miércoles, 16 de julio de 2014

JUAN BAUTISTA AGUIRRE, S. I. [12.329]


Padre Juan Bautista Aguirre, S. I.

El mejor poeta de nuestro siglo XVIII
hallado en el Archivo de Juan María Gutiérrez
Por Gonzalo Zaldumbide

[Estudio]

I.- 


Leed desprevenidos unas cuantas estrofas de esta su «Carta a Lisardo»:


¡Ay, Lisardo querido!
si feliz muerte conseguir esperas,
es justo que advertido,
pues naciste una vez, dos veces mueras;
así las plantas, brutos y aves lo hacen:
dos veces mueren y una sola nacen.

Entre catres de armiño
tarde y mañana la azucena yace,
si una vez al cariño
del aura suave su verdor renace:
¡ay flor marchita! ¡ay azucena triste!
dos veces muerta si una vez naciste.

Pálida a la mañana
antes que el sol su bello nácar rompa
muere la rosa, vana
estrella de carmín, fragante pompa;
y a la noche otra vez: ¡dos veces muerta!
¡oh incierta vida en tanta muerte cierta!

En poca agua muriendo
nace el arroyo, y ya soberbio río
corre al mar con estruendo,
en el cual pierde vida, nombre y brío:
¡Oh cristal triste, arroyo sin fortuna!
muerto dos veces, porque vivas una.

En sepulcro süave,
que el nido forma con vistoso halago,
nace difunta el ave
que del plomo es después fatal estrago:
Vive una vez y muere dos ¡oh suerte!
para una vida duplicada muerte!

Pálida y sin colores
la fruta, de temor, difunta nace,
temiendo los rigores
del Noto que después vil la deshace:
¡ay fruta hermosa, qué infeliz que eres!
una vez naces y dos veces mueres.

Muerto nace el valiente
oso que vientos calza y sombras viste,
a quien despierta ardiente
la madre, y otra vez no se resiste
a morir; y entre muertes dos naciendo,
vive una vez y dos se ve muriendo.

Muerto en el monte el pino
sulca el ponto con alas, bajel o ave,
y la vela de lino,
con que vuela el batel altivo y grave,
es vela de morir: dos veces yace
quien monte alado muere y pino nace.

Así el pino, montaña
con alas, que del mar al cielo sube;
el río que el mar baña;
el ave que es con plumas vital nube;
la que marchita nace flor del campo,
púrpura vegetal, florido ampo,

todo clama ¡oh Lisardo!
que quien nace una vez dos veces muera;
y así, joven gallardo,
en río, en flor, en ave, considera
que, dudando quizá de su fortuna,
mueren dos veces por que acierten una.




Atroz rompecabezas conceptista habríale parecido a nuestro don Juan León Mera este enigma desolado y férvido. De haberlo conocido, el riguroso crítico que ya en la Ojeada condenó por menos y sin remisión, al obstinado poeta, habría hallado en ésta una nueva prueba de su perdición en brazos del culteranismo. Refractario a toda singularidad algo exorbitante, y aún a toda exaltación, como no fuesen las de cierto orden romántico-sentimental que practicaba él mismo, Mera no admitía en el verso otra belleza que la accesible y propicia a un buen sentido sumario, ni otra índole de expresión que la espontánea, fácil y cursiva. Rebelábase el fuerte candor de su buena fe contra toda audacia que comenzara por desconcertarle: teníala simplemente por falso alarde y patraña. Así en cada una de estas imágenes, contradictorias y disímiles, habría visto una especie de escarnio a la «sana razón», y por lo mismo, a la poesía.
Mas ¿qué significa, en efecto -podrá el lector preguntar-, aquello de la rosa o de la azucena dos veces muerta, de la fruta infeliz y pálida de temor, del ave que nace difunta y alcanza para una vida duplicada muerte, o del oso que calza vientos y sombras viste, y que, aunque nace muerto, a morir otra vez no se resiste, de suerte que, «entre muertes dos naciendo, vive una vez, y dos se ve muriendo»; o del pino, montaña con alas, que dos veces yace, pues monte alado muere si pino nace; aquello, en fin, de  también el hombre, cual plantas, aves, frutos, montes y ríos lo hacen para amonestarle, haya de morir dos veces pues que nació una?
... Bien puede el sentido inmediato, y aun el oculto, de estas imágenes no parecer otra cosa que una paradoja, absurdamente desenvuelta en metafórico desrazonar. Cualquier juez prudente, y leal para con su criterio, como lo fue Mera, aun de ser menos apegado a las normas clásicas, podría no hallar, en toda esta lucubración de morir dos veces para acertar una, sino un cambiante e inasible contrasentido, un logogrifo. Y tendría, si se quiere, mucha razón.
Pobre manera, empero, de tener razón.
... Tan alto, y ya tranquilo, sentimiento trágico, temperada en mística serenidad, no puede ser sólo un acertijo. No puede el lector atento ser insensible aun a la sola persuasión del ritmo, ni a este acento de tristeza intelectual, de dolor de vivir extendido a las más dulces e inocentes formas de la existencia.
De aplicar a esta concepción, que a todo vuelo aspira a una visión trascendental, una lógica tan vana por su mismo exceso de evidencia, quedaría desvanecida su indecible virtud poética y malogrado su alcance. Desechemos la satisfacción, entre pueril y pedante, de poner tan razonables trabas a imágenes tan veloces. Mejor haremos, quizá, en aventurarnos a seguir el vuelo, que presentimos soberano y libre.
¿No hay allí, desde luego, sensible, insistente, eficaz, una música que flota sobre las rimas como un halo de pensamiento, como un etéreo ambiente en que el verso asciende a una visión translúcida? ¿Y no se siente ahí un anhelo liberador de la incierta vida, un superior sentimiento, melancólico y ya sosegado de una paz de más lejos? ¿No obra, en fin, sobre el ánimo un don suasorio, un penetrante don que no engaña? Sentirlo es obvio, si no entenderlo. Inequívoco y suficiente signo de poesía, aunque el secreto persista recóndito o indiscernible a la exigencia lógica:


Pálida a la mañana
antes que el sol su bello nácar rompa,
muere la rosa, vana
estrella de carmín, fragante pompa,
y a la tarde otra vez: ¡dos veces muerta!
¡oh incierta vida en tanta muerte cierta!



Glosar estrofas como éstas, para mejor explicarlas, es hacer desaparecer su magia.
Aun ciñéndose bastante a la expresión literal, advertiría el lector, bajo el instable y a veces doble y divergente sentido de las palabras y de las imágenes, un fondo de pensamiento único y real. Tal vez se juzgue necesario ponerlo en claro. Mas al fin de este ejercicio, quizá superfluo, ¿obrará conforme a su verdad el prestigio confiado sólo al encantamiento del verso?
Pues bien: nacer a vida llevada a fenecer y acabarse, ¿no es comenzar a morir? A cada instante morimos, y el espasmo animal de la muerte no es sino remate y sello de esta verdad, no por sutil e invisible menos cotidiana. La muerte brutal y palpable no existe tanto como esta otra, oculta. ¿Qué vale entonces vida tan mortal que es sólo lenta agonía? Vivir muriendo ¿es vivir? ¿No es más bien morir largamente, hasta nacer quizá un día, de veras según la fe, a la ciencia y principio del ser? La muerte, ¿no es así muerte y nacimiento, cuando se acierta a morir? Y para acertar a morir, hay que vivir la vida como una muerte, muriendo a la vida en vida y preparándose a vivir tan sólo tras la segunda y última muerte.
Sentimiento, como se ve, por excelencia místico. Su exaltada y ávida angustia llena de sí la mística española. Santa Teresa nos dijo mejor que nadie su urgencia lúcida... Sólo que aquí aspira a trascendencia mayor, ineluctable y universal. Pues el destino mortal no amaga sólo al hombre, sino que devora vivos a cuantos seres y cosas, animados o inanimados, nacen sólo para acabarse y viven acabándose en su propio ser.

De ahí esta alta tristeza metafísica que del hombre se extiende a toda cosa, y en un sentido más hondo que el en que dijo Ronsard a su buen amigo:

Nous vivons, mon Belleau, une vie sans vie.



Para el poeta de la Pléyade, el hombre es, en el Universo, el único ser que se amarga a sí propio la existencia, cual si fuera enemigo de sí mismo, mientras los demás, todos se preservan:

Regarde, je te prie, le bœuf qui d'un col morne
Traîne pour nous nourrir le joug dessus la corne:
Bien qu'il soit sans raison, gros et lourd animal,
Jamais il n'est pour lui la cause de son mal,
Mais patientement le labeur il endure
Et la loi qu'en naissant lui donna la nature;
Puis quand il est, au soir, du labeur delié,
Il met près de son joug le travail oublié.
Mais nous, pauvres chétifs, soit de jour, soit de nuit,
Toujours quelque tristesse épineuse nous suit...



En la poesía de Aguirre, por encima de estas tristezas sobreañadidas, está la esencial tristeza de tener que vivir muriendo. Y esa conciencia que el hombre tiene del fugaz destino, el poeta la comunica a toda lo que pasa y muda sobre la haz de la tierra.
Por esto, como si hasta ella supiera que va a morir,

Pálida y sin colores,
la fruta, de temor, difunta nace;



y por esto,

tarde y mañana la azucena yace,
si una vez al cariño
del aura suave su verdor renace;



Por eso el ave

nace una vez y muere dos; ¡oh suerte!
para una vida duplicada muerte...



Vida tan breve, tan insegura, es como si no fuera, no responde al concepto que de un vivir verdadero tenemos, en idea y en aspiración. Por eso, en la bella estrofa de la rosa, elimina la noción de la vida en el acto de entrar en ella tan incierta y vana, y en lugar de decir que a la mañana nace la rosa para morir por la tarde, dice más bien que en la mañana muere, para, a la tarde, otra vez morir; pues que la hace mortal el hecho de nacer, nacer equivale a comenzar a morir, es la primera muerte, la original y fatal.

Muerto en el monte el pino



(es decir, tronchado por el hacha, cortado en tablas, y convertido en velero),

sulca el ponto con alas, bajel o ave...



Va y naufraga, y al naufragar, muere en su errante destino, muere como leño, después de que murió, como árbol al salir del monte nativo. De este modo

dos veces yace
quien monte alado muere, y pino nace.



Y así todo nos enseña que quien nace una vez, dos veces muere: al nacer, porque comienza entonces a padecer del mal mortal de vivir; al morir, porque deja de ser. De ahí, en sentido moral, que siendo la vida lo que en verdad es -muerte asidua, insensible y comprometedora, de la cual depende el acertar final-, valga más tomarla por lo que debiera ser exclusivamente: preparación a morir.
Descifrado el enigma, confesemos que su expresión es a menudo arbitraria, contradictoria, violenta; que  hay imágenes, y estrofas enteras, que no ceden al solicitarlas conforme a esa interpretación ni conforme a otras; que una misma palabra -y a veces en un mismo verso- está tomada en sentidos opuestos o por lo menos distintos.
Así, en la citada estrofa de la rosa, donde dice. «Antes que el sol su bello nácar rompa -muere la rosa, vana», morir significa nacer; si bien a renglón seguido, morir ya está tomado en sentido verdadero, pues que la rosa, al morir en la mañana (esto es, al nacer), muere otra vez en la tarde, y esta vez sí de veras. Lo mismo cuando dice: «Nace difunta el ave», nacer está ahí en el sentido propio de venir al mundo, aunque «difunta» está sólo en un sentido poético, y moral si cabe; tanto como en la estrofa del arroyuelo, nacer equivale a morir.
Estos cambios e inversiones del significado recto de los vocablos; algunas audacias sintácticas u omisiones voluntarias de verbos o predicados que pueden sobreentenderse; retruécanos demasiado ingeniosos y buscados, u otros juegos de palabras (algunos bien venidos, como el de «la vela de lino con que vuela el bajel altivo y grave», y que en el naufragio es luego «vela de morir»), desenfadadas elipsis, transposiciones o aliteraciones, y en fin, algunos tropos exagerados, son señalados vicios de cultismo en este conceptista bastante puro.
Inútil, desde luego, ir buscando, imagen tras imagen, la adecuación de cada una al concepto que informa a todas y las funde en una sola y sucesiva representación de la mudanza terrestre... Aun las que guardan su secreto, obran prolongando la resonancia de la sentencia como en una admonición de augur, o un vaticinio de poseído del sentimiento mortal ante el ser que, en viviendo, cambia de ser, pues que no puede seguir siendo sin ir dejando de ser.
Ésta que aquí creemos adivinar, es acaso la nota más alta de la lírica en el pensamiento. Igual en desolación al soliloquio de Segismundo, también aquí el delito es haber nacido, y se lo paga con muerte en vida, hasta la postrera, que tal vez falla. Y el extender más allá del hombre esta inmanente tragedia; el ver, tras la falaz apariencia del juego vital y mortal, el afán de lo perecedero por detenerse un instante, por llegar a ser de veras, por poseerse en substancial reposo, podría parecer, si no fuera ilusión temeraria, una anticipación del sentimiento schopenhaueriano de la inapaciguable y vana voluntad cósmica.
En los grandes momentos de Aguirre, casi siempre este sentimiento trascendente del destino y condición del hombre es el aliento interno y la nota tónica de su numen. Así, en la composición enviada a un concurso de la Pichinchense, que sólo tenía por tema el nacimiento del Niño: desbordándose del asunto, propio para villancicos, se remonta Aguirre a concepción más alta y pone en prosopopeya la desolada lamentación de la especie. Representa a la humana naturaleza, llorando la desventura de su caída y midiéndola por la nostalgia de su excelsitud primera. «A la sombra del árbol de la muerte», postrada, inane, dice querellosa:


Yo fui la que al esmero
del más sublime numen delineada,
en mi instante primero
de mil prodigios me miré formada;
mas ¡ay! que si esto fue, todo ha pasado,
y en mí, de mí, la sombra no ha quedado.

Mi antigua llamarada
tan breve se apagó, con tal presteza,
que convertida en nada
antes que llama se miró pavesa;
pues sólo ardió mi luz aquel instante
que a dar ser a mi nada fue bastante...

Lloraré eternamente
la antigua dicha de que fui halagada,
aun más que el mal presente;
pues porque fui feliz soy desdichada.
Dijo, y rendida al grave sentimiento
en el dolor se destempló el acento.



Por las pocas muestras que tenemos, Aguirre tiende a desarrollarlo todo en acción, en cuadro, en movimiento dramático. No hubiera tal vez resultado mal «epicista», como dijo Espejo. Más osado, más fuerte que Orozco en la entonación y el concepto, aunque no nos haya dejado un poema como «La conquista de Menorca», se ve que aun dentro de pequeños marcos veía las cosas en grande. Alzó a veces el diapasón a un tono de majestad bíblica; y a veces, dominando su asunto como de altura, le da cierta vastedad, cierta amplitud de horizonte y repercusión, que anuncian un hálito largo.
Pero mayor y más frecuente es, según dichas muestras, la fantasía lírica pura y simple, el arrebato imaginativo, el don desencadenado de la imagen rauda que estalla y pasa deslumbrante o se queda temblando e inestable como una flecha vehemente.
Y rasgos tiene de aquéllos que en las retóricas anticuadas se llamaban, como por su nombre, sublimes. Tal, cierta imagen de Luzbel caído, traída en aparato de cataclismo y presentada de súbito:

Del testamento sobre el monte ardiente,
Luzbel estaba respirando saña.
Dos hogueras por ojos, y por frente,
negra noche que en sierpes enmaraña.



No recuerdo en Milton figura de soberbia y de belleza fatídica superior a la de este escorzo.
Hay en este poeta un don de imágenes sorprendente. Y si alguna emplea, o si se quiere muchas, que no se ajustan ni al sentido de las palabras estratificado en los diccionarios ni al de la idea, pues que la tuercen o la sobrepasan, revelan a menudo aquello que hemos dado casi como primera característica de su riqueza imaginativa: audacia, vigor, movimiento:

Falsear haré con ira fulminante
del alto cielo en su vaivén ruidoso
la azul muralla, y subiré triunfante
a ser señor del reino luminoso:
si son estorbo a mi ímpetu arrogante,
aire, mar, tierra o firmamento hermoso,
haré que sientan mi furor violento
el mar, la tierra, el aire, el firmamento.



La vida exaltada de las imágenes que transfigura las cosas a su contacto; esta visión, en reflejo, de seres y acontecimientos, parece haber sido en Aguirre de vividez extraordinaria. Y al considerarlas sueltas, desligadas del conjunto, no disminuidas por falta de proporción con el resto, ciertas imágenes aparecen quizá en toda su belleza, desencadenadas. ¿No es bella de por sí, aunque no signifique propiamente nada, esta imagen del Bucentoro,

que luces sulca en tempestades de oro;



u otra similar, cuando habla del séquito luciferino

que marchando con breve bizarría
luz, por guerrero polvo, daba al día;



o cuando,

como arrojado de la etérea casa
Luzbel cayó con ira tan sangrienta
que, en humo envuelto y en furor eterno,
de espíritus de luz ondeó un infierno...?



O imágenes de gallardía caballeresca y fastuosa, como la de San Miguel Arcángel, que, aprestándose a combatir al ángel atrevido,

Las rubias hebras apremió garboso
al yelmo de oro en soles guarnecido.



La enrevesada elegancia, el compasado donaire de transposiciones a la manera de entonces, son también de su gusto y su acierto, como en la estrofa:

En esta, pues, galera de Cupido
se miran muchos del amor forzados,
que en dulce llanto y apacible ruido
gimen al remo de una flecha atados...



* * *
En cuanto a la nota cómica, a la que debe su única fama, no podrá parecernos ya la sobresaliente. Sus espinelas de burla a Quito tienen rasgos tomados al vuelo, incisiones a lo vivo, retozos de risa acerba; pero hay otros que revelan simple encono, rezago quizá de algún descontento físico o moral, que explicaría además su nostalgia ditirámbica, delirante, por el nativo «trozo de los cielos».
Hizo también blanco de sus burlas a los médicos y a los críticos, socorrido y clásico solaz de los epigramáticos. Pero epigramas como los que luego reproducimos sólo por ser suyos, son más bien fríos y vulgares.
En verdad no es, ni con mucho, nuestro Caviedes.
Más fino, más donairoso que en la sátira, es sin duda en el discreteo y rendimiento madrigalizante.
A juzgar por el ejemplo de dos o tres composiciones eróticas, brotábanle risueños, fáciles, los versos galantes y laudatorios, floridos de sutilezas, de argucias y de contrastes. Así, a unos ojos, les dice:



Ojos cuyas niñas bellas
esmaltan mil arreboles,
muchos sois para ser soles,
pocos para ser estrellas.

No soles, aunque abrasáis
al que por veros se encumbra,
que el sol todo el mundo alumbra
y vosotros le cegáis

No estrellas, aunque serena
luz mostráis en tanta copia
que en vosotros hay luz propia
y en las estrellas, ajena.

No sois lunas, a mi ver,
que belleza tan sin par
ni es posible en sí menguar,
ni de otras luces crecer.

Y aunque ángeles parecéis,
no merecéis tales nombres,
que ellos guardan a los hombres
y vosotros los perdéis.



Recuerda a sor Juana Inés en sus discretos escarceos y balanceos, como en éste, a una «dama imaginaria»:


Arco de amor son tus cejas,
de cuyas flechas tiranas,
ni quien se defienda es cuerdo,
ni dichoso quien escapa.

¡Qué desdeñosa te burlas!
y ¡qué traidora te ufanas,
a tantas fatigas firme
y a tantas finezas falsa!


¡Qué mal imitas al cielo
pródigo contigo en gracias,
pues no sabes hacer una
cuando sabes tener tantas!



* * *
Sería preciso analizar en detalle sus diversas composiciones, no todas igualmente bellas, ni aun las principales, ni todas a la misma altura en todas las estrofas. Las que hemos citado son tal vez las más felices o reveladoras de lo mejor. En este esbozo hemos tenido que limitarnos a anticipar algunas deducciones, reduciendo su comprobación a unos cuantos toques o apuntes.
Hemos visto que hay en ellas algo más que un rezagado gongorismo. Aguirre tuvo las finas y fuertes cualidades que había menester un prolongador de Góngora para sentirse superior e inmune al demasiado razonable y vulgar ataque que bastaba para desbaratar a secuaces menos bien dotados. La percepción inmediata y lúcida del símil lejano o recóndito; la mano segura y pronta, para asirlo sin vacilación; el sentido agudo de la multiplicidad de aspectos que una misma cosa ofrece al espejo móvil y reverberante de la fantasía; aquella especie de vértigo lírico sobre el incesante transformismo de las apariencias, al cual corresponde el juego que entrevera imágenes con una celeridad a la cual no alcanza la trabada lógica; y esa libertad de vuelo, ese como júbilo de libertad sobre las formas cambiantes al infinito: todo aquello, en fin, que dio en Góngora irresistibles destellos, hubo también -si se quiere, sólo hasta cierto punto- en este americano poco o nada bárbaro. Además, «excelsa música tiene Góngora», como dice Ventura   García Calderón, Aguirre tuvo también la suya, si bien no ha de entenderse este arte, probablemente inconsciente en él, en el sentido moderno del ritmo interior del verso y la polifonía de la estrofa.
El abuso de lo normal, de lo espontáneo y fácil, de lo asequible a todos, si embota la común sensibilidad, exaspera, en poesía particularmente, la de algunos delicados, que buscan refugio en un arte vedado y arduo. De antiguo, los poetas órficos encerraban en dísticos herméticos el secreto de su sabiduría.
Los sofistas inventaron mil procedimientos ingeniosos, sutiles, incoercibles; procedimientos de artista, para renovar el encanto algo fatigado del arte de persuadir. Los mismos Padres de la Iglesia, y aún los mayores entre ellos, San Agustín, San Gregorio Nazianceno, adaptaron a la exégesis estos prestigios y artificios sabios. Asombrose San Agustín de encontrar una vez a San Ambrosio leyendo sin siquiera mover los labios. Para él lo escrito era letra muerta si no lo vivificaba el aliento oratorio: por eso, toda prosa digna debía estar clausulada conforme a un ritmo insinuante que halague al sentido antes de convencer. Declaró él mismo en sus Confesiones, que antes de convertirse, iba a oír a Ambrosio con oído atento a la armonía verbal y con gusto profano de retor que cata habilidades y sutilezas. Los retores latinos refinaron más los ardides de los sofistas: Y aun en nuestra época clásica, ¿no pedía el divino Herrera que «se procure desatar los versos para apartarlos de la vulgaridad», y no decía que «ninguno puede merecer la estimación de noble poeta si fuese fácil a todos y no tuviese encubierta mucha erudición y conocimiento de cosas...»? Aun artistas sanos y potentes, robustos y numerosos como Hugo, ¿no declararon también que le rare est le bon? Y en el consejo especioso de no escoger las palabras sans quelque méprise, ¿no renovaba Verlaine una sutil práctica cultista?
Aguirre vio tal vez (o quizá no se dio cuenta de ello) que la combatida o ya vencida escuela, si merecía   su suerte cuando manejada tan sólo por manos porfiadas e inhábiles, tuvo en otras, privilegiadas, singular poder atractivo. Y le hizo dar en las suyas peculiar fulgor.
Y aunque la supervivencia de la escuela, muerta o moribunda en diversos centros de la Península, encerraba contrasentido aun mayor dentro de lo que hoy llamamos el medio americano -entonces inexistente en relación con la literatura-, no podemos reprocharle a Aguirre el haberla prolongado conforme a su índole personal. Equipararlo con Evia, como lo hizo Mera, llevado a mal por el fragmento del poema de San Ignacio y por uno que otro verso absurdo, resultaría ahora de una injusticia notoria. ¿Ni a qué medir lo que va de la hojarasca y los cardos áridos del Ramillete de varias flores, al alzado brío y la feliz audacia de este orgulloso, que se creyó ya «envidiado

De los cisnes tal vez, tal vez de Apolo»,
y afirmó que produjo «sublimes partos su fecunda pluma»?

* * *
Grande resulta, a mi ver, el poeta, tenido hasta hoy exclusivamente por letrillero jocoso y mordaz, o por culterano insoportable; el poeta de quien no se conocía ni se ha celebrado entre nosotros, más inspiración que la de una pueril hipérbole a Guayaquil, seguida de una mala burla a Quito.
A este poeta, todo él osadía brillante, o si se quiere fulgurante incoherencia, asignole don Juan León Mera, en compensación a defectos por carta de menos, una aptitud especial «para el género templado»   -337-   para «la poesía blanda y apacible». ¡Nada menos apacible en gustos ni temperamentos que este imaginativo desenfrenado! Error, pues, doble, si bien del todo excusable, el del excelente crítico de la Ojeada. La inspiración gloriosa, el esplendor metafórico, el nervio saltante e imprevisto de la imagen, fueron el don más fuerte de este poeta, dotado de todos los dones, inclusive, si se quiere, el jocoso, único que se le ha conocido hasta esta revelación de sus poesías inéditas.
En todo caso, fue el mayor poeta de nuestro pobre siglo XVIII.


II.- Supervivencia literaria

Dos composiciones -las únicas conocidas hasta ahora en el Ecuador, o más propiamente fragmentos de ellas- han mantenido viva, entre aficionados a antiguallas y curiosidades de literatura, la fama del padre Aguirre. Y tan sólo una de ellas -el ditirámbico elogio de Guayaquil, contrastando, en epístola jocoseria, con su burlesca descripción de Quito y de los quiteños- ha bastado a justificar su renombre de versificador fácil y galano, de ingenio burlón y mordaz, respectivamente. Ya entera, ya dividida en dos partes, corre esa epístola en algunas antologías. En cuanto al poema, inconcluso, sobre la vida de San Ignacio, únicamente los eruditos sabían de su existencia, desdeñándolo empero todos como un infausto parto gongórico. Y a esto se ha reducido en su propia patria, por una serie de azares, el conocimiento de un gran poeta, el más estupendamente dotado, a nuestro parecer, de cuantos se levantaron, entre el sopor de larvas del coloniaje, a respirar el aura de las Soledades o a meditar el soliloquio de Segismundo.
En 1861, don Pedro Fermín Cevallos, al publicar en El Iris, periódico literario de Quito, el primer boceto biográfico que dio a conocer la importancia del padre Aguirre como maestro de Filosofía y hombre de varia ciencia, publicó también, por primera vez, las décimas en burla de la capital64. Según cuenta don Juan León Mera, enfadáronse los quiteños, cosa  rara en quienes, por alarde de libre espíritu, de genialidad acerba y mal humor desamorado, fueron siempre, e inicuamente, los primeros, los más encarnizados, en escarnecer la modestia ingenua, la venerable tristeza antigua de su propia tierra, sufrida como si sus males la hubiesen vuelto madre ya indigna de tan buenos hijos...
Esa vez, de casualidad, parece, pues, no haber sido, según Mera, del agrado de todos ver que un compatriota, dándoselas de extraño y como desterrado en Quito, la hubiese puesto en ridículo. Después aprendieron todos, casi de memoria, celebrándolos con mucha risa, esos versos hirientes.
En 1868, Mera citó en su Ojeada unos pocos versos del fragmento del poema sobre San Ignacio, e intercaló en su estudio algunas de las mencionadas décimas: siete, las mejores, de las que alaban a la ciudad natal del poeta, y dos, las más inocentes, de las que se mofan de Quito. El mismo año, pocos meses más tarde, Molestina publicó en su antología de Antigüedades literarias, las mismas siete décimas a Guayaquil. Se abstuvo de publicar las referentes a Quito.
Después, en su Antología de poetas ecuatorianos (1892), Mera dio a luz estas últimas, en número de catorce, omitiendo algunas de las menos «cultas», y añadió a las siete primeras, concernientes a Guayaquil, las tres estrofas de introducción que dan a esa fantasía su carácter epistolar. Esta vez, los quiteños ya no protestaron. El hombre excelente que era don Juan León creyó necesario explicarles que «sin duda, el Padre Aguirre no tuvo otra intención que la de chancearse con el amigo a quien se dirigía», y añadió «que habría sido bueno que no emplease palabras o frases poco o nada cultas en sus chistes».
Suponía el señor Mera que el padre Aguirre había dirigido su epístola «a un poeta quiteño amigo suyo», y lamentaba que no poseyésemos la contestación de éste ni supiésemos su nombre. Molestina, entre otros,   creía que éste fue don Juan Larrea, y, a pesar de que vio refutada de antemano tal creencia por el mismo señor Mera -quien le envió gentilmente a Lima los primeros pliegos de la Ojeada antes de que Molestina diese a la imprenta su recolección-, mantuvo su error, y aseguró que las exaltadas décimas por él reproducidas provenían de una correspondencia rimada, sostenida con un poeta que aún no había nacido o estaba, cuando menos, niño por aquella época. Nosotros podemos afirmar en contra de esta suposición, hasta ahora válida, que, tanto el elogio de la ciudad natal como la burla de Quito, que forman una sola pieza, fueron dirigidos por el padre Aguirre a su cuñado y coterráneo don Jerónimo de Mendiola, y no como chanza o juego, sino como desahogo de su nostalgia y queja de «la crueldad de su fortuna»: «Contarte un pesar intento», le dice a su «dichoso paisano» a quien envidia por haberse quedado en el Guayas «a gozar, en dulce calma», de la «ciudad que por su esplendor» es

Entre las que dora Febo,
la mejor del mundo nuevo
y hoy del orbe la mejor...



Por lo que hace al poema sobre San Ignacio, ya Espejo, en El nuevo Luciano de Quito, se ríe un poco del enfático y vano afán épico del poeta: «¿Qué laya de pajarotes helicónicos y permésicos había en su tiempo?», le pregunta el insoportable doctor Murillo, al doctor Mera, el de El Luciano, portavoz de Espejo; y éste responde: «Ninguno conocí poeta heroico... Mi maestro Aguirre erró la vocación de epicista (alguna vez emplearé sus términos) cuando pretendió escribir la vida del santo fundador Ignacio... Escribió un pedazo de poema... Nada tiene que divierta sino sus latinismos. Óigalos Vuesa Merced uno por uno: argentado, crinitos, faretrado, ominosos, fatídico. Ahora oiga v. m. para divertirse, muy por sus cabales, una descripción de Monserrate. Va:
   


Éste de rocas promontorio adusto
freno es al aire y a los cielos susto,
más que de Giges los ribazos fieros,
organizado horror de los luceros,
cuya excelsa cimera
taladrando la esfera,
nevado escollo en su cerviz incauta,
del celeste Argonauta
teme encallar fogoso el Bucentoro,
que luces sulca en tempestades de oro.

Al erigir su cuello hacia los astros,
cubierto erial de nieves y alabastros,
a Apolo en sus reflejos
de marfil congelado ofrece espejos,
reinando con sosiego
monstruos de nieve en la región del fuego.

Comunero de Jove airado truena,
y de su cima la nevada almena
crinitos fuegos vibra a la esmeralda
del verde simulacro de su falda;
siendo el frontis inmenso,
por lo continuo y denso
del fulgor ominoso que lo inunda,
de ignitas sierpes Libia más fecunda;
aunque el vellón de nieve
que a la escarpada cumbre el valle debe
otra al hielo desata
sierpe espumosa de rizada plata,
que la ira y ardor ciego
la mitiga en carámbanos el fuego,
y al arroyo cansado
en verde catre da su grama al prado,
cuando apenas nacido,
ya lo ve encanecido
con las espumas que sediento bebe
por duros riscos resbalando nieve...


¿Es todo el poema así? ¿O se destaca este trozo, por su desenfrenado brío, entre otros más sosegados, y fue acaso por esta valentía descabellada por la que Espejo lo citó de preferencia, en corroboración con su designio anticultista?
Cuantos conocieron estos versos le dieron razón a Espejo.

* * *
Así, pues, gongorino furioso ante los eruditos, versificador burlesco y brillante en la opinión común, el padre Aguirre no ha ganado ni perdido hasta hoy en el concepto de sus compatriotas, y su fama de jocoso ha llegado a nosotros en la forma tradicional, sin enmiendas ni añadiduras.
En el pequeño Ensayo sobre la historia de la literatura ecuatoriana (1860), don Pablo de Herrera poco dice, acerca de este poeta, y nada que pueda debérsele al benemérito anticuario como una revelación. Y era fácil suponer, dada su opinión constante -seudoclásica, pacata y pobre en lo relativo a cuanto le pareciera tocado de gongorismo- cuál sería la suya al tratarse de este poeta, reputado por culterano sin remisión. Treinta y cinco años más tarde, en su Antología de prosistas (1895), da, concernientes al padre Aguirre, tan sólo pocas y escuetas notas biográficas.
Mas bien Cevallos, en su mencionado esbozo de 1861, dice: «A juzgarse por los versos de tono jocoso que han llegado a nosotros por la tradición o en manuscritos mal copiados, tenemos que reconocer entre sus dotes una chispa brillante y facundia suma para jugar con el sentido y estructura de las voces». Y si bien advierte por ahí «algunas faltas gramaticales y   de retórica, algunos concetti... y una que otra expresión vulgar», parece tenerle en mayor estima que los críticos posteriores.
Fue Mera quien, prematuramente, dio el golpe de gracia al poeta, desde entonces a duras penas sobreviviente: «Pena causa -dice en la Ojeada- ver cómo el Padre Aguirre delira y disparata en los fragmentos de poesía seria que nos ha dejado65. Evia no habría escrito de otra manera. Casi no hay diferencia entre los dos paisanos... Ni un paso adelante en el espacio de un siglo. ¡Ni la más ligera señal de restauración por parte del padre Aguirre! ¡Nada! ¡Nada!». Acúsale en especial de no haber sabido reaccionar contra el inveterado culteranismo, y aun de haberlo agravado con su obstinación: «Mal pecado -exclama ingenuamente-; en él ha encontrado nuestro sabio compatriota su castigo, porque además de traerle vituperio, le ha privado del honroso asiento que la posteridad le habría concedido». En cambio, con indulgente simpatía y detención mayor, y desde luego con más conocimiento de causa, Mera estudia su poesía ligera, y le tributa grandes elogios por algunas de las décimas a Guayaquil, no sin advertir que «se ha propasado» en lo de loar a su «ciudad primorosa», a «este trozo de los cielos», por el cual

si la alta esfera
fuera capaz de desvelos
tuviera sin duda celos.



Mayor «reprobación» le merecen «las huellas de mal gusto que se ven en esos versos».
Molestina, en la breve nota biográfica puesta ante el único fragmento que reproduce de Aguirre en Antigüedades, repite, diluyéndolos en su prosa incierta y ramplona, los mismos conceptos. Dice Mera: «Dotado de excelente talento, fue (el Padre Aguirre) uno de los que pudieron ponerse a la cabeza de los poetas ecuatorianos..., mas él mismo cerró los ojos a la luz». Y Molestina: «Adornado de las dotes que caracterizan al poeta, pudo ser uno de los cantores del Parnaso ecuatoriano; pero por desgracia se dejó inficionar muchas veces por el gongorismo y pecó por afectado y extravagante». «Sus obras -añade- están perdidas. Descubriéndolas algún día, quizás hallaremos bellezas de primer orden en quien, si escogió formas de mala ley para expresarse, el dios de la poesía no dejó de serle propicio alguna vez».
Villavicencio, en su Geografía, lo califica de poeta festivo. En fin, Menéndez y Pelayo, sin más base que las anteriores para asentar un juicio personal, reproduce también el de Mera, condensándolo no sin rigor: «Conserva -dice- resabios del conceptismo o más bien del equivoquismo de Gerardo Lobo y de Benegasi; y más bien debe ser puesto entre los copleros que entre los poetas formales, aunque tiene gracia descriptiva y no solamente en lo burlesco».
Vemos, pues, que cuantos le han juzgado -sin que fuera parte a un escrúpulo la parvedad de las muestras- le han reconocido, con una especie de condescendencia, «que no carecía -como dice Mera- de buenas dotes para el manejo de la lira». Pero deploran todos que las hubiese echado tan a perder con los tenaces vicios de la escuela. Y poco más o menos concordaron todos en la sentencia de «haber sido el género satírico y jocoso el único que convenía al genio de tal poeta».
... Siéntese, sin embargo, en la afirmación de estos pareceres, la insuficiencia del fundamento, la poca seguridad de la inducción. Y desde luego, eso de alabar los dones del poeta y deplorar su viciado empleo, elogiar al autor y detestar la obra, fue siempre recurso fácil en la perplejidad del juicio literario, sea que la justicia desfalleciera al peso de intenciones y buenos deseos, sea que la balancearan expresiones contradictorias.
   
De aquel recurso echa mano Mera con insistencia benevolente. Censor severo y paternal de nuestras letras, en quien la probidad intelectual no era sino el dictado de honestidad de corazón, sintió tal vez, a modo de remordimiento, la falta de mayores pruebas que le hubiesen permitido, acaso, absolver del todo a poeta de tanto aliento. Veía, sin embargo, que no podía hacer menos que condenarlo, en razón de las que tenía ante sus propios ojos, sagaces, mas no dotados de segunda vista: ¡era su buena índole tan refractaria al énfasis y encrestamiento de los cultistas! Procuró, empero, en gracia de uno que otro verso, de una que otra imagen, rehabilitarlo. Habría querido encontrarlos, así fuese en número más corto, en compañía más recomendable; o hallarlos sueltos, para reconstruir con ellos, a modo de un Cuvier indulgente, todas las obras desaparecidas. Dos o tres estrofas a su entero gusto habríanle bastado para consagrar al poeta que su patriotismo procuraba hallar, como refrigerio a su esperanza retrospectiva, en el erial desolado y mudo de la colonia. Mas, al verlo en brazos del culteranismo, se sintió obligado a declararlo estragado. Se contentará luego con Orozco.
En su busca de compensaciones, en su deseo de darle gloria mejor, llegó tan solo, y a manera de transacción no sin violentar un poco su conciencia cauta de maestro y guía, a conceder en definitiva «que pudo Aguirre sobresalir en el género templado, en aquella poesía blanda, risueña, apacible, semejante a la luz de la mañana...».

III.- Datos biográficos

Influía en Mera, lo mismo que en los demás, induciéndoles a respeto y admiración, la memoria del magisterio y altas dignidades que honraron la existencia del padre Aguirre.
Numerosos indicios quedan de haber sido, en la oscura colonia y luego en la Italia pontificia y discutidora, hombre de ciencia y de influencia. Pocos americanos de su tiempo y aún de su orden, y acaso ningún ecuatoriano, si exceptuamos al quiteño fray Gaspar de Villarroel, alcanzaron tan señaladas distinciones en Europa. Su mucho saber, y probablemente en más alto grado algún singular ascendiente personal de simpatía y prestigio, le hicieron varón de consulta cerca de los grandes de la Iglesia.
Fue en el destierro, y después de la extinción de la Compañía, donde y cuando su nombre, o lo que pudiéramos llamar su carrera, llegó al apogeo. Pero desde sus comienzos brilló en el mismo Quito colonial y austero, en los venerables claustros de la Universidad de San Gregorio Magno.
Aparece en primer lugar como uno de los innovadores de los métodos de enseñanza y de las doctrinas en Filosofía. Aun el terrible Espejo reconoce que «trató con dignidad la metafísica». Mas no fue como quiere don Francisco Campos, el primero en apartarse del aristotelismo escolástico y en instaurar un principio de reforma. Ya el padre Magnin había intentado en 1736 implantar el sistema cartesiano; y el padre Tomás Larraín, de la provincia de Quito, nacido hacia 1703 y «jesuita de mucha doctrina», según Espejo -a cuyo testimonio en este orden de datos hemos de recurrir de preferencia por ser casi el de un contemporáneo y de los mejor informados y más malévolos-, había formulado una serie de cuestiones de Física y de Filosofía para enseñanza en los colegios y universidades, inspirándose en los sistemas modernos y dando de mano el peripato. Espejo conoció asimismo al «juiciosísimo Padre Aguilar», predecesor del padre Aguirre, maestro del doctor Mera, el del Nuevo Luciano, quien, al asegurar que aquel precursor «trató con alguna solidez la lógica», quiso decir que lo hizo sin las pueriles argucias y paralogismos que antes infestaban la enseñanza. «Luego se siguió -dice ese mismo doctor Mera- mi padre Aguirre y sutilizó más que ninguno había sutilizado hasta entonces...».
No es del caso señalar en este brevísimo estudio hasta qué punto tuvo razón Espejo de llamarle «ergotista pungente y sofístico». Los curiosos de alguna muestra de tal dialéctica pueden contentarse con la vertida al castellano (¿por el padre Menéndez?) que puso Herrera en su Antología. Aun allí se ve cómo, por entre una exposición todavía enredada en las lianas del silogismo, en la vaguedad de los símbolos ontológicos, bajo el respeto al argumento de autoridad y más fórmulas de la irrompible malla escolástica, corre ya, aligerada de trabas, la intuición de los modernos métodos y del nuevo sentido de la verdad filosófica, de la importancia y trascendencia de la experimentación como criterio regulador. Adivinaba que no era otro el rumbo de la verdadera ciencia.
Trató también la ética. «En sus tratados de Justicia y de Contratos, que nos dictó y yo le oí -dice el doctor Mera, el del Luciano-, tomó por objeto impugnar con acres invectivas al padre Consina. Bien que en esto que escribió no hizo sino, como plagiario, trasladar lo que el Padre Zacarías, y mucho más lo que el padre Zecche escribió acerca del mismo asunto que tomó Aguirre».

Más inclinado parece haber sido el padre Aguirre a las cuestiones de Física pura, y quizá mejor dotado para ellas que para la especulación. Habiendo estudiado tan sólo por curiosidad y gusto algo de medicina, tanto llegó a saber de ella, que el mismo médico de Clemente XIV le consultaba, según fue fama, muy a menudo.
Para su genio afanoso de novedades y para sus dones de aficionado a las ciencias, ninguna novedad más tentadora que la de recurrir al experimento como piedra de toque o punto de partida de los principios filosóficos. De la física habíase hecho en las aulas «oscura caverna de trampantojos aristotélicos, donde se palpaban las tinieblas y la oscuridad», según el pintoresco decir de Espejo. Aguirre y el Padre Hospital fueron los primeros en practicar hasta donde era dable, en colonia tan remota y pobre, sin aparatos ni libros nuevos, el sistema experimental. «Divirtieron a las gentes y aturdieron a los religiosos con sus novedades», dice el malicioso civilizador. El espíritu nuevo cundió tan pronto, que «alguno desertó la escuela y aun la ciudad por no oír blasfemias contra Aristóteles».
La impaciencia del padre Aguirre comprometió por un tiempo el éxito. Pero su enseñanza, aunque morigerada por su continuador en ella, el Padre Hospital -quien al sentir de Espejo, «fue mejor sin comparación, pues su juicio trató razonablemente todas las materias que tocó»- dio pie a la reacción intentada luego por el riobambeño padre Muñoz, quien para calmar las conciencias alborotadas volvió al aristotelismo más fatigado e inocuo. «Cata allí -sardonizó Espejo- restituida la paz a la monarquía peripatética». Y así será hasta finalizar el siglo, hasta el plan de estudios del obispo Calama (1792) y la organización del nuevo seminario para enseñanza de la filosofía a cargo del padre Rodríguez (1797).
Aunque no fue el primero ni el mejor maestro, pues tanto su predecesor como su continuador fueron   varones de mayor peso y cordura, fue Aguirre, quien, con su vehemencia brillante y desenfadada, lanzó más lejos el espíritu de la reforma y se llevó para sí todo el renombre de «injusto desposeedor del pacífico imperio aristotélico».
«Ayudábale -dice Espejo- una imaginación fogosa, un ingenio pronto y sutil». A la verdad, el impulso venía de algún tiempo atrás y de más lejos, pues que provenía del que a su vez habían recibido de Feijóo las Universidades españolas. Si la influencia del padre Aguirre duró tan poco y antes bien provocó la reacción escolástica de Muñoz, debiose sin duda a la excesiva vivacidad de palabra puesta al servicio de la urgente empresa. «Siempre se fue detrás de los sistemas flamantes y detrás de las opiniones acabadas de nacer, sin examen de las más verosímiles: él dijo siempre, en contra del otro discreto, Novitatem, non veritatem amo (gusto de la novedad más que de la verdad)». En opinión de Espejo, contribuyó a ello lo que él llama «el genio guayaquileño», que él estima, a este propósito, «siempre reñido con el seso, y reposo y solidez del entendimiento». «No hay duda -añade- de que influyó muchísimo en el ingenio de este padre, el temperamento guayaquileño, todo calor y todo evaporación». Espejo lleva su parecer hasta generalizar temerariamente que «en Guayaquil no hay juicio alguno».
Exageración aparte (fue en Espejo hábito invencible el de extremar la expresión de sus observaciones, aun de las científicas), la expresión de Espejo refleja sin duda la impresión que debió de producir en sus oyentes, algo sorprendidos, la persona misma del padre Aguirre. De hallarse deservido su verdadero valer por condiciones opacas de carácter o temperamento, o menos bien lucido por cualidades algo más recónditas, no habría salido de una penumbra de medianía a que le relegaba entre los europeos el hecho sólo de ser de América, pese a la igualdad ficticia dentro de los conventos. Debemos representárnoslo ante todo     dotado, por su briosa naturaleza, de aquella personal irradiación de convencimiento y de simpatía que en todas partes le hizo de los primeros. Tal le vemos por el testimonio de quien le conoció de cerca, monseñor Pimienta, arcediano de Tívoli. Desenfadado y ameno, audaz, feliz y brillante, desplegaba con sagacidad el tesoro de su erudición y conquistaba con su abundante facilidad a sus ilustres interlocutores. «Provisto de un talento perspicaz y de una memoria admirable -dice el informe suscrito, en 1816, por el nombrado arcediano-, encantaba a cuantos le escuchaban; se acordaba de cuanto había leído; todos concurrían a admirar su doctrina, y cada uno deseaba estar junto a él para aprender; y él escuchaba con paciencia a todos, aunque estaba siempre ocupado de dar tantos pareceres como fácilmente daba y remitía a Roma».
Fue, sin duda, otorgado este informe a ruego, de algún miembro de la familia u otro interesado. Sólo así se explica que, a los treinta años de fallecido el jesuita ecuatoriano, monseñor Joaquín Pimienta atestigüe en Tívoli -en documento refrendado por su secretario, sellado por notario público y rodeado de otras precauciones para evidencia de su autenticidad- «ser verdaderísimo» cuanto allí se expresa de más encomiástico. «No sólo lo hemos conocido -dice-, mas aun lo hemos tratado familiarmente en todo el tiempo que permaneció aquí». La aseveración es, pues, bastante digna de fe. Aunque aparejada en forma legal, sólo se reduce a información biográfica, y más que todo a ponderación de sus merecimientos. Sólo abarca el último tercio de su existencia, a partir de la llegada a Ferrara, en 1768; e ilustra más bien la parte moral. Prueba cuán honda y vivaz memoria había dejado de su persona y de su saber este extraordinario «americano de la provincia de Quito en el reino del Perú», como se lo designa ahí. Pablo Herrera conoció este informe; Campos lo reprodujo por entero en su Galería; ha sido, pues, la fuente común, y para los años posteriores la única, de todos sus biógrafos. «Nada sabemos de sus primeros quince años», declara Cevallos. Gutiérrez no conoció el informe del Arcediano.
Datos inéditos relativos a la época anterior al destierro de la Compañía hemos conseguido algunos, pero a la verdad insignificantes. Mas no es difícil recomponer, con las más salientes de las diversas noticias, el trazo entero de la vida de este jesuita.
* * *
Sabido es que Juan Bautista Aguirre nació en Daule, y no propiamente en Guayaquil, el 11 de abril de 1725. Fueron sus padres el capitán don Carlos Aguirre y Ponce de Solís (si bien Herrera dice Francisco Aguirre) y doña Teresa Carbo y Cerezo, ambos nativos de Guayaquil. Vino temprano a Quito, a hacer sus estudios primeros en el Colegio Seminario de San Luis, y a la edad de quince años ingresó a la Compañía, el día mismo en que los cumplía, 11 de abril de 1740. Profesó a la edad de treinta y tres, en 15 de agosto de 1785. Catedrático de Filosofía primeramente, y de Teología moral después, ejerció la influencia que hemos anotado, en la Universidad de San Gregorio Magno. Prefecto de la Congregación de San Javier, y desde 1765 socio consultor del provincial de Quito, padre Manosalvas, brilló en todos esos puestos por su ciencia tanto como por su virtud.
Permaneció en Quito más de treinta años. Años de juventud, fueron sin duda los de más ferviente inspiración poética. Sus estudios ni su cátedra nunca pudieron refrenar su fogosidad de imaginación. De fantasía enfática y elegante, le dio vuelo y auge en la predicación, que tanto se prestaba entonces al ditirambo y al escarceo. De su oratoria tenemos preciosa muestra con la oración fúnebre pronunciada en las exequias del ilustrísimo Juan Nieto Polo del Águila,  obispo de Quito. El habérsele designado en ocasión tan solemne es indicio de su fama de orador. Aquel ejercicio retórico, bajo el falso ardor del obligado elogio, cobra en él una fibra, un desembarazo, una rapidez, que están ahí delatando su habitual gusto por el pensar figurado, por la antítesis abundante y su facilidad de moverse en la abstracción metafórica. Nada de tanteo ni apocamientos: expresión valiente, algo torturada de conceptismo, pero mantenida recta por la frase corta, acelerada y ferviente. Guarda resabios de la época, pero a veces son de lo mejor, como en este balanceo, entre discreto e ingenuo: «Ello era cosa admirable, ver a nuestro ilustrísimo prelado en lo mejor de su edad, navegando en el mar del siglo, como en un golfo de leche, todos los vientos favorables a popa, todas las ondas en bonanza, todas las estrellas en aspecto risueño; mas él, tan superior a su grandeza y a sí mismo, que temía como borrasca la serenidad y como escollos del sosiego las insignias de la fortuna».
Lástima es que no quede otra muestra de esta prosa, clausulada como para dicha, enfática todavía, aunque poco numerosa; bastante más certera y rápida que la de sus contemporáneos, quienes la envolvían toda en los pliegues del período incómodo y tardo, cuando no la ahogaban toda en las sinuosidades de un pobre y laborioso alambicamiento. En Italia quizá no volvió nunca a predicar, por falta de auditorio español.
Sus tratados de filosofía, escritos como están en latín, sobrepasan doblemente nuestro dominio. Los tres volúmenes de que consta su manuscrito latino, no son sino la parte muerta de su enseñanza.
Ésta derivó, sin duda, su virtud comunicativa de aquella especie de atmósfera como si dijéramos radioactiva que circunda a personas cuyo prestigio, indiscernible y difuso, no puede condensarse en obras inertes. En el testimonio directo, retransmitido por los que le oyeron, en las noticias de su influjo, que lo   comprueban, hemos adivinado cómo obraba aquélla. Si el doctor Mera del Nuevo Luciano, en su propósito anticulterano, vio, persistentes en los versos y aun en la enseñanza del padre Aguirre el mal hábito que combatían, no por eso deja Espejo de dar a entender la superior manera con que el fogoso jesuita, orientado hacia lo más moderno, era una fuerza de vida en la apagada colonia.
Veámosle ejerciendo en mayores centros, desde que partió, expulsado con los de su orden, el 20 de agosto de 1767.
Hallábase en Quito (González Suárez dice incidentalmente que en Ambato) el día del extrañamiento. Embarcose en Guayaquil el 3 de octubre del mismo año, en unión de 77 jesuitas más. Llegado a Panamá, al cabo de veinte y cuatro días de navegación a bordo de una mala fragata mercante, llamada Santa Bárbara, no fue la menor de las tribulaciones por las que pasaron los desterrados la muerte del provincial, padre Miguel Manosalvas, natural de Ibarra. Alegando que era el fallecido, puesto que expulso, reo de Estado, el Gobernador prohibió que doblaran las campanas. Escribiole entonces el padre Aguirre, socio del provincial, «una carta muy discreta», y obtuvo que se permitiese tocar a muerto.
De los jesuitas poetas que iban con él, le cupo hacer en compañía de Orozco y de Andrade la travesía hasta Panamá; y en la de Andrade hasta Cádiz. (Viajaron así juntos el poeta que más tiernamente amó a Quito y el que más lo hirió). Fue de las más penosas la navegación de Cartagena a la isla de Cuba. «Tuvieron recio temporal a la vista de la Jamaica». Dieron fondo en Batabanó, y fueron por tierra a La Habana: «montados en caballos muy ruines, caminando siete leguas de camino montuoso y malo y llegaron con la noche al Bejucal y allí los alojaron». Al padre Aguirre le alojó en su propio palacio el marqués de San Felipe; y, por más cansado y enfermo, lo detuvo allí, mientras sus compañeros, «montados en  viles cabalgaduras, entre guardias de dragones», prosiguieron hasta La Habana, «y sin entrar en la ciudad fueron conducidos por la bahía al depósito o cárcel del palacio del Marqués de Oquendo en Regla, donde (el padre Andrade) experimentó con los demás estrecha reclusión, registros rigurosos, guardas y otras vejaciones sin cuento». El padre Aguirre con sus compañeros de Quito, y con otros de la provincia de Lima, partió de La Habana, con rumbo a Cádiz en la fragata merchante Venganza, el 22 de abril de 176866.
De Cádiz fue a Faenza, y de ahí pasó a Rávena, como superior del convento de esa ciudad. Fue nombrado en reemplazo del padre Nieto Polo, aquél a cuyo empeño se debe la primera imprenta llevada por Coronado a la Presidencia de Quito como propiedad de los jesuitas, cuando la expulsión de la orden. El padre Tomás Nieto Polo del Águila había sucedido como provincial al padre Manosalvas, muerta en Panamá, y Aguirre siguió desempeñando en aquel viaje el cargo de socio.
De Rávena pasó a Ferrara. El padre Ricci, tan llorado poco más tarde por los jesuitas del destierro, y en particular por nuestro Viescas, le nombró rector del colegio de esta ciudad. El Arzobispo de la diócesis le nombró luego examinador sinodal.

El informe del arcediano de Tívoli parte de esta época. «Como sol naciente se manifestó a todos su incomparable doctrina», dice; y aunque la exageración, retórica o de complacencia, de ciertas alabanzas inspire desconfianza, el testimonio es válido en cuanto al resto. Y aun bajando razonablemente el tono del encomio, bien alto queda el fidedigno elogio, como cuando dice: «Diariamente era buscado (el padre Aguirre en Ferrara) por las personas doctas, así eclesiásticas como seculares, para oír su dictamen sobre las dudas que tenían en materias filosóficas, dogmáticas y morales».
Extinguida la Orden de los jesuitas por la bula Dominus ac Redemptor de Clemente XIV (1773), Aguirre anduvo por varios lugares de Italia, hasta que fijó en Roma su residencia, bajo el pontificado de Pío VI. Allí, sea que le precediera la fama adquirida en Ferrara, sea que tuviese desde luego ocasión de mostrar su saber y ejercer su ascendiente personal, ello es que, si hemos de atenernos al citado informe, «los eminentísimos cardenales le buscaban como a teólogo y muchos de éstos se servían de su opinión en las congregaciones del Santo Oficio y de Propaganda Fide: de suerte que para satisfacer a la solicitud de todos, jamás salía de su casa por la mañana».
Cinco años continuos permaneció en Roma. Su salud vino muy a menos, y aconsejáronle cambiar de aires. Fue entonces conducido al castillejo de San Gregorio, en las inmediaciones de Tívoli. Allí, como en todas partes, su trato es buscado y su consejo solicitado. El obispo de la diócesis, monseñor Julián Mateu Natali, lo guardó en palacio como su teólogo. Con entusiasta modestia solía el docto prelado corso repetir los decires de su consultor, y hasta afirmaba que «aprendía más discurriendo una hora con el padre Aguirre, que estudiando un mes». Allí como en Roma, el capítulo de la ciudad, los eclesiásticos y todos, aun los cardenales que moraban en los contornos, gustaban en toda ocasión de provocar el parecer   de quien ya, por más de una vez, se había revelado como casuista de los más brillantes, prontos y sutiles, en época que todavía tenía un flaco por esa casta de ingenios. «Los jesuitas españoles, italianos y portugueses -dice el informe- le miraban como a uno de los más doctos de la Compañía en las disputas teológicas y filosóficas, y ocurrían a él y le llamaban para resolver las cuestiones más intrincadas y cedían a su perecer»; resolvía los casos morales «con tanta claridad, que todos quedaban sorprendidos y maravillados».
Fácil es imaginar la manera como este curioso y pulido espíritu, excitado al contacto de hombres de ciencia y posición ilustre, habrá dado de sí todo su resplandor. Consultando libros de que en América había carecido, tomando de labios de autores vivos nuevas doctrinas e interpretaciones, consultado él mismo como una de las mejores autoridades, su nativa riqueza de ingenio se acrecentaba al par de su probada fama. El mismo padre Zacarías -cuyas ideas había seguido Aguirre en Quito, a punto de habérsele acusado, según el Nuevo Luciano, de imitación y plagio al entonces célebre autor- «no cesaba, hallándose en Tívoli, de consultarle las materias más oscuras, y aseguraba públicamente no haber conocido jesuita más docto» que su antiguo secuaz y discípulo.
Monseñor Gregorio Barnaba Chiaramonti, que catorce años después de muerto el padre Aguirre fue elegido Papa y reinó bajo el nombre de Pío VII, tuvo también largo trato con nuestro compatriota. Sucesor del obispo Natali en la sede de Tívoli, continuó distinguiendo, como su predecesor, al padre Aguirre; nombrole asimismo su teólogo consultor, y «a menudo le retenía en su estancia, conferenciando con él largamente». Elevado a la dignidad cardenalicia el futuro papa, le sucedió en la sede tiburtina monseñor Manni. No dejó el padre Aguirre de serle acepto como a los demás: diole este prelado la cátedra de Teología Moral en el Colegio público.

Reanudó así, al ocaso, la tarea de sus comienzos. Y como de sus primeros años quedó el tratado de Filosofía que aún guarda inédito la biblioteca del Colegio de los jesuitas de Quito, quedó, hoy tal vez ya mezclado al polvo de la antigua Tibur, Un tratado polémico dogmático, fruto de sus colmados años postreros.
Murió en Tívoli, a los sesenta y un años de edad, el 15 de junio de 1786. Fue enterrado en la iglesia de los jesuitas.
La santidad de su vida parece haber sido ejemplar, y en los últimos tiempos, llevada a excesos; encontrósele metido en la carne anciana un tenaz cilicio.


IV.- Los manuscritos

Según se lee en el informe del arcediano de Tívoli, el padre Aguirre deseaba publicar aquél su Tratado polémico dogmático. Mas sobrevino la grave enfermedad de seis meses que lo llevó al sepulcro.
Texto de su enseñanza en el Colegio de Tívoli, esta obra, de mayor momento, compuesta a lo largo de su vida, y muy especialmente acaso en los años de estudio y consulta que pasó en Roma, antes de venir a convalecer del primer quebranto de su salud, debió de ser un tratado más importante, con mucho, que el que compuso en Quito.
Hemos dicho que éste permanece inédito, en la biblioteca de nuestro Colegio de los jesuitas; escrito en latín, consta de tres tomos: de Lógica, de Physica, de Metaphysica.
Del Tratado polémico dogmático, Cevallos afirma que ninguna copia fue al Ecuador. Tampoco he hallado rastro en otras partes. Ni hubo otro ejemplar quizá que el manuscrito, autógrafo sin duda, que el autor tuvo entre manos antes de morir, cuando deseaba darlo a luz. Si es que aún existe, acaso yazca ignorado en algún convento de jesuitas, en Italia misma, más probablemente.
A estas dos obras se reducen, sin duda, todos los escritos filosóficos del padre Aguirre.
Del Poema heroico sobre las acciones y vida de San Ignacio, podemos asegurar que quedó inconcluso, no sólo porque Espejo, al hablar de él, no dice   -360-   sino que Aguirre escribió un «pedazo de poema», mas también porque el poeta mismo advirtió, en nota marginal a un manuscrito de que hablaremos luego, que no lo terminó «por no tener gana ni tiempo».
Molestina cree que no ha quedado de tal poema sino aquella descripción de Monserrate. Y González Suárez expresa -en breve nota al pie de los versos insertos en el Nuevo Luciano de Quito, editado bajo su dirección- que «este fragmento es el único que se conserva del poema de San Ignacio; y por cierto -añade- no hay por qué deplorar que se haya perdido todo lo demás». Alguien me ha aseverado, sin embargo, que el manuscrito del poeta es bastante extenso y que existe en Quito todavía inédito. Acaso este manuscrito, que me ha sido descrito como de la época, sea el mismo que Espejo debió hallar en la biblioteca de los jesuitas, encomendada a su cuidado, después de la expulsión de la orden.
Que este manuscrito, el original sin duda, contenía o contiene algún trozo o trozos más (fuera del transcrito por Espejo como muestra de culteranismo y reproducido por nosotros íntegramente), se desprende de la serie de epítetos por el mismo Espejo citados para excitar la risa, pues no todos están en el trozo aquel.
En cuanto a sus composiciones varias, sólo se han conocido en el Ecuador fragmentos de la mencionada epístola joco-seria, comúnmente publicada en dos partes, la referente a Guayaquil separada de la referente a Quito.
En la tradición oral nos ha llegado apenas uno que otro chiste, resto de algún epigrama desfigurado e incierto.
Y esto ha sido todo. Lo demás hase dado por perdido sin remedio. Creían todos que sus poesías se perdieron inéditas en el destierro; o que se han quedado, acaso, como aquel tratado de polémica dogmática, traspapeladas en algún archivo de los jesuitas, allá   en Italia. Sommervogel no trae otros datos. El diccionario inédito de Alcedo no nombra al padre Aguirre.
Pero podemos afirmar que, por lo menos de sus poesías, los autógrafos mismos existieron en el Ecuador. Los vio Juan María Gutiérrez, «en poder de una persona curiosa -como él dice, sin nombrarla- avecindada en Guayaquil». El manuscrito -añade, describiéndolo con alguna precisión- forma un volumen in 4.º, de 140 folios completos, con este título: Versos castellanos, obras juveniles, misceláneas.
¿Fue algún cuaderno de poesías anterior a la expulsión y dejado por el mismo Aguirre en manos de algún pariente o paisano, al pasar por Guayaquil antes de embarcarse? Nos inclinamos a creer que el autor no se lo llevó consigo, tanto más que no tuvo, sin duda, tiempo ni ánimo de preocuparse, entre los azares del imprevisto destierro, de la suerte de «obras juveniles» a las que no daba, seguramente, por su misma condición y estado, mayor importancia. Ni pensó entonces en ellas, probablemente, pues habría preferido no desprenderse de esos manuscritos originales, llenos todavía, según refiere Gutiérrez, de variantes y correcciones, y aun no sacados en limpio, por lo tanto; pues de estarlo, y de querer dejar la muestra de su ingenio, habría dejado esta supuesta copia, que no los borradores.
¿Se los llevó consigo, y fue devuelto a Guayaquil este cuaderno, único y autógrafo, después de muerto el jesuita? Es lo menos probable: no hay rastro de alguien que lo hubiera recuperado en Tívoli y traído a Guayaquil.
Sin embargo, un amigo guayaquileño a quien conté en París de mi búsqueda, interesándole a que me ayudara, díjome saber que existe en Guayaquil un expedientillo, hecho a principios del siglo pasado por el doctor Jacinto de Aguirre y Cepeda, posteriormente vicario de esa diócesis, con el objeto de probar su parentesco con el padre Aguirre y obtener, a título   de pariente, los originales dejados por el difunto. Obtúvolos, en efecto, a lo que parece, mas se ignora cómo; y la persona a quien debo este dato no sabe qué suerte cupo a los papeles así obtenidos67.
El eclesiástico en referencia es acaso el mismo a quien alude Gutiérrez cuando dice que «Pío VI, reconocido a la memoria del profesor guayaquileño, dispensó gracias y recompensas a un sacerdote de la familia Aguirre que residía en Guayaquil y existió hasta por los años de 1826».
Si bien Pío VI conoció probablemente, por lo menos de nombre, al padre Aguirre, pues pasó éste en Roma, bajo su pontificado, los cinco años de estudios y de consultas más celebrados en el informe del arcediano, creemos que Gutiérrez incurre en confusión o fue inducido en error, cuando atribuye a este pontífice esas distinciones. Se trata más seguramente de Pío VII, quien, cuando obispo de Tívoli, tuvo a Aguirre a su lado en calidad de teólogo consultor. Fue más bien durante este pontificado (1800-1822) cuando el sacerdote en cuestión pudo proporcionar al antiguo obispo tiburtino, monseñor Barnaba Chiaramonti, la oportunidad de acordarse del compañero a quien «solía retener en su propia cámara en largas conferencias», de las que Aguirre decía, si hemos de dar crédito al informe, «mientras hablo, el obispo me estudia». Salvado este error, los dos datos concuerdan suficientemente.
Fueron estos originales, probablemente, los que vio Gutiérrez «en poder de una persona curiosa avecindada en Guayaquil». «El manuscrito -dice él mismo-, que tiene toda la apariencia de autógrafo, por las variantes y correcciones que en él se notan y que no pueden provenir sino del autor, contiene copias duplicadas de unos mismos versos, composiciones a medio hacer, como por ejemplo un Poema Heroico a San     Ignacio de Loyola, en silva, que no quiso concluir el autor».
¿Fue esta misma colección la que Molestina recordaba haber visto en poder de su padre? «Hace más de veinte años -dice en 1868- se proponía mi padre enviar a los editores de la América Poética una colección de copiosos manuscritos que contenían las mejores composiciones del padre Aguirre; pero un amigo a quien se la prestó la ha perdido». Quizá ésta fuese sólo una copia de poesías escogidas: del objeto a que quería hacerle servir se presumiría que fue más bien una selección ya sacada en limpio; no iba el señor Molestina, padre, a mandar al extranjero el original autógrafo, lleno según sabemos, «de variantes y correcciones». Mal pudo ser tan ingenuo que creyese mejor confiar toda esa «colección de copiosos manuscritos» «a los editores» de esa antología, a fin de que ellos, tenidos por más competentes, pudiesen escoger a su gusto. Las palabras de Gutiérrez, al decir incidentalmente que tenía «a la vista una copia del libro manuscrito», no podrían interpretarse como indicando que su copia fue tomada por él de esa selección, sino del cuaderno original autógrafo, que él describe.
Como quiera que sea, autógrafos y copia, lo uno y lo otro, ha tiempo que se dieron por perdidos y nadie esperaba ya hallarlos. Además, de Mera a nuestros días había aumentado la displicente tendencia mostrada por González Suárez a consolarnos por la desaparición de piezas reputadas de antemano por otras tantas extravagancias gongóricas de la época. «En el fondo -escribió alguien, no ha mucho, hablando de toda nuestra literatura colonial desaparecida-, nada habrán valido esos vestigios literarios, de resonancia sólo en los conventos o en reducido campo de la familia... ¿Irreverencia? -exclama-, no puede haberla con los cachivaches».
Felizmente para nosotros, hombre tan inteligente como Gutiérrez no lo pensó así, y no sólo guardó como curiosidad, para entretenimiento suyo, la copia de las   poesías del padre Aguirre, sino que en gran parte las publicó, intercalándolas y glosándolas, en uno de sus Estudios biográficos y críticos (Buenos Aires, 1865)68.


* * *
De este libro contadas personas tienen, a lo que supongo, conocimiento, y en el Ecuador puede ser que ninguna. Ignoro, por lo menos, que alguien haya hablado de él. No lo hicieron los que estaban más que nadie llamados a conocerlo y aprovecharlo: Mera y Molestina. Ambos publicaron sus libros, resultado de largo trabajo y alguna investigación, en 1868, y el de Gutiérrez es de 1865. Que no lo conociesen se explica fácilmente: la edición, hecha en Buenos Aires, fue «tirada a corto número de ejemplares», según reza su misma portada. Tal vez no fue puesta en venta ni vino ningún ejemplar a mano de quien nos diese cuenta de su contenido. De conocerlo, ¡con qué placer le hubiese celebrado don Juan León Mera!
Lo que para nosotros vuelve inestimable el trabajo de Gutiérrez no es, a la verdad, su valor como estudio crítico, ni las noticias biográficas -pocas, vagas (que el autor declara haberlas tenido del señor don José J. Olmedo, en carta confidencial escrita de su puño y letra)-, sino el número de composiciones que ahí da a luz por primera, y, hasta la presente, única vez. No están ahí todas, ni están todas enteras. Mas las quince piezas de la antología que ahí aparecen, nos alegraron como imprevista restitución o feliz hallazgo, tanto como nos sorprendieron con inesperadas bellezas. Reproduje entonces, 1917, algunas en mi primer estudio.
  
Vaya aquí el párrafo pertinente de la Carta de Olmedo, a que se refiere Gutiérrez. Fechada en Lima, el 2 de agosto de 1846, le dice: «Otro poeta quizá más célebre que éstos (Pedro Peralta y el Padre Delso, limeños) era un padre Aguirre guayaquileño, de la Compañía de Jesús. Se recitan y conservan en la memoria de algunos aficionados, muchos versos de este padre que se distinguió después mucho en Roma. Su memoria duraba allí con mucho aprecio aún en tiempo de Pío VI, que parece fue su discípulo: este Papa, sabiendo que la familia del maestro existía en Guayaquil y que en ella había un eclesiástico, le mandó oficiosamente un título o condecoración con la que yo le conocí ahora veinte años».
Gutiérrez estuvo, sin duda, en Guayaquil, donde un hermano suyo, don Juan Antonio Gutiérrez, ejercía de cónsul de Chile y de la Argentina. Este don Juan Antonio -según me he informado-, después de algunas calamidades, hizo fortuna en Guayaquil, pero la perdió luego; y hasta vio, no sólo turbada su tranquilidad, sino amenazada su seguridad cuando el fusilamiento de Santiago Viola, a quien sin duda pretendió amparar. Don Juan Antonio compartía con este compatriota suyo un mismo odio a Rosas. No fue sólo por manifestaciones nacionalistas de este odio a Rosas por lo que García Moreno le cobró ojeriza al abogado argentino: las había extendido Viola a la política ecuatoriana. Don Juan Antonio murió en Guayaquil el 6 de diciembre del 65, año en que don Juan María publicó su libro sobre los poetas anteriores al siglo XIX. Si don Juan María no sacó él mismo la copia en Guayaquil tantas veces mencionada, se la pudo mandar su hermano. La copia de Gutiérrez es de una sola letra, que me pareció ser la suya propia. ¿O fue quizás el mismo cuaderno autógrafo de Aguirre?
Del título: Versos castellanos, obras juveniles, misceláneas, pudiera inferirse que tal vez compuso Aguirre y los coleccionó aparte, versos en latín, y acaso en italiano, como casi todos los poetas compañeros suyos en el destierro. En cuanto a lo de las obras juveniles, no sabemos si lo son todas; tan sólo tres, a lo que parece, son de fecha colegible por el motivo que las inspiró: unas liras en un certamen de la Pichinchense, una elegía a la muerte de Felipe V y otra por el terremoto que afligió a Lima en 1747: tenía, pues, el poeta veinte y dos años a la época de estas dos composiciones, que Gutiérrez no hace sino mentar, como no hace sino glosar la primera, dando de muestra pocas estrofas, extraordinarias de audacia lírica, que harían deplorar particularmente la falta de las demás.
«No es poco caprichoso destino -dice Gutiérrez en 1865, hablando de la suerte de ese manuscrito- venir a ver la luz pública a los ciento veinte años, cuando menos, después de escrito, y en una de las ciudades americanas más apartadas de aquella en donde nació el autor y en donde éste ensayó el talento poético que ha rescatado su nombre del olvido».
Rescate por desgracia insuficiente, redención de corta virtud. Deseando nosotros sacarle a nueva luz y por entero, en reparación, más que del silencio, del vano ruido jocoso que acompaña a su nombre en triste supervivencia, nos propusimos hacer lo posible por conseguir una copia, o siquiera alguna noticia, del manuscrito que sirvió a Gutiérrez.

V.- El hallazgo

Sabiendo que los papeles y la biblioteca del escritor argentino fueron adquiridos por el Gobierno de su país y depositados en la biblioteca del Congreso Nacional, Ventura García Calderón tuvo la amabilidad de escribir por mí a un amigo suyo, el más apropiado a la búsqueda. Recibió en respuesta una carta en la que se le decía lo inútil de la rebusca. «No hallé -le escribe el señor J. Noe- los versos que Gutiérrez dice tuvo en sus manos, y sí solamente los manuscritos de su monografía. En el catálogo especial de la colección Gutiérrez no hay otra indicación orientadora. ¡Vaya usted a saber de quién era ese cuaderno de versos!».
No le dimos entonces por perdido irremediablemente. Mientras tanto nos apresuramos en devolver a los lectores ecuatorianos siquiera las poesías que Gutiérrez tuvo a bien insertar en su parvo estudio.
Al revelarlas, prefirió Gutiérrez entrecortarlas o parafrasearlas: era su derecho; pero con ello nos había privado de estrofas y de poesías enteras, acaso no menos bellas sólo por no haber sido más de su gusto.

* * *
Preciso era no desmayar en la busca del resto. Y con la esperanza de hallarlo, anticipé por lo menos a  mis compatriotas ese mi primer descubrimiento de un gran poeta nuestro en el ignorado librito de Gutiérrez.
Éste para nosotros tan preciado libro, hallábase en el inmenso «Fonds Angrand» de la Biblioteca Nacional de París. Di con él por casualidad, buscando otra cosa. Fue, para mí, revelación y asombro lo contenido en esas breves páginas de Gutiérrez sobre nuestro padre Juan Bautista Aguirre.
Así fue como, en 1917, envié de París a la revista de la Sociedad Jurídico-Literaria, este mismo ensayo que ahora, apenas ampliado en lo tocante al posterior hallazgo, reproduzco aquí. Lo que me anunciaba desde entonces mi presagio, fue por fin logrado. Ese mi primer estudio parcial, entre los pocos lectores de nuestra revista, para mí de grata recordación a lo lejos, no suscitó eco, ni fue acotado por nadie, ni despertó, que yo sepa, la curiosidad de buscar en Guayaquil lo que pudiera allí encontrarse. (Publicar algo en la pequeña revista aquella, equivalía a quedar apenas un poco menos que inédito; esta vez fue, para el poeta resucitado, como un entierro de sus cenizas, sin flores ni coronas). Pero siquiera así, reapareció en letras de molde la revelación de la estupenda «Carta a Lisardo» y de unas cuantas estrofas radiosas. Ahora va aquí todo lo que he podido hallar.
En febrero de 1937 -a los veinte años de publicado mi estudio sobre el padre Aguirre, basado en las composiciones que traía a luz el ensayo de Gutiérrez- pude, por fin, pasar por Buenos Aires en busca de los originales de que se sirvió el erudito argentino. El archivo de Gutiérrez había sido, en efecto, depositado en la biblioteca del Congreso Nacional argentino. Estaba a cargo del señor Felipe Lavalle. Muy amablemente, este fino caballero se sirvió ayudarme en la búsqueda. Los papeles de Gutiérrez no estaban aún ordenados ni clasificados. Costó trabajo dar con los que buscábamos. Mas la suerte nos fue propicia y recuperamos el pequeño tesoro que parecía perdido.

Una cuidadosa copia me fue luego remitida a Lima, y el mismo señor Lavalle absolvió dudas mías sobre algunas diferencias entre la copia y el texto de lo anteriormente reproducido por Gutiérrez, quien, por ejemplo, había puesto en su mencionado libro «cama» en vez de «catre», que era el vocablo de su propia copia manuscrita tomada directamente del original.
Sírvame esta ocasión para agradecer públicamente al señor Lavalle por sus cartas y su diligencia.
Del cuaderno autógrafo, que Gutiérrez dice haber tenido en sus manos, tomándolo de manos de un «joven José M. Avilés», según se infiere de un vago apunte incidental puesto en uno de sus borradores, Gutiérrez dejó sin copiar, como lo anota al final de su copia, un Poema heroico a San Ignacio de Loyola, en silva (aquél que, a su vez, Aguirre no quiso terminar «por falta de gana y tiempo», según propia anotación del poeta en el original que vio Gutiérrez; y del cual Espejo, casi un siglo antes, no se dignó publicar sino aquel fragmento).
Omitió también la copia de unas «Octavas a la muerte de Felipe V, de varios epigramas latinos con la traducción española, de varias composiciones amorosas y de otras sátiras de mera circunstancia».
Lo conservado inédito y lo publicado por Gutiérrez, digno fue de aparecer conjuntamente por entero en nuestra colección de «Clásicos Ecuatorianos» -volumen III-, edición la más completa hasta entonces de las poesías de Aguirre. Confrontada en el archivo de Gutiérrez, ahora ya catalogado, la copia que hice sacar en 1937, a mi paso por Buenos Aires, con la propia primitiva copia de Gutiérrez, proveniente de Guayaquil, los autógrafos, perdidos o no, de Aguirre; quedaron así rescatados en letra de molde.
¿Qué paradero habrán tenido los autógrafos de Aguirre? El antologista argentino se contentó con la copia textual de los mismos, mas no del todo completa, como él mismo lo dice.
Habent sua fata libelli, escribió don Juan María Gutiérrez a propósito de estos papeles. El destino ha querido favorecerme a su turno en mi porfiada búsqueda. La emprendí gustoso en tributo a la tierra natal del poeta y, consiguientemente, al mayor lustre de su mal querida Quito, cuyos antiguos claustros, no tan escasos de luces fueron en la colonia, ya que en su obscuridad prendió tan fogosa esta inteligencia que aún arde.
Ornato y decoro de la «Colección de Clásicos Ecuatorianos», cuyo venerable desfile preside como más antiguo el admirable fray Gaspar de Villarroel, son estas poesías de Aguirre. Inéditas las más, constituyeron, para esta edición oficial, una primicia de inagotable virtud.
(Si mi primer estudio, de hace veinte y cinco años, en la modesta revista quiteña, pasó casi inadvertido, su reproducción hecha por mí, ligeramente ampliada pero textual, en la muy difundida y valiosa Revista de las Indias (1941), de Bogotá, movió ya la curiosidad de un más vasto círculo de lectores, en todo el continente).
Ahora, el mundo de habla hispánica, en su integridad, bien puede ufanarse de esta reaparición de un desconocido que por sí solo se alza a restaurar su gloria de gran poeta -decía yo en el prólogo al dicho volumen III de nuestra colección- (Quito, 1943).

VI.- Addenda

Dicho prólogo incorporaba sin modificación mi primer ensayo sobre Aguirre, enviado desde París en el año de 1917, a raíz de lo que fue, para mí y para mis compatriotas, la primera revelación: el libro de Juan María Gutiérrez Estudios biográficos y críticos, por cuanto contenía uno acerca de Aguirre, y sobre todo, porque traía insertas algunas poesías inéditas, y estrofas o mención de otras piezas no conocidas por nosotros. La «Carta a Lisardo», venía allí publicada por primera vez.
Entusiasmado yo con esta imprevisible «Carta», me lancé a comentarla y exaltarla. Despaché inmediatamente a Quito la buena nueva. Publicola nuestra Sociedad Jurídico Literaria en su modesta revista.
El libro de Gutiérrez, publicado en Buenos Aires el año 1865, «edición tirada a corto número de ejemplares», según indicación del propio autor, en la portada, era y es, completamente desconocido entre nosotros. Encontrele en la Bibliothèque Nationale de París. (Fonds Angrand).
La intrepidez juvenil de mi comentario reivindicatorio, sorprendió como una revelación algo insólita.
Y es del caso repetir aquí lo que acabo de expresar.
Con cuánta satisfacción lo ratifico ahora en esta «Biblioteca Ecuatoriana Mínima», a los cuarenta años de haberse extendido en vasto círculo de letrados,   aquellas tempranas anticipaciones mías, que resultaron de buen augurio. De 1917 a hoy, son muchos los que ya admiran al antes desprestigiado poeta.
Tras veinte años de reiterados empeños, me fue por fin dable la suerte de poder ir personalmente a buscar en su refugio cuasi ignorado las otras poesías inéditas de Aguirre, las no citadas pero aludidas, o incompletas, en Gutiérrez, y lo más que allí hubiese.
Las dos cartas siguientes, a y de don Felipe Lavalle, director de la Biblioteca del Congreso de Buenos Aires, fijan la fecha del hallazgo y de la copia que el muy amable funcionario argentino se dignó de enviarme a Lima:
Lima, mayo 24, 1937.
Señor doctor don Felipe Lavalle,
Buenos Aires.
Muy señor mío y distinguido amigo:
Me es grato cumplir con el deber de agradecerle por el envío de la copia de las composiciones del padre Juan Bautista Aguirre que reposaban en el Archivo de Juan María Gutiérrez. Buena parte de ellas fueron ya utilizadas por el mismo ilustre polígrafo americanista, en su estudio sobre ese interesante fraile. Algunas hay todavía inéditas.
Abusando de la bondad con que me autoriza a consultarle sobre cualquier duda que pudieran sugerirme esas hojas, no revisadas por usted para ganar tiempo en su envío, me permito preguntarle si es por error de una de las dos copistas que usted ha empleado, por lo que vienen duplicadas algunas composiciones: «A un Zoilo», «A una Rosa», (dos sonetos); y «Descripción   -del mar de Venus»; en una copia faltan 51 versos que trae la otra: ¿trae ésta todos?
En el soneto «A una Rosa», una dice: «En catre de esmeralda», y la otra: «En cuna de esmeraldas». Tal vez sea catre, porque mas lejos dice el poeta: «en el catre florido de su seno».
Y pregunto esto de la duplicación, porque Gutiérrez advierte que en el libro original y autógrafo había algunas duplicadas y otras truncas.
¿Cree usted, señor Lavalle, que «el libro autógrafo» de que sacó Gutiérrez copia, no está en el Archivo de Gutiérrez? En Guayaquil no se le ha hallado.
De mi estudio, publicado hace años, sobre este fraile, no me acuerdo bien: lo traeré de Quito y se lo mandaré como primicia del tercer capítulo, que es el que se me quedó por escribir y que ahora saldrá gracias a la amabilidad de usted que me ha procurado el material que me faltaba.
Le anticipo ahora solamente mi agradecimiento; y tengo el agrado le enviarle un ejemplar de mi Montalvo, que usted se digna recordar, y uno de mi Rodó.
Con sentimientos de alta estima, me repito de usted obsecuente amigo y servidor.

Gonzalo Zaldumbide


Buenos Aires, junio 21, 1937.

Señor don Gonzalo Zaldumbide,
Legación del Ecuador - Lima.

Mi distinguido señor y amigo:

Tengo el agrado de acusar recibo de su atenta carta del 24 de mayo último, lamentando muy sinceramente los errores que se han deslizado en las copias que le remití de las composiciones del padre don Juan Bautista Aguirre.
Para mayor claridad, contesto por separado, y en el orden en que las formula, a sus distintas preguntas:
1.- Por error, se han copiado dos veces las composiciones «A un Zoilo» y «Descripción del mar de Venus», que en la recopilación de Gutiérrez no están repetidas.
2.- Esta última composición cuenta en total ciento once versos, y termina: «¡Oh cuánto os ciega vuestro amor, oh cuánto!».
3.- En el soneto «A una Rosa», el manuscrito dice «catre». Se ha corregido con lápiz y en la entrelínea, sin tachar la palabra catre se ha puesto «cuna».- En la transcripción que hace el doctor Gutiérrez en la página 256 de su obra Estudios biográficos y críticos, también dice «cuna».- Yo me inclino a creer que debe mantenerse la palabra catre a pesar del respeto que me merece el doctor Gutiérrez.
4.- Para poder contestar de una manera categórica a su última pregunta, acabo de revisar la totalidad de legajos y manuscritos del Archivo del doctor Gutiérrez. No existe el «libro autógrafo» a que usted se refiere.
Ahora bien, al hacerme yo cargo de la Dirección de la Biblioteca, en el año 1931, faltaba el legajo 33, de los manuscritos del doctor Gutiérrez, que contenía exclusivamente poesía americana y fue retirado en setiembre de 1909 por don Juan de la Cruz Puig, subsecretario entonces del Ministerio de Hacienda, y que estaba preparando su Antología de poetas argentinos, que publicó en 1910, con motivo de nuestro centenario.- Ese legajo no fue nunca devuelto a la Biblioteca y al gestionar yo su devolución en 1931, me   -375-   encontré con que el señor Puig había fallecido y sus herederos nada sabían de tal documento.- Nada autoriza a afirmar que los autógrafos del padre Aguirre se encontraban en ese legajo, pero tampoco puede negarse que lo estuvieran, pues no se ficharon, en su oportunidad, las piezas que contenía.
He recibido sus libros Rodó y Montalvo; estoy particularmente reconocido de su atención. Termino recién la lectura del último, obra de singulares méritos como expresión literaria y como reconstrucción biográfica. Admira la finura de su percepción para contar lo inmaterial, calidad que le permite trazar el retrato del prócer con rasgos tan definidos que al mismo tiempo que dibujan su figura la revisten de su contenido espiritual.
Yo le felicito muy cordialmente y me anticipo un nuevo placer con la lectura de su Rodó.
Aprovecho esta oportunidad para reiterarle la expresión de mi más alta estima.

Felipe Lavalle


La copia a que se refieren estas cartas, fue, además, la primera que se sacara de la tomada por Gutiérrez, del original.

* * *
Hallábame, pues, desde 1937 en posesión de todas las poesías encontrables de Aguirre.
Para publicarlas en forma condigna, hube de esperar largamente una ocasión apropiada a tal primicia. Asomó por fin esta oportunidad al cabo de cinco años, cuando cuajó definitivamente la decisión de publicar en Quito una colección de nuestros clásicos, es     decir escritores antiguos, con la respectiva selección de sus mejores páginas.
El primero de esta serie, tenía que ser fray Gaspar de Villarroel (siglo XVII). Al padre Aguirre (siglo XVIII) le tocaba el turno en el volumen III. Compúselos ambos con toda mi dilección, ya antigua, por ambos.
Y así fue como llegó el esperado tiempo de dar a luz, por primera vez, la preciada copia de las poesías de Aguirre.
De Bogotá, donde me hallaba en servicio diplomático, envié a Quito mi doble colaboración, que había de imprimirse a cuidado del «Instituto Cultural Ecuatoriano», recién fundado con ese nombre durante la presidencia del doctor Carlos Arroyo del Río.
A principios de 1943, salieron pues a circulación, primero el Villarroel, luego el Aguirre. Y pronto se agotaron los dos volúmenes.

* * *
En el curso de ese año, había sido impreso en Buenos Aires (octubre de 1943) un trabajo del señor Emilio Carilla, profesor argentino, bajo el título de Un olvidado poeta colonial.
¡Feliz aparición en dos centros distantes y distintos, Quito y Buenos Aires, de una obra silenciada durante más de cien años!
Estas dos apariciones, así fuera meramente casual su contemporaneidad, provenían de la misma fuente: la copia de Gutiérrez.
Una y otra edición reproducían, igualmente completas, lo consignado en la copia primigenia. Traían   pues lo en ella inédito, más lo ya publicado por Gutiérrez en su Ensayo, y lo antes conocido. Variaban solamente por lo fundamental: la apreciación de calidad en esas poesías. Pero esa doble y casi simultánea aparición constituía un hecho digno de nota en nuestra olvidadiza América.
El estudio del profesor Carilla venía en pulcro folleto in-octavo menor. Contiene: 4 páginas de introducción, 2 de biografía, 10 de clasificación de las poesías de Aguirre bajo los rubros de Gongorismo y de Calderonismo, 2 de indicaciones de otras influencias, y 1 de resumen. Total 19 páginas, más 4 de prolijas notas bibliográficas. Seguido el todo, en apéndice, de lo que más importaba a su objeto: las poesías completas de Aguirre, que alcanzan ahí a 41 páginas, repartidas en sonetos, poemas, poesías diversas y versos satíricos.
Es, como se ve, la obra de un docto.
«Incluyo aquí -dice el doctor Carilla-, todas las composiciones que copió Juan María Gutiérrez del manuscrito del Ecuador» y añade: «Varias se imprimen por primera vez».
Esto de «primera vez» era sin duda exacto para Buenos Aires. No lo era para Quito, donde aparecieron antes.
El doctor Carilla las da como revelación de primera mano. Menciona, sin embargo, y muy comedidamente, que, «en 1918 publicó Gonzalo Zaldumbide una apreciación sobre la obra de Aguirre, basado en las poesías contenidas en los Estudios biográficos y críticos de Gutiérrez». No menciona que Zaldumbide fue sin duda alguna el primero en dar con el paradero de la copia tomada por Gutiérrez en Guayaquil.
Si el profesor Carilla, domiciliado en Buenos Aires, acudió, como es lógico suponerlo, a la Biblioteca del Congreso Nacional Argentino -a sacar, a su vez, copia de la copia de Gutiérrez, para la publicación de   su trabajo Un poeta olvidado-, debió de haber hallado rastro de mi paso por el Archivo de Gutiérrez, y anotación de la orden dada por su Director de que se sacase para uso y conocimiento del solicitante la copia que de ahí me fue remitida en 1937.
Alguien había habido pues, que parecía no haber olvidado a su «olvidado poeta».
Tal vez el señor Carilla no conoció sino de referencia el estudio mío, que él cita como publicado en 1918: ¡era de tan escasa circulación, de tan difícil acceso aquella revista quiteña! Pero fácilmente pudo estar a su alcance la reproducción que hice del mismo en la Revista de Indias, de Bogotá, magnífica revista que se repartía profusamente en toda la América. Lo reproduje precisamente en 1941 como preanuncio de la ya segura publicación en Quito de nuestros «Clásicos Ecuatorianos».
El primer volumen de esta colección traía en la portada, el anuncio de la próxima publicación del tercero, el Aguirre, que efectivamente entró en circulación ese mismo año. «Imprenta del Ministerio de Gobierno, Quito, 1943. Ediciones de la Comisión de Propaganda Cultural».
En él aparecieron todas las poesías de la copia que obtuve a mi paso por Buenos Aires y que me fue enviada seis años antes que sacase la suya el señor Carilla.
Cuestioncilla intrascendente, esta de fechas.
El opúsculo del señor Carilla, había sido impreso en ese mismo año. («Este trabajo se terminó de imprimir el 28 de octubre de 1943 en la Imprenta de la Universidad», dice la fe editorial de Bajel S. A., Buenos Aires).
Pero hay algo más.
¿A qué alude en este caso la advertencia que el señor Carilla hace en su opúsculo? Dice así: «Cualquier   estudio que se propusiera rehabilitar a Juan Bautista Aguirre tiene que apoyarse indudablemente en lo que Gutiérrez ha recogido y comentado. Así ha sucedido con el estudio del crítico ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide, conocido entre nosotros por el trabajo acerca de José Enrique Rodó. Quiero decir con esto que los méritos en el conocimiento de Aguirre corresponden exclusivamente al crítico argentino, aunque Isaac J. Barrera diga -realzando la labor de Zaldumbide- que la obra de Gutiérrez era "de escasa circulación en América y completamente desconocida en el Ecuador"». Y a renglón seguido el señor Carilla añade: «Aun reconociendo su rareza, los Estudios sirven de ayuda a modernos historiadores de la literatura americana, como lo demuestran Alfredo Coester y Bernardo Moses. Zaldumbide ha hecho conocer este ingenio colonial a sus compatriotas, pero es necesario conservar a Juan María Gutiérrez el fruto de sus afanes. Estas páginas tienen tal misión».
¿Qué otra cosa habían hecho mis publicaciones anteriores a la suya? Si la del señor Carilla no tenía otro objeto que ése, habría estado de más su celo. Ya habría sido llenado, por este su servidor, desde 1917, tal deseo, muy obvio.
Todas mis publicaciones al respecto fueron siempre de explícito homenaje al favor que Gutiérrez nos hizo a todos. Y si el señor Carilla no las vio todas, bien pudo comprobarlo hasta por el título conservado a mi ensayo en el libro Cuatro grandes clásicos americanos con que la propia Academia Argentina de Letras me honró al editar en Buenos Aires mi estudio sobre Aguirre junto con otros tres, todos ya antiguos, incorporándolos a su «Serie de Estudios Académicos». Desde antes la ilustre Academia Argentina me había honrado con hacerme miembro correspondiente de ella; de modo que, si bien me halagaba el ser conocido por el señor Carilla como autor de un Rodó, según lo expresa en su opúsculo, más me habría halagado que conociese, desde que se publicó en 1918 y en 1941 y a principios del 43, mi estudio titulado  precisamente «El mejor poeta de nuestro siglo XVIII hallado en el archivo de Juan María Gutiérrez».

Y viene luego lo único importante:

Cuando dice que «en 1918 publicó Gonzalo Zaldumbide una apreciación sobre la obra de Aguirre», no dice qué clase de apreciación era aquélla, si igual a la que de Aguirre venían haciendo todos hasta entonces, o si lo redimía ya del error en que, por ignorancia involuntaria del resto, se lo tenía sumido en el triste papel de jocoso.
Pero si algún mérito había en esa apreciación, era, no sólo el de pagar el tributo debido a Gutiérrez, sino el de alzar a mayores el estro del poeta, someramente estudiado por él en 1865.
Y aquí está, acaso, aunque tácita, la disidencia con el docto profesor de literatura, señor Carilla, que dictamina su convicción en estos términos: «De lo dicho se desprende que no fue el padre Aguirre un gran poeta, ni fundó con su obra un estilo nuevo. Fue, sí, un buen poeta, nada despreciable si se le compara con los pocos que brillan en el siglo XVIII americano y que tuvieron más nombre».
Dice también: «Difícil es encontrar en su obra el acento personal bajo el peso de tantos nombres abrumadores» (los que enumera de entre los que cree ejercieron influencia en Aguirre).
Concede sin embargo, que «no se le puede negar, junto a la capacidad de asimilación y a la habilidad con que imita los más variados estilos, gusto refinado y espíritu sensible y con frecuencia aciertos expresivos».
En su página de Resumen, el señor Carilla recalca: «después de ver cómo reúnen en el padre Aguirre tantas corrientes, la rehabilitación no puede pretender para él ni grandes títulos ni elogios desmesurados; puede, sí, aspirar a que su obra se conozca y estime».

Mil perdones por haberme excedido... Me respalda una opinión muy más autorizada que la del señor profesor Carilla, la de nuestro sabio humanista padre Aurelio Espinosa Pólit: en nota bibliográfica puesta al final del volumen III de nuestra colección de «Clásicos Ecuatorianos», decía así: «Ha logrado el señor Gonzalo Zaldumbide la dicha y honra más grande a que puede aspirar un crítico: ha descubierto en el cielo de nuestra Colonia el astro de genuina magnitud y brillantez, por el que, el Ecuador, cobra desde hoy derecho para figurar honrosamente en la literatura colonial americana. Con esta edición primera, aunque toda vía fragmentaria de las poesías del jesuita dauleño, queda asentado que, entre los muchos versificadores de la antigua Presidencia de Quito, surgió por lo menos un poeta, un gran poeta: Aguirre».

* * *
Trabajo de erudito el del profesor Carilla; muestra que, en su formación mental de scholar, puede más el profesor que el catador. Prueba suficientemente que él sabe de su materia mucho más de lo que apunta en su opúsculo un tanto apresurado. Pero, y precisamente, su parvo estudio deja en el tintero mucho de su notorio saber de maestro. Parece haberse dado alguna prisa.
¿A qué tanta prisa? ¿Temía acaso perder la ansiada prioridad si se le adelantaba la publicación en Quito de todo lo que él iba a dar como inédito en las poesías del padre Aguirre? Doy por hecho que él ignorase hallarse por lo menos ya en camino a Buenos Aires el III tomo de la Colección Ecuatoriana. ¿No le llegó antes ni el primer tomo que anunciaba ya la salida próxima del Aguirre?
Mas ¿qué vale la prioridad en obra que no era de creación personal, de él ni mía, sino divulgación de   una recóndita copia, sacada ya en copia por otro, y de la misma fuente?
La prioridad que sí reclamo es la de aquella «apreciación» reivindicatoria, cuyo tenor me atrevo a mantener vigente a pesar de la amonestación del señor Carilla. Pareciome, sigue pareciéndome Aguirre «gran poeta».
Y no por patriotismo, que sería mal entenderlo. ¡Hay tantas glorias patrias consagradas que reputo falsas, o falseadas, o endebles! Es que hallé en Aguirre el quid divinum, así aparezca estragado por vicios de época o de gusto. Hay un son que no engaña, y que perdura. Lo que quizá haga falta es saber oírlo, o lograr percibirlo.
No hacen falta razones escolares, o doctorales.
El denso aunque rápido trabajo del profesor Carilla le da tal vez la razón, pero le ha privado del júbilo incoercible de sentir aquella poesía.
Meritorio es su trabajo, y tal vez lo tenga ya desarrollado en otros suyos, dignos de estima por ser suyos; no los conozco aún; serían bienvenidos.




Selecciones
  

Versos castellanos, obras juveniles, miscelánea


A una tórtola


que lloraba la ausencia de su amante


¿Por qué, tórtola, en cítara doliente
haces que el aire gima con tu canto?
Si alivios buscas en ajeno llanto,
mi dolor te lo ofrece; aquí detente.

Al verte sola, de tu amante ausente, 5
publicas triste en ayes tu quebranto;
yo también ¡ay dolor! suspiro tanto
por no poder gozar mi bien presente.

Pero cese ya, oh tórtola, el gemido,
que aunque es inmenso tu infeliz desvelo, 10
mayor sin duda mi tormento ha sido:

pues tú perdiste un terrenal consuelo
en tu consorte, pero yo he perdido
en mi adorado bien la luz del cielo.



A una rosa

Sonetos

I

En catre de esmeraldas nace altiva
la bella rosa, vanidad de Flora,
y cuanto en perlas le bebió a la aurora
cobra en rubís del sol la luz activa.

De nacarado incendio es llama viva, 5
que al prado ilustra en fe de que la adora;
la luz la enciende, el sol sus hojas dora
con bello nácar de que al fin la priva.

Rosas, escarmentad: no presurosas
anheléis a este ardor; que si autoriza, 10
aniquila también el sol ¡oh rosas!

Naced y lucid lentas; no en la prisa
os consumáis, floridas mariposas,
que es anhelar arder, buscar ceniza.



II

De púrpura vestida ha madrugado 15
con presunción de sol la rosa bella,
siendo sólo una luz, purpúrea huella
del matutino pie de astro nevado.

Más y más se enrojece con cuidado
de brillar más que la encendió su estrella; 20
y esto la eclipsa, sin ser ya centella
la que golfo de luz inundó al prado.

¿No te bastaba, oh rosa, tu hermosura?
Pague eclipsada, pues, tu gentileza
el mendigarle al sol la llama pura; 25

y escarmiente la humana en tu belleza,
que si el nativo resplandor se apura,
la que luz deslumbró para en pavesa.

  


Soneto moral

No tienes ya del tiempo malogrado
en el prolijo afán de tus pasiones,
sino una sombra, envuelta en confusiones,
que imprime en tu memoria tu pecado.

Pasó el deleite, el tiempo arrebatado 5
aun su imagen borró; las desazones
de tu inquieta conciencia son pensiones
que has de pagar perpetuas al cuidado.

Mas si el tiempo dejó para tu daño
su huella errante, y sombras al olvido 10
del que fue gusto y hoy te sobresalta,

para el futuro estudia el desengaño
en la imagen del tiempo que has vivido,
que ella dirá lo poco que te falta.

   


Soneto moral

¡Basta ya, pecador! No tu malicia
ejercite más tiempo mi paciencia:
harto lugar te da a la penitencia
mi bondad despreciada por propicia.

Hoy mi amor con ternura te acaricia, 5
hoy disimula y sufre tu insolencia;
mas podrá ser que en breve esta clemencia
se convierta en rigores de justicia.

Ea, no tardes más en el pecado;
y si al ver del castigo la tardanza 10
hoy mi misma paciencia te ha obstinado,

adviertan tu descuido y confianza
que, mientras más retiro el brazo airado,
voy doblando el impulso a la venganza.

  


Carta a Lisardo
persuadiéndole que todo lo nacido muere dos veces, para acertar a morir una


Liras

   ¡Ay, Lisardo querido!
si feliz muerte conseguir esperas,
es justo que advertido,
pues naciste una vez, dos veces mueras.
Así las plantas, brutos y aves lo hacen: 5
dos veces mueren y una sola nacen.

   Entre catres de armiño
tarde y mañana la azucena yace,
si una vez al cariño
del aura suave su verdor renace: 10
¡Ay flor marchita! ¡ay azucena triste!
dos veces muerta si una vez naciste.

   Pálida a la mañana,
antes que el sol su bello nácar rompa,
muere la rosa, vana 15
estrella de carmín, fragante pompa;
y a la noche otra vez: ¡dos veces muerta!
¡oh incierta vida en tanta muerte cierta!

   En poca agua muriendo
nace el arroyo, y ya soberbio río 20
corre al mar con estruendo,
en el cual pierde vida, nombre y brío:
¡Oh cristal triste, arroyo sin fortuna!
muerto dos veces porque vivas una.

   En sepulcro süave, 25
que el nido forma con vistoso halago,
nace difunta el ave,
que del plomo es después fatal estrago:
Vive una vez y muere dos: ¡Oh suerte!
para una vida duplicada muerte. 30

   Pálida y sin colores
la fruta, de temor, difunta nace,
temiendo los rigores
del noto que después vil la deshace.
¡Ay fruta hermosa, qué infeliz que eres! 35
una vez naces y dos veces mueres.

   Muerto nace el valiente
oso que vientos calza y sombras viste,
a quien despierta ardiente
la madre, y otra vez no se resiste 40
a morir; y entre muertes dos naciendo,
vive una vez y dos se ve muriendo.

   Muerto en el monte el pino
sulca el ponto con alas, bajel o ave,
y la vela de lino 45
con que vuela el batel altivo y grave
es vela de morir: dos veces yace
quien monte alado muere y pino nace.

   De la ballena altiva
salió Jonás y del sepulcro sale 50
Lázaro, imagen viva
que al desengaño humano vela y vale;
cuando en su imagen muerta y viva viere
que quien nace una vez dos veces muere.

   Así el pino, montaña 55
con alas, que del mar al cielo sube;
el río que el mar baña;
el ave que es con plumas vital nube;
la que marchita nace flor del campo
púrpura vegetal, florido ampo, 60

   todo clama ¡oh Lisardo!
que quien nace una vez dos veces muera;
y así, joven gallardo,
en río, en flor, en ave, considera,
que, dudando quizá de su fortuna, 65
mueren dos veces por que acierten una.

   Y pues tan importante
es acertar en la última partida,
pues penden de este instante
perpetua muerte o sempiterna vida, 70
ahora ¡oh Lisardo! que el peligro adviertes,
muere dos veces porque alguna aciertes.

  



Canción heroica
en que con algunas semejanzas expresa el autor sus infortunios

Nace el clavel en púrpura teñido
dejando presuroso su clausura,
a ser Narciso de las otras flores
o Adonis de su sangre producido;
y dividida en hojas su hermosura, 5
ufano se deleita en sus primores
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
toda aquella belleza 15
que pródiga le dio Naturaleza.
¡Oh flor desvanecida,
verdadero retrato de mi vida!

El ruiseñor que amante al aire gira,
iris de plumas o vergel viviente, 20
mira un arroyo, y luego que lo asesta,
trinando endechas, animada lira,
con música saluda su corriente
en que canoro el gusto manifiesta;
baja a gustarla con ligero vuelo, 25
rozando aljófar y rizando hielo,
y con pico de grana
gustoso liba de la espuma cana.
May ¡ay! suerte enemiga,
que el ruiseñor se aprisionó en la liga 30
-468-
que en su margen, por uso,
el cazador para prenderle puso;
y luego lo encarcela
donde no tiene libertad ni vuela.
¡Oh avecilla cautiva, 35
de mi fortuna semejanza viva!

Por tras cortinas de jazmín y grana,
hermoso globo de zafir luciente,
se asoma el sol en brazos de la aurora,
y arrebolada en luces la mañana, 40
con brillante candor viste el oriente
y con destellos nacarados dora
cuanto el orbe atesora;
la tierra como a padre lo recibe,
los pájaros se alegran, la flor vive, 45
el hombre se recrea,
y todo con sus rayos lo hermosea.
Mas ¡ay! que noche oscura
es de tanto monarca sepultura,
y ve su luz ocaso, 50
con que llora la tierra su fracaso:
el pájaro enmudece,
la flor se encoge y todo se entristece.
¡Oh sol, oh luz, oh día,
símbolo propio de la dicha mía! 55

Ronda a la luz la amante mariposa,
y en giros de oro, en óvalos de plata,
galantear a la llama solicita:
ya la festeja en torno presurosa,
ya se retira de la luz ingrata, 60
ya se le acerca, ya se precipita,
porque su amor la incita
a adorar aquel globo de luz breve,
donde su muerte en poca llama bebe,
cuando a besarla llega 65
de su hermosura enamorada y ciega.
Mas ¡ay! infeliz suerte,
que en cenizas su gala se convierte,
hallando su inocencia
mucho castigo a poca inadvertencia, 70
sin que en la pira unida
Fénix renazca para nueva vida.
¡Oh costosos intentos,
imagen de mis locos pensamientos!

Yo clavel bello un tiempo me miraba 75
desdén hermoso de plebeyas flores;
mas de la envidia el huracán airado
marchito me ha dejado.
Yo en métricos primores
fui ruiseñor que libre gorjeaba; 80
pero ahora en grillos de oro
de Venus bella prisionero lloro.
Yo fui sol; mas mis rayos
con las tinieblas que el rencor exhala,
eclipsados los miro entre desmayos. 85
Fui mariposa, en fin; pero mi gala
se convirtió en pavesa
a los incendios de una cruel belleza.
Y así por varios modos
sufro de todos los tormentos todos, 90
siendo a mi vida imagen lastimosa
la flor, el ave, el sol, la mariposa.







Llanto de la naturaleza humana
después de su caída por Adán

(Liras premiadas en primer lugar en un certamen cuyo asunto era el nacimiento del Niño Jesús)


De su infelice suerte
naturaleza humana congojada,
del árbol de la muerte
al yerto tronco estaba recostada;
y si el curso del llanto suspendiera, 5
aun más helados tronco pareciera.

¿Hasta cuándo, hasta cuándo
(clamaba triste) el mal que me atormenta
su fuerza irá aumentando,
que, aunque infinita, por mi mal se aumenta? 10
¿hasta cuándo querrá mi mal supremo
mostrar que admite más y más lo extremo?

Mas si suele en el llanto
hallar tal vez consuelo un afligido,
arroje mi quebranto 15
ayes del alma con mortal gemido,
canten mis ojos, y sus melodías
tan tristes suenen que parezcan mías.

Pero ¡ay! ¡ay! que son tales
las crueles penas que en el alma siento, 20
que a publicar mis males
de mis ojos no basta el instrumento;
y así, por dar el lleno a mis enojos,
en vez de llanto lloraré los ojos.

Yo fui aquella dichosa 25
formada a esfuerzos de un milagro, aquella
criatura venturosa,
copia de Dios y copia la más bella;
yo fui ¡ay dolor! aquella peregrina
centella hermosa de la luz divina. 30

Yo fui la que al esmero
del más sublime numen delineada,
en mi instante primero
de mil prodigios me miré formada;
mas ¡ay! que si esto fui, todo ha pasado, 35
y en mí, de mí, la sombra no ha quedado.

Mi antigua llamarada
tan breve se apagó, con tal presteza,
que, convertida en nada,
antes que llama se miró pavesa; 40
pues sólo ardió mi luz aquel instante
que a dar ser a mi nada fue bastante.

Esta mi pena ha sido,
y esta pena importuna de tal suerte
con el alma se ha unido, 45
que aun no la puede separar la muerte,
pues cuanto a mitigarla se apercibe
en ella muere, y ella en todo vive.

Y así en tales enojos
apelo sólo por remedio al llanto. 50
Lloren tristes los ojos
mi imposible dolor, y lloren tanto,
que al ver absorto mi dolor profundo,
valle del llanto se apellide el mundo.

Lloraré eternamente 55
la antigua dicha de que fui halagada,
aun más que el mal presente;
pues, porque fui feliz soy desdichada.
Dijo, y rendida al grave sentimiento,
en el dolor se destempló el acento. 60

  

A la inconstancia del mar
Uno que había padecido naufragio habla en estas décimas

Ayer en rocas de nieve
dragón de plata te vi,
tan soberbio que temí
ser sorbo a sus ondas leve;
y hoy tan humilde se mueve 5
tu resaca, que dudé,
a ese peñasco que ve
de tu soberbia la mengua,
si lo lames como lengua,
si lo adoras como pie. 10

Bien tus engaños expresas,
mar, que dividido en cascos,
ayer bravo herías peñascos,
y hoy humilde arenas besas:
a qué mudables empresas 15
te expones, monstruo arrogante,
hoy callado, ayer bramante,
advirtiendo así al prudente
que jamás hubo creciente
que no parase en menguante. 20

¿Para qué fue amenazar
con tantas furias ayer,
si tu soberbio crecer
ha sido para menguar?
Bien te pudiste acordar, 25
cuando sierpe embravecida
amenazabas mi vida,
de este cobarde reposo:
pero ¿cuándo el poderoso
se acuerda de su caída? 30

Si no es que tu engaño intenta
dar mentirosa esperanza,
disimulando bonanza
para crecer en tormenta,
piadoso se representa 35
tu golfo a aquel que lo mira,
hasta verlo de tu ira
un despojo lastimoso;
que siempre es del ambicioso
propio centro la mentira. 40

Ea, pues, golfo inconstante,
altivo mar impaciente,
o volverte a tu creciente,
a quedarte en tu menguante.
Cierre el paso al caminante 45
tu cólera enardecida;
mas no lo harás, que, advertida,
es tu condición variable
imagen de lo mudable
de las cosas de esta vida. 50

Y nace esta conjetura
de la experiencia mayor,
pues ayer vi tu furor,
y hoy admiro tu blandura:
aquella y esta pintura 55
tan diversas en ornato,
te hacen con diverso trato,
aunque no son en ti unas,
un teatro de fortunas
y de Fortuna un retrato. 60

Qué me canso en persuadir,
¡oh monstruo de variedad!
que en firme estabilidad
mudes tu instable vivir;
si aunque me puedes oír 65
el bien a que te provoco,
está tu discurso poco
sujeto a variar fortuna,
pues quien anda con la luna
no puede ser sino loco. 70

  




Descripción del mar de Venus

(Ficción Poética y Moral)

De Memnón en el reino floreciente,
donde entre rosas, llama brilladora,
con bostezos de nácar al oriente
se asoma el sol en brazos de la aurora,
cuando, risueño, la estación luciente 5
del celeste zafir purpúreo dora,
y, fogoso bajel, trasmonta bellas
ondas de luz en piélagos de estrellas,

el Mar de Venus yace, que encendido,
encrespando los rizos de su frente, 10
ondas eleva que formó Cupido
de adusto aljófar, de cristal ardiente.
En llamas hierve el golfo, y convertido
en torpe hoguera su voraz torrente,
risueñas brillan con incendio ciego 15
espumas rojas en un mar de fuego.

Abrasado en el golfo es un cometa
cada brillante pez, y con iguales
rayos que emulan al mayor planeta
los escollos se cambian en fanales: 20
nada de Venus el ardor respeta,
escollos, peces, ondas ni cristales;
y, luceros del mar, arden serenas
de Cupido en el fuego aun las arenas.

Este, pues, golfo habitación profunda 25
de halagüeñas sirenas siempre ha sido,
arqueros del amor, en quienes funda
su imperio Venus, su poder Cupido;
que dulces vibran con acción fecunda
de apacible veneno arpón teñido, 30
y a los esfuerzos de su acero impuros
arrojan sangre aun los peñascos duros.

¡Oh a cuántos necios el mentido halago
de este mar enamora sin sosiego,
y, mariposas de su mismo estrago, 35
la muerte beben en un dulce fuego!
¡Oh cuántas naves, de este obsceno lago
despojo fueron al impulso ciego,
revelando su ruina a las orillas
sangrientos trozos de deshechas quillas! 40

Aquí la madre del Amor navega,
que si riza las ondas o el mar bruma,
con lo halagüeño de su vista anega
en luz el aire y en ardor la espuma:
Venus, divina Venus a quien llega 45
de las tres Gracias la belleza suma
confusa al verla, matizando ufano
arpón dorado su nevada mano.

Su nave es una concha brilladora
que de nácar y púrpura formada, 50
o es, constelado, el llanto de la aurora
o es la risa del cielo congelada:
su proa argenta, si su popa dora
de luz y aljófar copia enamorada;
y si gira las ondas, es en ella 55
Venus la perla de esta concha bella.

Aquí Cupido, de este mar pirata,
del arco ebúrneo fatigando el seno,
en suaves dardos de bruñida plata
dispara dulce su mortal veneno; 60
y tanto el ciego flechador maltrata
del convexo marfil la cuerda o freno,
que, siendo el blanco humanos corazones,
anega al mundo en piélagos de arpones.

En esta, pues, galera de Cupido 65
se miran muchos del amor forzados,
que en dulce llanto y apacible ruido
gimen al remo, de una flecha atados,
y del numen rapaz, terror de Gnido,
siendo azote su cuerda, amenazados, 70
con eco alterno, con clamor profundo,
juran a Venus por deidad del mundo.

Enamorados de sus graves penas,
de un dardo y otro al golpe repetido,
forman del nácar que latió en sus venas 75
víctima a Venus de carmín vertido;
y de las bellas de su amor sirenas
al fatal silbo dulcemente oído,
sulcan gustosos con trabajo sumo
golfos de fuego en remolinos de humo. 80

En copas de oro que el amor propina,
un néctar liban de dulzuras lleno,
en el cual Venus a su sed destina
veneno dulce, pero cruel veneno;
y el dios vendado, que áspid se reclina 85
en el catre florido de su seno,
en suave llama su ponzoña miente
para entrañarles hasta el alma el diente.

A estos cautivos cada ninfa ingrata,
Circe hechicera, brinda dulcemente 90
en manos de cristal prisión de plata,
y en labios de carmín ponzoña ardiente
cadena de oro con que amor los ata
es el pelo, desdén de ofir luciente,
que en las costas de amor estas sirenas 95
son causa hermosa de un Argel de penas.

En el purpúreo rosicler sediento
que risueño en sus labios liba grana,
tiñe sus dardos de carmín sangriento
el lince, nieto de la espuma cana. 100
Y de amor los cautivos, al violento
fogoso impulso de la flecha insana,
ríen y lloran, porque están de modo
que nada sienten y lo sienten todo.

¡Oh infelices forzados de la impura 105
madre del numen faretrado y ciego!
¿este tormento lo juzgáis dulzura?
¿refrigerio fingís que es este fuego?
¿por acierto tenéis esta locura?
¿esta inquietud amáis como sosiego? 110
¡Oh, cuánto os ciega vuestro amor! ¡oh, cuánto
la copa un día colmaréis con llanto!







A la rebelión y caída de Luzbel y sus secuaces

Viose Luzbel de estrellas coronado,
plumas de fuego y resplandor vestido,
de los astros al ápice encumbrado,
entre querubes adalid lucido,
de Dios portento, a esmeros fabricado, 5
perfecto en todo, en todo esclarecido;
y soberbio de verse en tanta alteza,
dijo lleno de rabia y de fiereza:

¿En lóbrego no puedo, ardiente, horrendo
desorden, espantoso a la fortuna, 10
el universo todo confundiendo,
ahogar al sol en su dorada cuna?
¿En pavesas cambiar, si lo pretendo,
no me es posible el globo de la luna?
¿Qué espera, pues, mi enojo sin segundo, 15
que no hundo al cielo sepultando al mundo?

Falsear haré con ira fulminante
del alto cielo, en un vaivén ruidoso,
azul muralla, y subiré triunfante
a ser señor del reino luminoso; 20
si son estorbo a mi ímpetu arrogante
aire, mar, tierra o firmamento hermoso,
haré que sientan mi furor violento
el mar, la tierra, el aire, el firmamento78.
Igual a Dios seré, pues se dilata 25
mi poder tanto, y sellaré mi huella
donde el ártico polo en hielos ata
al Aquilón, perezas de su estrella.
Dijo, y al punto en iras se desata
de celestes garzones tropa bella, 30
que marchando con brava bizarría
luz, por guerrero polvo, daba al día79.

¡Al arma! ¡al arma! ya el clarín sonoro
grita con ecos agrios, resonantes;
y al aire vieras del metal canoro 35
blandir los astros picas de diamantes;
serpeaba undosa sobre yelmos de oro
turba de airones vivos, tremolantes;
nunca vio el aire, en pavoroso anhelo,
poblado de astros, tan turbado el cielo80. 40

Con rabia extraña, con coraje horrendo
de Lucifer los lúgubres pendones,
seguían, de sombras su escuadrón vistiendo,
prófugos de la luz, ciegos dragones;
con tal soberbia, confusión y estruendo 45
marchaban estos hórridos campeones,
que del antro al cenit el polo helado
tembló confuso, palpitó turbado.

No de otra suerte cuando intenta el noto
teñir feroz el vulto de la esfera: 50
el aire entonces duramente roto
con serpientes de fuego al mundo altera;
pálido el sol al fúnebre alboroto
ceniza peina en vez de cabellera:
todo es horror, el cielo se anochece, 55
el polo cruje, el mundo se estremece

Del testamento sobre el monte ardiente
Luzbel estaba respirando saña,
dos hogueras por ojos, y por frente
negra noche que en sierpes enmaraña; 60
altivo aturde al mundo fieramente,
este bastardo horror de la montaña,
pues, trueno el silbo, el eco terremoto,
confunde al orbe en hórrido alboroto82.

El divino Miguel espiritoso, 65
que fiel se opone al ángel atrevido,
las rubias hebras apremió garboso
al yelmo de oro en soles guarnecido;
y al encuentro primero pavoroso,
al caos le arroja, donde el fementido, 70
de expirante tizón eterna llama,
blasfemo truena, corajudo brama83.

No tan furioso nubes despedaza
el sulfúreo turbión, no tan violenta
con ráfagas de luz montes arrasa 75
del huracán la rápida tormenta,
como arrojado de la etérea casa
Luzbel cayó con ira tan sangrienta
que, en humo envuelto y en coraje eterno,
de espíritus de luz ondeó un infierno84. 80

Al caer Luzbel con su escuadrón tremendo,
un polo y otro, el vulto demudado,
palpitaron violentos, confundiendo,
el giro de ambos orbes prolongado;
turbose luego al estallido horrendo 85
del cielo y tierra el orden barajado,
y que bajaban pareció al profundo
la esfera en polvo, en átomos el mundo.

¿Viste nocturna llama presurosa
encendida ilusión, que en pronto vuelo, 90
rasgo de luz, exhalación hermosa,
con brillante destello argenta el cielo?
¿y que al correr la esfera luminosa,
desliz lucido, con fogoso anhelo,
tan presto acaba luces y carrera 95
que no miras lo que es sino lo que era?

Así Luzbel, planeta rutilante,
que a la madre de amor dio lucimiento,
lucero hermoso entre ángeles brillante,
del sol envidia, de beldad portento, 100
fanal celeste que intentó arrogante
establecer al aquilón su asiento,
fue en el estado de su luz primera
llama que pasa, exhalación ligera85.

Estudiad, oh mortales, escarmiento 105
en esa imagen necia de Faetonte,
que quiso remontarse al firmamento,
y el báratro fue tumba a su remonte:
así pagó su loco atrevimiento
este atezado embrión del Flegetonte, 110
y así padece, aún más que en el abismo,
horrible infierno dentro de sí mismo.

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