lunes, 23 de febrero de 2015

HOMERO [15.038] Poeta de Grecia


Homero

Homero (en griego antiguo Ὅμηρος Hómēros; c. siglo VIII a. C.) es el nombre dado al aedo griego antiguo a quien tradicionalmente se le atribuye la autoría de las principales poesías épicas griegas —la Ilíada y la Odisea—. Desde el periodo helenístico se ha cuestionado si el autor de ambas obras épicas fue la misma persona; sin embargo, anteriormente no solo no existían estas dudas sino que la Ilíada y la Odisea eran considerados relatos históricos reales.

No cabe duda de que es el pilar sobre el que se apoya la épica grecolatina y, por ende, la literatura occidental.

El nombre de Hómēros es una variante jónica del eólico Homaros. Su significado es rehén, prenda o garantía. Hay una teoría que sostiene que su nombre proviene de una sociedad de poetas llamados los Homēridai, que literalmente significa ‘hijos de rehenes’, es decir, descendientes de prisioneros de guerra. Dado que estos hombres no eran enviados a la guerra al dudarse de su lealtad en el campo de batalla, no morían en él. Por tanto, se les confiaba el trabajo de recordar la poesía épica local, para recordar los sucesos pasados, en los tiempos anteriores a la llegada de la literatura escrita.

También se ha sugerido que lo que podría contener el nombre Hómeros es un juego de palabras derivado de la expresión ho me horón, que significa el que no ve.

En la figura de Homero confluyen realidad y leyenda. La tradición sostenía que Homero era ciego y varios lugares reclamaban ser su lugar de nacimiento: Quíos, Esmirna, Colofón, Atenas, Argos, Rodas, Salamina, Pilos, Cumas e Ítaca.

Datos biográficos recogidos por la tradición

El Himno homérico a Apolo delio menciona «que es un ciego que reside en Quíos, la rocosa». El poeta lírico Simónides de Amorgos atribuye al «hombre de Quíos» el siguiente verso de la Ilíada, «¿Por qué me preguntas mi linaje? Como el linaje de las hojas soy», convertido en proverbio en la época clásica. Luciano de Samósata dice que fue un babilonio enviado a Grecia como rehén, (griego antiguo ὅμηρος, homêros), y de ahí su nombre.

Pausanias transmite una tradición de los chipriotas, quienes también reclamaban para sí a Homero:

Dicen que Temisto, una mujer del lugar, era su madre, y que Euclo profetizó el nacimiento de Homero en estos versos:
Y entonces en la costera Chipre existirá un gran cantor,
al que dará a luz Temisto en el campo, divina entre las mujeres,
un cantor muy ilustre lejos de la muy rica Salamina.
Dejando Chipre mojado y llevado por las olas,
Cantando él solo el primero las glorias de la espaciosa Hélade
Será inmortal por siempre y no conocerá la vejez
Pausanias, Descripción de Grecia x.24.3.


Acerca del lugar donde murió, existe una tradición atestiguada al menos desde el siglo V a. C. de que se produjo en la isla de Íos.

Pausanias recoge esta tradición y habla sobre una estatua de Homero que vio y un oráculo que leyó, en el Templo de Apolo en Delfos:

Puedes ver también [en el pronaos del Templo de Apolo de Delfos] una estatua de bronce de Homero sobre una estela y en ella leerás el oráculo que dicen que tuvo Homero:
Dichoso e infortunado, pues naciste para cambiar cosas,
Buscas una patria. Tienes una tierra natal, pero no una patria.
La isla de Íos es la patria de tu madre, que cuando mueras te recibirá. Pero vigila el enigma :de los jóvenes muchachos.
Pausanias, op. cit.. x. 24.

Además señala que:

Los de Íos enseñan también un sepulcro de Homero en la isla y en otro lugar uno de Clímene, y dicen que Clímene era la madre de Homero.7
Y por último, el geógrafo lidio revela que no le agrada escribir sobre la época en que vivieron Homero y Hesíodo:

Sobre la época de Hesíodo y de Homero he indagado cuidadosamente y no me es agradable escribir sobre ello, porque conozco el afán de censura de otros, sobre todo de los que en mi tiempo se ocupan sobre la composición de poemas épicos.
Pausanias, op. cit. ix.30.3.
Aunque ya en la época de la Grecia Clásica no se conocía nada concreto y seguro acerca de Homero, a partir del periodo helenístico empezaron a surgir una serie de biografías acerca de él que recogían tradiciones muy diversas y a menudo datos de contenido fabuloso. En estos relatos se mencionaba que antes de llamarse Homero se había llamado Meles, Melesígenes, Altes o Meón, así como datos muy diversos y con numerosas variantes acerca de su ascendencia.

Existe una tradición en la que se dice que la Pitia dio una respuesta al emperador Adriano acerca de la procedencia de Homero y su ascendencia:

Me preguntas por la ascendencia y la tierra patria de una inmortal sirena. Por su residencia es itacense; Telémaco es su padre y la nestórea Epicasta su madre, la que le alumbró con mucho al varón más sabio de los mortales.

Investigación moderna

Se considera que la mayor parte de las biografías de Homero que circularon en la antigüedad no contienen ningún dato seguro sobre el poeta. Sin embargo, suele admitirse que su lugar de procedencia debió ser la zona colonial jónica de Asia Menor, basándose en los rasgos lingüísticos de sus obras y en la fuerte tradición que lo hacía proceder de la zona. El investigador Joachim Latacz sostiene que Homero pertenecía o estaba en permanente contacto con el entorno de la nobleza. También persiste el debate sobre si Homero fue una persona real o bien el nombre dado a uno o más poetas orales que cantaban obras épicas tradicionales.

Obras que le fueron atribuidas

Además de la Ilíada y la Odisea, a Homero se le atribuyeron otros poemas, como la épica menor cómica Batracomiomaquia (‘La guerra de las ranas y los ratones’), el corpus de los himnos homéricos, y varias otras obras perdidas o fragmentarias tales como Margites. Algunos autores antiguos le atribuían el Ciclo épico completo, que incluía más poemas sobre la Guerra de Troya así como epopeyas que narraban la vida de Edipo y guerras entre argivos y tebanos.

Los historiadores modernos, sin embargo, suelen estar de acuerdo en que la Batracomiomaquia, el Margites, los himnos homéricos y los poemas cíclicos son posteriores a la Ilíada y la Odisea.

Datación

Testimonios antiguos

La mayor parte de la tradición expresaba que Homero había sido el primer poeta de la Antigua Grecia. Heródoto, que cita varios pasajes de la Ilíada y la Odisea, dice que Homero vivió cuatrocientos años antes que él, por lo que se situaría en torno al siglo IX a. C. Por otra parte, Helánico de Lesbos dijo que Homero había sido contemporáneo de la guerra de Troya; Tucídides lo situaba unos 60 años después de ella y Eratóstenes sostenía que debió vivir un siglo después. Otros autores antiguos consideraban que Homero era contemporáneo de Licurgo o de Arquíloco.

También en la antigüedad se discutía acerca de la relación cronológica entre Homero y Hesíodo. Jenófanes, Filócoro y Eratóstenes pertenecían al grupo de los autores que situaban a Homero con anterioridad a Hesíodo. El Certamen, una obra muy tardía, suponía que eran contemporáneos entre sí. En cambio, la Crónica de Paros y Filóstrato decían que Hesíodo había sido anterior.

Con anterioridad a Heródoto, hubo otros autores que citaron a Homero: Heráclito, Teágenes de Regio, Píndaro, Simónides y Jenófanes. Además, Heródoto recoge la noticia de que el tirano Clístenes había prohibido a los rápsodos competir en Sición a causa de los poemas homéricos, pues estos celebraban continuamente a Argos y a los argivos. Sin embargo, esta última alusión es posible que se refiriera al ciclo tebano y no a la Ilíada ni a la Odisea.

Redacción de los poemas homéricos en el siglo VIII a. C.

La mayoría de los historiadores sitúa la figura de Homero en el siglo VIII a. C., aunque existe controversia acerca de la fecha en la que sus poemas se pusieron por escrito. El hallazgo de una inscripción relacionada con un pasaje de la Ilíada en una vasija de Isquia conocida como la copa de Néstor, datada hacia el año 720 a. C., ha sido interpretada por algunos investigadores como Joachim Latacz como un claro indicio de que en aquella época la obra de Homero ya había sido consignada por escrito. Sin embargo otros autores como A. Heubeck y Carlo Odo Pavese niegan que de la mencionada inscripción puedan extraerse tales conclusiones. Algunos fragmentos de cerámica del siglo VII a. C. que representan un Cíclope cegado por Odiseo suelen interpretarse como influidos directamente por la Odisea. Existen otras obras de poesía arcaica que han sido interpretadas como influidas por Homero, como un poema de Alceo de Mitilene que alude a la cólera de Aquiles y un poema de Estesícoro en el que Helena se dirige a Telémaco para anunciarle que Atenea ha dispuesto su regreso.

Redacción de los poemas homéricos en el siglo VII a. C.

Algunos investigadores defienden que los poemas homéricos fueron puestos por escrito en el siglo VII a. C. Mencionan que de la referencia que hay en la Ilíada a la ciudad de Tebas de Egipto se deduce que ésta fue escrita tras la conquista de esta ciudad por el rey asirio Assurbanipal. Además algunos pasajes parecen referirse a tácticas hoplitas que se cree que tuvieron su origen en este siglo. También se cita la referencia a la ciudad de Ismaro de la Odisea como indicio, pues ésta estaba de actualidad en el siglo VII a. C. No creen que la redacción de los poemas fueran tampoco posterior porque consideran que hay suficientes referencias iconográficas y literarias para sostener que antes del siglo VI a. C. ya se conocían los poemas homéricos por escrito.

Redacción de los poemas homéricos en el siglo VI a. C.

Hay una corriente de investigadores que sostiene, en cambio, la hipótesis de que los poemas homéricos sólo se pusieron por escrito a partir del siglo VI a. C. Creen que las coincidencias de temas entre los poemas homéricos y otros fragmentos literarios o iconográficos anteriores sólo indican que ambos bebieron de las mismas fuentes orales.

Además, existen algunos testimonios antiguos, como un pasaje de Flavio Josefo, que defendían que Homero no había dejado nada escrito. Ya a fines del siglo XVIII algunos historiadores como Friedrich August Wolf consideraban que la primera redacción escrita de los poemas homéricos había sido en la época de Pisístrato, tirano de Atenas. Esta idea fue también defendida en el siglo XX por otros investigadores como Reinhold Merkelbach, que también han situado la primera redacción escrita de los poemas homéricos en el siglo VI a. C. Esta postura es criticada por los defensores de la redacción escrita de los poemas en el siglo VIII puesto que creen que supone confundir la composición escrita de los poemas con la manipulación que sufrieron al ser puestos por escrito en la época de Pisístrato. En contra de las tesis de Wolf ya se manifestó Ulrich von Wilamowitz, en un estudio realizado en 1884, que consideraba que lo que había ocurrido era que la versión realizada en Atenas de los poemas homéricos se había impuesto a las demás.

La cuestión homérica

Se denomina cuestión homérica a una serie de incógnitas planteadas en torno a los poemas homéricos. Entre los interrogantes más debatidos se encuentran quién o quiénes fueron sus autores y de qué modo fueron elaborados.

Los investigadores están generalmente de acuerdo en que la Ilíada y la Odisea sufrieron un proceso de estandarización y refinamiento a partir de material más antiguo en el siglo VIII a. C. Un papel importante en esta estandarización parece que correspondió al tirano ateniense Hiparco, quien reformó la recitación de la poesía homérica en la festividad Panatenea. Muchos clasicistas sostienen que esta reforma implicó la confección de una versión canónica escrita.

Controversia en torno a la unidad de los poemas

En la Antigüedad, durante el periodo helenístico, los filólogos alejandrinos Jenón y Helánico llegaron a la conclusión, a partir de las diferencias y contradicciones de todo tipo que hallaron entre la Ilíada y la Odisea, que sólo la primera de estas epopeyas fue compuesta por Homero, por lo que fueron llamados «corizontes» o «separadores». Su opinión fue rechazada por otros filólogos alejandrinos como Aristarco de Samotracia, Zenódoto de Éfeso y Aristófanes de Bizancio.

En época moderna, la filología homérica ha mantenido diferentes puntos de vista que se han agrupado en distintas tendencias o escuelas: la escuela analítica ha tratado de demostrar la falta de unidad existente en los poemas homéricos. Fue iniciada por el abad François Hédelin d'Aubignac en su obra póstuma Conjeturas académicas, publicada en 1715 y sobre todo a partir de la obra Prolegomena ad Homerum de Friedrich August Wolf en 1795. Los analistas defienden la intervención de varias manos distintas en la elaboración de cada uno de los poemas homéricos, que además serían producto de la recopilación de pequeñas composiciones populares preexistentes.

Posteriormente, una escuela denominada neoanalítica ha interpretado los poemas homéricos como resultado de la obra de un poeta a la vez recopilador y creador.

Frente a ellos se halla un punto de vista unitario que sostiene que cada uno de los poemas homéricos tiene una concepción global y una inspiración creativa que impide que puedan ser resultado de una compilación de poemas menores.

Por otro lado, el investigador clásico Richmond Lattimore escribió un ensayo titulado Homero: ¿Quién era ella? (Homer: Who Was She?). Samuel Butler era más específico, teorizando que una joven mujer siciliana habría sido la autora de la Odisea —pero no de la Ilíada—, una idea sobre la que especuló Robert Graves en su novela La hija de Homero.

No obstante, prevalece la postura que defiende que un único poeta fue el autor tanto de la Ilíada como de la Odisea.

Modo en que fueron elaborados los poemas

Es objeto de debate el modo en el que los poemas homéricos fueron elaborados y cuándo podrían haber tomado una forma escrita fija.

La mayoría de los clasicistas están de acuerdo en que independientemente de que hubiera un Homero individual o no, los poemas homéricos son el producto de una tradición oral transmitida a través de varias generaciones, que era la herencia colectiva de muchos cantantes-poetas, aoidoi. Un análisis de la estructura y el vocabulario de ambas obras muestra que los poemas contienen frases repetidas regularmente, incluyendo la repetición de versos completos. Milman Parry y Albert Lord señalaron que una tradición oral tan elaborada, ajena a las culturas literarias actuales, es típica de la poesía épica en una cultura exclusivamente oral. Parry afirmó que los trozos de lenguaje repetitivo fueron heredados por el cantante-poeta de sus predecesores y eran útiles para el poeta al componer. Parry llamó «fórmulas» a estos trozos de lenguaje repetitivo.

Sin embargo existe una serie de investigadores (Wolfgang Schadewaldt, Vicenzo di Benedetto, Keith Stanley, Wolfgang Kullmann) que defiende que los poemas homéricos fueron originalmente redactados por escrito. Como argumentos a favor de esta postura señalan la complejidad de la estructura de estos poemas, los reenvíos internos a pasajes que se encuentran situados a considerable distancia o la creatividad en el uso de las fórmulas.

La solución propuesta por algunos autores como Albert Lord y posteriormente por Minna Skafte Jensen es la «hipótesis de la transcripción», en la que un «Homero» iletrado dicta su poema a un escriba en el siglo VI a. C. o antes.18 Homeristas más radicales, como Gregory Nagy, objetan que un texto canónico de los poemas homéricos como «escritura» no existió hasta el período helenístico.

Geografía homérica

Homero concebía un mundo que estaba completamente rodeado por Océano, el cual era considerado padre de todos los ríos, mares, fuentes y pozos.

El estudio de las menciones geográficas en la Ilíada desvela que el autor conocía detalles muy precisos de la actual costa turca y, en particular, Samotracia y el río Caístro, cerca de Éfeso. En cambio las referencias a la península griega, con excepción de la pormenorizada enumeración de lugares del Catálogo de naves, son escasas y ambiguas. Todo esto indicaría que, de haber sido Homero una persona concreta, se trataría de un autor griego natural de la zona occidental de Asia Menor o de alguna de las islas próximas a ella.

El mencionado Catálogo de naves, que es la enumeración de los ejércitos de la coalición aquea, recoge un total de 178 nombres de lugar agrupados en 29 contingentes distintos. Se trata de un catálogo en el que muchos de los lugares geográficos mencionados ya no podían ser reconocidos por los geógrafos griegos posteriores a Homero, pero en el que no se ha podido demostrar ninguna localización errónea.

En la Odisea, Homero menciona una serie de lugares en la parte que trata de las aventuras marinas de Odiseo de los que la mayoría de los historiadores sostiene que se trata de lugares puramente fabulosos, a pesar de que la tradición posterior trató de encontrar una localización precisa de ellos. En la Biblioteca mitológica de Apolodoro se señala que:

Odiseo, según dicen algunos, vagó errante por Libia, según otros por Sicilia y, según el resto, por el Océano o por el mar Tirreno.
Otro aspecto controvertido de la geografía homérica ha sido la localización de la isla de Ítaca, patria de Odiseo, puesto que algunas de las descripciones de ella que aparecen en la Odisea no parecen corresponderse con la isla de Ítaca actual.

Aspectos históricos de los poemas

Rasgos de la sociedad descritos por Homero

Homero describe una sociedad basada en el caudillaje; se trata de una sociedad guerrera en la que cada región tenía una autoridad suprema que habitualmente es hereditaria. Cada caudillo tenía un séquito personal formado por personas que guardaban un alto grado de lealtad. Disfrutaban de una serie de privilegios: las mejores partes en la distribución de botines y la propiedad de un dominio. Tenían una única esposa, pero podían tener numerosas concubinas, aunque hay un caso en el que Homero menciona una situación de poligamia: la del rey troyano Príamo. Las decisiones políticas eran discutidas en un consejo formado por el caudillo y los jefes locales y luego eran explicadas en la asamblea del pueblo. Los caudillos también tenían la función de presidir los sacrificios ofrecidos a los dioses.

Homero describe un tribunal de justicia que juzgaba los delitos, aunque a veces las familias de los implicados podían llegar a un acuerdo privado que sirviera como compensación por el delito cometido, incluso en caso de asesinato.

En las relaciones exteriores era importante la hospitalidad, que era una relación en la que los caudillos o embajadores estaban obligados a ofrecerse mutuamente alojamiento y ayuda cuando uno viajara al territorio del otro.

Entre los hombres libres citados se encuentran los thètes o siervos, que eran trabajadores libres cuya supervivencia dependía de un escaso salario. También se mencionan los demiurgos, que eran profesionales que tenían una función pública, tales como artesanos, heraldos, adivinos o aedos.

La esclavitud también era práctica aceptada en la sociedad descrita por Homero. Los esclavos solían tomarse entre prisioneros de guerra, o bien en expediciones de pillaje. Se citan ejemplos de compraventa de esclavos y de personas que ya habían nacido siendo esclavos. Los amos a veces recompensaban a sus esclavos concediéndoles tierras o una casa. Se cita la posibilidad de que una esclava pueda acabar convirtiéndose en la legítima esposa de su señor.

En cuanto a los valores éticos descritos, se incluyen el honrar debidamente a los dioses; respetar a mujeres, ancianos, mendigos y suplicantes extranjeros y no deshonrar el cadáver de un enemigo muerto. La incineración es el uso funerario que aparece en los poemas homéricos.

La religión era politeísta. Los dioses tenían características antropomórficas y decidían el destino de los mortales. Se realizaban numerosos ritos tales como sacrificios y plegarias para tratar de conseguir su ayuda y protección.

Aunque se conocía el hierro, la mayor parte de las armas eran de bronce. Homero describe también el uso del carro de guerra como medio de transporte empleado por los caudillos durante las batallas.

Controversia sobre los aspectos históricos descritos

Desde el siglo VI a. C., Hecateo de Mileto y otros pensadores debatieron acerca del trasfondo histórico de los poemas cantados por Homero. Los comentarios escritos sobre ellos en el período helenístico exploraron las inconsistencias textuales de los poemas.

Las excavaciones realizadas por Heinrich Schliemann a finales del siglo XIX, así como el estudio de documentos de los archivos reales del Imperio Hitita comenzaron a convencer a los investigadores de que podía haber un fundamento histórico en la Guerra de Troya. Sin embargo, aunque la identidad de Troya como escenario histórico cuenta con el acuerdo de la mayoría de los investigadores, no se ha podido demostrar que haya existido una expedición de guerra contra la ciudad comandada por atacantes micénicos.

La investigación (encabezada por los antes mencionados Parry y Lord) de las épicas orales en idioma croata, montenegrino, bosnio, serbio y en lenguas turcas demostraron que largos poemas podían ser preservados con consistencia por culturas orales hasta que alguien se tomase la molestia de ponerlos por escrito. El desciframiento del lineal B en los años 1950 por Michael Ventris y otros constató una continuidad lingüística entre la lengua notada por la escritura micénica del siglo XIII a. C. y la lengua de los poemas atribuidos a Homero.

Por otra parte, la cuestión de saber a qué época histórica se pueden referir los testimonios de Homero y en qué medida pueden ser usados como fuentes históricas ha constituido el objeto de un largo debate, que se encuentra lejos de haber concluido. Algunos estudiosos como John Chadwick sostenían que la Grecia descrita por Homero no se parecía ni a la de su época ni a la de los cuatro siglos anteriores, mientras que Luigia Achillea Stella destaca que hay un importante legado micénico en los poemas homéricos. Joachim Latacz insiste en que el catálogo de naves del canto II de la Ilíada recoge la situación de la época del siglo XIII a. C., es decir, de la civilización micénica.

En cambio, Moses I. Finley arguye que lo descrito por Homero no era ni el mundo micénico ni su propia época, sino la Edad Oscura de los siglos X y IX a. C., en todo caso una época anterior al desarrollo de las polis en el siglo VIII a. C.

Los descubrimientos arqueológicos han aportado ciertos elementos desaparecidos con la caída de dicha civilización, pero cuyo recuerdo (topónimos, objetos, costumbres, etc.) guardó Homero. De gran insignificancia, comparado con lo que Homero olvida decir del mundo micénico en el ámbito de las instituciones y de los acontecimientos, aunque los poemas homéricos pretendan ser una descripción de ese mundo desaparecido.

Por otro lado, según los datos aportados por las tablillas micénicas en lineal B, se da concordancia entre muchas de las armas mencionadas en los poemas homéricos y armas de la época micénica. El desciframiento de dichas tabillas ha puesto de manifiesto la diferencia entre el mundo micénico y la sociedad homérica. Los palacios micénicos, con su minuciosa burocracia, eran muy diferentes de los de los reyes homéricos, que tenían una organización mucho menos compleja y en los que no existe la escritura.

Homero sólo alude en una ocasión a los dorios y no nombra la migración griega a Asia Menor durante la Edad Oscura.

Lo anterior, ha sido esquematizado por Michel Austin y Pierre Vidal-Naquet, afirmando que: «existen tres niveles históricos en Homero: el mundo micénico que el poeta trata de evocar, la Edad Oscura y la época en la que vivió; y no siempre resultará fácil distinguir con claridad lo que pertenece a uno otro nivel».

Lengua homérica

Se llama lengua o dialecto homérico al tipo de lengua griega utilizada en la Ilíada y la Odisea, adoptada en cierta medida en la tragedia y la lírica griega posterior. Es un dialecto griego artificial porque fue sólo usado para componer estas obras y no hay constancia de que hubiera sido realmente hablado.

Es una lengua típica de la epopeya, arcaica ya en el siglo VII a. C., y más todavía en el siglo VI a. C.

Las razones de la utilización de esta lengua obedece a motivos sociales, ya que estas serían obras dirigidas en principio a un público aristocrático y culto, y a motivos de estilo, ya que el verso hexámetro dactílico con que se componían los poemas épicos era muy rígido y se necesitaban variantes de la misma palabra que cupieran en las diferentes partes del verso. A veces la métrica del hexámetro dactílico, permite encontrar tanto la forma inicial como explicar ciertos giros. Por ejemplo, es el caso de la digamma (Ϝ), fonema desaparecido desde el primer milenio a. C., aunque utilizada por Homero en cuestiones de silabación, incluso si no era escrito o pronunciado. Así, en el verso 108 del Canto I de la Ilíada:

griego antiguo ἐσθλὸν δ’ οὔτέ τί πω [Ϝ]εἶπες [Ϝ]έπος οὔτ’ ἐτέλεσσας
El empleo concurrente de dos genitivos, el arcaico en -οιο y el moderno en -ου, o incluso dos dativos plurales (-οισι y -οις) muestran que el aedo podía alternar a su voluntad: «la lengua homérica era una mezcla de formas de épocas diversas, que nunca fueron empleadas juntas y cuya combinación resulta de una libertad puramente literaria» (Jacqueline de Romilly).

Más aún, la lengua homérica combina diferentes dialectos. Se pueden descartar los aticismos, transformaciones encontradas cuando se plasmó el texto. Quedaron dos grandes dialectos, el jónico y el eolio, cuyas particularidades son manifiestas para el lector: por ejemplo, el jónico utiliza un êta (η) allí donde el jónico-ático utiliza una alfa larga (ᾱ), de ahí los nombres «Athéné» o «Héré», en lugar de los clásicos «Athéna » y «Héra». Esta «coexistencia irreductible» de los dos dialectos, según la expresión de Pierre Chantraine, puede explicarse de diversas maneras:

De hecho, el dialecto homérico fue una lengua heterogénea que no existió más que para los poetas, que nunca fue realmente hablada, lo que acentúa la ruptura creada por la epopeya con la realidad cotidiana. Más tarde, mucho después de Homero, los autores griegos quisieron imitar los «homerismos» precisamente para «hacer literatura».

Varía del griego clásico en la morfología de las palabras, en varias formas de declinación y flexión del nombre y el verbo, y en el vocabulario. La lengua homérica tiene una base de dialecto jonio, formas del dialecto dorio y de otros, formas tanto arcaicas como más modernas, y otras nuevas.

Algunos ejemplos de usos dialectales:

Del jonio
Pérdida total de digamma.
Uso de -ν eufónica.
Preposiciones sin apocopar y uso de preposiciones jonias como πρóς.
Tercera persona de plural en -σαν.
Genitivo "moderno" en -ου.
Del eolio
Vocalización de digamma.
Relativos con geminada, como óππος.
Preverbios apocopados.
Dativos en -εσσι atemáticos fuera de la declinación en -σ-.
Aoristos en -σσ-.
Del ático
Presencia del espíritu áspero.
Partícula -μην.
Dativos en -ει (jonio -ι).
Coincidencias con el micénico
Genitivo en -οιο.
τε usada como adverbio (no como partícula).
La épica tenía además sus propios usos de la lengua para expresarse:

La tmesis o corte del preverbio y el verbo pudiendo existir otra palabra en medio. Podría deberse a que en la época en que se compusieron los poemas aún no se utilizaban unidos.
El uso facultativo o no obligatorio del aumento verbal.
La digamma desaparece en la escritura y la dicción, pero se puede detectar al no producirse crasis inevitables en otros contextos. Influye en el recuento métrico aunque no se vea.
Una licencia poética que consiste en la diéctasis.

Influencia de la épica homérica en la literatura griega posterior


La apoteosis de Homero, obra de Jean Auguste Dominique Ingres. Museo del Louvre.
La épica homérica era tan apreciada entre los griegos que fue la herramienta de enseñanza utilizada entre ellos. Además sus versos eran memorizados y repetidos constantemente aunque la gente fuera iletrada, por ello fueron muy conocidos en casi todas las etapas de la historia griega desde la composición de los poemas. La influencia que tuvieron, por su importancia, en otros géneros literarios contemporáneos o posteriores es fácilmente rastreable en la lírica y el teatro griegos.

La vinculación de la lírica a la épica es evidente en temas, influencia de vocabulario “épico” (“homerismos”, arcaísmos conservados por Homero, palabras muy técnicas sobre la guerra etc.), las fórmulas homéricas, los epítetos tradicionales, muchas escenas épicas (aumentadas, cambiadas o satirizadas para dar cuenta de la originalidad del poeta lírico).

Las composiciones de ambos géneros se cantaban ante un público, aunque con funciones diferentes: la épica narraba hechos heroicos del pasado al son de la lira con una lengua elevada y culta; la lírica criticaba, celebraba, veneraba etc. al son de la flauta o la lira.

En sus orígenes los versos épicos eran compuestos y cantados por los mismos autores. Con el tiempo se va separando el autor del ejecutante. En la épica queda un corpus cerrado interpretado por un rapsoda que se limita a ponerlo en ejecución. En la lírica también ocurre, aunque existen “poietés” líricos que componen y que insertan su nombre en las obras conscientes de su autoría, para que, sea quien sea quien interprete sus poemas, hable de él. El autor de épica podía componer lírica, aunque es una circunstancia especial (en la épica hay pasajes que bien podrían identificarse con monodias líricas mencionadas a la manera de la épica).

Las obras de ambos se recitaron en banquetes o fiestas. Se fijaron para ello los poemas por escrito.

Sin embargo el yambo es una parte de la lírica relativamente poco afectada por la épica. Cierto es que se recitaba ante público, pero por lo demás podríamos decir que el yambo es anti-épico. Los temas de la épica muchas veces aparecen totalmente parodiados, su lenguaje no es en absoluto alto, sino completamente contrario y el autor se manifiesta y da datos de sí mismo: el objetivo del yambo es escarniar a otra persona y contar historias realistas de personajes absolutamente antiheróicos.



La Ilíada
(Traducción de Luis Segalá y Estalella - 1910)
de



La Ilíada - Canto I : Apolo envía peste. La cólera de Aquiles





Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves—cumplíase la voluntad de Zeus—desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.


¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Zeus y de Leto. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Este, deseando redimir a su hija, habíase presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:



—¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria. Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, al flechador Apolo.



Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate: mas el Atrida Agamemnón, a quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje.


—Que yo no te encuentre, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque demores tu partida, ya porque vuelvas luego; pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte sano y salvo.



Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Sin desplegar los labios, fuese por la orilla del estruendoso mar, y en tanto se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, hijo de Leto, la de hermosa cabellera:



—¡Oyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, e imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esmintio! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o quemé en tu honor pingües muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!



Tal fue su plegaria. Oyóla Febo Apolo, e irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha, y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus mortíferas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.



Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquileo convocó al pueblo a junta: se lo puso en el corazón Hera, la diosa de los níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquileo, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:



—¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte; pues si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños —también el sueño procede de Zeus— para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá apartar de nosotros la peste.



Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantóse Calcante Testórida, el mejor de los augures —conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilión por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo— y benévolo les arengó diciendo:



—¡Oh Aquileo, caro a Zeus! Mándasme explicar la cólera del dios del flechador Apolo. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja; y si en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el pecho de aquél. Di tú si me salvarás.



Respondióle Aquileo, el de los pies ligeros: — Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes, pues, ¡por Apolo, caro a Zeus, a quien tú, oh Calcante, invocas siempre que revelas los oráculos a los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, junto a las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamemnón, que al presente blasona de ser el más poderoso de los aqueos todos.



Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate: —No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamemnón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto el Flechador nos causó males y todavía nos causará otros. Y no librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, la moza de ojos vivos, e inmolemos en Crisa una sacra hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado, renacerá nuestra esperanza.



Dichas estas palabras, se sentó. Levantóse al punto el poderoso héroe Agamemnón Atrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego; y encarando a Calcante la torva vista, exclamó:



—¡Adivino de males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste cosa buena. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el Flechador les envía calamidades porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseida, a quien deseaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que se quede sin tenerla; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se me va de las manos la que me había correspondido.



Replicóle el divino Aquileo el de los pies ligeros: —¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sé que existan en parte alguna cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple, si Zeus nos permite tomar la bien murada ciudad de Troya.



Díjole en respuesta el rey Agamemnón: —Aunque seas valiente, deiforme Aquileo, no ocultes tu pensamiento, pues ni podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la mía, y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos aqueos me dan otra conforme a mi deseo para que sea equivalente... Y si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la de Ayante, o me llevaré la de Odiseo, y montará en cólera aquel a quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, ea, botemos una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la misma Criseida, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Ayante, Idomeneo el divino Odiseo o tú, Pelida, el más portentoso de los hombres, para que aplaques al Flechador con sacrificios.



Mirándole con torva faz, exclamó Aquileo, el de los pies ligeros: —¡Ah impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con otros hombres? No he venido a pelear obligado por los belicosos teucros, pues en nada se me hicieron culpables —no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ptía, criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el ruidoso mar nos separan— sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos a Menelao y a ti, cara de perro. No fijas en esto la atención, ni por ello te preocupas y aún me amenazas con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran a saco una populosa ciudad: aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor y yo vuelvo a mis naves, teniéndola pequeña, pero grata, después de haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ptía, pues lo mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para proporcionarte ganancia y riqueza.



Contestó el rey de hombres Agamemnón: —Huye, pues, si tu ánimo a ello te incita; no te ruego que por mí te quedes; otros hay a mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Zeus. Me eres más odioso que ningún otro de los reyes, alumnos de Zeus, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas. Si es grande tu fuerza un dios te la dio. Vete a la patria llevándote las naves y los compañeros, y reina sobre los mirmidones; no me cuido de que estés irritado, ni por ello me preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo me quita a Criseida, la mandaré en mi nave con mis amigos; y encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré a Briseida, la de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas cuanto más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo.


Tal dijo. Acongójese el Pelida, y dentro del velludo pecho su corazón discurrió dos cosas: o, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al Atrida, o calmar su cólera y reprimir su furor. Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón y sacaba de la vaina la gran espada, vino Atenea del cielo: envióla Hera, la diosa de los níveos brazos, que amaba cordialmente a entrambos y por ellos se preocupaba. Púsose detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera, apareciéndose a él tan sólo; de los demás, ninguno la veía. Aquileo, sorprendido, volvióse y al instante conoció a Palas Atenea, cuyos ojos centelleaban de un modo terrible. Y hablando con ella, pronunció estas aladas palabras:



—¿Por qué, hija de Zeus, que lleva la égida, has venido nuevamente? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Agamemnón hijo de Atreo? Pues te diré lo que me figuro que va a ocurrir: Por su insolencia perderá pronto la vida.



Díjole Atenea, la diosa de los brillantes ojos: — Vengo del cielo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Hera, la diosa de los níveos brazos, que os ama cordialmente a entrambos y por vosotros se preocupa. Ea, cesa de disputar, no desenvaines la espada e injúriale de palabra como te parezca. Lo que voy a decir se cumplirá: Por este ultraje se te ofrecerán un día triples y espléndidos presentes. Domínate y obedécenos.



Contestó Aquileo, el de los pies ligeros: — Preciso es, oh diosa hacer lo que mandáis aunque el corazón esté muy irritado. Obrar así es lo mejor. Quien a los dioses obedece, es por ellos muy atendido.



Dijo; y, puesta la robusta mano en el argénteo puño, envainó la enorme espada y no desobedeció la orden de Atenea. La diosa regresó al Olimpo, al palacio en que mora Zeus, que lleva la égida, entre las demás deidades.



El hijo de Peleo, no amainando en su ira, denostó nuevamente al Atrida con injuriosas voces: — ¡Borracho, que tienes cara de perro y corazón de ciervo! Jamás te atreviste a tomar las armas con la gente del pueblo para combatir, ni a ponerte en emboscada con los más valientes aqueos; ambas cosas te parecen la muerte. Es, sin duda, mucho mejor arrebatar los dones, en el vasto campamento de los aqueos, a quien te contradiga. Rey devorador de tu pueblo, porque mandas a hombres abyectos...; en otro caso, Atrida, éste fuera tu último ultraje. Otra cosa voy a decirte y sobre ella prestaré un gran juramento: Sí, por este cetro, que ya no producirá hojas ni ramos, pues dejó el tronco en la montaña; ni reverdecerá, porque el bronce lo despojó de las hojas y de la corteza, y ahora lo empuñan los aqueos que administran justicia y guardan las leyes de Zeus (grande será para ti este juramento). Algún día los aquivos todos echarán de menos a Aquileo, y tú, aunque te aflijas, no podrás socorrerles cuando sucumban y perezcan a manos de Héctor, matador de hombres. Entonces desgarrarás tu corazón, pesaroso por no haber honrado al mejor de los aqueos.



Así se expresó el Pelida; y tirando a tierra el cetro tachonado con clavos de oro, tomó asiento. El Atrida, en el opuesto lado, iba enfureciéndose. Pero levantóse Néstor, suave en el hablar, elocuente orador de los pilios, de cuya boca las palabras fluían más dulces que la miel—había visto perecer dos generaciones de hombres de voz articulada que nacieron y se criaron con él en la divina Pilos y reinaba sobre la tercera— y benévolo les arengó diciendo:



—¡Oh dioses! ,Qué motivo de pesar tan grande para la tierra aquea! Alegraríanse Príamo y sus hijos, y regocijaríanse los demás troyanos en su corazón, si oyeran las palabras con que disputáis vosotros, los primeros de los dánaos lo mismo en el consejo que en el combate. Pero dejaos convencer, ya que ambos sois más jóvenes que yo.



En otro tiempo traté con hombres aún más esforzados que vosotros, y jamás me desdeñaron. No he visto todavía ni veré hombre como Piritoo, Driante, pastor de pueblos; Ceneo, Exadio, Polifemo, igual a un dios, y Teseo Egida, que parecía un inmortal. Criáronse éstos los más fuertes de los hombres; muy fuertes eran y con otros muy fuertes combatieron: con los montaraces Centauros, a quienes exterminaron de un modo estupendo. Y yo estuve en su compañía —habiendo acudido desde Pilos, desde lejos, desde esa apartada tierra, porque ellos mismos me llamaron— y combatí según mis fuerzas. Con tales hombres no pelearía ninguno de los mortales que hoy pueblan la tierra; no obstante lo cual, seguían mis consejos y escuchaban mis palabras. Prestadme también vosotros obediencia, que es lo mejor que podéis hacer. Ni tú, aunque seas valiente, le quites la moza, sino déjasela, puesto que se la dieron en recompensa los magnánimos aqueos, ni tú, Pelida, quieras altercar de igual a igual con el rey, pues jamás obtuvo honra como la suya ningún otro soberano que usara cetro y a quien Zeus diera gloria. Si tú eres más esforzado, es porque una diosa te dio a luz; pero éste es más poderoso, porque reina sobre mayor número de hombres. Atrida, apacigua tu cólera; yo te suplico que depongas la ira contra Aquileo, que es para todos los aqueos un fuerte antemural en el pernicioso combate.



Respondióle el rey Agamemnón: — Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero este hombre quiere sobreponerse a todos los demás; a todos quiere dominar, a todos gobernar, a todos dar órdenes, que alguien, creo, se negará a obedecer. Si los sempiternos dioses le hicieron belicoso, ¿le permiten por esto proferir injurias?



Interrumpiéndole, exclamó el divino Aquileo: —Cobarde y vil podría llamárseme si cediera en todo lo que dices; manda a otros, no me des órdenes, pues yo no pienso obedecerte. Otra cosa te diré que fijarás en la memoria: No he de combatir con estas manos por la moza, ni contigo, ni con otro alguno, pues al fin me quitáis lo que me disteis; pero de lo demás que tengo cabe a la veloz nave negra, nada podrías llevarte tomándolo contra mi voluntad. Y si no, ea, inténtalo, para que éstos se enteren también; presto tu negruzca sangre correría en torno de mi lanza.



Después de altercar así con encontradas razones, se levantaron y disolvieron la junta que cerca de las naves aqueas se celebraba. El hijo de Peleo fuese hacia sus tiendas y sus bien proporcionados bajeles con Patroclo y otros amigos. El Atrida botó al mar una velera nave, escogió veinte remeros, cargó las víctimas de la hecatombe, para el dios, y conduciendo a Criseida, la de hermosas mejillas, la embarcó también; fue capitán el ingenioso Odiseo.



Así que se hubieron embarcado, empezaron a navegar por la líquida llanura. El Atrida mandó que los hombres se purificaran, y ellos hicieron lustraciones, echando al mar las impurezas, y sacrificaron en la playa hecatombes perfectas de toros y de cabras en honor de Apolo. El vapor de la grasa llegaba al cielo, enroscándose alrededor del humo.



En tales cosas ocupábase el ejército. Agamemnón no olvidó la amenaza que en la contienda hiciera a Aquileo, y dijo a Taltibio y Euríbates, sus heraldos y diligentes servidores: —Id a la tienda del Pelida Aquileo, y asiendo de la mano a Briseida, la de hermosas mejillas traedla acá; y si no os la diere, iré yo con otros a quitársela y todavía le será más duro.



Hablándoles de tal suerte y con altaneras voces, los despidió.Contra su voluntad fuéronse los heraldos por la orilla del estéril mar, llegaron a las tiendas y naves de los mirmidones, y hallaron al rey cerca de su tienda y de su negra nave. Aquileo, al verlos, no se alegró. Ellos se turbaron, y haciendo una reverencia, paráronse sin decir ni preguntar nada. Pero el héroe lo comprendió todo y dijo:



—¡Salud, heraldos, mensajeros de Zeus y de los hombres! Acercaos; pues para mí no sois vosotros los culpables, sino Agamemnón, que os envía por la joven Briseida. ¡Ea, Patroclo, de jovial linaje! Saca la moza y entrégala para que se la lleven. Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses, ante los mortales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen los demás necesidad de mí para librarse de funestas calamidades; porque él tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar a la vez en lo futuro y en lo pasado, a fin de que los aqueos se salven combatiendo junto a las naves.



De tal modo habló. Patroclo, obedeciendo a su amigo, sacó de la tienda a Briseida, la de hermosas mejillas, y la entregó para que se la llevaran. Partieron los heraldos hacia las naves aqueas, y la mujer iba con ellos de mala gana. Aquileo rompió en llanto, alejóse de los compañeros, y sentándose a orillas del espumoso mar con los ojos clavados en el ponto inmenso y las manos extendidas, dirigió a su madre muchos ruegos: — ¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Zeus altitonante debía honrarme y no lo hace en modo alguno. El poderoso Agamemnón Atrida me ha ultrajado, pues tiene mi recompensa, que él mismo me arrebató.



Así dijo llorando. Oyóle la veneranda madre desde el fondo del mar, donde se hallaba a la vera del padre anciano, e inmediatamente emergió, como niebla, de las espumosas ondas, sentóse al lado de aquél, que lloraba, acaricióle con la mano y le habló de esta manera:


—¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me ocultes lo que piensas, para que ambos lo sepamos.



Dando profundos suspiros, contestó Aquileo, el de los pies ligeros: —Lo sabes. ¿A qué referirte lo que ya conoces? Fuimos a Tebas, la sagrada ciudad de Eetión; la saqueamos, y el botín que trajimos se lo distribuyeron equitativamente los aqueos, separando para el Atrida a Criseida, la de hermosas mejillas. Luego, Crises, sacerdote del flechador Apolo, queriendo redimir a su hija, se presentó en las veleras naves aqueas con inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo, que pendían del áureo cetro, en la mano; y suplicó a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos. Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamemnón, a quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje. El anciano se fue irritado; y Apolo, accediendo a sus ruegos, pues le era muy querido, tiró a los argivos funesta saeta: morían los hombres unos en pos de otros, y las flechas del dios volaban por todas partes en el vasto campamento de los aqueos. Un sabio adivino nos explicó el vaticinio del Flechador, y yo fui el primero en aconsejar que se aplacara al dios. El Atrida encendióse en ira, y levantándose, me dirigió una amenaza que ya se ha cumplido. A aquélla, los aqueos de ojos vivos la conducen a Crisa en velera nave con presentes para el dios, y a la hija de Briseo que los aqueos me dieron, unos heraldos se la han llevado ahora mismo de mi tienda. Tú, si puedes, socorre a tu buen hijo; ve al Olimpo y ruega a Zeus, si alguna vez llevaste consuelo a su corazón con palabras o con obras. Muchas veces hallándonos en el palacio de mi padre, oí que te gloriabas de haber evitado, tú sola entre los inmortales, una afrentosa desgracia al Cronión, que amontona las sombrías nubes, cuando quisieron atarle otros dioses olímpicos, Hera, Poseidón y Palas Atenea. Tú, oh diosa, acudiste y le libraste de las ataduras, llamando al espacioso Olimpo al centímano a quien los dioses nombran Briareo y todos los hombres Egeón, el cual es superior en fuerza a su mismo padre, y se sentó entonces al lado de Zeus, ufano de su gloria; temiéronle los bienaventurados dioses y desistieron de su propósito. Recuérdaselo, siéntate junto a él y abraza sus rodillas: quizá decida favorecer a los teucros y acorralar a los aqueos, que serán muertos entre las popas, cerca del mar, para que todos disfruten de su rey y comprenda el poderoso Agamemnón Atrida la falta que ha cometido no honrando al mejor de los aqueos.



Respondióle Tetis, derramando lágrimas: — ¡Ay hijo mío! ¿Por qué te he criado, si en hora aciaga te di a luz? ¡Ojalá estuvieras en las naves sin llanto ni pena, ya que tu vida ha de ser corta, de no larga duración! Ahora eres juntamente de breve vida y el más infortunado de todos. Con hado funesto te parí en el palacio. Yo misma iré al nevado Olimpo y hablaré a Zeus, que se complace en lanzar rayos, por si se deja convencer. Tú quédate en las naves de ligero andar, conserva la cólera contra los aqueos y abstente por completo de combatir. Ayer fuese Zeus al Océano, al país de los probos etíopes, para asistir a un banquete, y todos los dioses le siguieron. De aquí a doce días volverá al Olimpo. Entonces acudiré a la morada de Zeus, sustentada en bronce; le abrazaré las rodillas, y espero que lograré persuadirle.



Dichas estas palabras partió, dejando a Aquileo con el corazón irritado a causa de la mujer de bella cintura que violentamente y contra su voluntad le habían arrebatado.



En tanto, Odiseo llegaba a Crisa con las víctimas para la sacra hecatombe. Cuando arribaron al profundo puerto, amainaron las velas, guardándolas en la negra nave; abatieron por medio de cuerdas el mástil hasta la crujía; y llevaron el buque, a fuerza de remos, al fondeadero. Echaron anclas y ataron las amarras, saltaron a la playa, desembarcaron las víctimas de la hecatombe para el flechador Apolo y Criseida salió de la nave que atraviesa el ponto. El ingenioso Odiseo llevó la moza al altar y, poniéndola en manos de su padre, dijo:



—¡Oh Crises! Envíame el rey de hombres Agamemnón a traerte la hija y ofrecer en favor de los dánaos una sagrada hecatombe a Apolo, para que aplaquemos a este dios que tan deplorables males ha causado a los aqueos.



Dijo, y puso en sus manos la hija amada, que aquél recibió con alegría. Acto continuo, ordenaron la sacra hecatombe en torno del bien construido altar, laváronse las manos y tomaron harina con sal. Y Crises oró en alta voz y con las manos levantadas.



—¡Oyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila e imperas en Ténedos poderosamente! Me escuchaste cuando te supliqué, y para honrarme, oprimiste duramente al ejército aqueo; pues ahora cúmpleme este voto: ¡Aleja ya de los dánaos la abominable peste!



Tal fue su plegaria, y Febo Apolo le oyó. Hecha la rogativa y esparcida la harina con sal, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; en seguida cortaron los muslos, y después de cubrirlos con doble capa de grasa y de carne cruda en pedacitos, el anciano los puso sobre leña encendida y los roció de negro vino. Cerca de él, unos jóvenes tenían en las manos asadores de cinco puntas. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y descuartizando lo demás, atravesáronlo con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el banquete, comieron, y nadie careció de su respectiva porción. Cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, los mancebos llenaron las crateras y distribuyeron el vino a todos los presentes después de haber ofrecido en copas las primicias. Y durante el día los aqueos aplacaron al dios con el canto, entonando un hermoso peán al flechador Apolo, que les oía con el corazón complacido.



Cuando el sol se puso y sobrevino la noche, durmieron cabe a las amarras del buque. Mas, así que apareció la hija de la mañana, la Eos de rosados dedos, hiciéronse a la mar para volver al espacioso campamento aqueo, y el flechador Apolo les envió próspero viento. Izaron el mástil, descogieron las velas, que hinchó el viento, y las purpúreas ondas resonaban en torno de la quilla mientras la nave corría siguiendo su rumbo. Una vez llegados al vasto campamento de los aquivos, sacaron la negra nave a tierra firme y la pusieron en alto sobre la arena, sosteniéndola con grandes maderos. Y luego se dispersaron por las tiendas y los bajeles.



El hijo de Peleo y descendiente de Zeus, Aquileo, el de los pies ligeros, seguía irritado en las veleras naves, y ni frecuentaba las juntas donde los varones cobran fama, ni cooperaba a la guerra; sino que consumía su corazón, permaneciendo en los bajeles, y echaba de menos la gritería y el combate.



Cuando, después de aquel día, apareció la duodécima aurora, los sempiternos dioses volvieron al Olimpo con Zeus a la cabeza. Tetis no olvidó entonces el encargo de su hijo: saliendo de entre las olas del mar, subió muy de mañana al gran cielo y al Olimpo, y halló al longividente Cronión sentado aparte de los demás dioses en la más alta de las muchas cumbres del monte. Acomodóse junto a él, abrazó sus rodillas con la mano izquierda, tocóle la barba con la diestra y dirigió esta súplica al soberano Jove Cronión:



—¡Padre Zeus! Si alguna vez te fui útil entre los inmortales con palabras u obras, cúmpleme este voto: Honra a mi hijo, el héroe de más breve vida, pues el rey de hombres Agamemnón le ha ultrajado, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Véngale tú, próvido Zeus Olímpico, concediendo la victoria a los teucros hasta que los aqueos den satisfacción a mi hijo y le colmen de honores.



De tal suerte habló Zeus, que amontona las nubes, nada contestó, guardando silencio un buen rato. Pero Tetis, que seguía como cuando abrazó sus rodillas, le suplicó de nuevo:


—Prométemelo claramente asintiendo, o niégamelo —pues en ti no cabe el temor— para que sepa cuán despreciada soy entre todas las deidades.


Zeus, que amontona las nubes, respondió afligidísimo: — ¡Funestas acciones! Pues harás que me malquiste con Hera cuando me zahiera con injuriosas palabras. Sin motivo me riñe siempre ante los inmortales dioses, porque dice que en las batallas favorezco a los teucros. Pero ahora vete, no sea que Hera advierta algo; yo me cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo deseas, te haré con la cabeza la señal de asentimiento para que tengas confianza. Este es el signo más seguro, irrevocable y veraz para los inmortales; y no deja de efectuarse aquello a que asiento con la cabeza.




Dijo el Cronión, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su influjo estremecióse el dilatado Olimpo.


Después de deliberar así, se separaron; ella saltó al profundo mar desde el resplandeciente Olimpo, y Zeus volvió a su palacio. Los dioses se levantaron al ver a su padre, y ninguno aguardó a que llegase, sino que todos salieron a su encuentro. Sentóse Zeus en el trono; y Hera, que, por haberlo visto no ignoraba que Tetis, la de argentados pies, hija del anciano del mar con él departiera, dirigió en seguida injuriosas palabras a Jove Cronión:



—¿Cuál de las deidades, oh doloso, ha conversado contigo? Siempre te es grato, cuando estás lejos de mi, pensar y resolver algo clandestinamente, y jamás te has dignado decirme una sola palabra de lo que acuerdas.



Respondió el padre de los hombres y de los dioses: — ¡Hera! No esperes conocer todas mis decisiones, pues te resultará difícil aun siendo mi esposa. Lo que pueda decirse, ningún dios ni hombre lo sabrá antes que tú; pero lo que quiera resolver sin contar con los dioses no lo preguntes ni procures averiguarlo.



Replicó Hera veneranda, la de los grandes ojos: — ¡Terribilísimo Cronión, qué palabras proferiste! No será mucho lo que te haya preguntado o querido averiguar, puesto que muy tranquilo meditas cuanto te place. Mas ahora mucho recela mi corazón que te haya seducido Tetis, la de los argentados pies, hija del anciano del mar. Al amanecer el día sentóse cerca de ti y abrazó tus rodillas; y pienso que le habrás prometido, asintiendo, honrar a Aquileo y causar gran matanza junto a las naves aqueas.



Contestó Zeus, que amontona las nubes: — ¡Ah desdichada! Siempre sospechas y de ti no me oculto. Nada, empero, podrás conseguir sino alejarte de mi corazón; lo cual todavía te será más duro. Si es cierto lo que sospechas, así debe de serme grato. Pero, siéntate en silencio; obedece mis palabras. No sea que no te valgan cuantos dioses hay en el Olimpo, si acercándome te pongo encima las invictas manos.


Tal dijo. Hera veneranda, la de los grandes ojos, temió; y refrenando el coraje, sentóse en silencio. Indignáronse en el palacio de Zeus los dioses celestiales. Y Hefesto, el ilustre artífice, comenzó a arengarles para consolar a su madre Hera, la de los níveos brazos:


—Funesto e insoportable será lo que ocurra, si vosotros disputáis así por los mortales y promovéis alborotos entre los dioses; ni siquiera en el banquete se hallará placer alguno, porque prevalece lo peor. Yo aconsejo a mi madre, aunque ya ella tiene juicio, que obsequie al padre querido, para que éste no vuelva a reñirla y a turbarnos el festín. Pues si el Olímpico fulminador quiere echarnos del asiento... nos aventaja mucho en poder. Pero halágale con palabras cariñosas y pronto el Olímpico nos será propicio.


De este modo habló, y tomando una copa doble, ofrecióla a su madre, diciendo: —Sufre, madre mía, y sopórtalo todo aunque estés afligida; que a ti, tan querida, no te vean mis ojos apaleada, sin que pueda socorrerte, porque es difícil contrarrestar al Olímpico. Ya otra vez que te quise defender, me asió por el pie y me arrojó de los divinos umbrales. Todo el día fui rodando y a la puesta del sol caí en Lemnos. Un poco de vida me quedaba y los sinties me recogieron tan pronto como hube caído.



Así dijo. Sonríose Hera, la diosa de los níveos brazos; y sonriente aún, tomó la copa doble que su hijo le presentaba. Hefesto se puso a escanciar dulce néctar para las otras deidades, sacándolo de la cratera; y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados dioses al ver con qué afán les servía en el palacio.



Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín; y nadie careció de su respectiva porción, ni faltó la hermosa cítara que tañía Apolo, ni las Musas, que con linda voz cantaban alternando.


Mas cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los dioses fueron a recogerse a sus respectivos palacios que había construido Hefesto, el ilustre cojo de ambos pies con sabia inteligencia. Zeus Olímpico, fulminador, se encaminó al lecho donde acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía. Subió y acostóse; y a su lado descansó Hera, la de áureo trono.





La Ilíada - Canto II: Hipnos engaña a Agamemnón. Catálogo de Naves
de Homero


Las demás deidades y los hombres que en carros combaten durmieron toda la noche, pero Zeus no probó las dulzuras del sueño, porque su mente buscaba el medio de honrar a Aquileo y causar gran matanza junto a las naves aqueas. Al fin, creyendo que lo mejor sería enviar un pernicioso sueño al Atrida Agamemnón, pronunció estas aladas palabras:



—Anda, pernicioso Hipno, encamínate a las veleras naves aqueas, introdúcete en la tienda de Agamemnón Atrida, y dile cuidadosamente lo que voy a encargarte. Ordénale que arme a los aqueos de larga cabellera y saque toda la hueste: ahora podría tomar a Troya la ciudad de anchas calles, pues los inmortales que poseen olímpicos palacios ya no están discordes, por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los troyanos.




Tal dijo. Partió el Hipno al oír el mandato, llegó en un instante a las veleras naves aqueas, y hallando dormido en su tienda al Atrida Agamemnón —alrededor del héroe habíase difundido el sueño inmortal— púsose sobre la cabeza del mismo, y tomó la figura de Néstor, hijo de Neleo, que era el anciano a quien aquél más honraba. Así transfigurado, dijo el divino Hipno:



—¿Duermes, hijo del belicoso Atreo domador de caballos? No debe dormir toda la noche el príncipe a quien se han confiado los guerreros y a cuyo cargo se hallan tantas cosas. Préstame atención, pues vengo como mensajero de Zeus; el cual, aun estando lejos, se interesa mucho por ti y te compadece. Armar te ordena a los aqueos de larga cabellera y sacar toda la hueste: ahora podrías tomar la ciudad de anchas calles de los troyanos, pues los inmortales que poseen olímpicos palacios ya no están discordes, por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los troyanos por la voluntad de Zeus. Graba mis palabras en tu memoria, para que no las olvides cuando el dulce sueño te abandone.



Dijo, se fue y dejó a Agamemnón revolviendo en su espíritu lo que no debía cumplirse. Figurábase que iba a tomar la ciudad de Troya aquel mismo día. ¡Insensato! No sabía lo que tramaba Zeus, quien había de causar nuevos males y llanto a los troyanos y a los dánaos por medio de terribles peleas. Cuando despertó, la voz divina resonaba aún en torno suyo. Incorporóse, y, habiéndose sentado, vistió la túnica fina, hermosa, nueva; se echó el gran manto, calzó sus pies con bellas sandalias y colgó del hombro la espada tachonada con argénteos clavos. Tomó el imperecedero cetro de su padre y se encaminó hacia las naves de los aqueos, de broncíneas corazas.



Subía la divinal Eos al vasto Olimpo para anunciar el día a Zeus y a los demás dioses, cuando Agamemnón ordenó que los heraldos de voz sonora convocaran a junta a los aqueos de larga cabellera. Convocáronlos aquéllos, y éstos se reunieron en seguida.



Pero celebróse antes un consejo de magnánimos próceres junto a la nave del rey Néstor, natural de Pilos. Agamemnón los llamó para hacerles una discreta consulta:


—¡Oh, amigos! Dormía durante la noche inmortal, cuando se me acercó un Hipno divino muy semejante al ilustre Néstor en la forma, estatura y natural. Púsose sobre mi cabeza y profirió estas palabras:


-¿Duermes, hijo del belicoso Atreo, domador de caballos? No debe dormir toda la noche el príncipe a quien se han confiado los guerreros y a cuyo cargo se hallan tantas cosas. Préstame atención, pues vengo como mensajero de Zeus, el cual, aun estando lejos se interesa mucho por ti y te compadece. Armar te ordena a los aqueos de larga cabellera y sacar toda la hueste: ahora podrías tomar a Troya, la ciudad de anchas calles, pues los inmortales que poseen olímpicos palacios ya no están discordes, por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los troyanos por la voluntad de Zeus. Graba mis palabras en tu memoria. Dijo, fuese volando, y el dulce sueño me abandonó. Ea, veamos cómo podremos conseguir que los aqueos tomen las armas. Para probarlos como es debido, les aconsejaré que huyan en las naves de muchos bancos; y vosotros, hablándoles unos por un lado y otros por, el opuesto, procurad detenerlos.



Habiéndose expresado en estos términos, se sentó. Seguidamente levantóse Néstor, que era rey de la arenosa Pilos, y benévolo les arengó diciendo:



—¡Amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Si algún otro aqueo nos refiriese el sueño, lo creeríamos falso y desconfiaríamos aún más; pero lo ha tenido quien se gloria de ser el más poderoso de los aqueos. Ea, veamos cómo podremos conseguir que los aqueos tomen las armas.



Dichas estas palabras, salió del consejo. Los reyes que llevan cetro se levantaron, obedeciendo al pastor de hombres, y la gente del pueblo acudió presurosa. Como de la hendedura de un peñasco salen sin cesar enjambres de abejas, que vuelan arracimadas sobre las flores primaverales y unas revolotean a este lado y a otras a aquél, así las numerosas familias de guerreros marchaban en grupos, por la baja ribera, desde las naves y tiendas a la junta. En medio, la Feme, mensajera de Zeus, enardecida, les instigaba a que acudieran, y ellos se iban reuniendo.



Agitóse la junta, gimió la tierra y se produjo tumulto, mientras los hombres tomaron sitio. Nueve heraldos daban voces para que callaran y oyeran a los reyes, alumnos de Zeus. Sentáronse al fin, aunque con dificultad, y enmudecieron tan pronto como ocuparon los asientos. Entonces se levantó el rey Agamemnón, empuñando el cetro que Hefesto hiciera para el soberano Jove Cronión —éste lo dio al mensajero Argifontes; Hermes lo regaló al excelente jinete Pélope, quien, a su vez, lo entregó a Atreo, pastor de hombres; Atreo al morir lo legó a Tiestes, rico en ganado, y Tiestes lo dejó a Agamemnón para que reinara en muchas islas y en todo el país de Argos—, y descansando el rey sobre el arrimo del cetro, habló así a los argivos:



—¡Amigos, héroes dánaos, ministros de Ares! En grave infortunio envolvióme Zeus. ¡Cruel! Me prometió y aseguró que no me iría sin destruir la bien murada Ilión, y todo ha sido funesto engaño; pues ahora me ordena regresar a Argos, sin gloria, después de haber perdido tantos hombres. Así debe de ser grato al prepotente Zeus, que ha destruido las fortalezas de muchas ciudades y aun destruirá otras, porque su poder es inmenso. Vergonzoso será para nosotros que lleguen a saberlo los hombres de mañana. ¡Un ejército aqueo tal y tan grande, hacer una guerra vana e ineficaz! ¡Combatir contra un número menor de hombres y no saberse aun cuándo la contienda tendrá fin! Pues si aqueos y troyanos, jurando la paz, quisiéramos contarnos y reunidos cuantos troyanos hay en sus hogares y agrupados nosotros en décadas, cada una de éstas eligiera un troyano para que escanciara el vino, muchas décadas se quedarían sin escanciador. En tanto superan los aqueos a los troyanos que en Ilión moran! Pero han venido en su ayuda hombres de muchas ciudades, que saben blandir la lanza, me apartan de mi propósito y no me permiten, como quisiera, tomar la populosa ciudad de Troya. Nueve años del gran Zeus transcurrieron ya; los maderos de las naves se han podrido y las cuerdas están deshechas; nuestras esposas e hijitos nos aguardan en los palacios; y aún no hemos dado cima a la empresa para la cual vinimos. Ea, obremos todos como voy a decir: Huyamos, en las naves a nuestra patria, pues ya no tomaremos a Troya, la de anchas calles.



Así dijo: y a todos los que no habían asistido al consejo se les conmovió el corazón en el pecho. Agitóse la junta como las grandes olas que en el mar Icario levan el Euro y el Noto cayendo impetuosos de las nubes amontonadas por el padre Zeus. Como el Céfiro mueve con violento soplo un campo de trigo y se cierne sobre las espigas, de igual manera se movió toda la junta. Con gran gritería y levantando nubes de polvo, corren hacia los bajeles; exhórtanse a tirar de ellos para botarlos al mar divino; limpian los canales; quitan los soportes y el vocerío de los que se disponen a volver a la patria llega hasta el cielo.



Y efectuárase entonces, antes de lo dispuesto por el destino, el regreso de los argivos, si Hera no hubiese dicho a Atenea:



—¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita deidad! ¿Huirán los argivos a sus casas, a su tierra, por el ancho dorso del mar, y dejarán como trofeo a Príamo y a los troyanos la argiva Helena, por la cual tantos aqueos perecieron en Troya, lejos de su patria? Ve en seguida al ejército de los aqueos, de broncíneas corazas, detén con suaves palabras a cada guerrero y no permitas que boten al mar los corvos bajeles.



De este modo habló. Atenea, la diosa de los brillantes ojos, no fue desobediente. Bajando en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo, llegó presto a las naves aqueas y halló a Odiseo, igual a Zeus en prudencia, que permanecía inmóvil y sin tocar la negra nave de muchos bancos, porque el pesar le llegaba al corazón y al alma. Y poniéndose a su lado, díjole Atenea, la de los brillantes ojos:



—¡Hijo de Laertes, de jovial linaje! ¡Odiseo, fecundo en recursos! ¿Huiréis a vuestras casas, a la patria tierra, embarcados en las naves de muchos bancos, y dejaréis como trofeo a Príamo y a los troyanos la argiva Helena, por la cual tantos aqueo, perecieron en Troya, lejos de su patria? Ve en seguida al ejército de los aqueos y no cejes: detén con suaves palabras a cada guerrero y no permitas que boten al mar los corvos bajeles.



Dijo. Odiseo conoció la voz de la diosa; tiró el manto, que recogió el heraldo Euríbates de Itaca, que le acompañaba; corrió hacia el Atrida Agamemnón, para que le diera el imperecedero cetro paterno; y con éste en la mano, enderezó a las naves de los aqueos, de broncíneas corazas.



Cuando encontraba a un rey o a un capitán eximio, parábase y le detenía con suaves palabras :


—¡Ilustre! No es digno de ti temblar como un cobarde. Detente y haz que los otros se detengan también. Aun no conoces claramente la intención del Atrida: ahora nos prueba, y pronto castigará a los aqueos. En el consejo no todos comprendimos lo que dijo. No sea que, irritándose, maltrate a los aqueos; la cólera de los reyes, alumnos de Zeus, es terrible, porque su dignidad procede del próvido Zeus, y éste los ama.


Cuando encontraba a un hombre del pueblo gritando, dábale con el cetro y le increpaba de esta manera:



—¡Desdichado! Estate quieto y escucha a los que te aventajan en bravura, tú, débil e inepto para la guerra, no eres estimado ni en el combate ni en el consejo. Aquí no todos los aqueos podemos ser reyes; no es un bien la soberanía de muchos; uno solo sea príncipe, uno solo rey: aquel a quien el hijo del artero Cronos dio cetro y leyes para que reine sobre nosotros.



Así Odiseo, obrando como supremo jefe, se imponía al ejército; y ellos se apresuraban a volver de las tiendas y naves a la junta, con gran vocerío, como cuando el oleaje del estruendoso mar brama en la anchurosa playa y el ponto resuena.



Todos se sentaron y permanecieron quietos en su sitio, a excepción de Tersites, que, sin poner freno a la lengua, alborotaba. Ese sabía muchas palabras groseras para disputar temerariamente, no de un modo decoroso, con los reyes; y lo que a él le pareciera, hacerlo ridículo para los argivos. Fue el hombre más feo que llegó a Troya, pues era bizco y cojo de un pie; sus hombros corcovados se contraían sobre el pecho, y tenía la cabeza puntiaguda y cubierta por rala cabellera. Aborrecíanle de un modo especial Aquileo y Odiseo a quienes zahería; y entonces, dando estridentes voces, insultaba al divino Agamemnón. Y por más que los aqueos se indignaban e irritaban mucho contra él, seguía increpándole a voz en grito:


—¡Atrida! ¿De qué te quejas o de qué careces? Tus tiendas están repletas de bronce y tienes muchas y escogidas mujeres que los aqueos te ofrecemos antes que a nadie cuanto tomamos alguna ciudad. ¿Necesitas, acaso, el oro que un troyano te traiga de Ilión para redimir al hijo que yo u otro aqueo haya hecho prisionero? ¿O, por ventura, una joven con quien goces del amor y que tú solo poseas? No es justo que siendo el jefe, ocasiones tantos males a los aqueos. ¡Oh cobardes, hombres sin dignidad, aqueas más bien que aqueos! Volvamos en las naves a la patria y dejémosle aquí, en Troya, para que devore el botín y sepa si le sirve o no nuestra ayuda; ya que ha ofendido a Aquileo, varón muy superior, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Poca cólera siente Aquileo en su pecho y es grande su indolencia; si no fuera así, Atrida, éste sería tu último ultraje.



Tales palabras dijo Tersites, zahiriendo a Agamemnón, pastor de hombres. El divino Odiseo se detuvo a su lado; y mirándole con torva faz, le increpó duramente:



—¡Tersites parlero! Aunque seas orador fecundo, calla y no quieras disputar con los reyes. No creo que haya un hombre peor que tú entre cuantos han venido a Ilión con los Atridas. Por tanto, no tomes en boca a los reyes, ni los injuries, ni pienses en el regreso. No sabemos aún con certeza cómo esto acabará y si la vuelta de los aqueos será feliz o desgraciada. Mas tú denuestas al Atrida Agamemnón porque los héroes dánaos le dan muchas cosas; por esto le zahieres. Lo que voy a decir se cumplirá: Si vuelvo a encontrarte delirando como ahora, que Odiseo no conserve la cabeza sobre los hombros ni sea llamado padre de Telémaco si echándote mano, no te despojo del vestido (el manto y la túnica que cubren tus vergüenzas) y no te envío lloroso de la junta a las veleras naves después de castigarte con afrentosos azotes.



Tal dijo, y con el cetro diole un golpe en la espalda y los hombros. Tersites se encorvó, mientras una gruesa lágrima caía de sus ojos y un cruento cardenal aparecía en su espalda por bajo del áureo cetro: Sentóse, turbado y dolorido; miró a todos con aire de simple, y se enjugó las lágrimas. Ellos, aunque afligidos, rieron con gusto y no faltó quien dijera a su vecino:



—¡Oh dioses! Muchas cosas buenas hizo Odiseo, ya dando consejos saludables, ya preparando la guerra; pero esto es lo mejor que ha realizado entre los argivos: hacer callar al insolente charlatán, cuyo ánimo osado no le impulsará en lo sucesivo a zaherir con injuriosas palabras a los reyes.



De tal modo hablaba la multitud. Levantóse Odiseo, asolador de ciudades, con el cetro en la mano (Atenea, la de los brillantes ojos, que, transfigurada en heraldo, junto a él estaba, impuso silencio para que todos los aqueos, desde los primeros hasta los últimos, oyeran el discurso y meditaran los consejos), y benévolo les arengó diciendo:



—¡Atrida! Los aqueos, oh rey, quieren cubrirte de baldón ante todos los mortales de voz articulada y no cumplen lo que te prometieron al venir de la Argólide, criadora de caballos: que no te irías sin destruir la bien murada Ilión. Cual si fuesen niños o viudas, se lamentan unos con otros y desean regresar a su casa. Y es, en verdad, penoso que hayamos de volver afligidos. Cierto que cualquiera se impacienta al mes de estar separado de su mujer, cuando ve detenida su nave de muchos bancos por las borrascas invernales y el mar alborotado; y nosotros hace ya nueve años, con el presente, que aquí permanecemos. No me enfado, pues, porque los aqueos se impacienten junto a las cóncavas naves; pero sería bochornoso haber estado aquí tanto tiempo y volvernos sin conseguir nuestro propósito. Tened paciencia, amigos, y aguardad un poco más, para que sepamos si fue verídica la predicción de Calcante. Bien grabada la tenemos en la memoria, y todos vosotros, los que no habéis sido arrebatados por las Moiras, sois testigos de lo que ocurrió en Aulide cuando se reunieron las naves aqueas que tantos males habían de traer a Príamo y a los troyanos. En sacros altares inmolábamos hecatombes perfectas a los inmortales junto a una fuente y a la sombra de un hermoso plátano a cuyo pie manaba el agua cristalina. Allí se nos ofreció un gran portento. Un horrible dragón de roja espalda, que el mismo Olímpico sacara a la luz, saltó de debajo del altar al plátano. En la rama cimera de éste hallábanse los hijuelos recién nacidos de un ave, que medrosos se acurrucaban debajo de las hojas; eran ocho, y con la madre que los parió, nueve. El dragón devoró a los pajarillos, que piaban lastimeramente; la madre revoloteaba quejándose, y aquel volvióse y la cogió por el ala, mientras ella chillaba. Después que el dragón se hubo comido al ave y a los polluelos, el dios que lo hiciera aparecer obró en él un prodigio: el hijo del artero Cronos transformólo en piedra, y nosotros, inmóviles, admirábamos lo que ocurría. De este modo, las grandes y portentosas acciones de los dioses interrumpieron las hecatombes. Y en seguida Calcante, vaticinando, exclamó:



—¿Por qué enmudecéis, aqueos de larga cabellera? El próvido Zeus es quien nos muestra ese prodigio grande, tardío, de lejano cumplimiento, pero cuya gloria jamás perecerá. Como el dragón devoró a los polluelos del ave y al ave misma, los cuales eran ocho, y con la madre que los dio a luz, nueve, así nosotros combatiremos allí igual número de años, y al décimo tomaremos la ciudad de anchas calles. Tal fue lo que dijo y todo se va cumpliendo. ¡Ea, aqueos de hermosas grebas, quedaos todos hasta que tomemos la gran ciudad de Príamo!



De tal suerte habló. Los argivos, con agudos gritos que hacían retumbar horriblemente las naves, aplaudieron el discurso del divino Odiseo. Y Néstor, caballero gerenio, les arengó diciendo:



—¡Oh dioses! Habláis como niños chiquitos que no están ejercitados en los bélicos trabajos. ¿Qué son de nuestros convenios y juramentos? ¿Se fueron, pues, en humo los consejos, los afanes de los guerreros, los pactos consagrados con libaciones de vino puro y los apretones de manos en que confiábamos? Nos entretenemos en contender con palabras y sin motivo, y en tan largo espacio no hemos podido encontrar un medio eficaz para conseguir nuestro objeto. ¡Atrida! Tú como siempre, manda con firme decisión a los argivos en el duro combate y deja que se consuman uno o dos que en discordia con los demás aqueos desean, aunque no realizarán su propósito, regresar a Argos antes de saber si fue o no falsa la promesa de Zeus, que lleva la égida. Pues yo os aseguro que el prepotente Cronión se nos mostró propicio, relampagueando por el diestro lado y haciéndonos favorables señales, el día en que los argivos se embarcaron en las naves de ligero andar para traer a los troyanos la muerte y el destino. Nadie pues, se dé prisa por volver a su casa, hasta haber dormido con la esposa de un troyano y haber vengado la huida y los gemidos de Helena. Y si alguno tanto anhelare el regreso, toque la negra nave de muchos bancos para que delante de todos sea muerto y cumpla su destino. ¡Oh rey! No dejes de pensar tú mismo y sigue también los consejos que nosotros te damos. No es despreciable lo que voy a decirte: Agrupa a los hombres, oh Agamemnón, por tribus y familias, para que una tribu ayude a otra tribu y una familia a otra familia. Si así obrares y te obedecieren los aqueos, sabrás pronto cuáles jefes y soldados son cobardes y cuáles valerosos, pues pelearán distintamente; y conocerás si no puedes tomar la ciudad por la voluntad de los dioses o por la cobardía de tus hombres y su impericia en la guerra.



Respondió el rey Agamemnón: —De nuevo, oh anciano, superas en la junta a los aqueos todos. Ojalá, ¡padre Zeus, Atenea, Apolo!, tuviera entre los argivos diez consejeros semejantes; entonces la ciudad del rey Príamo sería pronto tomada y destruida por nuestras manos. Pero Zeus que lleva la égida me envía penas, enredándome en inútiles disputas y riñas, Aquileo y yo peleamos con encontradas razones por una muchacha, y fui el primero en irritarme; si ambos procediéramos de acuerdo, no se diferiría un solo momento la ruina de los troyanos. Ahora, id a comer para que luego trabemos el combate; cada uno afile la lanza, prepare el escudo, dé el pasto a los corceles de pies ligeros e inspeccione el carro, apercibiéndose para la lucha; pues durante todo el día nos pondrá a prueba el horrendo Ares. Ni un breve descanso ha de haber siquiera hasta que la noche obligue a los valientes guerreros a separarse. La correa del escudo que al combatiente cubre, se impregnará de sudor en torno del pecho; el brazo se fatigará con el manejo de la lanza, y sudarán los corceles arrastrando los pulimentados carros. Y aquel que se quede voluntariamente en las corvas naves, lejos de la batalla como yo le vea, no se librará de los perros y de las aves de rapiña.



Así habló. Los argivos promovían gran clamoreo, como cuando las olas, movidas por el Noto, baten un elevado risco que se adelanta sobre el mar y no lo dejan mientras soplan los vientos en contrarias direcciones. Luego, levantándose, se dispersaron por las naves, encendieron lumbre en las tiendas, tomaron la comida y ofrecieron sacrificios, quiénes a uno, quiénes a otro de los sempiternos dioses, para que los librasen de morir en la batalla. Agamemnón, rey de hombres, inmoló un pingüe buey de cinco años al prepotente Cronión, habiendo llamado a su tienda a los principales caudillos de los aqueos todos: a Néstor y al rey Idomeneo, luego a entrambos Ayaces y al hijo de Tideo, y en sexto lugar a Odiseo, igual en prudencia a Zeus. Espontáneamente se presentó Menelao, valiente en la pelea, porque sabía lo que su hermano estaba preparando. Colocáronse todos alrededor del buey y tomaron harina con sal. Y puesto en medio, el poderoso Agamemnón oró diciendo:



—¡Zeus gloriosísimo, máximo, que amontonas las sombrías nubes y vives en el éter! ¡Que no se ponga el sol ni sobrevenga la oscura noche antes que yo destruya el palacio de Príamo, entregándolo a las llamas; pegue voraz fuego a las puertas; rompa con mi lanza la coraza de Héctor en su mismo pecho, y vea a muchos de sus compañeros caídos de bruces en el polvo y mordiendo la tierra!



Dijo; pero el Cronión no accedió y, aceptando los sacrificios, preparóles no envidiable labor. Hecha la rogativa y esparcida la harina con sal, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás y las degollaron y desollaron; cortaron los muslos, cubriéronlos con doble capa de grasa y de carne cruda en pedacitos, y los quemaron con leña sin hojas; y atravesando las entrañas con los asadores, las pusieron al fuego. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y descuartizando lo restante, lo cogieron con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el festín, comieron, y nadie careció de su respectiva porción. Y cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Néstor, caballero gerenio, comenzó a decirles:



—¡Atrida gloriosísimo, rey de los hombres Agamemnón! No nos entretengamos en hablar, ni difiramos por más tiempo la empresa que un dios pone en nuestras manos. ¡Ea! Los heraldos de los aqueos, de broncíneas corazas, pregonen que el ejército se reúna cerca de los bajeles, y nosotros recorramos juntos el espacioso campamento para promover cuanto antes un vivo combate.



Tales fueron sus palabras; y Agamemnón, rey de hombres, no desobedeció. Al momento dispuso que los heraldos de voz sonora llamaran a la batalla a los aqueos de larga cabellera; hízose el pregón, y ellos se reunieron prontamente. El Atrida y los reyes, alumnos de Zeus, hacían formar a los guerreros, y los acompañaba Atenea, la de los brillantes ojos, llevando la preciosa inmortal égida que no envejece y de la cual cuelgan cien áureos borlones, bien labrados y del valor de cien bueyes cada uno. Con ella en la mano movíase la diosa entre los aqueos, instigábales a salir al campo y ponía fortaleza en sus corazones para que pelearan y combatieran sin descanso. Pronto les fue más agradable batallar, que volver a la patria tierra en las cóncavas naves.



Cual se columbra desde lejos el resplandor de un incendio, cuando el voraz fuego se propaga por vasta selva en la cumbre de un monte, así el brillo de las broncíneas armaduras de los que se ponían en marcha llegaba al cielo a través del éter.


De la suerte que las alígeras aves —gansos, grullas o cisnes cuellilargos— se posan en numerosas bandadas y chillando en la pradera Así o, cerca del río Caístro, vuelan acá y allá ufanas de sus alas, y el campo resuena, de esta manera las numerosas huestes afluían de las naves y tiendas a la llanura escamandria y la tierra retumbaba horriblemente bajo los pies de los guerreros y de los caballos. Y los que en el florido prado del Escamandro llegaron a juntarse fueron innumerables; tantos, cuantas son las hojas y flores que en la primavera nacen.



Como enjambres copiosos de moscas que en la primaveral estación vuelan agrupadas por el establo del pastor, cuando la leche llena los tarros, en tan gran número reuniéronse en la llanura los aqueos de larga cabellera, deseosos de acabar con los teucros.



Poníanlos los caudillos en orden de batalla fácilmente, como los pastores separan las cabras de grandes rebaños cuando se mezclan en el pasto; y en medio aparecía el poderoso Agamemnón, semejante en la cabeza y en los ojos a Zeus, que se goza en lanzar rayos en el cinturón a Ares y en el pecho a Poseidón. Como en la vacada el buey más excelente es el toro, que sobresale entre las vacas, de igual manera hizo Zeus que Agamemnón fuera aquel día insigne y eximio entre muchos héroes.



Decidme ahora, Musas, que poseéis olímpicos palacios y como diosas lo presenciáis y conocéis todo mientras que nosotros oímos tan sólo la fama y nada cierto sabemos, cuáles eran los caudillos y príncipes de los dánaos. A la muchedumbre no podría enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz infatigable y corazón de bronce: sólo las Musas olímpicas hijas de Zeus, que lleva la égida, podrían decir cuántos a Ilión fueron. Pero mencionaré los caudillos y las naves todas.



Mandaban a los beocios Penéleo, Leito, Arcesilao, Protoenor y Clonio. Los que cultivaban los campos de Hiria, Aulide pétrea, Esquemo, Escolo, Eteono fragosa, Tespia, Grea y la vasta Micaleso; los que moraban en Harma, Ilesio y Eritras; los que residían en Eleón, Hila, Peteón, Ocalea, Medeón, ciudad bien construida, Copas, Eutresis y Tisba, en palomas abundante; los que habitaban Coronea, Haliarto herbosa, Platea y Glisante; los que poseían la bien edificada ciudad de Hipotebas, la sacra Onquesto, delicioso bosque de Poseidón, y las ciudades de Arna en uvas abundosa, Midea, Nisa divina y Antedón fronteriza; todos éstos llegaron en cincuenta naves. En cada una se habían embarcado ciento veinte beocios.



De los que habitaban en Aspledón y Orcómeno Minieo eran caudillos Ascálafo y Yálmeno, hijos de Ares y de Astíoque, que los había dado a luz en el palacio de Actor Azida. Astíoque, que era virgen ruborosa, subió al piso superior, y el terrible dios se unió con ella clandestinamente. Treinta cóncavas naves en orden les seguían.



Mandaban a los focenses Esquedio y Epístrofe, hijos del magnánimo Ifito Naubólida. Los de Cipariso, Pitón pedregosa, Crisa divina, Dáulide y Panopeo; los que habitan en Anemoría, Hiámpolis y la ribera del divino Cefiso; los que poseían la ciudad de Lilea en las fuentes del mencionado río: todos éstos habían llegado en cuarenta negras naves. Los caudillos ordenaban entonces las filas de los focenses, que en las batallas combatían a la izquierda de los beocios.



Acaudillaba a los locrenses, que vivían en Cino, Opunte, Calíaro Besa, Escarfa, Augías amena, Tarfa y Tronio, a orillas del Boagrio, el ligero Ayante de Oileo, menor, mucho menor que Ayante Telamonio: era bajo de cuerpo, llevaba coraza de lino y en el manejo de la lanza superaba a todos los helenos y aqueos. Seguíanle cuarenta negras naves, en las cuales habían venido los locrenses que viven más allá de la sagrada Eubea.



Los abantes de Eubea, que residían en Calcis, Eretria, Histiea en uvas abundosa. Cerinto marítima, Dio, ciudad excelsa. Caristo y Estira, eran capitaneados por el magnánimo Elefenor Calcodontíada, vástago de Ares. Con tal caudillo llegaron los ligeros abantes, que dejaban crecer la cabellera en la parte posterior de la cabeza: eran belicosos y deseaban siempre romper con sus lanzas de fresno las corazas en los pechos de los enemigos. Seguíanle cuarenta negras naves.



Los que habitaban en la bien edificada ciudad de Atenas y constituían el pueblo del magnánimo Erecteo, a quien Atenea, hija de Zeus crió —habíale dado a luz la fértil tierra— y puso en su rico templo de Atenas, donde los jóvenes atenienses ofrecen todos los años sacrificios propiciatorios de toros y corderos a la diosa, tenían por jefe a Menesteo, hijo de Peteo. Ningún hombre de la tierra sabía como ése poner en orden de batalla, así a los que combatían en carros, como a los peones armados de escudos; sólo Néstor competía con él, porque era más anciano. Cincuenta negras naves le seguían.



Ayante había partido de Salamina con doce naves, que colocó cerca de las falanges atenienses.



Los habitantes de Argos, Tirinto amurallada, Hermíona y Asina en profundo golfo situadas, Trecena, Eyonas y Epidauro en vides abundosa, y los jóvenes aqueos de Egina y Masete, eran acaudillados por Diomedes, valiente en la pelea; Esténelo, hijo del famoso Capaneo, y Euríalo, igual a un dios, que tenía por padre al rey Mecisteo Talayónida. Era jefe supremo Diomedes, valiente en la pelea. Ochenta negras naves les seguían.



Los que poseían la bien construida ciudad de Micenas, la opulenta Corinto y la bien edificada Cleonas; los que cultivaban la tierra en Ornías, Aretirea deleitosa y Sición, donde antiguamente reinó Adrasto; los que residían en Hiperesia y Gonoesa excelsa, y los que habitaban en Pelene, Egio, el Egíalo todo y la espaciosa Hélice: todos éstos habían llegado en cien naves a las órdenes del rey Agamemnón Atrida. Muchos y valientes varones condujo este príncipe, que entonces vestía el luciente bronce, ufano de sobresalir entre los héroes por su valor y por mandar a mayor número de hombres.




Los de la honda y cavernosa Lacedemonia, que residían en Faris, Esparta y Mesa, en palomas abundante; moraban en Brisías o Augías amena; poseían las ciudades de Amiclas y Helos marítima, y habitaban en Laa y Etilo: todos éstos llegaron en sesenta naves al mando del hermano de Agamemnón, de Menelao, valiente en el combate, y se armaban formando unidad aparte. Menelao, impulsado por su propio ardor, los animaba a combatir y anhelaba en su corazón vengar la huida y los gemidos de Helena.



Los que cultivaban el campo en Pilos, Arena deliciosa, Trío, vado del Alfeo, y la bien edificada Epi, y los que habitaban en Ciparisa, Anfigenia, Ptelo y Dorio (donde las Musas, saliéndole al camino a Tamiris el tracio, le privaron del canto cuando volvía de la casa de Eurito el ecaleo; pues jactóse de que saldría vencedor, aunque cantaran las propias Musas, hijas de Zeus, que lleva la égida, y ellas irritadas le cegaron, le privaron del divino canto y le hicieron olvidar el arte de pulsar la cítara ), eran mandados por Néstor, caballero gerenio, y habían llegado en noventa cóncavas naves.



Los que habitaban en la Arcadia al pie del alto monte de Cilene y cerca de la tumba de Epitio, país de belicosos guerreros; los de Féneo, Orcómeno en ovejas abundante, Ripa, Estratia y Enispe ventosa; y los que poseían las ciudades de Tegea, Mantinea deliciosa, Estinfalo y Parrasia: todos éstos llegaron al mando del rey Agapenor, hijo de Anceo, en sesenta naves. En cada una de éstas se embarcaron muchos arcadios ejercitados en la guerra. El mismo Agamemnón les proporcionó las naves de muchos bancos, para que atravesaran el vinoso ponto; pues ellos no se cuidaban de las cosas del mar.



Los que habitaban en Buprasio y en el resto de la divina Elide, desde Hirmina y Mírsino la fronteriza por un lado y la roca de Olenia y Alisio por el otro, tenían cuatro caudillos y cada uno de éstos mandaba diez veleras naves tripuladas por muchos epeos. De dos divisiones eran respectivamente jefes Anfímaco y Talpio, hijo aquél de Ctéato y éste de Eurito y nietos de Actor; de la tercera, el fuerte Diores Amarincida, y, de la cuarta, el deiforme Polixeno, hijo del rey Agástenes Augeída.



Los de Duliquio y las sagradas islas Equinas, situadas al otro lado del mar frente a la Elide, eran mandados por Meges Filida, igual a Ares, a quien engendrara el jinete Fileo, caro a Zeus, cuando por haberse enemistado con su padre emigró a Duliquio. Cuarenta negras naves le seguían.



Odiseo acaudillaba a los magnánimos cefalenios. Los de Itaca y su frondoso Nérito; los que cultivaban los campos de Crocilea y de la escarpada Egílipe; los que habitaban en Zacinto; los que vivían en Samos y sus alrededores, los que estaban en el continente y los que ocupaban la orilla opuesta: todos ellos obedecían a Odiseo, igual a Zeus en prudencia. Doce naves de rojas proas le seguían.



Toante, hijo de Andremón, regía a los etolos que habitaban en Pleurón, Oleno Pilene, Calcis marítima y Calidón pedregosa. Ya no existían los hijos del magnánimo Eneo, ni éste; y muerto también el rubio Meleagro, diéronse a Toante todos los poderes para que reinara sobre los etolos. Cuarenta negras naves le seguían.



Mandaba a los cretenses Idomeneo, famoso por su lanza. Los que vivían en Cnoso, Gortina amurallada, Licto, Mileto, blanca Licasto, Festo y Ritio, ciudades populosas, y los que ocupaban la isla de Creta con sus cien ciudades; todos eran gobernados por Idomeneo, famoso por su lanza, que con Meriones, igual al homicida Ares, compartía el mando. Seguíanle ochenta negras naves.



Tlepólemo Heraclida, valiente y alto de cuerpo, condujo en nueve buques a los fieros rodios, que vivían, divididos en tres pueblos, en Lindo, Yaliso y Camiro la blanca. De estos era caudillo Tlepólemo, famoso por su lanza, a quien Astioquía concibió del fornido Heracles cuando el héroe se la llevó de Efira, de la ribera del Seleente, después de haber asolado muchas ciudades defendidas por nobles mancebos. Cuando Tlepólemo, criado en el magnífico palacio, hubo llegado a la juventud, mató al anciano tío materno de su padre, a Licimnio, vástago de Ares; y como los demás hijos y nietos del fuerte Heracles le amenazaran, construyó naves, reunió mucha gente y huyó por mar. Errante y sufriendo penalidades pudo llegar a Rodas, y allí se estableció con los suyos, que formaron tres tribus. Se hicieron querer de Zeus, que reina sobre los dioses y los hombres, y el Cronión les dio abundante riqueza.



Nireo condujo desde Sima tres naves bien proporcionadas; Nireo, hijo de Aglaya y el rey Cáropo; Nireo el más hermoso de los dánaos que fueron a Troya, si exceptuamos al eximio Pelida; pero era tímido y poca la gente que mandaba.



Los que habitaban en Nísiro, Crápato, Caso, Cos, ciudad de Eurípilo, y las islas Calidnas, tenían por jefes a Fidipo y Antifo, hijos del rey Tésalo Heraclida. Treinta cóncavas naves en orden les seguían.



Cuantos ocupaban el Argos pelásgico, los que vivían en Alo, Alope y Traquina y los que poseían la Ptía y la Hélade de lindas mujeres, y se llamaban mirmidones, helenos y aqueos, tenían por capitán a Aquileo y habían llegado en cincuenta naves. Mas éstos no se curaban entonces del combate horrísono, por no tener quien los llevara a la pelea: el divino Aquileo, el de los pies ligeros, no salía de las naves, enojado a causa de la joven Briseida, de hermosa cabellera, a la cual hiciera cautiva en Lirneso, cuando después de grandes fatigas destruyó esta ciudad y las murallas de Tebas, dando muerte a los belicosos Mines y Epístrofo, hijos del rey Eveno Selepíada. Afligido por ello, se entregaba al ocio; pero pronto había de levantarse.



Los que habitaban en Fílace, Píraso florida, que es lugar consagrado a Deméter; Itón, criadora de ovejas; Antrón marítima y Pteleo herbosa, fueron acaudillados por el aguerrido Protesilao mientras vivió, pues ya entonces teníalo en su seno la negra tierra: matóle un dárdano cuando saltó de la nave mucho antes que los demás aqueos, y en Fílace quedaron su desolada esposa y la casa a medio acabar. Con todo, no carecían aquéllos de jefe, aunque echaban de menos al que antes tuvieron, pues los ordenaba para el combate Podarces, vástago de Ares, hijo del opulento Ificles Filácida y hermano menor del animoso Protesilao. Este era mayor y más valiente. Sus hombres, pues, no estaban sin caudillo; pero sentían añoranza por él, que tan esforzado había sido. Cuarenta negras naves le seguían.



Los que moraban en Feras, situada a orillas del lago Bebeis, Beba, Gláfiras y Yaolco bien edificada, habían llegado en once naves al mando de Eumelo, hijo querido de Admeto y de Alcestes, divina entre las mujeres, que era la más hermosa de las hijas de Pelias.



Los que cultivaban los campos de Metona y Taumacia y los que poseían las ciudades de Melibea y Olizón fragosa, tuvieron por capitán a Filoctetes, hábil arquero, y llegaron en siete naves: en cada una de éstas se embarcaron cincuenta remeros muy expertos en combatir valerosamente con el arco. Mas Filoctetes se hallaba, padeciendo terribles dolores, en la divina isla de Lemnos, donde lo dejaron los aqueos cuando fue mordido por ponzoñoso reptil. Allí permanecía afligido, pero pronto en las naves habían de acordarse los argivos del rey Filoctetes. No carecían aquéllos de jefe, aunque echaban de menos a su caudillo, pues los ordenaba para el combate Medonte, hijo bastardo de Oileo, asolador de ciudades, de quien lo tuvo Rena.



De los de Trica, Itoma de quebrado suelo, y Ecalia, ciudad de Eurito el ecaleo, eran capitanes dos hijos de Asclepio y excelentes médicos: Podalirio y Macaón. Treinta cóncavas naves en orden les seguían.



Los que poseían la ciudad de Ormenio, la fuente Hiperea, Asterio y las nevadas cimas del Titano, eran mandados por Eurípilo, hijo preclaro de Evemón. Cuarenta negras naves le seguían.



A los de Argisa, Girtona, Orta, Elona y la blanca ciudad de Oloosón, los regía el intrépido Polipetes, hijo de Piritoo y nieto de Zeus inmortal (habíalo dado a luz la ínclita Hipodamia el mismo día en que Piritoo, castigando a los hirsutos Centauros, los echó del Pelión y los obligó a retirarse hacia los etiquios). Con él compartía el mando Leonteo, vástago de Ares, hijo del animoso Corono Cenida. Cuarenta negras naves les seguían.



Guneo condujo desde Cifo en veintidós naves a los enienes e intrépidos perebos; aquéllos tenían su morada en la fría Dodona y éstos cultivaban los campos a orillas del hermoso Titaresio, que vierte sus cristalinas aguas en el Peneo de argénteos vórtices; pero no se mezcla con él, sino que sobrenada como aceite, porque es un arroyo del agua de la Estix, que se invoca en los terribles juramentos.



A los magnates gobernábalos Protoo, hijo de Tentredón. Los que habitaban a orillas del Peneo y en el frondoso Pelión, tenían pues, por jefe al ligero Protoo. Cuarenta negras naves le seguían.



Tales eran los caudillos y príncipes de los dánaos. Dime, Musa, cuál fue el mejor de los varones y cuáles los más excelentes caballos de cuantos con los Atridas llegaron. Entre los corceles sobresalían las yeguas del Feretíada, que guiaba Eumelo; eran ligeras como aves, apeladas, y de la misma edad y altura; criólas Apolo, el del arco de plata, en Perea, y llevaban consigo el terror de Ares. De los guerreros el más valiente fue Ayante Telamonio mientras duró la cólera de Aquileo, pues éste le superaba mucho, y también eran los mejores caballos los que llevaban al eximio Pelida. Mas Aquileo permanecía entonces en las corvas naves que atraviesan el ponto, por estar irritado contra Agamemnón Atrida, pastor de hombres; su gente se solazaba en la playa tirando discos, venablos o flechas; los corceles comían loto y apio palustre cerca de los carros de los capitanes que permanecían enfundados en las tiendas, y los guerreros, echando de menos a su jefe, caro a Ares, discurrían por el campamento y no peleaban.



Ya los demás avanzaban a modo de incendio que se propagase por toda la comarca; y como la tierra gime cuando Zeus, que se complace en lanzar rayos, airado la azota en Arimos, donde dicen que está el lecho de Tifoeo; de igual manera gemía debajo de los que iban andando y atravesaban con ligero paso la llanura.



Dio a los teucros la triste noticia Iris, la de los pies ligeros como el viento, a quien Zeus, que lleva la égida, enviara como mensajera. Todos ellos, jóvenes y viejos, se habían reunido en los pórticos del palacio de Príamo y deliberaban. Iris la de los pies ligeros, se les presentó tomando la figura y voz de Polites, hijo de Príamo; el cual, confiando en su agilidad, se sentaba como atalaya de los teucros en la cima del túmulo del antiguo Esietes y observaba cuándo los aqueos partían de las naves para combatir. Así transfigurada, dijo Iris, la de los pies ligeros:



—¡Oh anciano! Te placen los discursos interminables como cuando teníamos paz, y una obstinada guerra se ha promovido. Muchas batallas he presenciado, pero nunca vi un ejército tal y tan grande como el que viene a pelear contra la ciudad, formado por tantos hombres cuantas son las hojas o las arenas. ¡Héctor! Te recomiendo encarecidamente que procedas de este modo: Como en la gran ciudad de Príamo hay muchos auxiliares y no hablan una misma lengua hombres de países tan diversos, cada cual mande a aquellos de quienes es príncipe y acaudille a sus conciudadanos, después de ponerlos en orden de batalla.”



Así se expresó; y Héctor, conociendo la voz de la diosa, disolvió la junta. Apresuráronse a tomar las armas, abriéronse todas las puerta; salió el ejército de infantes y de los que en carros combatían, y se produjo un gran tumulto.


Hay en la llanura, frente a la ciudad, una excelsa colina aislada de las demás y accesible por todas partes, a la cual los hombres llaman Batiea y los inmortales tumba de la ágil Mirina; allí fue donde los troyanos y sus auxiliares se pusieron en orden de batalla.



A los troyanos mandábalos el gran Héctor Priámida, de tremolante casco. Con él se armaban las tropas más copiosas y valientes que ardían en deseos de blandir las lanzas.



De los dardanios era caudillo Eneas, valiente hijo de Anquises, de quien lo tuvo la divina Afrodita después que la diosa se unió con el mortal en un bosque del Ida. Con Eneas compartían el mando dos hijos de Antenor: Arquéloco y Acamante, diestros en toda suerte de pelea.



Los ricos teucros, que habitaban en Zelea, al pie del Ida, y bebían el agua del caudaloso Esepo, eran gobernados por Pándaro, hijo ilustre de Licaón, a quien Apolo en persona diera el arco.



Los que poseían las ciudades de Adrastea, Apeso, Pitiea y el alto monte de Terea, estaban a las órdenes de Adrasto y Anfio, de coraza de lino: ambos eran hijos de Mérope percosio, el cual conocía como nadie el arte adivinatoria y no quería que sus hijos fuesen a la homicida guerra; pero ellos no le obedecieron, impelidos por el hado que a la negra muerte los arrastraba.



Los que moraban en Percote, a orillas del Practio, y los que habitaban en Sesto, Abido y la divina Arisbe eran mandados por Asio Hirtácida, príncipe de hombres, a quien fogosos y corpulentos corceles condujeron desde Arisbe, de la ribera del río Seleente.



Hipotoo acaudillaba las tribus de los valerosos pelasgos que habitaban en la fértil Larisa. Mandábanlos él y Pileo, vástago de Ares, hijos del pelasgo Leto Teutámida.



A los tracios, que viven a orillas del alborotado Helesponto, los regían Acamante y el héroe Piroo.



Eufemo, hijo de Treceno Céada, alumno de Zeus, era el capitán de los belígeros cicones.



Pireemes condujo los peonios, de corvos arcos, desde la lejana Amidón, de la ribera del anchuroso Axio, cuyas límpidas aguas se esparcen por la tierra.


A los paflagones, procedentes del país de los énetos, donde se crían las mulas cerriles, los mandaba Pilémenes, de corazón varonil: aquéllos poseían la ciudad de Citoro, cultivaban los campos de Sésamo y habitaban magníficas casas a orillas del Partenio, en Cromna, Egíalo y los altos montes Eritinos.



Los halizones eran gobernados por Odio y Epístrofo y procedían de lejos: de Alibe, donde hay yacimientos de plata.



A los misios los regían Cromis y el augur Enomo, que no pudo librarse, a pesar de los agüeros, de la negra muerte; pues sucumbió a manos del Eácida, el de los pies ligeros, en el río donde éste mató también a otros teucros.



Forcis y el deiforme Ascanio acaudillaban a los frigios, que habían llegado de la remota Ascania y anhelaban entrar en batalla.



A los meonios los gobernaban Mestles y Antifo, hijos de Talémenes, a quienes dio a luz la laguna Gigea. Tales eran los jefes de los meonios, nacidos al pie del Tmolo.



Nastes estaba al frente de los carios de bárbaro lenguaje. Los que ocupaban la ciudad de Mileto, el frondoso Ptiro, las orillas del Meandro y las altas cumbres de Micale tenían por caudillos a Nastes y Anfímaco, preclaros hijos de Nomión; Nastes y Anfímaco que iba al combate cubierto de oro como una doncella. ¡Insensato! No por ello se libró de la triste muerte, pues sucumbió en el río a manos del Eácida, del aguerrido Aquileo, el de los pies ligeros; y éste se apoderó del oro.



Sarpedón y el eximio Glauco mandaban a los que procedían de la remota Licia, de la ribera del voraginoso Janto.



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