viernes, 31 de agosto de 2012

7651.- LELÉ SANTILLI





LELÉ SANTILLI
Armstrong, Santa Fe, ARGENTINA 1952

Vivió en Armstrong y Rosario alternativamente, hasta que se fue a Buenos Aires, donde estuvo 10 años y trabajó en el área de la salud mental. En 1992 publicó Seda terrestre  y planea publicar pronto la cercanía de las cosas. Algunos de sus poemas fueron publicados en distintos medios y países. Suele incursionar en otros géneros y/o medios de expresión. En 1993 fue a vivir a San Francisco, California, donde también trabajó en Salud Mental. Dictó un taller como Poeta invitada en la Universidad de Berkeley. Regresó a Argentina en abril de 2012. Vive entre Rosario y  Buenos Aires.






La ruta de la costa

es este largo brete en escalón 
que va 
desde la altura del morro 
hasta el filo de un largo farallón 
abatido en la playa. 
Ahí vuelven los pájaros 
a la estatura humana,
al hormigueo de los fines
de semana, 
-y-
sólo para arrostrarnos 
la vastedad de su dominio, 
se acunan en el agua, 
anidan sobre el risco, planean
bellamente en el abismo. 
Me asomo a mi temor 
para seguir con la mirada 
esa otra agitación, 
de la bandada.
A nosotros,
gregarios al extremo 
de las grandes ciudades,
casi no nos cabe más que alejarnos 
en fila 
-en nada diferentes de la hormiga- 
hasta la hoja verde. 
No un puerto 
sino una marina 
adonde van a comprar 
los que saben de ostras frescas. 
Las barcas más añosas
recalan más allá. Aquí 
varan los gráciles -y pequeños- 
señores de la bahía, 
erizados de mástiles y masteleros
desnudos. De tanto en tanto 
un carguero, ominoso a la distancia,
rompe en ludir la más suave de las calmas
como un viento fantasma. Quizá
en el muelle
un lobito dormido se acomode, 
una gaviota se reoriente
mirando inquisitiva hacia la costa. 
¿Será un gesto 
de amarre, cuando todo se mueve?
Ellos no necesitan buscar 
falsos pretextos. ¡Hasta el pez 
está en su medio!

Conchas vacías 
a un lado y otro del camino, 
pretenden alterar la geología
muy por encima de una profunda 
falla. En una pobre analogía,
yo sigo aquí, 
encallada, 
usando el mismo cuerpo que suelta
sus amarras 
día a día.

Pasan los detectores de metales,
las aves se comen
las almejas,
los constructores de castillos
se llenan los bolsillos de tesoros del día.
Aquí no hay nada para mí. 
Sólo caminar y caminar,
y  la cría del dragón del infinito
lanzando espuma a mis pies.

De nuevo
es el dial de las gaviotas, 
enloquecido por el viento,
quien lleva y trae fragmentos de unas voces 
de niño 
jugando su partido. Sin parto
y de este recorrido 
sólo vuelve mi infancia.

Otra clase de diáspora me aleja 
de mi suerte. Una semilla alada, 
su poquito de tierra
y el tiempo que una cree 
le disputa a la muerte
transformándose,
cuando…

…Ejércitos de arena cruzan al otro lado
del cono del reloj
y toda proporción, razón o término
se invierte en números de muerte
delirada.

Hago lo que puedo
para sentirme parte de este cuento 
de nubes u ovejitas 
deshechas por el viento: saltan 
y saltan. Yo sueño,
todavía.

Despierto en un paisaje en blanco
y negro. Nubes a paso de hombre,
rumiando su destierro.

No las sigo.

La hormiga se pudre por dentro:
afuera deja su uniforme
planchado, metálico,
intacto. 
Y aún así 
no es mucho lo que dura 
el indicio 
de tanto poderío 
o signo pequeñito 
de la marcha. 
“Las hormigas cabezonas
siguen causando desastres
en Hawai. Han avanzado, 
destruyendo a las otras colonias” 
Las flores 
de las islas son aún 
más vulnerables.

Y el peso de todas las hormigas
del mundo
es mayor que el peso
de la humanidad entera.
Todas ellas hacen un cuarto
de los insectos del planeta.
Eso no alivia nada.

Ellas siguen avanzando.

Si alguien hubiese dejado
un cuerpo humano maniatado,
estaqueado a ras de tierra,
sabemos: 
ese cuerpo será devorado
por otras bestias o
por las hormigas.

Podría pasarle lo mismo
a cualquier otra cosa
que quede en el camino,
inerme,
inerte.
Tratando de encontrar
la forma
de subirse a la orilla,
el cuerpo retorcido 
de la vieja nutria de río.
Antes, cuando vivía 
en un solo país, era más fácil.
El salto 
fue por decisión propia.
Había una estrategia. No ésta,
quedarse muda antes de que cantara
el gallo.
¿O era el gallito ciego?
¿O el perro del hortelano?
Lo dicho: un salto calculado
al vientre de la bestia,
la misma
que se adhiere a la piel
como vestido
y luego se desnuda,
muda, insípida, indolora
hasta que asienta. En ese 
ir y venir
ludir
vaivén
es que una se acostumbra 
a que las cosas vayan perdiendo 
calidad,  los vegetales vuelvan a estar
en una góndola común del súper,
la ropa siga siendo
del thriftstore de la Mission
los remedios,
genéricos. 
Pero también se pierden
las letritas 
como botones. Por eso, ésto 
es más parecido
al huerto en el balcón
que a cuando el placer era semilla
entre terrones,
contrabando galáctico, 
turbinas desgarrando el cuerpo
del alma. Recién llegado, uno
esperó por la otra
sin saber ni la fecha ni la ocasión festiva
para esta unión ya rasgada, novia impura.
O quizás 
haya habido más de un alma
para este pobre cuerpo, sin que le toque
a cada cual su cada quien,
porque en el éter
todo se confunde.

Vanidad sería pretender
que en este andar a tientas
la tentación de ser
se vea en su horizonte
como línea
que oculta un sol
en su caída. No hay nada terso
aquí. Veladura sobre veladura
de sedas y revoques,
de vestigios
y agudas lanzas
revolviendo una herida
que nunca es sólo tuya/ o toda mía.
Piedad-aún hoy- por la otra
historia nunca escrita,
lengua oscura en más hondo
silencio
que en el fondo
repica.






Confío en la belleza

No he caminado mucho
en estaciones
fuera de mis otoños.
No han sido pasos,
sino palabras
las que vinieron a dar cuenta
de casi todos
los paisajes.
Sólo mis pies pesaron.
O mis ojos, digo,
por los sentidos.
Un recorrido corto :
falta en mundo,
como cualquier otra criatura,
otra bestia, en su espacio
limitado, itinerante,
en su inhumana
circunstancia. Alzo mi morro
húmedo,
muestro dientes de filo
amarillo,
tengo ojos tristes.
En días como hoy
camino más despacio,
quizás.
Sigo caminando. Por instinto,
confío en la belleza.
Hago muecas. Este
primate balbuceante
encuentra soledad
en su sombra.






Los años

Toda el agua fluida
hasta esta gota, este sonido
entrañable
de los pasos, este río que seca
en temporadas —una cañada
más, que muestra el lecho
de puro pedregullo y viento—
y luego se desborda
como un hilado homérico
sin gesta,
sin perros fieles,
arrasando todo aquéllo
que no fuera
raíz
de su sustento. Entramada
mujer que, en la cabeza,
se enamora del gris pero se pierde
en arcoiris
de una tormenta diaria:
amenaza y portal
de lodazales
en la tierra más seca.
Todo vuelve. Todo regresa
como un galeón
cargado
al mismo muelle sitio
donde se esconde el miedo.
Edredones cómodos
de la nostalgia,
verdes esmeraldas
de esperanza. Pareciera
que intenta alumbrar algo
como un siglo
y es pura navidad en arbolitos
con algún que otro adorno
de la mente. Sin embargo,
se miente en escarceos de furia
por todo lo que pudo ser
que ya no ha sido
—como aquél nido vacío que acumula
entenados de variegata
especie—
producto del amor,
de la costumbre,
de la afanosa urdimbre de un ser
vivo
en estaciones cortas
y en olvidos más largos.
Ha hecho de sí una isla con su puerto,
no muerto sino herido
por el ludir constante
de las cosas que pasan a su lado.
Ha estrechado sus muelles
al punto de la línea
por donde su equilibrio
sube y baja.
¿Qué más puedo decir?
Nunca sabré lo suficiente
para entender qué busca,
qué quiere esa mujer.





Amamos la probable
plenitud de la rosa.
Usamos sus espinas.

Del libro SEDA TERRESTRE






Soy canalla

A mi arquero, Broun.

Desde otra galaxia escucho
radio. La mortadela,
el tío Luis, Dr. K. 
“las cataratas
rosarinas”,
pican con la pelota. Más
rápido por momentos
y mis ojos 
se salen de sus órbitas,
sin entender
que acá no tienen nada
para ver. De vez en cuando
hablamos con mi hermana
por teléfono,
comentando el partido.
Ella, que puede verlo,
no aguanta la tensión:
se esconde en su cocina.
“Me quiero morir!”
es una frase del 
pasado:
Central Puntero,
hoy.





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