jueves, 10 de julio de 2014

MANUEL CURROS ENRÍQUEZ [12.257]


Manuel Curros Enríquez

Manuel Curros Enríquez (Celanova, Orense; 15 de septiembre de 1851 - La Habana, 7 de marzo de 1908) fue un poeta español en lengua gallega representante del periodo histórico-literario denominado Rexurdimento en la literatura gallega. Su obra se caracteriza por su hondo contenido social.

Nacido en la casa número 14 de la calle de San Roque de Celanova, era hijo del escribano Xosé María de Curros Vázquez (de Santiso-Melide) y de Petra Enríquez (de Villanueva de los Infantes). A pesar de que algunos biógrafos han venido hablando acerca de las conflictivas relaciones entre el futuro poeta y su padre —supuestamente debido al carácter brutal de éste y a sus ideales carlistas—, lo cierto es que las últimas investigaciones demuestran que Xosé María de Curros era persona de tendencias progresistas y que actuó políticamente de acuerdo con ellas. En lo referente a las relaciones padre-hijo, si bien hubo conflictos, éstos no parece que hayan llegado nunca a episodios de malos tratos o algo semejante.

Muy joven, Curros se fue a Madrid, a la casa de su hermano Ricardo, donde hizo el Bachillerato y empezó a estudiar Derecho. Ahí Ingresa como escribano en el ayuntamiento de Madrid y visita los círculos literarios con la intención de hacer allí carrera literaria. Participa en la revolución de 1868 (" La Gloriosa"), ya dentro de la masonería, a la cual perteneció desde la logia Auria de Orense donde cultivó una la ideología republicana progresista y que mostró en reiteradas veces en poemas ("Na chegada do tren a Ourense"/"La llegada del tren a Orense") y artículos periodísticos. Se casó en 1873 al mismo tiempo que se proclamaba la República con Modesta Luisa Polonia Vázquez Rodríguez (de Puebla de Sanabria, Zamora).

Entre diciembre de 1875 y febrero de 1876 escribe las Cartas del Norte, crónicas de la Tercera Guerra Carlista publicadas como corresponsal del periódico El Imparcial. Le sucedió en la tarea otro corresponsal, Fauró, al ser herido de bala por un ayudante del brigadier Mariné con quien compartía habitación.

En 1877 gana un certamen poético en Orense con el poema A Virxe do Cristal. Esta victoria lo determinó como poeta gallego laico. Curros se establece en Orense y trabaja en la Intervención de la Administración Económica. En 1880 publica Aires da miña terra. Ese año el obispo de Orense D. Cesáreo Rodrigo Rodríguez denunció al escritor por "herejías y ataque a la religión" y publicó un edicto condenando el libro de Curros por contener proposiciones heréticas, blasfemas y escandalosas. El juzgado ordenó el secuestro de los ejemplares en poder del editor, los moldes fueron destruidos, y Curros fue procesado por delito contra el libre ejercicio de la religión. Fue condenado en Orense a dos años cuatro meses y un día de prisión y absuelto en La Coruña. Su defensa en el recurso de apelación ante la Audiencia de La Coruña la realizó el ilustre jurista y político Luciano Puga Blanco, también natural de Celanova. La vista de apelación se celebró el 4 y 5 de marzo de 1881 y Luciano Puga ganó el recurso, consiguiendo la absolución de Curros, dictándose la sentencia absolutoria por la Audiencia de La Coruña el 11 de marzo. Como consecuencia de esta defensa Curros dedicó a la hija de su abogado María de la Concepción, el poema "Adiós Mariquiña", poema que en realidad se titula "A Mariquiña Puga. Despedida", y que escribió con ocasión de que Mariquiña, se marchase a Cuba. Se trata de la famosísima balada a la que el maestro compostelano José Castro González (Chané) pondría música: "Como ti vas pra lonxe / i eu vou pra vello, / un adiós, Mariquiña, / mandarche quero”.

Perdido el puesto de trabajo orensano, Curros vuelve a Madrid e ingresa en la redacción de El Porvenir, periódico republicano.

En 1894 decide emigrar a América. En La Habana dirige un periódico, La Tierra Gallega, y cuando se suspende su publicación ingresa en la redacción de El diario de las Familias y después en la del Diario de la Marina. Acogido con entusiasmo a su llegada, acabó incomodándose con la mayoría de sus paisanos. En 1904 viaja a La Coruña, donde fue obsequiado por los regionalistas. De vuelta en La Habana, retoma sus actividades en el Diario de la Marina, al tiempo que colabora con la revista Galicia, propiedad de Vicente López Veiga.

Tras su muerte, sus restos fueron embarcados para Galicia donde se le tributaron diversos honores. Actualmente está enterrado en el cementerio de San Amaro, en La Coruña. En 1989 se abrió el primer centro masónico erigido en Galicia con el nombre de "Renacimiento 15 Curros Enríquez".

Obras destacadas

Cartas del Norte (1875-1876)
A Virxe do Cristal (1877)
Aires da miña terra (1880)
O divino sainete (1888)




La guerra civil

Oda
                                                                                                                                                          
   Pueblos, oíd; en nombre
de la sublime caridad cristiana,
oíd; que no del hombre
en la conciencia, vana
ni estéril esta voz, dulce y piadosa,
fue a resonar jamás. ¡No, nunca! Pudo
del bárbaro del Norte el brazo airado
sobre Europa caer, de encono ciego;
alzar pudo, entre fuego,
con sangre y con cenizas amasado,
sobre la tierra atónita su solio;
mas el furor de su opresora planta,
la tiránica ley de su hacha impía,
todo cesó cuando, -¡Piedad!- clamaron
las vírgenes ocultas
bajo el amplio dosel del Capitolio...
   Y ¿quién, sino este acento
contuvo en su carrera asoladora
al infausto Alarico y al sangriento
Odoacro feroz? ¿Quién la en mal hora
comenzada pelea, sostenida
por dos pueblos indómitos del Rhino
en la margen florida,
maldijo y condenó -bárbara guerra-,
escándalo del siglo y de la tierra?
¡La caridad tan sólo! Ella, que mora
en átomos y mundos; ella, aliento
de la inmensa creación, alma que vela,
como eterno, inmutable centinela
de cuanto Dios a su mirada fía,
por el orden del mundo y la armonía.
   ¡España! Hermanos míos,
los que españoles sois, los que en la Historia
tantos timbres tenéis de inmarcesible
no profanada gloria;
¡oh, sí! Escuchad el cántico vehemente
de mi entusiasta lira:
por nuestra paz ha muerto el que la inspira,
¡y paz ha de llevar de gente en gente!
   ¡Ay! De la orilla plácida del Duero
a las feraces crestas de Barcino,
oigo el monstruo bramar... Del monte al llano
corre la sedición, y a la pelea
concitando los hombres, doquier miro
allí el pendón guerrero al viento ondea.
El alma opresa por angustia extraña,
en vano tiendo con afán mis ojos
del llano a la montaña,
y en vano clamo y digo:
«¿Dónde está el extranjero, el enemigo
de mi querida España?»
¡Que nadie me responde
más que mis propios ecos, que se pierden
vibrando «¡dónde... dónde!...»
¿Será que de Cartago
las errantes legiones aguerridas
vuelven a sorprender nuestras moradas,
desolación y estrago
sembrando por doquier, mientras dormidas
en paz y descuidadas
yacen nuestras mujeres adoradas?
   ¿Será que en nuestro suelo
se oye otra vez rodar el ominoso
carro triunfal del César, codicioso
de engarzar a su férrida guirnalda
la fúlgida esmeralda
que del jardín de Hesperia ostenta el cielo?
   ¿O es, acaso, que el águila de Jena
quiere, torpe, burlar de la bravura
del león español, cuya melena
al erizarse ayer le dio pavura,
burlando así su imbécil arrogancia?
¡Oh, no! Sagunto fue..., pasó Numancia,
y el águila orgullosa,
de muerte herida en nuestro suelo, llena
de amargura cruel, plegó sus alas
y rodó moribunda y temblorosa
sobre el pardo peñón de Santa Elena.
   ¡Ya no es del extranjero,
oh, españoles, la sangre generosa
que hoy mancha vuestro acero!
Los que ayer con vosotros pelearon
y en vuestras propias filas confundidos
¡Independencia y libertad! gritaron
triunfantes o vencidos;
los que ayer con benéfica ternura
vendaron vuestra herida,
cuando tras la batalla, en noche obscura,
quedabais en el campo a la ventura,
apenas con un hálito de vida;
los que ayer con vosotros, trasmontando
del mar inmenso las hinchadas olas,
fueron la estrecha tierra dilatando,
con vosotros partiendo y conquistando
cien magníficas glorias españolas,
esos (¡ay, cuánta mengua!)
son los que sacrifica vuestra mano.
¿Con qué derecho, ni por qué? ¿Qué insano,
qué mezquino interés el brazo guía
que discordia sembró en el suelo hispano?
¿Qué ley creyó cumplir?... ¡Vana porfía!
¡No hay derecho ni ley contra el hermano!
¿Y acaso no lo son? ¿No son amigos
esos que así se matan y arruinan,
esos que, como genios implacables,
que eternamente se odian y abominan,
se retan con furor y se persiguen,
se acechan, se amenazan,
y en su lucha tenaz se despedazan,
se destrozan, se aventan y exterminan?...
¡Cuán torpe, cuán horrible,
cuán despiadado encono! ¿Y es posible
que esas manos que se alzan, empuñando
el arma fratricida; esos puñales
que caen, desgarrando
corazones valientes y leales,
no vacilen un punto, contemplando
la aflicción de la patria y la memoria
que de este crimen va a guardar la Historia?
   ¿Será posible, cuando ya del hombre
cesó la esclavitud, y conquistados
sus derechos están y consagrados;
cuando la libertad tiene las puertas
del templo de la patria a la cultura
y a la justicia abiertas,
será posible, ¡oh Dios!, guerra tan dura?
 
   Sacerdotes del bueno, del paciente,
del humilde Jesús crucificado:
venid a unir vuestra oración ferviente
al clamor de mi pecho desolado;
que vuestra lengua dulce y elocuente
como el laúd armónico e inspirado
del profeta de Sión, dará a la mía
raudales de potente poesía.
Acudid a mi ruego,
ministros del Señor, acudid luego,
¡ah! ¡Que las llamas del incendio cunden,
que arde el santuario y sus altares se hunden
en candescentes piélagos de fuego!...
Mas... ¡loco afán! El sacerdote impío
no atiende al ruego mío,
y aleve, y parricida,
hirviendo el negro corazón en saña,
él es quizá el primero
que hunde el puñal artero
en el seno amantísimo de España.
Él, quien el exterminio preconiza;
él, quien las ascuas de ese incendio atiza;
él quien huella la urna donde mora
la Hostia Sacrosanta,
y él, quien, allí donde el Señor se adora,
gritos de muerte y destrucción levanta.
   Y en tanto..., en tanto, ¿dónde
está esa juventud, cuya pupila
desentrañar pudiera el hondo arcano
de la inmortalidad; esa esperanza
perpetua de los siglos, que produjo
a Franklin y Lincoln, ese lozano
plantel de gayas flores, cuyas hojas
llámanse Herrera, Meyerbeer, Tizziano?
-¡Como rosa en capullo marchitada,
como rayo de luz, que el torbellino
mató, sin que llegara a su destino,
así rueda, así muere malograda!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   ¡Guerra civil, maldita 
mil veces, insaciable matadora,
y contigo, maldito el que a tus aras
lleva el haz y la tea destructora,
el que al monstruo aplastado resucita
y ve llorar la patria y ¡ay! no llora!
 
   Héroes, que en inhumano
combate, confundidos como fieras,
sois el oprobio del linaje humano,
la enseña de la paz llevo en mi mano:
¡Yo os mando abandonar esas trincheras!
¡Ah! La sangre del Santo generosa
que dejó del Calvario reteñida
la cúspide escabrosa,
no correrá jamás infructuosa
por las áridas cuestas de la vida...
¿Buscáis la libertad? Pues de ella en nombre
dejad el hierro que fulmina muerte.
¿La opresión pretendéis? ¡Qué otra más fuerte
que los lazos de amor que atan al hombre!
¡Asesinos, atrás! No más vergüenza
deis a la Europa, que enojada os mira.
¡Ay del Caín que de su hermano venza!
¡Ay del Abel que en esa lucha expira!

     Madrid, 1874. 


                                                                                                                                                                              

              La canción de Vilinch

                                                 
      Cuando de nuestra patria por los confines
vibraba el son guerrero de los clarines
y de sus nobles hijos la sangre brava
estéril en los campos se derramaba,
porque del fácil triunfo tras los horrores,
al contemplar en ella tintas sus manos
notaban con vergüenza que eran hermanos
del lidiador vencido los vencedores;
 
   como el canto de un ave triste y doliente
sofocado entre el ruido que alza el torrente;
como de hoja que rueda queja exhalada,
del viento desoída y al viento dada,
del campo de la lucha sobre la arena,
que ensangrientan los genios de la discordia,
mientras la bala silba y el bronce truena,
se alza una voz que clama: ¡Misericordia!
 
   En la sombría falda del alto cerro,
monstruo que una corona ciñe de hierro,
al pie de Mendizorrot, en cuyo lomo
se abre un volcán que arroja candente plomo,
hay una pobre choza, sencilla y blanca,
nido de golondrina rústico y breve,
cuya puerta, al herido soldado, franca,
jamás para cerrarse sus goznes mueve.
 
   Campestres florecillas son el adorno
de la casita blanca de aquel contorno;
nadie de sus linderos cerca transita
que no bendiga el nombre del que la habita.
Y es que, desde que al viento se izó en España
el estandarte negro de la discordia,
de la florida choza de la montaña
sale la voz que dice: ¡Misericordia!
 
   Pronto la paz ansiada llegar debía,
y el triunfo era esperado que la traería.
¡Ya se acerca la hora! Ya el bronce estalla,
ya comienza la ruda final batalla;
ya en guerrilla despliegan los batallones
al clamor estridente de la corneta,
y marchan al galope los escuadrones
del monte por la abrupta pendiente escueta.
 
   ¡Ay, de las pobres madres que en las montañas
tienen los pedacitos de sus entrañas!...
¡Ay, de la dulce novia que amante espera
unirse al que su mano le prometiera!...
¡No volverán!... De rabia su seno henchido,
ebrios con los vapores de la discordia,
van a morir, sin que antes llegue a su oído
ese acento que clama: ¡Misericordia!
 
   En la chocita blanca del monte inculto,
dónde a la patria rinde, sagrado culto,
del amor de sus hijos puesto al amparo,
vive VILINCH, el tierno poeta euskaro.
Allí fue donde, alegre, cantó otros días
del hogar las venturas y los amores,
de los campestres bailes las armonías,
de Conchesi los ojos fascinadores.
 
   Allí donde abrasarse sintió en la llama
destello de los cielos, que al poeta inflama;
allí donde su numen fluyó sonoro
torrentes de poesía de ritmo de oro.
Muerta, empero, la calma porque suspira,
sepultado en la hoguera de la discordia,
ya no tiene más cantos su blanda lira
que esta plegaria eterna: ¡Misericordia!
 
   Cataratas de sangre precipitadas
ruedan de los oteros a las cañadas,
y desde las cañadas a los oteros
densos vapores rojos trepan ligeros.
¡Como un antro la tierra se abre sombría,
como una forja el cielo rayos desata,
hiere como una espada la luz del día,
el aire como fuego calcina y mata!...
 
   «¡Otra vez a la puerta de mi vivienda
»ruge la maldecida civil contienda!
»venid y orad conmigo, mis pobres niños;
»¡Dios acepta y comprende vuestros cariños!
»Ved, comienza de nuevo la horrible lucha;
»suena otra vez el grito de la discordia...
»¡Orad por los que quedan! ¡Dios, que os escucha,
»tendrá de los que mueren misericordia!»
 
   Dijo VILINCH; y ronco, del negro fuerte
cantando por los aires himnos de muerte,
un proyectil avanza que hunde la choza
y al mísero poeta hiere y destroza. 
Aquella bala el triunfo por fin decide;
el sol de la victoria refulge santo,
y el vencedor, tranquilo, los lauros pide
que el vencido, insepulto, regó con llanto.
 
   ¡Guerra civil funesta! ¡Deidad impía,
a cuyo espectro aún tiembla la patria mía!
¡Castigo de los hombres y las ideas,
pues no respetas nada, maldita seas!
Tú de VILINCH las quejas has desoído
en que de ti imploraba paz y concordia;
¡ya que del pobre vate no la has tenido,
nadie te tenga nunca misericordia!

     1875.






A Carlos de Ulloa

En «El Fausto»

                                                                                                                                                                          
   Ola agitada en rápida marea,
yo conozco esa voz fiera y sonora;
no es la que al caos arrancó la aurora,
es la que en densas sombras la rodea.
   No es la potente voz que anima y crea,
es la voz que aniquila, destructora;
la voz blasfema con que canta o llora
el Satanás de la leyenda hebrea.
   Antes de fascinar a Margarita
sedujo a Eva, resonando extraña
en cadencia de amores infinita;
y aun de su prole al conmover la entraña,
al pecado la arrastra y precipita,
como arrastró a Jesús a la montaña.

     1881. 






Homenaje

A la poetisa doña Emilia Calé y Torres de Quintero en la inauguración de la sociedad «Galicia Literaria»                                                                                                                                                                   
   Al soplo generadas de mi entusiasmo ardiente,
de sentimiento ricas, si pobres de color,
también a este concierto magnífico, esplendente,
mi lira trae su nota y mi jardín su flor.
Ingratas, tal vez, ambas a mi ansiedad vehemente,
ni una tendrá, armonía, ni otra fragante olor;
mas ellas son, señora, el único presente
que puede hacer el cuervo al dulce ruiseñor.
 
   La flor que aquí os ofrezco, al ramillete unida,
con que nacientes genios os van a regalar,
allá en los frescos valles ha sido recogida
por donde corre el Miño precipitado al mar.
Y la entusiasta nota del canto desprendida
que más sonoras arpas os han de dedicar,
de mis montañas eco, llegó hasta mí perdida
del céfiro en las alas que perfumó mi hogar.
 
   Por eso suenan tristes, señora, mis cantares;
de las montañas hijos, así sencillos son; 
como ellas en los lagos sus bosques seculares,
retrato yo en mis versos mi propio corazón.
Como ellas sus tesoros, yo guardo mis pesares;
como ellas sus leyendas, yo callo mi aflicción;
pues mísera avecilla lanzada de sus lares,
las avecillas busco que entiendan mi canción.
 
   Cual yo, también, huyendo de sus deshechos nidos
al desolado impulso de recio vendaval,
dispersos por la tierra que pueblan de gemidos,
se alejan los cantores de mi país natal...
Los viejos robledales, del viento sacudidos,
su ausencia lamentaron con eco funeral,
en tanto que en tinieblas y soledad perdidos
de la soñada patria va en busca cada cual.
 
   ¿Quién unirá en un foco solar, resplandeciente
los irisados rayos de la dispersa luz,
para que, astral antorcha, su disco refulgente
disipe de esas sombras el lóbrego capuz?
¿Quién trocará en estrella, que brille eternamente
del polvo levantándolo, al triste noctiluz?
¿Qué tierna Berenice enjugará la frente
del mártir que se aleja cargado con su cruz?...
 
   ¡Ah! Yo le vi de Irlanda vagar entre la bruma,
de América en los bosques, del Himalaya al pie,
doquiera, ave canora, dejando en pos su pluma
y sus cantares, llenos de patrio amor y fe.
Del mar cortando a veces la enfurecida espuma,
como el clamor de un náufrago sus gritos escuché,
y en vano, en la impotencia que mi destino abruma,
mi afán salvarle quiso... ¡También yo naufragué!
 
   ¿Y adónde irá la nave que cruza el mar sin guía?
¿Adónde irá la nave que al viento se fío? 
¿No la herirá el escollo, si un punto se desvía
del rumbo que a su marcha la brújula marcó?
Así, la caravana que, de la patria mía,
tras ilusorios bienes los límites salvó,
se perderá en la noche, sin que halle en su agonía
el encantado oasis que loca se fingió.
 
   ¡Salvadla vos, señora!, ya que al reclamo blando
y en torno de la jaula del pájaro gentil
acuden hoy alegres, en armonioso bando,
las aves que os aclaman honor de su pensil.
Mandadlas vos, que es dulce y es tierno vuestro mando;
inspire vuestro acento sus arpas de marfil,
e irá la vieja Suevia más glorias recabando
que flores las praderas ostentan por abril.
 
   En torno vuestro juntos los bardos hoy distantes,
con vos podrán o un tiempo sus coros ensayar,
y unidos a los vuestros sus himnos resonantes
las huestes redentoras de cólera inflamar.
Fortaleced, en tanto, las almas vacilantes
que al tedio se abandonan, cansadas de esperar;
¡decidlas que, cercados de monstruos y gigantes,
a combatir nos llaman y es hora de luchar!
 
   Cumplido ya mi voto, conmigo consecuente,
mi canto aquí suspendo, por que otro oigáis mejor;
que ya en este concierto magnífico, esplendente,
dejó su nota mi arpa y mi jardín su flor.
Si a mi ambición ingratas y a mi ansiedad vehemente
ni una os brindó armonía, ni otra fragante olor,
sabed que éste es, señora, el único presente
que pudo hacer el cuervo al dulce ruiseñor. [189]






Conjuro
En la muerte del poeta Añón



                                                                Un tributo de lágrimas y flores
en la tumba del viejo camarada.
A. VICENTI.

                                              
   Muchos hermanos fuimos
        en otro tiempo,
cuando el hogar llenábamos,
        hoy ya desierto.
No conoció a su madre
        ninguno de ellos:
¡nunca nuestra mejilla
        sintió su beso!
Débiles y enfermizos
        todos nacieron,
como amarillas flores
        de campo seco;
pero, cantores todos,
        felices fueron,
mientras juntos cantaron,
        juntos viviendo.
Las puertas de su alcázar
        a nuestros versos
cerraban los tiranos
        de pavor llenos.
Desterrados los unos,
        los otros presos;
todos ya de la patria
        soñada lejos.
Hoy, que de hambre y nostalgia
        murió el más viejo.
De todos los hermanos,
        el más pequeño,
una corona se acerca a pedirnos
para las pálidas sienes del muerto.
 
   Virgen que, palpitante
        de dicha el seno,
vas, del esposo en brazos,
        al nupcial lecho:
si es que queda en tu alma
        -Ya de tu dueño-,
de tu infancia tranquila,
        grato un recuerdo;
si olvidar no has podido
        los dulces ecos
vibrantes de entusiasmo,
        que amar te hicieron;
si la voz te persigue
        que hirió tu pecho
del amor con el blando
        latir primero,
cuando de las pasiones
        dormida al sueño
los que hoy son tus encantos
        eran misterios;
si aún las lágrimas nublan
        tus ojos bellos,
cuando de tus veladas 
        en el silencio
las lecturas remuevas
        que en otros tiempos
despertaron tu espíritu
        al sentimiento,
antes que de tu ardiente
        pasión al fuego
se agoste la corona
        de tu himeneo,
¡oh, feliz desposada!
        -Yo te lo ruego-
dámela, y deja que adornen sus hojas
las sienes desnudas del pálido muerto.
 
   Valientes capitanes,
        nobles guerreros,
que tomáis a la patria
        de honor cubiertos,
mientras quizá insepultas,
        sobre el sangriento
campo, vuestras entrañas
        dais a los cuervos:
si el rumor no os aturde
        que en torno vuestro
las imbéciles turbas
        alzan al éxito;
si el olor no os embriaga
        de los inciensos
que del terror en aras
        os rinde el miedo,
pensad que, si gloriosos
        son vuestros hechos,
si es valiente quien lucha
        de arrojo lleno
y triunfa porque acaso
        no cayó muerto;
el que, brazo con brazo,
        cuerpo con cuerpo, 
agotó allá en la sombra
        todo su esfuerzo
para rendir al crudo
        destino adverso;
el que, del infortunio
        doblado al peso,
quiso esquivar sus negras
        garras de acero.
Y en ese atroz combate,
        triste y enfermo,
sacó el cabello blanco,
        perdió el aliento
y cayó, a los que sufren
        mostrando el cielo;
¡ese, más que vosotros,
        digno es de premio!
No envidio vuestros lauros,
        pero yo os ruego
que, ya que tantos lográis, me deis uno
que orne las pálidas sienes del muerto.
 
   Cantor, a cuyos labios
        desciende el genio,
de la inmortal poesía
        viviente verbo:
tú, que tantos honores,
        de tanto precio
conseguiste, adulando
        poderes viejos;
tú, que sabes cuán duro,
        cuán duro y negro
es morir sin el nombre
        que merecemos;
tú, que quizás temiste
        ser un día objeto
de ese olvido que cae
        sobre los muertos,
y espantado temblaste,
        sentir creyendo
sordamente roídos
        por él tus huesos,
óyeme: De la Patria,
        su ídolo, lejos,
otro vate un aplauso
        buscó sediento;
de las musas ungido
        cantó el Progreso
la Libertad, los fastos
        de nuestro pueblo;
mas ingrata la Patria,
        ni oyó su acento,
ni dio alivio a sus penas
        ni a sus tormentos.
Hoy que, mudo, vencido
        su último sueño
duerme donde reposan
        los pordioseros,
de las que tú desdeñas
        -¡Yo te lo ruego!-
¡Una corona concédeme sólo
que orne las pálidas sienes del muerto!

   Primavera bendita
        risa del cielo
símbolo de esperanzas,
        de Dios reflejo:
tú, que alegras la tierra
        que heló el invierno;
tú, a quien sirven de cohorte
        pájaros ledos,
haces de luz, aromas
        flores y céfiros; 160
¡derrama tus tesoros
        de amor espléndidos
sobre la obscura tumba
        del pobre viejo!
¡Que tus auras arrullen
        su eterno sueño!
¡Que florezca su pobre
        mortuorio lecho,
para que, cuando nadie
        tenga un recuerdo
del patriarca lírico,
        tu dulce beso
¡sea la santa corona de gloria
que la sien ciña del pálido muerto!






Serenata fúnebre

A Marina
                                                                                                                                                                            
   Cercana ya la hora de mi partida,
Marina, vengo a darte mi despedida.
        De noche vengo,
        porque de hablarte a solas
        afanes tengo.
 
   Ningún ruido mundano nos importuna.
Silenciosa en el cielo brilla la luna;
        zumba en el sauce
        la brisa, y el arroyo
        gime en su cauce.
 
   Sólo entre tumbas mi alma feliz se encuentra:
¡mi dicha toda en ella se reconcentra!...
        Lugar bendito, 
        el sepulcro es el pórtico
        del infinito.
 
   Ya de tu lecho al lado, paloma mía,
oye al amante arrullo de mi poesía;
        oye mi canto,
        lleno de los rumores
        del camposanto.
 
   Cuantos viva te amaron, que has muerto han dicho,
y regaron con lágrimas tu blanco nicho.
        ¿Por qué eso hicieron?
        Los niños, cual los ángeles,
        jamás murieron.
 
   Cuando caen en la tumba, de Dios reciben
nuevo aliento de vida y aquí reviven.
        Del viejo germen
        privados, son los muertos
        vivos que duermen.
 
   ¿Qué hijo para su madre murió del todo?
Morirá ella: su hijo, de ningún modo.
        Si se muriera,
        Dios, por sola una lágrima
        se lo volviera.
 
   ¡Oh! ¿No es verdad, Marina, que no estás muerta?
¡Mienten los que tu muerte me dan por cierta!
        Tú estás dormida...
        ¡Niña, despierta y oye
        mi despedida!
 
   Yo soy el que, prendado de tus hechizos,
te he mecido en mis brazos, peiné tus rizos,
        cuidé tus flores
        y te adormí, cantándote
        cuentos de amores.
 
   Yo soy el que, celoso de tu cariño,
por jugar con la niña tornose niño,
        corriendo ufano
        tras la insegura huella
        de tu pie enano.
 
   ¿Me olvidaste, Marina?... ¡Yo no te olvido!
¡Cómo olvidar tu boca de gracias nido,
        ni tu mirada,
        cielo en que centellea
        luz increada!

   No olvidé de tu frente, de sueños urna,
la expresión ya arrogante, ya taciturna
        de ave intranquila,
        que al cruzar sobre abismos
        teme y vacila.
 
   No olvidé tu voz tierna, dulce y sonora
como un vago preludio de guzla mora; 
        ni tu pestaña.
        De azules proyecciones
        de sombra extraña...
 
   Si una nota recoges de las que pierdo
el fantasma evocando de tus recuerdos;
        si el son amargo
        de mi endecha te arranca
        de tu letargo,
 
   rompe el crespón que envuelve tu sepultura,
reclínate en su marco de piedra dura,
        y háblame..., alegra
        mi alma triste, cual náufrago
        en noche negra.
 
   De tu almohada de mármol alza la frente
y muéstrame tu hermosa faz sonriente...
        ¡En esa fría
        soledad tendrás miedo,
        rubita mía!...
 
   Mas no temas: al eco de mis cantares,
bañada por los tibios rayos lunares,
        con rumor de onda,
        turba de niños muertos
        tu nicho ronda.
 
   Del misterio inefable de su existencia
vienen íntima a hacerte la confidencia.
        ¡Cuánto han sufrido!
        ¡Cuánto más que la losa
        pesa el olvido!
 
   Para ellos ningún arpa mueve su cuerda,
y tú tienes, bien mío, quien te recuerda;
        tienes tu historia
        y de ellos nadie, nadie
        guarda memoria.
 
   ¡No temas, no! Si hoy lejos me lleva el hado,
mi espíritu por siempre queda a tu lado,
        velando en calma
        por estas calles lóbregas
        tu joven alma.
 
   Tus recuerdos de gloria mi vida encantan
y en mi pecho tu imagen dulce agigantan;
        doyles abrigo,
        y doquier me encamine
        vendrán conmigo.
 
   Por eso, hoy que en mi barca lejos se parte,
no dejaré la playa mi adiós sin darte.
        ¡Adiós Marina;
        nota de un himno angélico,
        flor matutina!






Kásida árabe

A Amalia Rico
                                                                                                                                                                                
   Hija del renegado que se hizo moro
por robarme una hermana que era un tesoro,
y después de robarla se fue a esa tierra
a vivir ese perro conmigo en guerra;
mal que a tu padre pese, bella cristiana,
mientras mi dromedario su sed mitiga,
ya que en tus venas llevas sangre africana,
ha de cantar tus gracias mi guzla amiga.
 
   Como no caben juntos Mahoma y Cristo,
ni yo a ti te conozco ni tú me has visto,
tú allá con tus señores y tus fetiches,
yo acá con mis guerreros y mis derviches;
mas sé por los cautivos que entre cadenas
llegan aquí, llorando su ruin fortuna,
que para ser amadas, las nazarenas;
y entre las nazarenas, cual tú, ninguna.
 
   Sé que tu esbelto talle vence y supera
la esbeltez ondulante de la palmera; 
que cuando tú sonríes todo amanece
y todo, cuando lloras, ¡ay!, se entristece.
Si es verdad lo que dicen, cristiana mía,
mientras tú no despiertas, el sol no asoma,
mientras tú no la cantas, no hay poesía,
mientras tú no la riegas, la flor no aroma.
 
   Sé que de tu mirada la luz extrema
de la muerte y la vida fija el dilema;
mata si es odio y rabia lo que la incita,
y si amor, al que mata... lo resucita.
Sé que tu acento suave tiene murmullos
de hojas que el aura besa fresca y riente,
de niño adormecido quejas y arrullos,
cadencias y armonías de agua corriente.
 
   Sé que tu aliento mágico embriaga como
la esencia concentrada del cinamomo;
que tu palabra limpia se paladea
como un panal dulcísimo de miel de Hiblea;
pues dicen que a tus labios, cual dos corales,
por un hilo de nieve mal divididos,
como acuden los silfos a los rosales,
acuden las abejas a hacer sus nidos.
 
   Sé que tu tez, más blanca que el alabastro,
bajo tu crencha brilla cual brillo de astro,
siendo sus resplandores fieles trasuntos
del de Sirio y la Luna cuando están juntos.
Y sé de un vil rabino que condenado
del Corán a las gehennas y las serpientes,
se libró del infierno porque ha rezado
el rosario de perlas que hay en tus dientes.
 
   Y entre tantos hechizos que adoran tantos,
sé cuál es el primero de tus encantos;
sé que no amas, y puesto que no amas, eres
la mujer más preciada de las mujeres.
Aún de tu alma el capullo no rodó herido
por el simoun ardiente que troncha y quema,
ni a la palabra infame se abrió tu oído
que de Adán a la prole trajo anatema.
 
   ¡Haces bien! Tú no sabes qué ardor se siente
cuando en el pecho brota de amor la fuente,
manantial de verano cuya agua impura
da más sed a medida que más se apura.
Antes de amar, bien mío, haz de ti en torno
una cripta de bronce, vasta y cerrada,
sepúltate en su seno como en un horno,
¡morirás recocida, no esclavizada!...
 
   Mas ya mi dromedario su sed eterna
calmó en las ondas turbias de la cisterna,
y dilatando el ojo, con paso incierto
me señala la ruta por el desierto...
No puede detenerse mi caravana;
la noche se avecina, llega la tarde;
¡que la paz sea contigo, bella cristiana!
¡Hija del renegado, que Alá te guarde!




A los vates gallegos

En la corona fúnebre de Méndez Núñez
                                                                                                                                                                            
   Unid, ¡oh bardos de mis patrios lares!;
unid mi canto al vuestro dolorido,
mientras en torno con mortal gemido
huérfanos lloran los iberos mares.
   Cuando los héroes mueren sin altares,
gloria legando al suelo en que han nacido,
nuestro crimen mayor es nuestro olvido,
nuestro primer deber, nuestros cantares.
   ¡Ay del arpa que lúgubre no zumba
cuando la noche su crespón dilata,
velando al genio que eclipsó al de Otumba!
   ¡Ay de la mano criminal e ingrata
que no posa una flor sobre esa tumba,
más yerma que la tumba de un pirata!

     Orense, 1874.
     (De la Corona Poética dedicada a la inmortal memoria del ilustre marino gallego D. Casto Méndez Núñez.)



A las niñas

De mi querido amigo M. H. y M., en su partida
                                                                                                                                                                          
   Siempre que la tormenta desata sus furores
y oigo bramar potente la voz del huracán,
de súbito, asaltado por fúnebres temores,
me acuerdo de los niños, las aves y las flores,
y pienso: ¡Oh, cuánto, cuánto los pobres sufrirán!
   Y entonces, por volverles la apetecida calma,
quisiera con mis brazos, a ser posible, hacer
de un ángel para el niño la protectora palma;
un nido para el ave del fondo de mi alma
y de mi pecho un muro, la flor por guarecer.
 
   ¡Ay! Huracán más rudo que el que azotó la sierra
y devastó el poblado y descuajó el pinar,
la infame, la sangrienta, la despiadada guerra
sopló también de Cuba sobre la hermosa tierra,
y amenazó de ruina vuestro tranquilo hogar.
   Ved: la infernal Quimera que triple horror aduna,
al pie de vuestro lecho sus fauces viene a abrir;
no ha respetado méritos, virtudes ni fortuna;
cual profanó el sepulcro profanará la cuna;
¡nació sin esperanza, sin gloria ha de morir!
 
   Quizá hacéis bien huyéndole; mas ¡ah!, ¡con qué desvelo
La Habana, en que nacisteis, os miro abandonar!
De vuestra patria ausentes no encontraréis consuelo:
para el que en ella nace no hay cielo cual su cielo,
no hay noches cual sus noches, no hay mar como su mar.
   Yo, que de los proscriptos la honda aflicción no ignoro;
que en extranjeras playas reclinaré mi sien;
que sé que es nuestra tierra nuestro mejor tesoro,
vuestro dolor comprendo y con vosotras lloro,
pues me arrancó a mis lares un huracán también.
 
   ¿Qué importa que al destierro a que hoy os veis lanzadas
os siga el ala pródiga del paternal amor,
si os faltarán de Cuba las brisas perfumadas,
sus amplios horizontes, sus nubes nacaradas,
la paz de sus crepúsculos, su sol fecundador?
   Sí; yo a mi vez laméntome de esa terrible ausencia
para vosotras dura, funesta para mí,
que ya no hallaré bálsamo de mi alma a la dolencia
en vuestra dulce charla, que evoca en su inocencia
la charla de mis niños..., ¡los niños que perdí!
 
   De hoy más no ya las notas regalarán mi oído
con que de vuestra madre la inspiración genial,
al clave arrebatándolas, magistralmente herido,
hizo llegar al fondo de mi ánimo abatido
la fe y el entusiasmo de Weber y Gottschalk. 
   Ya no, cuando os visite, ruidosas y joviales
saldréis como un enjambre mi abrazo a recibir,
con gritos y aleteos de alondras tropicales,
ni ya de vuestros labios los besos virginales,
narcótico a mis penas, mi frente habréis de ungir.
 
   Ni estrecharé la mano del generoso amigo
que al bien dispuesta siempre se me tendió leal,
ni contra el tedio amargo que va doquier conmigo,
de su jardín las frondas me prestarán su abrigo
tras verdes pabellones de hiedra y malva real. 55
   Horas de suave encanto, de celestiales goces
que la amistad acendran, templando el corazón,
del bardo en el camino no así paséis veloces;
¡tornad!, y entre las sombras de su existencia atroces,
de nuevo el iris fúlgido tended de la ilusión. 60
 
   Adiós, lindas criollas. La inexorable saña
del bárbaro destino que nos separa así,
no haré que yo os olvide; por tierra propia o extraña
mi pensamiento os sigue, mi amor os acompaña,
en tanto muda y sola mi arpa os espera aquí.
   Mar, sobre cuyas olas se van las musas mías;
nave que las aguardas para partir fugaz;
viento que las conduces, estrella que las guías,
llenad, llenad, su tránsito de luz y de armonías;
¡Llevádmelas en triunfo! ¡Volvédmelas en paz!






El árbol maldito                                                                
                                                                                                                                                                      
   Me lo contó un piel-roja cazado en la Luisiana:
cuando el Señor los bosques de América pobló,
dejó un espacio estéril en la extensión lozana,
y en ese espacio yermo, de arena seca y vana,
donde no nace el trébol ni crece la liana,
el diablo plantó su árbol y luego... descansó.
 
   El suelo en que brotara, de savia y jugos falto,
que interiormente cruzan en direcciones mil
volcánicas corrientes de líquido basalto,
de su raíz opúsose al invasor asalto,
mientras su copa hiere, perdida allá en lo alto,
el rayo tempestuoso, colérico y hostil.
 
   Así, por tierra y cielo sin tregua combatido,
el árbol sus antenas tendió en obscura red
por la ancha superficie del páramo abatido,
y allí donde el cadáver hallaba de un vencido,
de las salvajes hordas al ímpetu caído,
bebiéndole la sangre calmó su ardiente sed.
 
   El llanto de las tribus guerreras, derrotadas,
nutrió su tronco débil prestándole vigor;
y en misteriosa química, las savias combinadas
de lágrimas y sangre por él asimiladas,
pobláronle de vástagos punzantes como espadas,
y de hojas lo cubrieron de cárdeno color.
 
   Sus ramas, por el viento de Septentrión mecidas,
sonaban tristemente con canto funeral
y, de la luna al beso lascivo estremecidas,
en flores reventaron que, al aire suspendidas,
vertían de sus cálices esencias corrompidas,
la atmósfera impregnando de un hálito mortal.
 
   Leones y elefantes, su sombra pestilente
temiendo, nunca osaron llegar en torno de él:
sobre él desliza el ave sus alas raudamente,
torció el jaguar su senda, si le encontró de frente,
y el oso sibarita, que sus aromas siente,
contémplale de lejos, soñando con su miel.
 
   Mas solamente grata la pulpa que destila
a insectos y reptiles, del silfo al caracol,
por ella, en torno al árbol, tenaz la mosca oscila,
la araña encuentra en ella las gomas con que hila,
y viene a saborearla, candente la pupila,
el saurio, que dilata sus vértebras al sol.
 
   Por respirar sus densos efluvios penetrantes,
la víbora abandona su rústico dosel;
sus pútridos pantanos los cínifes vibrantes,
sus hoyos las serpientes de escamas repugnantes,
sus matas las luciérnagas policromo-cambiantes,
su hogar la salamandra de jaspeada piel;
 
   la oruga su capullo, que rompe con trabajo,
su celda arquitectónica la abeja monacal,
su limo la babosa perdida en el atajo,
su lecho de detritus el sucio escarabajo,
su llano la langosta, su charca el renacuajo
su huevo el infusorio, la larva su cendal.
 
   Y de esa fauna exótica la multitud bravía,
de entrambos hemisferios monstruosa producción,
se cobijaba al árbol o nido en él hacía,
en tanto que en su fronda magnifica y sombría
los genios de los bosques, al fenecer el día,
celebran conciliábulos de muerte y destrucción.





A Andrés Muruais, muerto

Soneto
                                                                                                                                                                          
   Cesado había el cántico sonoro
que fue a la Patria nuncio de rescate,
y a la voz del profeta, a la del vate,
siguió en las tribus silencioso lloro.

   Resto inmortal del apolíneo coro,
sobre las frentes que el dolor abate,
himno terrible entona de combate
la férrea lira de las cuerdas de oro.

   No enmudeció; calló. ¡Gloria al que brega
con ánimo valiente y diestra brava,
y antes muere en la lucha que se entrega!

   ¡Oh, tierra de mis padres, tierra esclava,
tu redención es huésped que no llega,
sol esperado en noche que no acaba! 





Epístola

A mi sobrina Isabel Rico
                                      
   Isabel: en tu carta
riñes conmigo;
tienes razón: ¡Qué poco
dura un amigo!
Mas perdona mi falta
joven morena;
tú que eres cariñosa,
tú que eres buena.
 
   No soy yo solamente
contigo ingrato,
ni de santificarme
contigo trato.
¡Todos los que me quieren,
cuantos me adoran,
mi ingratitud acaso
contigo lloran!
 
   Que yo soy, ¡oh Isabela!,
pájaro errante,
hosco a toda caricia
de mano amante:
¡Pájaro que cantando
la pena mía,
vivo solo en mi eterna
melancolía!
 
   Yo esquivé de mi madre
dulces abrazos,
rompí de la familia
los santos lazos;
y buscando a mí alas
ancho horizonte,
fuime cortando espacio
de monte en monte.
 
   Los montes me prestaron
plácido abrigo,
y en sus vírgenes bosques,
sólo conmigo,
al rumor de los olmos
sonoro y blando,
recogí las tristezas
que voy cantando.
 
   Pero, ingrato con ellos,
sus soledades
dejé por el bullicio
de las ciudades;
y con ellas ingrato
jurelas guerra,
y por el mar inmenso
cambié la tierra.
 
   Los mares con sus auras
me saludaron,
y a mis ojos sus ondas
leyes rizaron;
regalaron mi oído
con su concierto;
mas yo les dije... ¡Basta!
y entré en el puerto.
 
   Tal vez vengarse luego
de mí pensaron,
cuando náufrago a tierra
me trasladaron;
mi alma altanera,
e ingrato sigo siendo
si ingrato era.
 
   Como engendro del odio,
no del cariño,
ingrato seré siempre,
pues lo fui niño.
Mas perdóname, Isabe-
lita morena, 70
tú que eres cariñosa,
tú que eres buena.
 
   Perdóname, querida,
si no te escribo;
porque, en cambio, de tu alma 75
trasunto vivo,
dondequiera que vaya
miro tus ojos,
tu cabellera negra,
tus labios rojos.
 
   Dondequiera me acuerdo
de tu semblante,
de tristeza cubierto
y amor radiante;
faz que pienso yo a veces,
pensando amores,
que es la faz de la Virgen
de los Dolores.
 
   Perdóname y no quieras
lo que no puedo,
ni el tesoro me exijas
que yo no heredo.
¡Los que cual tú me quieren,
los que me adoran,
mi ingratitud acaso
contigo lloran!
 
   Que yo soy, prenda mía,
pájaro errante,
hosco a toda caricia
de mano amante:
¡nómada que proscrito
cruza el desierto...
perro loco, sin amo...
nave sin puerto!...


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