sábado, 21 de julio de 2012

VÍCTOR DOMINGO SILVA [7.291]




Víctor Domingo Silva Endeiza

(Tongoy, Región de Coquimbo, 12 de mayo de 1882 - Santiago, Región Metropolitana de Santiago, 20 de agosto de 1960) fue un escritor, dramaturgo, poeta, periodista y diputado chileno de origen vasco,1 que fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura en 1954.
Hijo de una culta familia, sus padres le inculcaron el amor a las letras.
En 1901 se trasladó a Valparaíso, ciudad donde vivió durante 15 años, fundamentalmente en la calle Taqueadero 55 de Playa Ancha. En compañía de otros escritores, fundó el Ateneo de la Juventud de Valparaíso y la Universidad Popular. Posteriormente, se dedicó a la política y fue electo diputado en 1906 por las provincias de Copiapó, Chañaral, Vallenar y Freirina. En esta misma época, inició sus publicaciones en el diario El Mercurio de Valparaíso, en donde utilizaría el seudónimo de Cristóbal de Zárate.
Fue llamado el poeta nacional, debido a que dedicó buena parte de su poesía a temas nacionales, tales como su famoso poema Al pie de la Bandera,2 en el cual exaltó su patriotismo. Mantuvo una estrecha relación de amistad con los poetas Zoilo Escobar y Carlos Pezoa Véliz, y con los novelistas Daniel de la Vega, Joaquín Edwards Bello y Augusto D'Halmar.
Ingresó a la diplomacia en 1928, siendo destinado a la Patagonia argentina, convirtiéndose en un impulsor del establecimiento de la provincia de Aysén. En 1928, viajó destinado como cónsul general de Chile en Madrid y regresó al país en 1948.
Recibió varios premios, entre los que destacaron el citado Nacional de Literatura en 1954 y el de Teatro en 1959.

Obra

Adolescencia (1906)
Golondrina de invierno (1912, novela)
Palomilla brava (1923, novela)
El alma de Chile (1928), antología poética
El mestizo Alejo (1934)
Poemas de Ultramar (1935)
El cachorro (1937)
La Criollita
En teatro se destacan:
El Rey de la Araucanía (1936)
Aún no se ha puesto el sol (1950)
La tempestad se avecina
El hombre de la casa







EL REGRESO 

Desperté llorando
por mi hogar desierto,
por mi infancia ida, por mi padre muerto.
Días, meses,años han pasado ya
y en la casa en ruinas,
desde los cimientos
hasta las cornizas de los aposentos,
¡todo qué distinto, qué cambiado está!
Me acosté llorando por las viejas horas
(mañanas alegres, tardes soñadoras,
perezosas siestas).
Me dormí y soñé que "él" había vuelto
de un viaje lejano,
curvas las espaldas y el cabello cano...
también muy distinto de cuando se fue.
Aguardando siempre, ¡siempre su regreso!,
no nos extrañamos.
Sentimos su beso
sobre nuestras frentes,
tibio y familiar.
Mi madre suspira.
Los viejos sirvientes
tienen a su vista gestos reverentes
y el can favorito se pone a brincar.
¡Qué viaje tan largo, tan largo Dios mío!
¡Durante su ausencia,
qué rachas de hastío,
qué sombras de pena,
qué nieblas de horror!
Él calla.
Parece que lee en nosotros:
la tristeza de unos,
el cansancio de otros
y en todos un mundo de ensueño y dolor.
¡Qué viaje tan largo, tan largo, Dios mío!
Ante la ceniza del hogar ya frío,
rodeado de todos nos pregunta:
-Y bien, ¿muy viejo me encuentran?
Hablen sin cuidado.
-Sí, padre - decimos - estás muy cambiado.
Y él: -¡Pobres muchachos!
¡Ustedes también!





Al pie de la Bandera 

¡Ciudadanos! 
¿Qué nos une en éste instante? 
¿Quién nos llama? 
¿encendidas las pupilas y frenéticas las manos? 
¿a qué viene ese clamor que por el aire se derrama 
y retumba en el confín? 
No es el trueno del cañón; 
No es el canto del clarín: 
es el épico estandarte, es la espléndida oriflama, 
es el patrio pabellón que halla en cada ciudadano un paladín.

¡Oh!, Bandera! 
¡La querida, la sin mancha, la primera 
entre todas las que he visto!… 
¡Cómo siento resonar, 
no en mi oído, sino dentro de mi ardiente corazón, 
tu murmullo que es alerta y es arrullo; 
tu murmullo, que es consejo en las tertulias del hogar 
y que en medio de las balas es rugido de león!

¡Cómo siento que fulgura; con qué ardores, 
la gloriosa conjunción de tus colores, 
flor de magia, hecha de fuego, de heroísmo, de ideal! 
¡La bandera! La soñamos inmortal 
con su blanco, con su rojo, y con su azul, 
en que descuella perla viva y colosal, 
esa estrella arrancada para ella al océano de luz del cielo austral!

La hemos visto desde niño; la queremos 
como amamos a la novia, con supremos 
arrebatos, con ternura, con unción. 
Ella vive palpitante en las visiones familiares 
de los días escolares. 
Y, al mirarle hecha jirones, nos parece 
que ella grita al desgarrarse porque mece 
lo que aún queda en nuestras almas de esperanza, de ilusión.

¡Todo pasa! Viento trágico y siniestro 
padre noble, dulce madre, tibio hogar. 
¡Somos huérfanos! Erramos, dolorosos peregrinos, 
por insólitos caminos y al azar… 
¡La bandera! ¿Quién olvida 
que ella ha sido como un hada para nuestra edad florida? 
¿Quién, al verla que, a pleno aire, se levanta 
no la advierte como un alma enamorada de la vida? 
¿De qué trémula garganta, 
en los grandes días patrios, 
se escapó una nota sola 
que no haya respondido 
como el eco más sentido 
la bandera que tremola 
en lo alto de una madero carcomido 
de la escuela, del cuartel o del torreón?

¿Qué muchacho, entre la gresca vocinglera 
de Septiembre, malamente disfrazado 
de soldado 
no ha jurado 
convertirse en un héroe patrio y defender de su bandera 
hasta el último jirón?

¡Oh, bandera! ¡Trapo santo! 
hay ingratos que te niegan, que se burlan de tu encanto 
con que envuelves y fascinas; que no 
entienden el lenguaje 
de tu risa y de tu llanto.

Mientras tanto, yo sé bien que no hay ninguno que nostálgico te mire, 
y no tiemble, y no suspire. 
Y no llore en tu homenaje! 
Yo sé bien que a más de un pobre desterrado 
toda el alma en un sollozo has arrancado 
cual se arranca el duro hierro de una herida 
cuando errante por naciones extranjeras 
con el fardo del dolor 
ha observado que, entre un bosque de banderas, 
sólo falta la que amó toda su vida: 
¡la bandera tricolor!

Yo sé bien lo que se siente cuando, a solas, 
desde un barco, mar afuera, entre las olas, 
se percibe la silueta de un peñón 
y sobre él, a todo viento, la bandera, 
la bandera que saluda cariñosa, 
la bandera que es la madre, que es la esposa, 
el hogar, la Patria entera, 
que va oculta en nuestro propio corazón!

Yo no sé cuándo es más grande la Bandera: 
si en el campo de batalla, 
inflamada por relámpagos de cólera guerrera 
y deshecha por el plomo y la metralla, 
o en lo alto tijeral del edificio 
y donde es como un heraldo de alegría 
que levanta, en plena urbe, su armazón, 
porque no se ha consumado el sacrificio 
del que rige, con heroica bizarría, 
el compás de su martillo por el ritmo del pulmón.

Sólo sé que para ella siempre el mismo 
cualquier gesto de heroísmo; 
que ella cubre con la misma majestad a unos y otros; 
la bandera es madre –es hembra!- 
y, si en medio de los vivos a menudo el odio siembra, 
por encima de los muertos sólo arroja su piedad.

¡Ciudadanos! 
Que no sea la bandera en nuestras manos ni un ridículo juguete, 
ni estúpida amenaza ni un hipócrita fetiche, ni una insignia baladí. 
Veneremos la bandera como el símbolo divino de la raza; 
adorémosla con ansia, con pasión, con frenesí, 
y no ataje en nuestro paso, mina, foso ni trinchera 
cuando oigamos que nos grita la bandera: 
"!Hijos míos! ¡Defendedme! ¡Estoy aquí!"






Elegía del indio que regresa

¡Tierra de Arauco! ¿Tierra triste! 
¡Tierra querida en que nací! 
Es una queja inacabable la de tu raza, ayer feliz. 
Ya no está verde tu montaña, 
ya no es tu cielo de zafir; 
las mapuchitas ya no cantan 
sobre la trama del tapiz; 
hasta los niños se diría 
que se resisten a reír; 
los cisnes huyen de tus lagos, 
tus bosques gimen al dormir, 
y los copihues balancean 
sus campanitas de rubí 
como las lágrimas de sangre 
que llora el indio al sucumbir. 

¡Tierra de Arauco! ¡Tierra triste! 
¡Nunca serás como te vi! Mares remotos he cruzado, 
lenguas extrañas aprendí; 
la vida errante ya me cansa... 

¡Pero tu imagen está en mí, 
como los árboles que fijan 
en tus entrañas la raíz! 

¡Rucas en ruinas! ¡Campos yertos! 
¡Lanzas roídas del orín! 
Ya no hay guerreros que combatan... 

¡El "huinca" odiado venció al fin! 
¡Tierra de Arauco! ¡Tierra triste! 
¡Como la pena de partir 
hay una sola, y es la pena 
de regresar... y verte así! 






Ausente

Tedio, inquietud, ternura, todo a la vez lo siento.
Estoy conmigo a solas, inmensamente triste,
y como un ave huérfana se me va el pensamiento
sobre el haz de las aguas, en las alas del viento,
desde que tú te fuiste.

Desde que tú te fuiste, mi deliciosa ausente, 
nada es igual; la nieve que las cúspides viste
de blanco, el clamoroso redoble del torrente,
todo en redor parece que suspirase " vente"
desde que tú te fuiste.

"Vente", dicen las rosas, que entre mis ocios cuido
por distraerme, y todo lo que te amo y quisiste.
No temas por el fúnebre huésped - el olvido -,
que hay algo de tu alma llenando siempre el nido
desde que tú te fuiste.

Y como no ha de haberlo, si al ritmo de tu acento
que está vibrando lejos, pero que en mi persiste,
cada minuto, cada segundo es un tormento ...
¡Cómo, si hasta en la sombra me persigue tu aliento
desde que tú te fuiste!




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