueado,
y hay en la miel pagana
Embriagueces y espantos.”


Me refiero a lo de “miel pagana”. La afición a fabricar metáforas bíblicas, traídas por los cabellos, se ve aquí:


“La tierra tiene venas
impalpables y bellas
que hacen temblar la hierba
y palpitar las ramas.
Las hojas desprendidas
perfuman mis sandalias
y mi paso es aéreo:
¡Cristo sobre las aguas!”



Entretanto, cuando el poeta se entrega a su propia inspiración, produce estos versos sencillos y hermosos:


“Vecinita, que te pasas
apoyada en el balcón
vecinita linda y rubia
cuya trenza es como lluvia
de hilos de oro de un telar que fuera el sol;
vecinita
tan bonita,
que yo he visto una mañana
asomada a la ventana
con tus ojos que añoraban los senderos del amor;
cómo envidio al que tú esperas
al que bañan de dulzura tus pupilas hechiceras
y perfuman las caricias y los mimos de tu voz
cómo envidio al que se aniega
en tus ojos soñadores;
al que escucha si te ruega,
y le das de tus amores,
en el vaso de tus labios virginales, el dulzor…”





Baladas criollas
Autor: Carlos Acuña
Santiago de Chile: Nascimento, 1940

CRÍTICA APARECIDA EN EL DIARIO ILUSTRADO EL DÍA 1941-02-02. AUTOR: CARLOS RENÉ CORREA
El autor de este libro ha confesado tener predilección por el poeta Federico Mistral, especialmente en su obra “Mireya”. Estas “Baladas Criollas” vienen a confirmarnos el amor del poeta por las cosas de su tierra, por el perfume de sus campos y montañas de Maule, que inspiran la mayoría de las “Baladas Criollas”, verdaderas canciones de amor, de ternura aldeana que siempre concluyen en el requiebro de una copla que nos trae el recuerdo de los que vieron nuestros ojos allá en las serranías, bajo cielos estrellados vigilando la soledad de los caminos montañeses.

Carlos Acuña ha escrito cuentos, novelas y poemas criollos; “Capachito”, “Mingaco”, “Vaso de Arcilla” le habían otorgado ya un lugar predilecto en la literatura chilena. Ahora estas “Baladas Criollas” confirman su calidad de poeta; artista de la forma y de la emoción que sabe acordar su canción con la rústica añoranza de la vida rural; que sabe dar el tono y coger el color que hará vivir una escena que pinta el paisaje hermoso de esas tierras maulinas, embrujadas por la canción del río, llenas de fragancia montañesa, salobres con el aire del mar.

La obra poética de Carlos Acuña se ha definido en estas baladas que son como esos cardenales y pelargonios que cuelgan de los ranchos, cerca de la pequeña ventana pro donde asoma sus ojos vivarachos la muchachita campesina. El poeta ha encontrado su camino personal en esta interpretación de las cosas maulinas; a este respecto escribe Mariano Latorre en el Prólogo: “Nadie ha visto con mayor justeza la peculiaridad de los cerros costeños y el espíritu de sus costumbres actuales. Es el Maule mismo que se ha hecho literatura en los relatos en prosa y en los poemas, unidos entre sí como a la vega húmeda, paréntesis poética del cerro, se une la loma gris o el faldeo donde verdea el pámpano o se alza el índice de oro de la espiga y como el ala rastrera del tordo o de la tenca, el vuelo dominador del aguilucho o del jote”.

El poeta ha descubierto la veta maravillosa de esa tierra que ha cantado con acento no igualado Jorge González Bastías; Carlos Acuña ve la gracia de un árbol, la confidencia del Maule que pasa camino del mar, la sabrosa harina que se muele en las piedras de esa tierra para después ser ulpo que beben los hombres rudos entre sorbos de sed y palabras de amor para la buena moza que les ha hecho ese regalo.

Acuña ha escrito esta obra con una sencillez notable, más ahora cuando la poesía de tantos se viste solo de artificio; él ha ido a la intimidad misma del poema para desentrañarla en la gracia y ternura de la balada que por ser criollo tiene mucho de égloga.

Inicia el poeta sus baladas con una “Invocación a la tierra de la mocedad”, en la cual encontramos su temperamento poético derramos como agua de estero en deseo de riego, de caricia, de pasión amorosa. El poeta ama esa tierra legendaria para él como los cuentos que contaba la abuela en el umbral de los cinco años. Le dice:


“Me anegaré en tu perfume
con un ansia de llorar,
en ti hincaré mis rodillas
y mis manos se hincarán
por dichoso de mirarte
y de volverte a encontrar,
por abrazarte de nuevo,
tierra de mi mocedad…”


Añora ese viaje por sus senderos amigos; evoca los trigos y las flores del campo, y le dice:


“He de abrir mi alma y mis brazos
a la azul inmensidad
a las noches estrelladas,
al rebaño y al solar,
a las espigas de oro
y a las mieles del boldal”.



Saboreamos después el mosto maulino que llena los lagares con su dulzura y fragancia:



“Mosto sabroso de la tierra maulina,
tú bautizaste la sangre de mis venas;
y supe que la liana abrasadora
de la primera dulce carne morena”.



Llega hasta nuestros oídos “la espuela firma, del tin-tin de plata”, pasa a toda carrera el caballo chileno, escuchamos el adiós “como un conjuro”… Su balada “Cantaba el pidén” es una de las más hermosas páginas de la obra, porque ella reúne toda la gracia sencilla de la canción; la tristeza de amor y la armonía del verso que se nos queda en el oído como el rumor de una fuente secreta que se ignora, pero cuya frescura y confidencia conocemos.

Con palabras desnudas de ostentación, sin grandilocuencia hueca, el poeta nos descubre la maravilla de su canto:



“Un ramo de albahacas llevaba a mi niña,
mi encanto, mi bien,
la tarde caía, balaba el ganado,
cantaba el pidén.
Allá, junto al rancho, la ropa tendida
cimbraba el cordel,
y los maceteros de su ventanita,
moviendo sus flores, decíanme: ¡Ven!
Crucé por la huerta cantando un requiebro,
llegué hasta el dintel:
no estaba como antes, abierto el postigo,
ni oí de sus labios el dulce: ¿Quién es?
Golpeé; respondieron; abrióse la puerta,
y un pálido rostro angustiado miré:
su madre me echaba los brazos al cuello,
y oí que decía llorando: ¡se fue con otro…!
-¿Con otro?
-Ya sabes… con él….
Sentí que se me iba la vida del cuerpo,
como que la tierra faltaba a mis pies,
y huí de la casa, llevando en el pecho
clavado un cuchillo sangriento y cruel.
Allá junto al rancho, la ropa tendida,
cimbraba el cordel,
y los maceteros de su ventanita
moviendo sus flores, no decían: ¡Ven!
Porque en la tristeza del atardecer
Todas esas cosas decían: ¡Se fue!
Decía la tarde, balaba el ganado,
cantaba el pidén…”



Tienen estas baladas de Carlos Acuña el aspecto de esos vasos de greda que se fabrican en las tierras del Maule, son rústicas y frescas; el verso no pierde la elegancia a pesar del motivo popular que lo inspira. En donde otros solo pondrían el acento vulgar de una frase consabida y pedestre, Carlos Acuña ha hecho relucir la ternura de su varonil sensibilidad que se hermana a la de esas gentes rudas que viven en muda contemplación de una belleza que no comprenden. Era preciso que un espíritu como el de Carlos Acuña descubriera ese poncho maulino, el milagro de la tierra que a pesar de su aridez es capaz de dar jugosos racimos, el grillo “más dichoso que tu poeta mozo”; Acuña sabe de lo suyo, de lo que le pertenece por derecho de cuna: sus ojos de niño crecieron en los paisajes que hoy cantan sus “Baladas Criollas”, milagros de gracia y sencillez.


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