sábado, 5 de abril de 2014

JEAN MAMBRINO [11.464]


Jean Mambrino 

Poeta francés
Nació en Londres en 1923 y falleció en Lille el pasado 27 de septiembre de 2012. Su padre era de Milán, de familia florentina, su madre de la Champaña.

Vivió hasta los siete años en Londres y después en París. Pasada la ocupación, comienza diez años de estudios y se ordena sacerdote jesuita en 1954. Durante el  mismo tiempo, con Jean Dasté, descubre el teatro, que seguirá siendo una parte importante de su vida. Durante sus estancias en Londres, conoce y traduce a T. S. Eliot y a Kathleen Raine. Un artículo publicado en el Tmes Litterary Supplement le pone en relación con Jules Supervielle, con el que seguirá estrechamente unido. Es igualmente una crónica en las ondas de la BBC dedicada a René Char la que marcará el comienzo de su amistad con el poeta de la Isle-sur-Sorgue. Gracias a él aparecen en la revista italiana Botteghe Oscure sus primeros poemas. Durante esos mismos años, Jean Mambrino encuentra a tres escritores que seguirán cercanos suyos: Simenon, André Dhôtel y Henri Thomas. Se publican otros poemas en los Cahiers du Sud, después en la Nouvelle Revue Francaise. Traduce para la revista Dieu Vivant algunos poemas de Hopkins y, para La Table Ronde, textos de poetas metafísicos ingleses.

Durante diez largos años Jules Supervielle recoge algunos poemas que Mambrino envía ocasionalmente a algunos amigos, y los lleva al Mercure de France, que los publica con el título Le veilleur aveugle en 1965. Del teatro, su centro de interés, se extiende al cine, trabando amistad con Roberto Rossellini y Luigi Comencini, y encuentra en Francia a los cineastas de la Nouvelle Vague.

En julio de 1968 se instala en París y comienza su colaboración en la revista Études, responsable de la crítica literaria y dramática. Viaja frecuentemente por Europa, a la Unión Soviética, al Próximo Oriente, al sureste de Asia, a África del Sur y a los Estados Unidos que recorre de Este a Oeste. En París van naciendo sus libros de poesía posteriores, así como sus crónicas en la revista Etudes sobre teatro, literatura y cine hasta hace poco.

En concreto, en 1974 aparece su segundo libro de poemas La ligne de Feu, en la colección de La Petite Sirène, fundada por Louis Aragon; ese mismo 1974, Clairière en DDB; en 1979 L’Oiseau-Coeur, Stock (Premio Apollinaire). Le Mot de passe lo acoge François Xavier Jaujard en las Ediciones Granit, 1983. Este editor publica sus libros siguientes: La Saison du monde (1986), La Chiffre de la nuit (1989), Casser les soleils (1993) y N’être pour naître (1996), como también los diálogos espirituales del Palimpseste (1991). Tres grandes libros han aparecido desde entonces: L’Odisée inconnue, Le Centre à l’écart y L’Aube sus les paupières, celebrados por Kathleen Raine. Grâce es su último libro de poemas publicado.

Jean Mambrino tradujo varias obras mayores de la poesía inglesa moderna y contemporánea.

Al aparecer su libro L’Abîme blanc, Jean Mambrino recibió el Premio de Litératture Francophone Jean Arp por el conjunto de su obra.

Durante la preparación de este número de Ibi Oculus, Jean Mambrino nos ha dejado, precisamente cuando el parkinson y la desmemoria, en Lille, le hacían vivir más desnudamente y su poesía mejor se enunciaba “iluminando el mundo”. Sirvan estas traducciones como homenaje al amigo que ha partido.

POESÍA

Le veilleur avegle, Mercure de France, 1965, reed. Libraire Blue, 2002.
La poésie mystique française, Seghers, 1973.
Clairière, poema, Desclée de Brouwer, 1974.
Sainte Lumière, Desclée de Brouwer, 1976.
L’Oiseau-Coeur, precedido de Clairière y Sainte Limière, Stock, 1979. Premio Apllinaire, 1980.
Ainsi ruse le mystère, Corti, 1983.
La ligne de Feu, Corti, 1986.
La Saison du monde, Corti,1986.
Le mot de passe, Corti, 1987.
La Chiffre de la nuit, Corti, 1989.
Le Palimpseste ou les dialogues du désir, Corti, 1991.
Casser les soleils, Corti,1993.
N’être pour naître, Corti, 1996.
L’Odisée inconnue, L’Harmarttan, 1996.
Le Centre à l’écart, Librairie Bleu, 1998.
L’Aube sur les paupiêres, Librairie Bleue, 2000.
L’Hespérie, pays du soir, Arfuyen, 2002.
La Pénumbre de l’or, Arfuyen, 2005.
L’Abîme blanc, Arfuyen, 2005.
Comme un souffle de rosée bruissant, Arfuyen, 2006.
Les Tenèbres de l’espérance, Arfuyen, 2007.
Grâce, Arfuyen, 2008.

PROSA

Le Chant profond, Corti, 1985.
Le Théatre au coeur, Desclée de Brouwer, 1996.
Correspondance Jean Mambrino-Georges Simenon (1951-1988), Cahiers Simenon nº 13, Bruxelles, 1999.
Lire comme en se souvient, proses pour éclairer la solitude, Phébus, 2000.
La Patrie de l’âme, lectture intime se quelques écrivains du XX siêcle, Phébus, 2004.

TRADUCCIONES

Sur un rivage désert, de Kathleen Raine, con M.B. Mesnet, Granit, 1978.
Grandeur de Dieu, de G.M. Hopkins, Granit, 1980. Nueva edición revisada y aumentada, Arfuyen, 2005.



Traducción de Emilio del Río






1

Recibido, recogido,
repuesto
por la maravilla
que ora en ti.
Él te despierta
y se modera
al claroscuro
de tu recorrido.
Es a ti
al que ve y al que quiere,
vuestro uno para dos,
tu poco su alegría.
Un solo amor


1

Reçu, repris,
remis
par la merveille
qui prie en toi.
Il t'éveille
et se mesure
au clair-obscur
de ton parcours.
C'est toi
qu'il voit et veut,
votre un pour deux,
ton peu sa joie.
Un seul amour.


76

¿Cómo puede el espacio
ser lo íntimo?
Todo está contenido
en el anillo del canto
del pájaro que silba
su sonatina,
entrelazando su nido
como una isla de plumas
donde se alumbra lo incluso.
Allí el tiempo que pasa

se ha agazapado


76

Comment l'espace
peut-il étre l'intime ?
Tout est contenu
dans l'anneau du chant
de l'oiseau qui sibile
sa sonatine,
entrelaçant son nid
comme une ile de plumes
oú s'allume l'inclus.
Le temps qui passe
s'est blotti.


80

Mirad el vuelo
de pájaros de las cimas,
cada uno posee
un cielo para él
en su confianza.
Y tú también
tú llegas
en pleno vuelo
al cielo íntimo,
del que irradias,
cuando tu grito suena

la esperanza de tu sobre-vida.


80

Voyez ce vol
d'oiseaux des cimes,
chacun posséde
un ciel pour lui
dans sa confiance.
Et toi aussi
tu accedes
en plein vol
au ciel intime,
où tu rayonnes,
quand ton cri sonne
l'espérance de ta sur-vie.


85

El desconocido
al fondo de ti
que miras
mirarte,
te guarda
porque él eres tú,
tú no lo ves
jamás.
Tú sabes
que está allí,
pero ¿quén es?
Habla
a media voz
cuando se ha callado.


85

L'inconnu
au fond de toi
que tu regardes
te regarder,
il te garde
car il est toi,
tu ne le vois
jamás.
Tu sais
qu'il est là,
mais qui c'est ?
Il parle
à mi-voix,
quanti il s'est tu.



90

Oh tú, silencio,
abismo de bondad,
ausencia infinita
cuyo nombre es amor,
ínfima abundancia
borrándose sin rodeos,
largueza que suplica
al fondo de su ternura,
fundida en el Perdón,
donde nadie es condenado.





90

Ó toi., silence,
abîme de bonté,
absence infinie
dont le nom est amour,
infime abondance
s'effacant sans détours,
largesse qui supplie
du fond de sa tendresse,
fondue dans le Pardon,
oú nul n'est condamné.



HOMENAJE A JEAN MAMBRINO
[Poeta]

[Fundación Segundo y Santiago Montes. Valladolid, 2010]


Jean Mambrino y Carlos Aurtenetxe en la presentación del libro
Como un viento de rocío (Bermingham Edit., 2009) 
en Donostia Kultura de San Sebastián (10 de julio de 2009).
[Foto: F.M.]

[1]

ENCUENTRO CON EL POETA, 
por Félix Maraña, escritor y editor

[2]

INTERVENCIONES EN EL ACTO DE 
HOMENAJE A JEAN MAMBRINO
(Fundación Segundo y Santiago Montes, Valladolid, 2010)


Carlos Aurtenetxe. Poeta y traductor al castellano de Mambrino
Florence Delay (Académie Française)
Marie-Claude Char
Claude Dandréa: Para Jean Mambrino
François Chen: La poesía de Jean Mambrino
Paul Valadier, s.j.: Jean Mambrino
Claude Tuduri, s.j: Homenaje a Jean Mambrino
Bernard Ponty, escritor y pintor
Isabelle Peaucelle


[3]

CINCO ESTUDIOS SOBRE LA 
POESÍA DE MAMBRINO

Emilio del Río, s.j. y poeta:
TRES ESTUDIOS SOBRE MAMBRINO

El vigía ciego, de Jean Mambrino (1965)
Un gran poema secreto: Clairière, de Jean Mambrino (1975)
Jean Mambrino: el poeta en sus cartas (2011)


Carlos Aurtenetxe, poeta:
DOS PRÓLOGOS PARA JEAN MAMBRINO

En un cuerpo que anda (2009)
Las palabras que se aman (2010)


[4]

HOMMAGE À JEAN MAMBRINO
(Fundación Segundo y Santiago Montes, 
Valladolid, Espagne,  25 novembre, 2010)
  
Florence Delay (Académie Française)
Marie-Claude Char
Claude Dandréa: pour Jean Mambrino
François Chen: La poèsie de Jean Mambrino
Paul Valadier, s.j.: Jean Mambrino
Claude Tuduri, s.j: Hommage à Jean Mambrino
Bernard Ponty, écrivain et peintre
Isabelle Peaucelle




Encuentro con el poeta
Félix Maraña, escritor y editor



[1]
Un día en San Sebastián
(2004)

Un día lluvioso de 2004 un amigo común, el pintor Jesús María Cormán, me presentó en San Sebastián a Ana Belaisch, restauradora, persona por aquel tiempo relacionada con el mundo del arte a través de las galerías, en las ciudades vascas de Francia, aunque residente en París. Pronto le presenté a escritores, artistas y otras gentes de mi ciudad, San Sebastián del País de los Vascos, principalmente Jon Obeso y Carlos Aurtenetxe. Nos habló Ana al instante de un hombre sobre el que expresó un entusiasmo y un afecto poco común, que se llamaba Bernard Ponty, escritor, pintor, generador de empresas de cooperación al desarrollo, y a quien no conocíamos desgraciadamente. Fue tal el retrato realizado por Ana de aquel personaje mágico, que pronto convinimos en celebrar aquellas virtudes en torno a una mesa. Fue en la ciudad de Bayona de Francia, donde pudimos dar el primer abrazo a Bernard Ponty, quien, desde entonces, no ha dejado de ser nuestro amigo. En la primera mesa, Ponty se dedicó a hablar con entusiasmo de otro poeta, Jean Mambrino, cuya obra tampoco conocíamos, para nuestra desgracia. Si el entusiasmo de Ana nos llevó directos a Ponty, el de Ponty, de cabeza, a Mambrino. Bernard nos entregó de inmediato los primeros libros de Mambrino. Pronto convinimos, a su vez, en celebrar un encuentro con el propio Mambrino, en torno a una mesa, pero a este lado del Bidasoa, donde las mesas, por lo general, son más grandes, extensas, y excesivas de lo que se acostumbra en el País Vasco Continental, pues en ellas no se da mesura, ni al yantar, ni al hablar, ni al cantar. No en vano, Voltaire, que era hombre de ingenio y visión, resalto de los vascos ese modo en que enhebraban, por doquier, melodías. Oficié de cocinero, con la dirección de nuestro amigo Keny Bontigui, y, a los postres, canté una canción que había improvisado, para Bernard Ponty. “Que este lugar, Bernard Ponty, sin tu presencia, pierde la emoción”, decía. Y creo que con personas como Bernard hasta los lugares tienden a emocionarse. Durante el encuentro, le dije –le conminé, en realidad– a Carlos Aurtenetxe, en presencia de Mambrino y Ponty: “Ya puedes traducir al castellano ese libro cuanto antes. No sé a qué esperas”.





Jean Mambrino y Félix Maraña tras la presentación del libro
Como un viento de rocío (Bermingham Edit., 2009) en la Plaza de 
la Constitución de San Sebastián (10 de julio de 2009).
[Foto: Arizmendi]



[2]
Otro día en San Sebastián
(2007)

Si en todo vasco hay algo de exceso, o de entusiasmo del bueno, en Aurtenetxe hubo sobreabundancia, porque, al poco tiempo, me comunicó que no pensaba traducir un libro de Mambrino… sino dos. Durante 2006 Carlos dio forma a la traducción, incluso con visita de Mambrino a San Sebastián –y, antes, del propio Carlos a París, con el mismo objetivo–, para discutir algunos asuntos de la misma, en directo con su autor. Llamé al ministro de los Jesuitas de la calle de Garibay, en mi ciudad, San Sebastián del País de los Vascos, anunciándole la visita de Mambrino, y pidiéndole, como si de un hotel se tratara, se le dispusiera, si había lugar y plaza, una habitación en la Casa. Ni corto ni perezoso el padre ministro, que hablaba un inglés excelente, como Mambrino, le asignó al poeta francés, ni más ni menos, que la suite más importante de la Compañía, aquella que se reformó, especialmente, para la última visita oficial que el prepósito general de los Jesuitas, el vasco Pedro Arrupe, hizo a su País Vasco. Se había dado cuenta sin duda el anfitrión de la personalidad de su compañero de religión, una de las grandes personalidades de la cultura europea del siglo XX, incluso, proyectado, del XXI.





San Sebastián (Basque Country). [Foto: F.M.]


[3]
Un día, otro más, en San Sebastián
(2009)

En julio de 2009, en su segundo viaje a San Sebastián, Jean Mambrino dijo que no quería hospedarse en habitación tan solemne, sino en particulares, y el día 10 de julio presentamos en la Feria del Libro de San Sebastián, en el País de los Vascos, uno de los dos libros de poesía traducidos, Como un viento de rocío, libro en edición bilingüe, uno de aquellos dos poemarios que Aurtenetxe me dijo que tenía, inevitablemente, que traducir. Mambrino tuvo una intervención de nervio, y de una excelente claridad. Pasamos dos jornadas en San Sebastián, de las que dan testimonio algunas imágenes que publicamos ahora por vez primera en Bermingham. Recuerdo que cenamos, en unos de esos días, en el reservado, la cave, del restaurante Beti Jai, en la tan repetida y querida ciudad nuestra, y, a los postres, Mambrino se encontró, en la euforia de la noche donostiarra, con un grupo de jóvenes franceses, excesivamente llenos de casi todo, menos de lo que Mambrino esperaba. 




Jean Mambrino y Carlos Aurtenetxe. [Foto: F.M.]




En segundo plano: Antonio Casado da Rocha, Emilio Varela, Jon Obeso 
y Koro Saavedra. En primer plano: José Luis Padrón, Jean Mambrino, 
Carlos Aurtenetxe, Concetta Probanza y Kepa Lukas, 
Félix Maraña inmortalizó el momento
(Boulevard de San Sebastián, julio de 2009). [Foto: F.M.]



[4]
Un día en Valladolid
(2010)

En julio de 2010 publicamos un nuevo libro, el segundo, de Jean Mambrino, La contraseña, en edición bilingüe. Era la segunda entrega del empeño en el que Aurtenetxe había puesto su conocimiento, tanto de la poesía, como de la lengua francesa. Mambrino veía así coronada una tarea de extensión de su obra, traducida al castellano, una lengua en la que también están sus orígenes y buena parte de su tradición cultural. Ambos libros traducidos por Aurtenetxe se sumaban a la tarea que otro poeta, y jesuita, Emilio del Río, había hecho con anterioridad, publicando en la colección Adonais la primera traducción al castellano de la poesía de Mambrino: El libro de la luz (1977). Además de ser jesuita y poeta, Emilio del Río había estudiado la obra de Mambrino en la revista Razón y Fe. Emilio reside en Valladolid, y propuse a nuestra llorada amiga Catalina Montes hacer un acto de presentación de ambos libros, en la Fundación Segundo y Santiago Montes, que ella presidía. Acordamos que el acto tendría lugar en la sede de la Fundación, el 25 de noviembre de 2010. Katy quería que fuese ese día, y no otro, porque deseaba estar presente en el acto, al regreso de uno de sus viajes a El Salvador, el país, las gentes, por las que tanto Katy como su hermano Segundo –sacerdote jesuita asesinado en 1989, junto a sus compañeros, en la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador– dieron la vida. Katy fue dejando la suya, entregada por entero a los demás, en todos los lugares en donde su presencia iluminaba la vida. La ilusión de Katy es que hubiera estado presente en el acto, junto con Emilio del Río y Carlos Aurtenetxe, el propio Jean Mambrino, sin duda para hablar de Shakespeare. Porque Katy, además de traducir a los grandes poetas ingleses contemporáneos, sabía tanto, o a la par, de Shakespeare, como el propio Mambrino. En los previos a la preparación del acto, Carlos Aurtenetxe y Bernard Ponty requirieron a poetas, estudiosos, y amigos de la poesía de Mambrino testimonios para su poesía y persona. Y lo que iba a ser la presentación de dos libros, se convirtió en un memorial de reconocimiento al poeta. Todos los testimonios quedan aquí ahora reunidos, unos en su lengua original, y la mayoría traducidos al castellano. En su conjunto, es un ensayo de tonos y de contenidos de la poesía de Mambrino como posiblemente nunca se ha hecho. Además de todo lo dicho, lo más hermoso fue ver cómo Katy Montes, mientras recogía las sillas en donde se había realizado el homenaje, cansada de la jornada, sonreía.





Emilio del Río, Elena Santiago, Carlos Aurtenetxe, 
Katy Montes y María Calleja (Valladolid, 2010). [Foto: F.M.]



[5]
Y otro día, triste, de Valladolid
(2011)

Las fotografías que realicé aquel día frío –y caluroso, por todo lo dicho– de Valladolid no fueron las últimas en las que Katy Montes sonriera, porque con su sonrisa no pudo ni la enfermedad, el dolor, ni el peso del mundo. Un infarto acabó con su vida el 5 de abril de 2011. Katy era Catedrática de Filología Inglesa del Departamento de Lengua y Literatura y Literatura Norteamericana de la Facultad de Filología, y Doctora en Filosofía y Letras de la Universidad de Salamanca, pero, sobre todo, fue una defensora tenaz, y efectiva, de los derechos humanos y la cooperación al desarrollo en El Salvador y en todas partes. Katy Montes fue para todos nosotros un ejemplo moral, una conducta sin tacha en la consideración de los problemas reales de las gentes del mundo. Además, era una intelectual que, como Mambrino, conocía a Shakespeare, y todo lo que hacía era tan grande que no se notaba en su ejecución, sino en sus efectos. La Fundación Segundo y Santiago Montes ha quedado huérfana de su tarea, pero no de su conducta, y aquí queremos dar un abrazo de aliento a sus componentes, que son personas solidarias y que tuvieron la suerte de aprender a vivir, generosamente, de la conducta generosa de Katy Montes.



[6]

En el acto de Valladolid nos acompañaron Jon Obeso, poeta, y Elena Santiago, poeta. Gracias.
    Además de los testimonios de las personalidades sobresalientes de la cultura francesa, hemos querido recoger aquí tres estudios de Emilio del Río sobre Jean Mambrino, y los dos prólogos que Carlos Aurtenetxe escribió para los libros mencionados antes. El conjunto de referencias documentales, verbales y visuales, hacen de este dossier un documento único sobre la obra de Jean Mambrino.



[7]

Gratitud infinita a Katy Montes. “Su amor fue tan grande, y su lucidez tanta que le partió el corazón su propia hermosura”, ha dicho Carlos Aurtenetxe. Y es verdad.



Artículo de Jon Obeso sobre Jean Mambrino, 
publicado en la revista cultural Pérgola (Periódico Bilbao, 2009).

Introducción

Con motivo de la presentación de dos libros –editados por Bermingham en 2009 y 2010– del reconocido poeta francés Jean Mambrino, traducidos al castellano y prologados por Carlos Aurtenetxe, en la Fundación Segundo y Santiago Montes, de Valladolid, el 25 de noviembre de 2010, Félix Maraña, director de la editorial, en lugar de limitarse a presentar dichos libros, ha invitado a sumarse al evento a Emilio del Río, primer traductor de Mambrino en este país.



Portada de la edición bilingüe del libro 
Como un viento de rocío / Comme un souffle de rosée bruissant 
de Jean Mambrino 
traducido al castellano por 
Carlos Aurtenetxe (Bermingham Edit., 2009).



Portada de la edición bilingüe del libro 
La conttraseña / Le mot de passe 
de Jean Mambrino 
traducido al castellano por 
Carlos Aurtenetxe (Bermingham Edit., 2010).



Al concurrir en el acto, presidido por la directora de la Fundación, Catalina Montes, los dos únicos traductores de Mambrino hasta la fecha en este país, en el que por desgracia aún sigue siendo prácticamente un ilustre desconocido, una nueva dimensión ha nacido del encuentro: La irrenunciable intención de rendir homenaje a tan admirado poeta como es Jean Mambrino, en Francia y en otros países, ya con la salud quebrantada, y aún no reconocido por nuestros lares.
En la mesa, donde se evidenció la generosidad y entrega de Catalina Montes a la idea, el empeño de Emilio del Río y Carlos Aurtenetxe en hacer progresar la causa, explicando cada uno las circunstancias personales que les llevaron al encuentro con Mambrino, y el editor, Félix Maraña, recordando cómo dio la orden de partida a la nueva misión, tras el encuentro humano con Mambrino, merced a Bernard Ponty: traducir a Mambrino. Como así se hizo, a través de Aurtenetxe.
Se evidencia que la tarea es ardua. El libro traducido por Emilio del Río, El libro de la luz (Sainte Lumière), se publica en Rialp, colección Adonáis, en 1977. El libro traducido por Carlos Aurtenetxe, Como un viento de rocío (Comme un souffle de rosée bruissant) se publica en Bermingham, en 2009. El segundo libro traducido por Aurtenetxe, La contraseña (Le mot de passe), se publica en Bermingham en 2010, y se presenta en el acto que comentamos, en Valladolid.
Los resultados están a la vista. Se trata, pues, de luchar contra algo difícil. Pero una cosa es clara. El intento merece la pena.
Cuando la idea de que se rendía homenaje a Mambrino en Valladolid el 25 de noviembre se hizo saber a personas ilustres de Francia, grandes admiradores de su poesía y su personalidad, distintas a todo, no dudaron un instante y enviaron sus palabras de personal adhesión al homenaje rendido a persona tan irrepetible.
Para comprender un poco mejor todo lo que decimos, y llegar a leer a Mambrino, damos a continuación textos leídos durante el acto, así como palabras de adhesión recibidas para ser leídas en él.
Entre ellas, las palabras de Marie-Claude Char, viuda de René Char, poeta que sobrevoló la poesía francesa de la segunda mitad del siglo XX, y que compartió con Mambrino una larga correspondencia (1950-1984).
Así como las palabras de Françoise Delay y François Cheng, miembros de la Academia Francesa. Y otros testigos del camino compartido con Mambrino a lo largo de la vida, que nos dan su valioso testimonio del hombre y de la obra.



Intervención en el acto homenaje
a Jean Mambrino

Carlos Aurtenetxe

Ante todo he de empezar por expresar mi gratitud a Katy Montes, porque esto que nos ocurre hoy y aquí es de verdad, nos ha permitido conocernos con tal motivo, al fin diría yo, pues hace años que sabía de ella y sus hazañas gracias a Félix. Igual alegría fraternal y gratitud también al encontrarnos por fin con Emilio del Río con quien llevábamos ya tiempo en contacto, gracias a Mambrino, la poesía y el cruce de nuestras obras y opiniones. Tenía que llegar este día. Y mi reconocimiento a su gran versión de Sainte Lumière, El libro de la luz, y su prólogo lleno de luz y distinción, abriendo la ruta de Mambrino en este país en 1977 (Rialp, Colección Adonáis).
El hecho de que Emilio del Río esté hoy aquí, hermanado con nosotros, en la presentación de nuestros dos libros, Como un viento de rocío y La contraseña, le concede a este acto una nueva dimensión, al coincidir aquellos que hemos traducido hasta la fecha a Mambrino en este país, se convierte ya en un rendido homenaje a poeta tan insigne, como reconocido en diversos países, y aún prácticamente desconocido aquí. Sea, pues, esta intención y voluntad nuestra, un poco heroica, la verdad, dar cumplimiento a esta celebración, a la que enseguida se han adherido personas destacadas de las letras francesas, deseosas de dar testimonio de su hermandad y admiración, al que daré lectura en la parte final del acto. Van incluidas, entre ellas, Marie-Claude Char, viuda del poeta René Char, que sobrevoló la poesía francesa en la segunda mitad del siglo XX, y dos miembros de la Academia Francesa.
El hecho de que, hace unos años, a través de amistades comunes, y al azar de la vida, conociéramos a Bernard Ponty, autor de dos novelas publicadas en Gallimard y destacado pintor, y él enseguida se empeñara en que yo debía conocer a Mambrino y su obra, y Mambrino conocerme a mí y la mía, y Félix lanzara la idea de que tenía que traducir obra suya, ha dado en esto de lo que hablamos hoy. Y confieso que se ha convertido en un hecho mayor de mi vida. Por el trabajo realizado y por el imborrable encuentro humano con Mambrino para siempre.
Ha sido enorme el deseo de Mambrino de estar hoy presente aquí. Pero ha habido que rendirse a la evidencia. Desgraciadamente, su estado de salud no se lo permite. Aún vino, el año pasado, acompañado y con dificultad, para la presentación en San Sebastián de Como un viento de rocío. Y fue inmensa su alegría, y la nuestra, al haber compartido aquellos inolvidables momentos de felicidad.
Como es enorme su alegría hoy, y su gratitud (me lo acaba de confirmar Bernard Ponty telefónicamente, que se encuentra en este momento junto a él), por este acto que ahora nos reúne.
Me llama la atención que, durante más de 30 años, se haya creado este vacío por estos lares para con Mambrino. Constatado este general desconocimiento de su persona y obra entre nosotros doy rápida lectura a un muy sintetizado repaso de su vida para tener una mínima noción de quién estamos hablando.
Jean Mambrino nace en Londres el 15 de mayo de 1923. Su padre pertenece a una familia originaria de Florencia y, antes del siglo XV, de Andalucía. Su familia materna es originaria de la Champaña.
Vive en Londres hasta los 7 años. Después se traslada a París.
El servicio de Trabajo Obligatorio le lleva a la Dordoña, como leñador. Estará allí hasta la Liberación, antes de ir para un año a Alemania, con el ejército de ocupación.
Comienzan entonces diez años de estudios superiores consagrados a las Letras, la Filosofía y la Teología. Es ordenado sacerdote en la Compañía de Jesús en 1954. Al mismo tiempo, descubre el teatro, que será siempre una parte importante de su vida.
Mantiene estancias regulares en Londres donde conoce a T. S. Eliot y Kathleen Raine, y donde le une actividad y admiración con el teatro de Shakespeare interpretado, entre otros, por Laurence Olivier y John Gielgud, por cierto convertidos ambos, con el tiempo, en Sir Laurence Olivier y Sir John Gielgud.
Un artículo que publica en el “Suplemento Literario del Times” le pone en relación con Jules Supervielle, con el que quedará estrechamente ligado. Es igualmente una crónica suya en las ondas de la BBC dedicada a René Char la que marcará el principio de su mutua amistad para el resto de sus vidas. Esos mismos años conoce a Georges Simenon, André Dhôtel y Henry Thomas que serán ya amigos suyos para siempre.
Durante quince años es profesor de Literatura y Lengua inglesa y paralelamente monitor de Teatro en Amiens, y después en Metz.
Escribe por entonces unos pocos poemas, que va enviando a algunos amigos.
Jules Supervielle, que los ha ido guardando, los lleva a Mercure de France, que los publica en 1965 bajo el título de Le Veilleur aveugle. Es su ópera prima, y ya causa conmoción.
Del mundo del teatro, y su amistad con Roger Planchon, figura primordial del teatro francés, por poner un ejemplo, extiende su círculo de interés al cine, donde hace amistad con Robert Bresson, Roberto Rossellini y Luigi Comencini, así como los cineastas de la Nouvelle Vague Eric Rohmer, François Truffaut y Claude Chabrol, entre otros.
En julio de 1968 se instala en París y comienza una colaboración regular (un trabajo al mes durante 40 años que le va a conceder renombre nacional) en la prestigiosa revista “Etudes”, donde es el responsable de la crítica literaria y teatral.
Durante todos esos años tiene ocasión de efectuar numerosos viajes por Europa, Unión Soviética, Próximo Oriente, Asia del Sudeste, África del Sur y por los Estados Unidos que recorre de Este a Oeste.
Paralelamente a todo ello, en silencio, va desarrollando su obra poética. Obra que, progresivamente, se irá haciendo con su vida.
A partir de 1974 se suceden las apariciones de sus nuevas obras, entre ellas, Clairière, Sainte Lumière y L'Oiseau-Cœur (Premio Apollinaire 1980), junto a Le mot de passe, que van a ponerle definitivamente en primera línea de la poesía francesa.
Obras capitales, como La saison du monde, se suceden a lo largo de los años. Grâce es su última obra publicada, en 2009.
En 2005 recibe el Premio Jean Arp por L'abîme blanc y toda su obra poética se ve coronada por la Academia Francesa al otorgarle el Premio del Cardenal Grente.
Hoy presentamos aquí dos libros de Jean Mambrino traducidos al castellano. Dos obras extremadamente distintas, como le gusta decir al autor, en su modo poético y en su momento de creación.
Como un viento de rocío (Comme un souffle de rosée bruissant) es una obra del 2006 (Arfuyen), publicada por Bermingham en el 2009, que consta de 90 poemas, repartidos en nueve grupos de diez poemas, y que parte de una cita bíblica: “Hizo en el seno de la hoguera como un viento de rocío (…) y he aquí que andaban en medio de las llamas, alabando a Dios” (Libro de Daniel 3, 25-50).
La voz es justo lo que nos rebasa. El recorrido de esta obra es un perfecto paradigma de ello, aquí donde la voz distinta de Mambrino, a través de cuerpos, pasos, sombras, misterio y circunstancias, nos lleva con ella del otro lado de las cosas, es decir, en el puro centro de ellas. Donde noches, días, y lo inaccesible, montan guardia en el corazón. En el afán de lo incontenible, de lo mínimo y de lo mayor.
Allí donde los frutos llegan, cruzan a través de nosotros, parten. Sin saber qué fue de nosotros en aquella contienda.
Allí donde los poemas de Mambrino ruedan sin fin más allá de las sombras, más allá del aire y de su condición, más allá de nuestra condición. Pero en ella.
Como la poesía va más allá que sus palabras.
La contraseña (Le mot de passe) es una obra de 1987 (Corti), publicada ahora por Bermingham. Se trata de una obra distinta a todo, formada por 400 dísticos, hecha de auténticos fogonazos poéticos de la conciencia. Obra que sólo uno de los grandes puede acometer, por la imposibilidad de todo adorno que disimule toda carencia.
De esta inmersión, esta incursión a pecho descubierto en la más profunda materia del misterio, de la respiración del cuerpo de la poesía, de sus partículas elementales y sus leyes, emerge transfigurado, mojado aún de nacimiento, el ser de La contraseña, inabarcable, hecho de sombra y luz como nosotros, atravesado de tiempo, distancia e intimidad, de presencia y ausencia. Sustancia misma de los que nos rebasa, en la palabra de Mambrino. Desde su aparición, La contraseña ha sido celebrada por los más grandes como una verdadera enseña de la existencia del prodigio, de la poesía, en el suceso de la libertad y condenación en nosotros. Como el mundo inagotable de la realidad en cuanto existe, uno y diverso, en cuanto se manifiesta inevitablemente, más allá de los cuerpos y las páginas, sin límite ni rendición.
Como dice Mambrino, “cada contraseña se apoya, de forma visible, en la transparencia del espíritu. ¡Y si tratáis de ponerle la mano encima se escurre como un lucio!”.
Pero en ambos mundos de ambas obras es la altura del mundo poético de Jean Mambrino, uno y vario, el que cautiva. Y nos remite a la inagotable andadura de su conciencia poética por las rutas del misterio de nuestras existencias, hecho hallazgo, justeza y precisión en su palabra. Pensar y encantamiento. Fuerza, delicadeza, originalidad, sencillez y revelación hechas una.
Mambrino es una voz, una mirada que sorprende, que turba a aquel que recibe su mensaje, a aquel que lee su obra.
Su poesía de la corporeidad del espíritu, más que del espiritualismo, le concederán el calificativo de “poeta de la luz”. Del cuerpo de la luz, diría yo. También le denominan el poeta de las metamorfosis.
Máximo representante de lo que nos rebasa, de la manifestación del misterio en el hombre habitado, de la palabra transcendida, es portador de una luz que le emana de dentro y va más allá del horizonte.
Habla de lo mínimo, de lo humilde, para ir a lo ilimitado, en el Gran Viaje, la gran aventura de la conciencia humana, de la condición humana hecha condición universal.
Habla de lo mínimo para decir lo máximo. Perfecto símbolo de una visión profunda y totalizadora de las cosas en un corazón ilimitado.
Comunión de lo complejo y lo sencillo, de lo infinito y lo cercano, de lo cotidiano y lo esencial, en el don de la mejor combinación de los factores. De lo refinado y lo intangible, de lo delicado y lo inasequible en el abrazo que todo lo trastoca.
La incógnita siempre será cómo lo ilimitado cabe en lo limitado.
Mambrino siempre está en lo mínimo y en lo máximo del hombre. Nunca niega parte alguna del hombre. Ni tan siquiera la más oscura, la más dolorosa. Hay que hacer un mundo con ella también.
“El trabajo de un artista no debe proceder de una técnica, sino de una visión”, nos dice Mambrino.
“Un solo ciprés basta al corazón de la distancia”.
Para hacer hombre mayor, como dice Paul Valéry, “hacer horas que fuesen fragmentos de eternidad, resume el secreto de la lectura que puede convertirse en un acto total de la vida, uniéndose al acto de la creación”.
No hay que precipitarse, nos dice Mambrino, que se nos revela un maestro en el delicado arte de leer, porque, si no, resbalamos a un lado de la visión, cuando, por el contrario, precisamente hay que dejarse arrastrar al interior del poema.
“La poesía, ese lenguaje silencioso que borra sus propias huellas para que se oiga lo que las palabras no dicen”.
“La abertura del poema es su supremo secreto. La abertura es la suprema intimidad”.
Traducir a Mambrino es traducir el infinito, lo esencial. Aunque sea misión imposible. Y su palabra se ocupa de nosotros.
Es, sin duda, un caso único, por la naturaleza abierta de su conciencia, como poeta celebrado, reconocido y admirado por tantos hombres ilustres sin creencias religiosas.
Un hombre que nos dice: 

“Lo inaccesible:
lo que la mano roza”.
“Ese camino ya trazado
que tus pies inventan”.

Y es que Mambrino, a la postre, no hace sino seguir los pasos de aquella enigmática frase de Mozart que él nos recuerda, cuando decía buscar las notas que se aman.
De hecho, no otra cosa ha hecho Mambrino toda su vida: buscar las palabras que se aman.
Palabras que, por cierto, aunque jamás nos alcancemos, son las que más nos acercan a nosotros mismos.
Como cuando nos susurra: 

“Es la sombra del otoño
la que pesa en los frutos”.
“Se diría que trabaja dentro del árbol
alguien que duerme”.

Mambrino no cabe en Mambrino. Tal es su condición y su misterio. Como no cabe el vuelo en el ave, y por ello ha de partir.
En la obra singular de Mambrino todo cabe y todo está, cual la realidad misma y lo que la rebasa.
Y es que el único argumento de la poesía es su propio cuerpo.
Decía Goethe que “hablar es una necesidad, escuchar es un arte”. Mambrino nos dice: “La poesía es un arte de la escucha, y el poema la traducción de una palabra silenciosa. Ella es el arte del lenguaje en su cima. El arte poético, como el arte de leer, es, en lo más profundo, un arte de vivir”.
Mambrino ha sido reconocido como ese centinela que vigila por nosotros, por las noches, que vela nuestro sueño, habitante del alba que viene a contarnos la gran noche. Con la intimidad compartida. Porque Mambrino siempre nos habla en secreto, a cada uno de nosotros.
“Palabras que hacen nacer a cada cual al manantial de su propia palabra”, como él nos dice.
“Sólo lo que se llama poesía puede tejer el hilo que une lo diverso a la unidad”, dice en “La penumbra de oro”.
Y añade: “La bóveda del infinito ha tomado la forma del viento”.
Por todas partes un tesoro escondido se ofrece. Sólo hay que encontrar la contraseña. El “Ábrete, Sésamo” del cuento de nuestra infancia.
Como una emanación que viene de lo oscuro, del fondo, del centro de ella misma, es esta fuerza que hoy nos convoca, nos reúne aquí, en torno a Mambrino, en Mambrino, con Mambrino, y con nosotros mismos. En este encuentro en el que todos nos acercamos más a nosotros mismos al estar con él. En ese bien inapreciable, y cada vez más raro en esta época banalizada, que es estar con nosotros al estar con todos. En esta aventura verdadera de atreverte a ser un hombre, y además tú. Más allá de toda frontera y jerarquía.
Siguiendo las palabras de Mambrino ante la vasta plaza de los caminos bifurcados, encontramos de repente un inesperado camino, una dirección para los pasos.
Algo en lo que no se había caído en la cuenta.
La palabra de Mambrino es su mirada, el distinto ángulo de incidencia de su mirada sobre el mundo. Y el tacto de sus dedos. Y su relato y consideración, en la más bella, sencilla y precisa fórmula al decirlo.
Como una fluencia en aquella alta forma de energía interna que habita sus poemas, sin que nada falta o sobre, sino que fluya, que ruede como la música del agua de la noche en el río.
Un poeta, un hombre, que se atreve a decir lo más alto y lo más bajo del hombre, para servir al hombre, diciendo la verdad.
Como dice, en “La saison du monde”, refiriéndose a esos fanáticos que “quieren meternos la verdad por la garganta a golpes de culatas, de cuartos de luna, de cruces”. Porque sólo diciendo la verdad se sirve de verdad al hombre.
Yo quiero pensar que el prodigio es posible, como lo demuestra Mambrino. Y que más allá de la fuerza bruta, la imposición de los mercados, y el intento de militarización, infantilización e institucionalización de la mente humana hay un ámbito dentro del hombre que es superior a tales actuaciones, aunque por desgracia sea tan lento el progreso, y sigan cayendo generaciones y generaciones de hombres bajo el aparato de lo injusto sin merecerlo. Mientras eso se sepa, y exista la suprema vegetación de la poesía en el fondo de nosotros, a través de hombres como Jean Mambrino, retomamos fuerzas y respiración para la dura brega de mañana. Querremos pensar que perdemos batallas, pero no la guerra. Y de esto sabe mucho Katy Montes.
Y Roger Planchon, que se nos ha ido hace poco, por cierto, le seguirá diciendo a Mambrino, con la lucidez de su talento, pero con el entusiasmo de un niño, entre puntos de exclamación, hablando de La contraseña:
“¡Has escrito 100.000 miles de millones de poemas, es un libro sin fin!”.


Florence Delay
(Académie Française)

París, 15 noviembre

Gracias, querido Carlos Aurtenetxe, por los dos bellos libros que me ha hecho llegar antes del verano.
Me alegro tanto que Jean Mambrino haya encontrado en Ud. un poeta fraternal. He aquí las líneas solicitadas por su amigo Bernard Ponty[1], para ser leídas el 25 de noviembre en Valladolid. Estaré de corazón con Uds. ese día.
Suya.
Florence Delay

Durante el rodaje de su película “Proceso de Juana de Arco”, era el verano del 61, el cineasta Robert Bresson deseó presentar a su amigo Jean Mambrino la joven desconocida que él había escogido para interpretar a Juana. Era yo, y guardo de aquel nuestro primer encuentro un recuerdo algo asustado. Ese padre jesuita, en efecto, parecía conocer un momento secreto de mi vida que él juzgaba culpable, y me sugería que me liberara de aquello mediante confesión, con el fin de entrar más pura en el papel que me había sido encomendado interpretar. Decliné su envite con el ardor de mis 20 años. Así comenzó nuestra invisible amistad.
Le solía encontrar en el teatro. Su rostro se iluminaba, al verme, con una sonrisa cuya dulzura me penetra todavía. Estaba absuelta y agradecida. Leía sus críticas, compartía sus gustos, sus opiniones. Después, más tarde, descubrí al poeta. Es el poeta, desde entonces, al que escucho, y que me hace conversar con sus paisajes interiores.
Como con todo poeta “de veras”[2], se puede leer a Jean Mambrino sin nada saber de su persona, pero no se tarda en comprender su doble pertenencia a la poesía y a la religión de las que hace un solo acorde. Este acorde le acerca en mi espíritu al gran hermano inglés al que él ha traducido, Gerard Manley Hopkins, jesuita y poeta como él.
La plena pertenencia a la creación de Dios como a la de los hombres me apareció en su obra L'Hespérie, pays du soir. Poemas “traducidos del silencio” y palabras escogidas de los que René Char denominaba “los aliados substanciales”. Jean Mambrino atrae a veces a su familia a los que no forman parte de ella, no por la fuerza, sino a través de la gracia. Hace del poema un estado de gracia y de la oración un poema. Es un ser generoso.


Marie-Claude Char


De parte de Marie-Claude Char a Carlos Aurtenetxe, estas líneas de homenaje a Jean Mambrino donde la voz de René Char mezclada con la mía expresan afecto y admiración.
Muy cordialmente.
Marie-Claude Char

Mi amigo Bernard Ponty me explica la celebración de un homenaje a Jean Mambrino, y me solicita unas líneas de adhesión al mismo. Helas aquí.
Estos últimos años he tenido la suerte de tener algún encuentro con Jean Mambrino en París. Su sonrisa, su mirada, sus gestos, todo expresaba en él el amor, la generosidad, el afán de compartir.
Con ocasión del centenario del nacimiento de René Char en 2007 hemos podido realizar juntos un viaje a Estrasburgo donde Jean ha expresado toda su emoción al evocar la amistad y el afecto que sentía por René Char.
Pero para hablar de Jean Mambrino, poeta, me parece que lo más justo es darle de nuevo la palabra a René Char a través de palabras escritas durante su larga conversación soberana entre 1951 y 1984:
“Querido Jean, su amistad es como el árbol que da al pintor sus frutos inmortales. Ud. posee la poesía y la poesía le posee a Ud. con una verticalidad en abanico cada vez más soberana.... Sus poemas están siempre al lado de mi mano y bajo mi mirada.... Sus últimos poemas (Enero 52) poseen una carne y una espiritualidad a la luz de las cuales me siento profundamente sensible. Ondas, acompañamiento, impregnación.... La reunión de sus poemas en un libro (L'oiseau-Cœur, noviembre 1979) que es a la vez navío y orilla, el azul del ala del ave soberana sobre la ola aérea, me emociona infinitamente. Lo que Ud. ama compone la mejor poesía que existe, puesto que Ud. aparece como en un milagro en todos los caminos terrestres y en la inmensidad de las cosas y los objetos victoriosos lo que dura el encuentro entre una mirada y un corazón acordados. ¡Buena sed! ¡Larga vida aquí! Su amigo, René Char.”
Terminaré, por fin, con esta frase que René Char le envía a Jean en 1980:
“Como en todo poema, en los brazos del raptor está lo inaccesible.”[3]

Noviembre, 2010.


Claude Dandréa


Muy Sr. mío,
según lo convenido con Bernard Ponty aquí le envío estos dos textos sobre Jean Mambrino, uno de François Cheng, que hemos publicado en nuestra revista “Clairière”, y el otro de mí mismo. Nos alegramos mucho de este homenaje rendido a Jean y nos asociamos a las celebraciones del 25 de noviembre.
Muy cordialmente.
Claude Dandréa


Claude Dandréa
para Jean Mambrino

Me alegro tanto, junto a todos los enamorados de la gran poesía, del homenaje rendido a Jean Mambrino, con ocasión de la traducción al castellano de sus dos obras Le mot de passe (La contraseña) y Comme un souffle de rosée bruissant (Como un viento de rocío).






La obra poética de Jean Mambrino es una de las que abrazan a todo lo creado, en su adhesión total a la vida bajo todas sus formas. Maravillas de los espectáculos de la naturaleza, desgarradora belleza del rostro humano, asombrosas realizaciones del espíritu del hombre. Mas también compasión para con tantos seres que sufren sin saber por qué y que el poeta evoca con una tierna delicadeza.
Emana de esta poesía, tan varia en su forma, tan rica en hallazgos verbales, como un gran himno al Misterio al que sólo puede aproximarse una mirada de fe, confiada en la misericordia del Creador.


François Cheng

La poesía de Jean Mambrino


Cuando pienso en la poesía de Jean Mambrino, sobre todo dos expresiones me vienen a la mente: “claro del bosque” y “luz”. Dos términos que riman entre ellos[4], cierto, pero unidos por un lazo más profundo, porque esa luz no se trata de un rayo luminiscente que nos llega desde fuera, sino que siempre irradia desde un centro secreto, ese Vacío en el corazón de lo carnal donde el soplo vital se mueve, donde el esplendor está a punto de advenir.
Se accede por un largo caminar a través del bosque oscuro que constituye la vida humana cegada por la costumbre o el dolor. La luz que brota entonces es una epifanía en la que la vida se revela a cada instante como un don, que cada poema, a su vez, revela en su frescor matinal del mundo.
Sí, cada poema de Jean Mambrino es una epifanía y una revelación que el poeta ofrece con fervor, a medida que progresa en su camino. Su poesía es celebración de la que la escansión está hecha de respiración rítmica y de ecos sin fin. Todo lector está invitado a acoger lo que designan las palabras y los versos, pero más todavía lo que, como un resplandor de luna, resuena o centellea entre ellos.
Claro del alma, claridad del canto.


Paul Valadier


He aquí un pequeño homenaje a Jean Mambrino, que me ha solicitado Bernard Ponty.
Buena celebración de nuestro poeta.
Paul Valadier, s.j.
(Antiguo redactor Jefe de la revista Etudes).


Jean Mambrino

De Jean Mambrino, se conoce sobre todo al poeta; delicado, sensible, de verbo emocionante, de lenguaje magnífico. En su poesía, todo lector siente el soplo místico del hombre, del cristiano, del jesuita, no como una inspiración impuesta o facticia, sino como la expresión de un hombre de fe que con el pudor necesario dice su andadura, su búsqueda, sus descubrimientos admirativos, sus momentos de turbación o de incertidumbre. No hay duda de que esta profundidad toda en superficie de su estilo marca una obra original y personalísima, en el seno de las producciones actuales, y se destaca por su rechazo de todo formalismo y de toda mala abstracción.
Pero se conoce sin duda menos el Mambrino enamorado del teatro y la literatura. Destinado al colegio de Metz, todavía joven jesuita, Jean montó obras de teatro con sus alumnos, según la bella tradición de la Compañía de Jesús que comprendió muy pronto la importancia del cuerpo, de la expresión, de la relación, de la actitud, de la memoria en toda educación humana y cristiana digna de ese nombre. Jean sobresalió en esta tarea de puesta en escena: supo despertar en muchos alumnos vocaciones escénicas (Koltès), o en todo caso suscitar enamorados del teatro. En la revista “Etudes”, del que fue tantos años un colaborador asiduo y fecundo, Jean se ocupó con brío y pasión de la crítica teatral. Noche tras noche, recorría las salas, entablaba relaciones efusivas, con actores, directores de escena; mantenía con los más grandes complicidades de artista, y cómo no evocar la memoria de Roger Planchon con el que leyó ocasionalmente poemas en escena. O también la de uno de los que le devolvió al teatro su enraizamiento popular, Jean Dasté.
A lo que hay que añadir un amor apasionado por la literatura. Jean escribió sus maravillosos artículos para abrir a los lectores de “Etudes” a autores poco o mal conocidos. No se limitó sólo a la literatura francesa, sino que supo abrir los espíritus a la literatura de América del Sur, tanto de lengua española como de portuguesa. No podía ignorar su nacimiento londinense, e inició muchos lectores a los más grandes escritores y poetas del universo anglosajón, incluso a través de traducciones suyas, las célebres del jesuita inglés Gerard Manley Hopkins o la de Kathleen Raine. Su talento de pedagogo le permitía ayudar a su lector a adivinar los arcanos más ocultos o los más secretos de aquellos que él comentaba siempre con pasión, y con el cuidado permanente de rigor, de justeza. Cierto que, como todo gran crítico, ha tenido sus preferencias y rechazos, pero por respeto, y puede que por pudor, prefería no escribir sobre aquellos que juzgaba de poco interés.
No seríamos, por fin, completos, si no añadiéramos a todo ello su amor por el cine, sobre el que también ha escrito mucho. Poesía, teatro, literatura, cine, ninguna de estas formas del arte hay que Jean no haya seguido con ese entusiasmo que sus amigos conocen y admiran en él. Entusiasmo que le ha mantenido siempre alerta también para presentar aquellos o aquellas que la moda o el conformismo han enterrado demasiado pronto. ¿Y cómo el creador que fue no habría sido sensible a cualquiera que es él mismo creador, y que en esa misma medida honra a través de sus talentos y sus obras al Creador y el Inspirador de toda belleza?

Claude Tuduri


Muy Sr. mío,
he aquí unas líneas sobre Jean Mambrino.
Con el deseo de una muy grata velada de homenaje en Valladolid.

Claude Tuduri s.j.
(Para la revista Etudes).

Homenaje a Jean Mambrino

Nacido en un medio cosmopolita, marcado por la poesía inglesa, Supervielle, René Char y la literatura mística, Jean Mambrino ha sabido construir una obra abundante (una veintena de volúmenes), original y fuerte. Jesuita, ha enseñado el inglés y el francés en los colegios de Amiens y de Metz, donde también animó con pasión talleres de teatro. De nuevo en París, desde 1968, Jean Mambrino ha realizado durante 40 años la crítica literaria de la revista “Etudes”.
Desde Le Veilleur aveugle (1965) hasta Grâce (2009) la poesía de Mambrino hace recuento con admiración y una gran diversidad de tonos los esplendores inagotables del cosmos y de la memoria, celebrando con mil imágenes y mil desposeimientos su lucha y su reconciliación. El lenguaje poético abre a los juegos infinitos de un Verbo que quiere el cumplimiento de todo el hombre en la alegría compartida de una palabra única. A través de ellos, el prejuicio de las cosas se torna exorcismo de lo accesorio y advenimiento de la divina libertad que el hombre ha recibido de poder nombrar el mundo y el ser.






Si el nombramiento de lo que vive y permanece pasa por lugares propios del imaginario del poeta éste se abre primero en la contemplación de los elementos primeros del mundo –la tierra, el agua, el aire y el fuego–, elementos nunca tan expresivos como cuando recortan una geografía a la vez simbólica y real: el bosque y el claro del bosque, la mar, los árboles y la arena, el abismo y el horizonte, paisajes marítimos y minerales, los microcosmos de la vida animal y vegetal. La ciudad y las relaciones humanas no son silenciadas en la poesía mambriniana (como en L'odysséeinconnue y sobre todo La saison du monde) pero en la mayor parte de sus obras aparecen en la refracción de un universo devuelto al aura de su origen, un universo que reclama el lenguaje de la poesía, “un lenguaje silencioso que borra sus propias huellas, para que se oiga lo que las palabras no dicen”[5].





Bernard Ponty

  
[A Carlos Aurtenetxe, para el homenaje a Jean Mambrino del 25 de noviembre, 2010, en Valladolid].

Cuando le he anunciado a Jean Mambrino que Carlos Aurtenetxe deseaba traducir al castellano sus dos obras: Comme un souffle de rosée bruissant y Le mot de passe, íbamos a comer juntos, Jean Mambrino y yo, con Marie-Claude Char, a quien él quería entregarle las cartas que él había recibido de René Char y de otros poetas célebres, a lo largo de la vida.
Gracias a Carlos Aurtenetxe y Jean Mambrino, esos dos hechos han quedado ligados para siempre, porque me han permitido ser un testigo privilegiado de la fraternidad de los poetas, sean cuales sean sus universos e itinerarios personales.
He tenido, en efecto, en el curso de esa comida, la suerte de tener en mis manos y de leer algunas de esas cartas que Mambrino recibió de René Char, de André Salmón, de Reverdy y tantos otros poetas y confieso que nunca había leído nada tan bello. Hasta el punto de que, cuando Marie-Claude Char y Jean Mambrino me han pedido que les sirviera de beber, he tirado mucho vino fuera de sus vasos.
Pero, en París y en San Sebastián he tenido otra gran suerte puesto que he asistido al nacimiento de una indefectible amistad entre Jean Mambrino y Carlos Aurtenetxe.
Cuando ha llegado el momento donde las dificultades de la traducción debían ser resueltas con un intenso diálogo entre Jean Mambrino y Carlos Aurtenetxe los amigos que les rodeaban, Félix Maraña (el editor), Jon Obeso (poeta y novelista) y Ana Belaisch, han tenido, como yo, el sentimiento entusiasta que procura el descubrimiento de la verdadera Realidad. El esfuerzo del traductor por no traicionar las intuiciones de su autor y las sutilezas de su visión pero conciliándolas con la mejor fórmula para que aquello sea defendible como poemas en castellano, les ha dado la certeza de entrar en las revelaciones misteriosas de la experiencia poética, de escuchar “la pequeña música” de las cosas y el canto profundo de cada ser.
Carlos Aurtenetxe sabe bien que no digo “canto profundo” por casualidad, puesto que es el título de un magnífico libro de Jean Mambrino donde recoge sus artículos sobre los autores que ama.
Es así como, a veces, la prosa se encarga de hacernos oír los secretos de la poesía, como el afecto sereno abre las puertas misteriosas del corazón, y que el homenaje al gran poeta que es Jean Mambrino nos une, en Valladolid, en la misma fraternidad.
Mis gracias a la Fundación Montes.
Gracias a todos.






Isabelle Peaucelle

  
¡Atención! Es “de estima” de lo que voy a hablar, con mi más alta admiración, del eterno hombre joven, entusiasta, maravillado por la belleza, por la bondad de la creación, de los libros, tan familiares de él que sus autores se han convertido en íntimos, de sus poemas tejidos a la medida de su existencia, conduciéndole de obra en obra hacia la edad más avanzada, de sus traducciones que le llevan hacia las orillas de sus hermanos de otros universos, del encuentro hecho con cada uno de nosotros, por los senderos del mundo que él mismo ha recorrido tantas veces.
Habrán comprendido que Jean Mambrino es todo apertura y no deja de asombrarnos por sus múltiples rebotes, logrando colarse en cada intersticio para mejor conducirnos a lo mayor, a lo siempre mejor. Ama la vida, ama las palabras que dicen la vida, pero más aún, Jean Mambrino ama a las personas que viven las palabras de la vida y les acompaña en el país en el que cada cuál es el preferido. He aquí esta región que me ha hecho descubrir el profesor, el amigo poeta de mis tiernos años, dándome así el atravesar alegrías y lágrimas, revelándose transmisor de generación en generación.
Nada detiene a Jean Mambrino, ni el tiempo ni el espacio; vuela de estación en estación, rodeado por sus amigos, grandes y pequeños. Y cada cual recuerda las horas que se inventan en su presencia, no dejando sino la huella indeleble y original de todos los que le conocen.
Si hoy el hombre no está presente, no está sin embargo ausente. Testigos son los libros que le representan. Sus libros, como sus amigos, han sido llevados, queridos, amados, para entregarnos el corazón de su corazón, para ayudarnos a recibir la luz que se escapa de sus ojos de vidente: su escritura se ha vuelto el reflejo de su mirada, es clara, como si su trabajo hubiera sido el de borrarse para decir, para dejar decir la transparencia del mundo. Su escritura es generosa y cálida: abre el corazón y se siente el suyo. Ella nos da calor, siente el bien, lo bueno; tiene la felicidad de la sencillez que cae, justo, en el corazón del lector. Es ahí donde el autor y el lector se reúnen, en esa misma comunión, con los ojos del mundo.
Pero el poeta es frágil, su corazón de cristal expuesto a todos los rayos brilla tan fuerte, tan generosamente que es cada vez más transparente y la luz que le atraviesa de todas partes le vuelve todavía infinitamente más claro, más precioso porque sólo queda lo esencial, la unidad del mundo, rico de toda su diversidad.
Tantas vidas en algunos años, tanta alegría vivida gracias a Ud., Jean; las gracias le sean dadas porque durante tanto tiempo vivirá su obra que tanto dice sobre el hombre, humano, que Ud. sigue siendo.

                                                                                                                      





Emilio del Río, s.j. y poeta

El vigía ciego, 
de Jean Mambrino SJ


No hay muchas páginas en la literatura actual en que se lleve a término una transposición poética tan acabada de lo inefable, o mejor, invisible, como este libro[6]. Vamos a intentar agrupar en unos cuantos conceptos fundamentales, como en pequeños astros de una sola constelación espiral, toda esta luz, todo este dinamismo, a la vez central e invasor.
Para decirlo de una vez, podríamos expresar así toda esta gravitación interior:
Lo inefable toca al poeta con su boca herida, y la noche le recubre hasta borrarle todo lugar y todo nombre, y en la profundidad con que la fuente de noche brota para él más al fondo que la noche que sufre el “rostro sin rostro”, le hace pasar de las apariencias llenas de fuego como una cortina de lluvia ardiente, a la desnuda Plenitud. En ésta alcanza, en silencio, los ojos que son su propia luz, el pan de su boca, el maná que es Jesús, su “mundus verus”, como en una de las citas consignadas dice Pierre Teilhard de Chardin. En esta noche de ausencia sensible, lo temporal mismo se hace revelación a esta poesía detenida, y la sombra misma luz, y en las tinieblas mismas lo infinito aparece en las manos, como dado en el leve resplandor que ilumina el mundo antes y después del esfuerzo exaltado de la caza de sí mismo que el hombre persigue en su afán: tenemos el Grial en las manos; basta reconocerlo.

*****

Esta noche reina sola en su gloria, masiva
y mágica. Ella aviva
el azul de las rocas, y llena las montañas
de silencio (23).

Se hace “De noche”: el alma se siente empapada de tinieblas “alma-plomo”, que desciende a la noche “sudada por los poros del mundo”:

La noche ha bebido el día del alma. La noche
ha bebido la noche (26).

Y allí mismo dos ojos, ligados de noche, esperan sin cerrarse, en el vacío del alma, las frescas y limpias lágrimas

que suben lentamente de una fuente de noche
más baja que la noche (26).

Pero ¿qué extraño que esta noche aparezca “más radiante que el día”? Porque sus

fuentes toman fuego en el lago de medianoche
cuando la noche cubre con su rocío el espíritu (33).

El alma, sí, queda toda desnuda como “el agua viva”, admirando ese silencio que borra hasta “el recuerdo del viento”, a la vez que suave anuncia “una belleza cuyas huellas están todavía por venir”: es el momento en que entra en él la Sabiduría:

La muerte eleva su tienda entre las flores.
Yo entro en ti cuando duermes, me desposo tiernamente
con tu debilidad.
Y tú respiras sin saberlo mí esplendor,
espíritu, vigía ciego, dice la Sabiduría (36).

El poder de la sombra “es profundo”; tanto que la risa ha alcanzado las cimas, el bello alejamiento de la ausencia. Pero allí mismo esta el Cordero “de los ojos de silencio”, que se mantiene con las patas atadas por lazos de sangre y de dulzura, siguiendo con los ojos la mano armada que desciende. El Cordero

de ojos de fuente que nadie puede agotar
se mantiene de pie sobre esta llanura de sangre
en un sol de amor y de paciencia (37).

Toda la tierra será invitada a entrar en la presencia: la tierra misma de los hombres. Tantos dolores duermen bajo los montes, tantos sufrimientos en el aliento, tantos males de todo orden, y la “gangrena de las lujurias”.

un tal grito de hombre llena nuestros muros,
que le hemos clavado en cruz,
fuera de la ciudad, a la distancia
de un rito de piedra y su silencio
ilumina la tierra entera
con el gesto abierto de sus brazos (83).

Misterio que el poeta siente prolongarse en sí mismo, cuando termina de describir su noche en “El soplo”, como la entrada en un sueño, o en la muerte, como la llegada de lo inefable.
El alma se entrega, ciega y sorda, al solo “abrazo de la noche infundida en su carne”, pero en realidad “las manos silenciosas la arrastran” (97) las del Cordero de ojos de silencio. El alma va persiguiendo sólo la belleza, como “perfil perdido en una presencia” que le hace gritar: “inasible, ¡oh único rostro que es ausencia!” (98); y va persiguiendo esa Belleza a través de los desfiladeros del sueño, las nubes de la carne,

los follajes movientes sobre el olor del mar,
hasta no coger más que un adorante silencio (98).

Allí mismo se le incendia el misterio: “Una palabra entonces sin fuego ni lugar”, se le hace “más numerosa que las abejas del verano”, y siente en ella el ruido de la hoguera “de una luz virginal” (99).
Esta luz es ella misma “sin labios, sin rostro”, y ella misma es el horror desenmascarado, que se avanza hasta los últimos vacíos (“recreux”) del alma “aspirada por la noche” (100).
Es allí donde el que yace, como cadáver, envuelto en sus ligaduras va a la deriva “hacia las cataratas del abismo” mientras el trueno crece, y a la vez que “entre los cantos de los pájaros se eleva el día” (101).
Es el último trago de aire. Un trago de sangre. “Y el alma se hunde en su silencio” (101). El poema de “El soplo” termina misteriosamente:

–Tu soplo vacío, tu amor–
dice la Sonrisa que avanza
lentamente sobre las aguas del Primer Océano (102).

*****

Ahora bien, toda esta noche luminosa se hace patente al poeta en lo visible mismo. Pero no porque se deje conducir a la deriva por ninguna opción existencial –nada más profundamente alejado de este libro–.
Aquí hay un optimismo fundamental, el que en la aceptación profunda y total de la noche que somos, alcanza allí con el resplandor invisible la alegría de su confesión.
El libro se abre con un grito decidido, una confesión de belleza blanca:
El poeta es un “cuerpo de sol y de heridas”, con “la sola armadura de los vientos de las noches”; pero es “portador de una copa de sangre”, que al derramarse –la del Cordero en pie sobre la llanura– fecunda las “llanuras azules del odio” (13).
Es ante la fuerza de este misterio, como “el tiempo arruinado” de este mundo herido de decrepitud, “se abre al duro amor” que se robustece en la sombra-luminosa de lo invisible, exhalando así su confesión,

una bocanada de lilas blancas (13).

Hemos dicho que hasta en los rostros todos encuentra el silencio “inexpresable” (17).
Ve los rostros “consumidos” que forman la ciudad, pero como rostros

cuyos ojos son de tierra
y de luz inalterable (19).

Hasta en los muertos queda esa luz, “¿Por qué esta luz / sobre los ojos de nuestros muertos?”.
Más aún: en las almas arruinadas, agarrotadas por el rayo, por el delirio, “de un cuerpo que miente”, –nos dice en No man’s land, poema dedicado a Fellini, allí 

el alma sofocada por el olor de su nada
agoniza, sin poder exhalar su último deseo.

Hasta el horizonte mortal una risa interminable.
Pero en esas carnes de ceniza sufre aún un débil fuego (31).

El amor humano claramente testimonia del espíritu y su mundo original: el “doble cuerpo admirable” se eleva como “ola del mar eterno”, tras el tiempo “impaciente de morir”. Pero todas las maravillas del amor, “y el mar bajo el movimiento de la muerte”,

… “arden al fondo del alma que en éxtasis
se abre, más allá de los profundos paisajes
de la carne, sobre el oro de las aguas, al jardín blanco (32).

La muerte misma, no hace sino endurecer los rostros, haciendo más duro y duradero el amor. El mal de la muerte endurece los rostros, sí, pero viene entonces “la Muy Serena” a desarmarlos, la “profunda amiga” la que con su justicia o su sonrisa “consume el oro de tu memoria”, purificando el pasado, la vida misma (36).
El mundo todo se hace luminoso a los ojos así abiertos. “Una llamarada de pájaros incendia el paisaje” y los bosques propagan “la memoria de una edad / en que nacía el lenguaje / del rumor de las aguas” (46).
Invita por eso al hombre “razonable”:

Mira, ¡oh razonable!,
sobre la página del mundo
esas huellas tan profundas
que oculta mal la arena” (45).

A él le basta cualquier realidad, por ínfima que sea: una hierba. la punta de una hierba

ese grano de fuego que vibra en la punta de una hierba
oculta al ojo del alma en su cima irisada
el tenebroso sol en que se oculta el Verbo (53).

Que es lo mismo, pero dicho del revés. Lo mínimo revela lo inefable, ocultándolo. Como la poesía que va haciendo este poeta-místico en el sentido propio, que va buscando en su grito desnudo el reposo “inmóvil, en el viento de la eternidad” (52). Y que quiere “abrirse al orbe de la Rosa”, olvidando su propio amor, olvidándose en el Uno “en el seno de la Triple Tempestad en que el Amor se reposa” (54).
Como aquella punta de hierba irisada así esta poesía se hace el lugar del tenebroso Sol, precisamente en su total limitación, en su consciente y total vacío:

En el vacío de la palabra se ha encendido un fuego
que consume el resplandor del sentido y de las imágenes
a fin de que el silencio desvanecido del lenguaje
prepara la Palabra en que Dios habla de Dios (43).

****

Todo sucede “detrás de la apariencia”, allí “donde el mar es silencio”: pero este detrás no significa en otra parte, ya que “la llama en el corazón de la llama, el aliento del verano más fresco que los ríos”, es decir, Dios “pasa al tiempo y cada alma bebe” de Él (62).
La distinción es aquí completamente esencial, pero la separación –de Dios y del mundo– está igualmente alejada de toda concepción maniquea.
Hay una profunda coincidencia de los dos términos, que tiene lugar, ante todo en el corazón del hombre:

Horno negro en que resuena la Gloria

Amor escondido yo he nacido para verte
desnudo en fin tu rostro y tus ojos (57).

Siente que una mano de sombra ha sellado sus ojos, porque ¿cómo estos ojos verían sin morir “el puro rayo que los ha engendrado”? Escucha todo un huracán de la gloria de Dios trabajando las montañas

pero yo no sé tu estela, ‘beau Dieu’,
sino por este fresco suspiro del campo (57).

Porque la adorable Infancia de tu Gloria
no puede verse sino en el recuerdo,
detrás de Ti el oro resplandece:
Tu Faz es el sol de mi memoria.

Aspiro así el olor de tu Verano,
la huella y el perfume de tu ausencia,
cuando todo el espacio, abrazado de silencio,
arde como una zarza de eternidad (58).

El poema cuyas dos últimas estrofas acabamos de transcribir en español, se titula “Deus Absconditus”. Dios escondido en todo el espacio, Dios más allá de los ojos mismos del hombre, que, sin embargo, “está hecho para verle”. La trascendencia de Dios llena todo el libro, lo inflama y lo hace arder con llama inusitada. Pero también la inserción temporal y humana del misterio.
Dios campea como un sol en esta lucha; su Amor infinito viene del hombre y el mundo:

Luz que consume la luz,
luz, mi patria, cuyo umbral es la sombra,
umbroso rostro, vuelto hacia mí, lleno de una alegría
oscura, en que zozobro
en éxtasis, aspirado por este viento de luz
que me abre, me destruye y me arrastra al revés
y adelante de mí (63).

Esta trascendencia activa le turba al poeta y le transforma en su abrazo amoroso. La sombra que le desposa le llena de luz y se desparrama toda por el mundo:

Y los perfumes de nuestros jardines oscuros
cubren mal con su sombra todo este sol de agua viva (65).

La historia misma de los hombres es la historia de la salvación a que el poeta invita a los pueblos “tenebrosos de abajo”, “coronados de lágrimas”. Que levanten sus cabezas y contemplen el pasar

eterno de la luz a la luz
(el día brilla al revés cuando la noche avanza)
va que no podéis comprender la eternidad
sino a través de los reflejos de este sangriento silencio (66).

La noche se hace luz de amanecer al fondo de su camino. “Un trago de alba” misteriosamente es ofrecido en las palmas vacías y abiertas. Es hacia los “labios negros”, sufrientes, del Extranjero, adonde las manos se elevan. Este gesto de claridad ofrecida en las manos, esta proximidad al Dios que se confiesa aún como del todo trascendente, “Extranjero”, pertenece ya al total olvido del canto y del dolor, de sí, y abre sin querer la luz, que Isaías prometía a los que aman. Es en ese momento mismo, en efecto, cuando el Extranjero se revela –como otra vez en el partir del pan, en Emaús–:

Extranjero cuyos ojos son mi única luz
en el incendio tenebroso de los espejos
(¡oh alimento!, ¡oh sol para el alma ciega!) (71).

Entre el denso deseo del espíritu, a la caza de sí mismo y de su conquista suprema, y la revelación de lo Inefable que se le ofrece hay la distancia como infinita que va desde el esfuerzo a la aceptación. La caza es larga a través de los bosques, “del rocío de los átomos, de los soles y de las ciudades”, etc., etc. Lo maravilloso es que la caza está ya en las manos, mientras no cesamos de buscarla lejos. He aquí una estampa prodigiosa de esta caza alocada de deseos y este encuentro súbito e inmediato del Santo Grial:

…Cuándo cesarás de excavar el oro de las fábulas
de ahogar tus ojos vagos en el agua de los tesoros
negros, cazador acosado a la caza de ti mismo,
armado de tu deseo, enjaezado de tus venas.
sintiendo sobre tus talones las jaurías de la muerte,
qué mirada como de rayo sobre el océano
buscas detrás de un alba color de luna,
mientras que ésta vislumbre en tus manos enciende
el Grial de lágrimas y de sangre (76).

Así contenido en sí mismo e1 corazón, así inmovilizado el desorden del alma, el agua interior se hace transparente, en la distancia misma y en la espera. “La distancia que reina sobre los campos / del día calma nuestras impaciencias”: es así como el poeta se aconseja a sí mismo, como lo haría Teilhard también:

…respira lentamente la luz
que emana del mundo (77).

Allí es donde queda esperando “en e1 "umbral de lo que no tiene fin” (77).
Y allí es donde la sonrisa de Dios se le hace tan transparente que le ruega se exprese más bajo: 

Habla más bajo, Sonrisa
– …o yo olvidaré el nombre
que tu mirada da a luz en el fondo de mi ausencia (78).

Toda la tierra se le incendia así: los árboles magnéticos que tiemblan con los mensajes de sombra y los átomos sin número que tejen la noche de la materia, hasta los astros que se balancean…

Que los espejos del Tiempo se abracen
las rosas, las rocas, las nubes,
ante el avance de Tu Gloria! (82).

Los males del mundo los recorre uno a uno, y este “grito de hombre” que llena nuestros muros, le presenta a1 Crucificado que ilumina la tierra “con el gesto abierto de sus brazos”. “Este sol vestido de carne sufre aun en nuestras mieses”; una gran paciencia inunda los Paisajes de la tarde de nuestro destierro, y los rostros

en que sube un vaho de infancia
se ven por primera vez.
La Tierra adora en tu presencia,
y no sabe (84).

Las torres de la iglesia lentas “como una rosa sobre el horizonte del pensamiento”, hieren el cielo con “una paz incurable” (85). La música rodea al mundo; la Sabiduría se somete a la rosa de los vientos y fertiliza con su rocío las piedras del torrente. Ese rocío está “al borde de los ojos” y en él “se condensa el cielo”. Porque el infinito de la nube, –Dios que llenó de gloria, en forma de nube, el paso de Israel por el desierto–, “gonfle l’instant miroir” (hinche el instante espejo) (92):

El ser en sí mismo sale.
El abismo se hace humilde.
El lago ensombrece la cima
de una montaña de oro.

El brillo de la apariencia
se borra al mostrarse.
Hace falta el océano
para traicionar el silencio (94).

Estas dos estrofas terminan un poema de diez, dedicadas a Henri Thomas con ese título certero: “El brillo de la apariencia.” Aquí apariencia no es lo opuesto a la profunda Realidad, sino el momento en que ésta se revela en el tiempo. Es el Abismo el nombre de esa Realidad verdadera: pero un Abismo que sopla sobre la tierra, sobre “la cabellera en ceniza de la tierra” (95): a su paso

cada rostro es un relámpago que dura,
cada mirada, en fin, pasa a través del muro,
y toda forma en fin se funde en la luz (95).

Como el sol desposa al mar, así lo Inefable se baña en el espíritu: “para que en ti” –en el espíritu del hombre– ”el sol adorable” –que es el Padre– ”ilumine al océano / infinito” –que es el Hijo, luz de los ojos del hombre– (96).

****

Sigue el poema titulado “Souffle”, que presentamos ya al hablar de la noche como atmósfera misteriosa de todo el libro. Termina con él la segunda parte y sólo se añade para terminar el “recueil” un poema titulado “Visage”. Nosotros hemos pasado por alto, a propósito, otro poema –que va incluido antes, y del que queremos dar aquí un extracto al lector, entero son tres páginas llenas–. Al frente del poema va esta cita del Padre Pierre Teilhard de Chardin: “Iesu, sis mihi mundus verus” (que Tú seas para mí el mundo verdadero). He aquí estos textos radiantes:

…En el desierto de cada instante
comerás el maná –¿qué es eso? (89)
…Comerás el maná –¿qué es eso?
Pondrás la mano sobre los pedazos
del sol, sobre el grano quemante que muere
y germina en tu garganta en ramos de alegría,
luego deja crecer en ti el perfume de inmenso
iris cuyos círculos se extienden sobre las aguas
del mundo en reflejos dilatados hasta el silencio,
todo el espacio encerrado en el oro de sus anillos (90).
…En todos los pliegues del día brilla la gloria
humillada, el puro fragmento
que duerme bajo los tesoros de las apariencias.
…Come en ese solo instante la adorable sustancia…
festín que abre en ti un sueño desvanecido…
…come el maná ínfimo,
el signo y el aumento que ofrece una mano escondida,
el fruto que pende de un árbol de maldición (91).

El poema está fechado en el Miércoles de Ceniza de 1963. Se centra en la imagen del maná misterioso que Dios dio a su pueblo en la peregrinación del destierro, pero penetrada esta misma figura por el sentimiento de la presencia del maná descendido del cielo, “el verdadero”, como escribe San Juan, el que se da a Sí mismo en manjar: le ofrece una mano callada, es el fruto que pende de un árbol de maldición. Es un poema sobre la Eucaristía, tejido con lenguaje bíblico. Su descripción de luz cósmica, los círculos del iris que se extienden sobre las aguas del mundo y que encierran en el oro de sus anillos todo el espacio, nos recuerdan las “Trois histoires comme Benson”, en que Teilhard contempla a Jesús como desbordando de luz en el cáliz, la custodia, el cuadro mismo del Corazón de Jesús, hasta incluir en sus olas divinas el mundo todo. Se explica bien la dedicatoria que lleva el poema. Pero el poema tiene una vibración que le es enteramente personal –la de esa “gloria humillada”, la presencia de esa donación en la noche pura y como creación literaria es un mundo enteramente aparte. Su visión coincide con la de Teilhard en buena parte; pero esto les honra a los dos.
Para terminar traducimos, las cuatro estrofas que forman el último poema “Visage”. Son una síntesis, si se quiere, de todo el libro, y entregará quizá, al lector el sentido más completo de ese mundo del más allá, tal y como se hace aquí presente, en palabras humanas llenas de Luz:

Rostro, nosotros vivimos de tu ausencia,
Mirada velada, vemos por tus ojos,
Dormimos, Fuente, a la sombra de tus fuegos,
Poema, formamos sueños de tu silencio.

Tú eres la estría entre el alma y los vocablos,
El secreto que brota en nuestras palabras,
El rocío que hace nacer estas corolas,
La aridez donde florecen las aguas.

Inmóvil, eres Tú quien nos animas,
Eres tú, Primavera, quien nos enseñas la nieve,
Tú eres el prisionero que nos asedia,
El encerrado en quien el tiempo culmina.

Exilado, Tú reinas en la extensión,
Inmensidad, la infancia se te parece,
Corazón rasgado, roto, tú nos reúnes,
Oh plenitud, yo te adoro desnuda (p. 105).


Razón y Fe. Noviembre, 1965.
[Nº 814, pp. 370-379].






Emilio del Río, s.j. y poeta

Un gran poema secreto:
Clairière, de Jean Mambrino SJ


La poesía de Jean Mambrino ha alcanzado una alta cota en el poemario Clairière, libro misterioso y cifrado. Una naturaleza oculta revela “lo otro”. La luz,  la sombra, el bosque, la ciencia, el camino, el viento, la noche, y el día son símbolos que requieren una segunda lectura: la vida espiritual sintetizada en una sola imagen. Clairière, claro de bosque. En medio de la oscuridad, una Presencia.

“HAY algunos libros monumentales, que es preciso habitar mucho tiempo, antes de decidirse a hablar de ellos.” Lo ha escrito Jean Mambrino al presentar un libro último de Pierre Emmanuel. Lo repetimos aquí para hablar de un libro del propio Jean Mambrino, Claro del bosque[7]; porque aunque no sea un libro monumental en la extensión, ni en la forma, también es preciso haberlo leído mucho, para poder decir algo a fondo sobre él.
No es un libro esotérico, sino un libro secreto. Un libro esotérico oculta sus claves; es sólo enigma, no alcanza el misterio. Un libro secreto, como éste de Jean Mambrino, está todo patente y todo cifrado: la naturaleza en su presencia física expresa los matices del corazón, pero los dos juntos desembocan en Otro sentido que permanece, si no se le conoce por experiencia, cerrado. El poema es todo él una sola imagen, mandala de la negación que atrae la plenitud, espacio de ausencia donde en plena noche cae la nieve de la maravilla superior.
Asombra en un libro tan elevado la ausencia de toda abstracción. La selva está presente en su realidad, con su claro de tierra, dispuesto a la sorpresa. El tiempo, con sus matices más delicados; las cosas, en su desnudez y precisión, en su olor y su ámbito inacabable. Las estaciones –hasta el corazón de la nieve–; los rumores, los colores, la transparencia que lo desvela todo, la consonancia con el alma (“el sol en el claro / brilla como la conciencia / al fondo de las selvas del alma”). El libro, el poema, es una imagen total, de la que no salimos.
En mitad de la selva se halla el claro, la abertura a la luz, que modula los seres y nos reconcilia con ellos y con nosotros mismos. Allí tiene lugar el sueño de Jacob. O mejor, la bajada de la cortina formada por los árboles del bosque –desnudez del invierno–, que dejan ver ahora, por un momento, las montañas místicas. De pronto cae ya la nieve: todo entra en la unidad transparente, noche negra y blanca, claro del bosque, Clairière.
Una enorme sensibilidad sirve un impresionismo de matices que recrean el paisaje, su silencio y su vida, su espacio de espera; y estamos a la vez aquí y en otra parte. Algo profundo es alcanzado en la imagen total, que evoluciona dentro de su identidad, hacia su descubrimiento esencial. Noche y luz, ausencia y aparición, ser y entrega, tiempo y eternidad, todo en sola transparencia, todo en el lenguaje concreto de la selva y su claro.
“Hay un fin, pero no camino. / Lo que llamamos camino es vacilación”. Esta frase de Kafka citada al comienzo del libro separa radicalmente el poema de todo humanismo machadiano. Lo esencial no es el camino, sino el centro que está ya dentro de nosotros. El centro adonde llega “el que busca sin buscar”, el que huye de las huidas, el que sabe quedar, esperar, en ese misterioso claro del bosque, que es la “paciencia de la paz”.


El claro del bosque

El claro del bosque es un símbolo riquísimo, central, en todo el poema. Es un círculo del día, que encierra el tiempo; un espacio abierto a la espera y ofrecido al cielo; dibujo de la ausencia, evidente ésta, pero velada por el sol[8].
El claro del bosque está prisionero del mismo bosque. Los árboles parecen irse de él, las hojas huyen de este centro, de “este vacío en que la paz / halla su origen”. La paz y los orígenes serán las claves secretas; la paz como encuentro de la fuente, de su origen mismo, de su “embocadura”, será el instante en que la transmutación convertirá al bosque y al claro en el revés del cielo.
El lugar central, el claro, hace ver el estallido del sol y del polen, “la nada de la luz”. Hay una luz distinta sobre todo: sonrisa. La de alguien “cuya dulzura terrible tiene forma redonda”, de plenitud. El claro no es clausura, ni muralla: hay mil fisuras en las hojas; el agua, sí, es subterránea: agua viva; “los árboles bajan sus pupilas / nadie es anunciado” aún. Secreto: “al interior del silencio”, “un abrigo más profundo / que la caverna de los sueños” –y abierto–.
No hay caminos. Mejor dicho: hay muchos senderos, pero llevan fuera, lejos. Sólo un centro: “el corazón que camina y se queda”. Ahí está el verdadero claro de tierra.
Hay un ser nacido, cuna verde que flota (tampoco nombra a Moisés ahora) sobre el Nilo de la selva; el Tiempo lo desdeña; es sólo una memoria inútil a la belleza del mundo: “los pájaros vuelan sobre ella sin cantar”.
Es ahí, en esa belleza desconocida por los hombres, donde el vagabundo viene a enterrar su secreto, su juventud abandonada, bajo las hierbas.
Habría que releer a los místicos franceses. No tanto a Lallemant y a La Colombière, aunque también, como a De Causade –su libro sobre El abandono en la Divina Providencia–. El claro del bosque es un “espacio al abandono / desgarrado de todos lados... terriblemente abierto / a los dardos de la tormenta / al crepitar del sol / a los ojos ciegos de la noche”.
Mambrino había escrito un libro de poemas, publicado por Le Mercure de France en 1965, con el título El vigía ciego (ver nuestro estudio en Razón y Fe ese mismo año). De él escribió Julien Green: “Hay en usted –es quizá su don mayor– un sentido de lo invisible que parece extremadamente raro, y eso invisible, usted lo ve a través de lo visible”. Se abría con una cita de San Juan de la Cruz sobre “la sombra que hace en el alma la antorcha de la belleza de Dios”. Pues bien, aquel vigía ciego, ahora, siguiendo en su secreto, es vidente: está fuera del bosque, en el claro, y alcanza una visión por encima, o mejor, a través del bosque mismo, caída la cortina toda de las hojas efímeras. Pero ese suceso, llega a su hora; aunque esté ya anunciado desde la vigilia ciega de la oscuridad de fe.
El claro del bosque es, ante todo, claro: vuelan unas pocas abejas que miden la distancia y que parecen inmovilizar el tiempo, “fijando entre cada flor / la separación de dos estrellas”. El claro del bosque es repentino, como una rosa; secreto, es decir, alejado de las encrucijadas normales; siembra el polen al azar sin recordarlo y “se abandona a este único instante”. El abandono como actitud espiritual está íntimamente ligado al concepto existencial del instante: se vive en pleno presente, porque se está fuera del tiempo ya –es decir, fuera de recuerdos o de ilusiones futuras–.
Es curioso que el claro del bosque, desdeñado por los arroyos y como rodeado de los árboles que parecen huir de él, ejerce, sin embargo, una atracción, que imanta las raíces, la savia de las ramas cortadas, los lagartos sobre la corteza y el mutismo de las charcas: “toda la selva tiembla / de su simplicidad”.


Casa de sombra luminosa

No; no es este el silencio que llamaríamos mutismo; cuando sucede tal mutismo, allí está el crimen, ahogando los gritos del joven medio muerto; entonces es, o parece, “tabernáculo de la vergüenza” el mismo claro del bosque. Pero el claro del bosque sólo sería mutismo por deseos que le presionan –le presiona la soledad–. No sabe mentir; no pide beber la sangre inocente; es “el lugar del sacrificio / siempre abierto”.
Cuando un viajero se detiene, el claro del bosque parece apretarse en torno a él como un corazón: el espacio se hace íntimo:

 ninguno ha construido esta morada,
 lo abrigado no habita allí,
 la sombra de sus muros es luz.

Esta casa de sombra luminosa, donde parece despertar el vigía ciego, no se encuentra al comienzo de la vida natural, sino que hay una larga emigración hacia ella, que dura toda la vida: es el lugar donde “se posa el corazón”:

 un instante un solo instante
 el pasaje inmóvil y puro
 el tiempo que respira una rosa.

 Hay una casa, donde habitar, adosada a los árboles, es decir, a los recuerdos –el olor de las cosas pasadas–; pero avanzando, mirando al claro del bosque: “el rayo de su mirada / su aliento límpido / no es la noche de los árboles / ... es el claro del bosque parecido / al sueño de la infancia”. En sus viajes por América del Norte, Rusia e Islandia –en las selvas de Carelia, o junto al lago Onega; al fin de la jungla malaya, entre Kuala y Penang dice el poema–, ha encontrado habitaciones que dejan entrar, en la sombra, algunos charcos de silencio; “pero nadie se atreve jamás a construir / en mitad del claro del bosque”.
¿Qué sucedería si alguien...? La maravilla que separa millones de años: la iluminación condensada de la totalidad en una chispa superior: primer poema de sólo cuatro pequeños versos:

 en el centro exacto del claro,
 una vez cada millón de años
 la luz toda se condensa
 en la centella de una mariposa.

Parecería una de aquellas enigmáticas Cien frases para abanicos de Paul Claudel; hay algún eco más claro aún. Pero aquí la frase adorna el abanico del libro; pertenece a su misma médula. Estamos en plena conciencia de la maravilla que llamamos poesía mística. Ahora es una advertencia; una adivinación.
El claro del bosque conserva siempre su aspecto familiar, la imagen, medio borrada, que el exilado soñante encuentra como el lugar de la sorpresa, “a cielo abierto a cielo ofrecido”; es “casi invisible en su dulzura” la sorpresa que aguarda. De pronto, con estupor, el errante, descubre sobre una piedra “el grial lleno de sangre / disimulado en
la luz”. (El grial de los medievales: el cáliz místico de la última Cena.)
 Siendo, o pudiendo ser, casa, el extranjero, es decir, el hermano, puede hallar en el claro del bosque una patria precaria; pero el abrigo tiene que ser protegido él mismo.


Llueve

Podría decirse que el poema 22 comienza el tema de la selva, apenas sugerida hasta ahora. La selva[9], con la lluvia, parece retirarse, fundirse con el cielo, que viene a besar la tierra:

 jamás más sensible
 que en el claro del bosque
 en que su sombra se revela
 luz de la luz.

Hay una transformación de la selva, precisamente, en ese centro donde encuentra su propia luz, su propio rostro: en ese encuentro, la selva se transforma en suspiro “el mar de las hojas en serenidad”. Hay rimas, asonancias, libres; ahora un poema breve juega con las rimas tres veces y luego las retira. Un abejaruco hace volverse en torno a él el prado: pero la paralización ha sido sólo una aparente amenaza, por la sencilla razón, dada esta sola vez en sus nombres abstractos, de que “la amenaza es ilusión / cuando la confianza misma / ha olvidado su nombre”. Es decir, el corazón no cuenta las virtudes –no las nombra; habita en el abandono que le basta ya–. Pero el momento sutil ha sido señalado con todo matiz, en sus imágenes delicadas:

 la hierba huérfana se mezcla
 con las flores privadas de mirada
 demasiado frágil es la brisa
 para desciegarlas.

El silencio –y ahora sí estamos en pleno eco de Claudel– es un gong y hay una mano aquí, que lo golpea para producir ondas.
En el claro del bosque los amantes se hacen un lecho en el azul de la hierba y el día; el polvo del sol recubre placer y ternura; “todo lo que el paraíso / ha conservado al fondo del mundo”.
Una y otra vez, el silencio, la inmovilidad, la luz; es la paz, que nadie viene ya a turbar; “a fuerza de ser inmóvil / el cielo tiembla de silencio”; el aire se encanta con él; de nuevo las mariposas, ahora en plural y modulando la luz, mientras es el claro del bosque el que canta al oído del alma: “nadie turba el sueño / de aquella que un solo encanta”.
Algo se mueve ahora: una golondrina. Basta ella para medir la distancia que separa al claro de la selva que le rodea: la distancia es una confidencia; “en su corazón se da a luz / la luz de las estaciones”. Lo lejano se funde en su tierna proximidad.
En el claro no hay horizonte, sino la muralla de los árboles –llena de mil fisuras, por donde entra la luz–. La selva viene al viajero y se retira para que al borde de la noche se descubra, en un claro, “en un lago de hierba y de luna”, “el frescor de los orígenes” –el lugar inicial, final, central, en último término–.
Como una estrella fugaz, “como una sombra fugaz”, el ojo redondo de un ave rapaz parece condensar la selva entera, inmóvil y violenta, “océano de silencio”. El musgo enorme rechaza toda luz, para disimular homicidios entrelazados –tal sugieren los élitros, picos, mandíbulas–. Pero en realidad la jungla es un templo que uniendo a sus víctimas y verdugos en el holocausto, da, por la boca de sus claros, “un sí tan puro / como el cielo sobre las aguas”.
Como resumiendo, el claro del bosque es un vacío, un corazón, rodeado de sombras, que recoge en su transparencia el brillo del cielo. El sol, en el claro, “brilla como la conciencia / en el fondo de las selvas del alma”. En cambio, al que camina en los meandros de los follajes “le son familiares las tinieblas / se aparta de su país”. La diferencia entre el claro y el bosque es la luz. Y el secreto de la luz es superior al enigma de las tinieblas: “el enigma es la luz / que no comienza ni acaba”.
 El símbolo de la lluvia es bienhechor; con ella se reconoce la selva en el claro. Ella diluye el tiempo de las formas y las sombras: desaparecen los caminos en el centro del alma: “el cielo negro en cascadas / precipita la ausencia”. La noche, otro símbolo mayor, es entonces “más oscura que 1a nieve”. ¿Cómo entonces, hay árboles que arden, “detrás de la lluvia de la muerte”, “altas llamas silenciosas / al borde de una noche distinta”?


Encontrar un camino

Hay otros árboles que el poeta llama benditos, dichosos, porque ocultan el bosque; la selva respira y sonríe detrás de ese velo de sombra; la profunda oscuridad creada por sus hojas, murmura al que va buscando a la que no verá jamás. “Sólo queda la tela radiante / de los troncos, los rayos, los follajes / atravesada por el piar y las aguas vivas”.
La selva es el lugar de la huida; no sólo del hombre que se aleja de la luz; sino de la realidad que el amante busca; pasos precipitados, entre el reír de las hojas; el dominio de las fuentes, el hábitat dorado

 en que el canto de la oropéndola está siempre
 sobre la otra vertiente
 de nuestra alma, espléndido, separado,
 en el claro del bosque (en cambio) llegada la noche
 sobre una tumba abandonada
 una linterna blanca.

De nuevo es un eco de Claudel –la frase final está en cursiva–.
Los senderos son familiares y atraen al viajero fuera de sí. Si es el viajero –el alma– que ha dejado ya todo recuerdo de caminos errados, ellos le llevan cada vez más al interior del enigma; van, sin saberlo, sobre huellas que hay en la memoria para que el deseo pierda hasta el olor de su pista: así puede llegar, “el que busca sin buscar”, hasta el claro del bosque, al resplandor de los arco-iris del follaje.
Un impresionismo admirable se funde con la contemplación: “La sombra verde huele a resina / los rayos del sol / saltan bajo nuestros pasos... ningún camino nos arrastra / la selva es el camino / que canta.” Aparece, lejos, el mar –inaccesible hasta el último día–. La dulzura de los troncos que se espacian lentamente hace sentir “que la aparición está cerca”.
La selva cierra; la selva aleja; el que entra en ella, porque halla en ella su universo, no querrá salir; encontrará las raíces que van a tierra; “sólo el ruido de los follajes removidos / por la brisa imita el silencio” –donde podría por el viento reconocer la llamada–. En cambio,

en el claro del bosque el silencio parece venir y nos habla
del interior del alma
de una selva distinta
en otra parte.

 El alma, dice el poeta, rumia el pasto vegetal, en que todo es verde: “la luz, la sombra, los olores / todo es verde / hasta el cielo... toma el tinte de los grandes fondos de mar. El verde profundo le revela “el color del oro”: un verde vegetal, “color de sol que madura”. (El color del oro, de que tanto habla en sus libros Jean-Claude Renard[10]). El viajero marcha a su claro, a través de las altas llamas verdes (árboles). “La noche desemboca en el claro” –como lo diría todo místico verdadero, de cualquier tiempo–: encuentra allí “aliento tan oscuro y tan fresco”, que sólo le queda un recuerdo, apenas, del perfume de la selva. Y precisamente entonces, en el corazón de la noche, y en la libertad fresca-oscura del claro, “se escucha / el silencio de las fuentes”.
Con el sol, ligero, el polen salido del corazón del mundo, el aliento de las apariencias, la mezcla del cielo y de la brisa, la luz, en la garganta de las fuentes. La luz se convierte, con arte, en silencio más allá de la materia; entramos al corazón –infancia y porvenir transparente–.
La selva ofrece multitud de senderos; mil pistas, dolores entrecruzados (¿qué otra cosa, sino, la experiencia humana, sola?). “Tantos senderos / un solo pasaje / ni por el aire / ni por el agua / quizá por el fuego / pero subterráneo.”
El pasaje de ese fuego oscuro que llamaría Juan de la Cruz noche oscura. “Brilla en cada punto del tiempo en que ‘se origina el de las piedras’ ”; hasta la media noche de la luz, sin perder sus raíces. “El que halla sus raíces / encontrará el claro.”
Todo hombre marcha, a sus deseos, a su secreto. ¿Cómo hallar el mío, si ha desaparecido el viento? En ti mismo despliegas tu camino. El camino de todos los que han buscado del todo a Dios: “el sendero / la sangre / la noche / una sola oscuridad / hasta la mañana / te quedan tus manos / en que se cruzan todos los caminos”.
La selva, la de la vida, desvela sus velos, uno a uno, en nuestros corazones: claro del bosque. Los velos de perfumes, olores, brumas y follajes: velos, detrás de los velos; vapores, vislumbres

 en que se borra y se dibuja
 gloria /.../
 siempre más lejana y más
 cercana.

Aquí la luz se hace sombra, está hecha de sombra; no queda más que el negro y el oro del incendio –sangre en las ramas–; hasta el viento “a pesar de sus estrellas / queda oscuro / cargado de olvido”.
Si los caminos se mueven, te pierdes; si se borra toda pista, entonces avanzas, como un pájaro en el cielo: “guiado por el claro / por la luz / o el recuerdo / de una sola mañana”.
¿Qué mañana? Haber visto una vez “los ojos del origen” –los ojos de la transparencia sin memoria; la abertura en que desagua el alba incomunicada; “la embocadura de la luz”. Quizá una tarde verás un reflejo; pero mucho antes, la fuente, los ojos del origen... ¿quién los ha visto jamás? No el reflejo en las criaturas; no el lugar en que la luz se empalma con el día, el oro interior con el contemplador, sino la transparencia en que Dios nos mira.
La luz nos toca; nos volvemos y se vuelve; es como si el bosque cerrara los ojos, para que la luz te vea. Tu noche entonces está protegida, por esa luz, que se vuelve para verte, sin que la veas. Entonces el claro del bosque da a otra noche. “Al fondo de tus selvas / duerme el olvido.”
Las avellanas que nadie vendrá a recoger, desvelan la inútil ofrenda que dibuja la ausencia; mientras, las hojas con dulzura se pasan la rojez profunda parecida al oro. El peregrino errante levanta los ojos; no llega a oír “esta frase / en vano / transmitida de todas partes / pero su alma alertada / se estremece”.
¿Dónde todo, dónde? Aquí. En otra parte. A la vez. Pero esa otra parte es también aquí: “cuando acaricias el plumón de las fuentes se acerca... cuando le tocas / no lo sabes / cuando él te toca / tú lo olvidas”.
Un sendero de jacintos le recuerda su infancia, su juventud, de guerra; una selva de perfumes, de muchachas en danza. Pero todo aquello “no impedía que su corazón / estuviera vuelto ya sin saberlo / al claro del bosque”.


Un olor a rojo sube de la selva

Imposible partir el poema. Pero es como si de pronto el nivel de luz se aumentara tanto, que podríamos señalar un tercer tiempo. Ha bastado un temblor del aire para que todo el espacio comience a bullir; es como una tempestad encima del que pasea; es un suceso, el suceso que se acerca: siglos que se condensan en el corazón de los robles. “El cielo se desparrama en ráfagas de dulzura”. Estamos en el corazón del silencio, y la memoria del mundo –una frase arrancada de ella– “articula el silencio de toda palabra”. Son sólo girones de frase, en total silencio. Una tormenta de luz y algo inmóvil. “¿Qué es lo que queda inmóvil / en el corazón de esta luz en torbellino”?
La espera abre ya sus follajes hacia las fuentes vivas. Sigue habiendo capas oscuras –esa muralla, en torno del claro–. Pero del corazón a ellas van los pájaros del deseo, “a través de la transparencia del tiempo”. Estamos. “El corazón ha hallado su casa.” Muere lo que no tiene derecho de vivir; dulce muerte, con una sonrisa última “sellada sobre tantas lágrimas”.

un olor rojo sube de la selva
por encima de los últimos despojos de la mañana.

La transparencia en el silencio metamorfosea la selva: la convierte en su propia luz. Hay un murmullo universal aunque la fuente se oculta. La transparencia nos lleva al oro interior: su perfume nos aparta de su dulzura –nos lleva, no nos lo entrega–. Pero a veces nos duerme al pie de un árbol herido –el alma en paz bajo la Cruz ahora–. Entonces, en el fondo del olvido –sueño– se muestra “aquella de que nada nos separa” –la transparencia final, la gloria muda– (“se borra / cuando llega”). El alma despierta, y apenas recuerda este sueño: la selva se desplazaba –se hacía luz–.


 El espíritu: Viento para oír la palabra

El viento moviendo esas “basílicas” –los árboles de las selvas del norte– es, sin duda, el Espíritu que nos hace oír a la Palabra: “dichosos los pobres / los humildes / los perseguidos por la justicia”. Es el soplo de la selva llenando los pechos humanos: felices los “rostros esculpidos por las lágrimas” que saben doblegarse como los grandes árboles saben caer “a las cinco de la tarde: a cinq heures de l’après–midi” (alusión lorquiana), en las vigilias sombrías de Novodivitchi o Moscú “la cruel / la muy santa / tú nos olvidas”. Almas en el fuego del sufrimiento, que no quieren morir, y que “exhalan en triunfo la promesa: dichosos. “Dichosa la fuente de las lágrimas / más profunda que el fuego / más dulce que la noche”.
La tierra negra, las raíces de granito; pero un rayo frágil como la mirada, hilo ínfimo de luz, “engendra / borra / la masa infinita de la selva”. ¿Lo inmóvil? “Es sólo un rayo interminable.” “El “rayo que no cesa” decía nuestro Hernández, de esa misma materia que parecería inmóvil). El claro del bosque –“que mezcla la luna y la selva”– recuerda una nada mayor, en que el hilo se abre hasta desaparecer: queda sólo “el recuerdo de la paz”.
Los árboles del bosque afinan su soledad; sólo circula el viento. Son como una muchedumbre en que ninguno volviera la cabeza hacia el otro. Pero cada uno guarda en su sombra “un vigía invisible” –una semilla de esperanza–. Cada uno tiene como su doble, una segunda silueta: “El ejército de los hombres / el ejército de las sombras / le toma su movimiento de la noche”. En el otro lado de la Historia la sangre se cambia en tierra; pero “detrás de cada árbol / se disimula / un rostro de vapor”.
Lentitud del tiempo ahora; cielo sombrío; charcas que humean en silencio; rocío como llama en el corazón de los espinos. “La multitud de colores y el frío transfiguran / los ramajes en que la luz es cogida en una trampa”. Mientras que un aliento habla dulce de la nieve “a las ramitas fascinadas por la espera”, el poeta escucha bramar un gamo salvaje “al borde de un lago donde nadan las nubes del norte”.
En el corazón de ese invierno, fuera de la memoria, fuera del sol, tiene lugar la aparición que el poeta no nombra sino presenta. “Sobre un muy alto claro de amargura”, rodeado por montes bárbaros, cae la lluvia, servidora de los dioses, “velada de bruma y de rocío”. Ahí duerme Jacob con su mejilla apoyada sobre la piedra brillante. La descripción de su sueño es sobrecogedora –siempre sobre la base poética de la no-nominación; ahora alude a los ángeles, que suben y bajan por la escala–: cimas sin párpados, millones de alas, rayos que “ponen sus pies desnudos sobre su corazón / luego vuelven a subir como locos hasta el agudo supremo / por saltos de frescura de fabulosa alegría / en el trueno inmenso de palomas / llevando la arcilla del corazón el olor de las hojas / hasta esa punta inaudita / en que es preciso perderse”.
Sólo un pájaro color de escarcha nos puede conducir a la lechuza clavada, “sobre el árbol que tiembla todavía”. En torno, todo está clavado: unos frente a otros, sin poderse responder. Pero el viento, que no sabemos de dónde viene, pero que atraviesa nuestros deseos y nuestros sueños “no borrará jamás... atizará más bien / ese largo suspiro” –el estremecimiento universal de las hojas ante la muerte–. Sólo el viento: el Espíritu que aumentará los deseos para cumplirlos más allá.


El viento en nosotros: Carisma y ausencia

El viento, que en nosotros, son las lágrimas. ¿De dónde brotan en ese rostro hundido en la sombra, entre esos árboles que se apoyan unos contra otros “contra la muerte”?

las lágrimas inacabables de ese rostro
tan amargas, tan negras / tan luminosamente amargas,
de qué pozo de eco interminable y negro (suben),
mientras todas las fuentes están secas.

Las lágrimas, la sangre, la bondad, son caminos por donde selvas de antigua memoria vienen a nosotros sin cesar. Las selvas más profundas, de la humanidad, que traen el perfume de la beatitud, las define con un verso hecho de cuatro adjetivos llenos: “perdida prometida olvidada próxima”: felicidad de Salvación. Selvas “de las que sólo queda el viento; el espíritu, que pasa entre las hojas ahora, entre las muertes y los huesos. El viento que “sobrepasa en nosotros la muerte / ilumina nuestro invierno... / repara en nosotros / lo irreparable / como inspira el murmullo de nuestros bosques”. “¿De dónde venís?, no conozco de vosotras más que la amargura / de este viento / del que estoy separado.”
Separado, pero oyéndole; instalado en el punto donde se une la ausencia con lo que está comenzando. De nuevo un poema de cuatro versos pequeños solos:

pero que te habla a ti también
de las profundidades de tu ausencia
fundida con lo que comienza
en este instante en que tú acabas.


La señal de los clarines

Ahora las cosas toman su verdadera, su plena palabra, su valor de mensaje, de símbolo global. Las rocas, las primeras, heladas por el invierno, se obstinan en callar su origen –hay corazones así como las piedras–. “Pero el corazón negro y paciente de la piedra / guarda en sí las fuentes del fuego” –con ellas se saca fuego–: el rayo en que pasa el tiempo. Las rocas, los obstáculos, que ya hay que recorrer, pasando de uno en otro, “en ausencia de todo camino”. Están presas del espacio; pero en ellas se ocultan “la noche y la gloría”, la caída y el enigma. Las piedras que guardan “aún tanta paciencia y tanta dulzura”.
En los lagos la tierra se invierte, prolongando “la majestad del deseo”. Trepan en ellos las colinas; despliegan su cabellera las montañas, “sin manchar sus aguas inmateriales / iluminadas por mil florecimientos / de pájaros de gritos de frescos soles / y el gozo de las nubes”; son ya “menos memoria que sueño”, lugar ya del espíritu terso y solo, donde el mundo escribe su gloria doblada. Son sueños, imagen aún más esencial el claro del bosque que no tiene ni vuelta ni futuro. Pero los lagos llevan muy lejos “los latidos de la muerte detrás del corazón”, a través de los siglos de selva. La lentitud “vela tiernamente todo color”.
Si avanzas, tu rostro desgarra la red húmeda del bosque; escucha mejor la selva, cómo se hace agua “en la deliciosa amargura / del aire tranquilo y helado”. En la sombra se ven aún los restos del último chaparrón. Final; final. “Un ronco caer de grajos / libera de pronto el espacio” –imagen de la muerte–: “el verano no volverá más –estamos al final del tiempo-. Por primera vez una admiración en el libro: o bonheur!, ¡oh felicidad!

todas las hojas son arrancadas,
se puede ver al fin el cielo.

“Entonces se alzan las montañas.” “Mi Amado, las montañas”, dijo en expresión sintética admirable San Juan de la Cruz. Es el poema mejor de Clairière –si no lo es el último, de la nieve–. Maravillosa descripción, evocación, llena de sentido místico, sin apenas apoyos léxicos que justifiquen la evidencia del sentido supremo. “Los tronos / las torres sin vigías”, de las que sólo me separa una rama, que une selva a selva. La fusión del símbolo está tensa de sentido interior –de gloria que se descubre ahora–:

qué altar se alza en el perfume de la nieve,
qué abundancia de cristal y de noche,
qué llamada, qué sonrisa de gloria
taciturna sonrisa,
qué alianza de infancia y majestad

femeninas, nítidas más que toda carne femenina, pequeñas desde allá abajo, pero largas de contemplar; “belleza para ser bebida / y olvidada / curvas del infinito / vuelo de los velos”; que pasan y vuelven a pasar, detrás de las nubes: montañas que al fin define:

 “paciencia de la paz”

quién respirará vuestro aroma hasta el final de todo –”hasta la última línea dorada del mundo”– ”cuando se aleja hacia la tarde” “la señal de los clarines” (el libro que anuncia en preparación se llama “Tú reclamabas la tarde”).


 La noche es día

Las montañas son sin camino, llenas de árboles y nieve, “como una frase enteramente / muda”. “¿De dónde procede entonces que brillen así / las Muy Oscuras?”. Una mano ha roto las ramas, ha paralizado el pensamiento de todo camino: desierto inaccesible al recuerdo. ¿Por qué una voz murmura, “dónde las he visto, cómo las reconocerá?”. Lo oscuro del mundo es luz; la noche es día:

noche más azul que la noche
que brilla sin fin
en la juventud del sol,
en el arrobamiento de la nieve.

Cuando el espesor de las ramas borra hasta el recuerdo de las montañas “más ligeras que nuestros sueños / en que la muerte camina al infinito / sobre el camino de ronda” (primera imagen que hace pensar en el castillo interior de Santa Teresa), siempre queda allá abajo (no en lo alto de la contemplación) el claro del bosque, el claro blanco como lo llama ahora, “el silencio entre dos latidos del tiempo”; esa clausura de los rayos del sol, ese nido del relámpago, más frágil que el grito de gozo de un niño, largo tiempo olvidado al fondo de la espesura. Separó las ramas –“lo blanco que atraviesa el espíritu”–, para pasar de las apariencias del mundo y descubrir “las mismas montañas, pero diferentes”. Una vida se abre a otra vida –la misma y diferente– ”hasta la linde imposible”. Basta con separar las ramas, y el claro del bosque está ahí, lleno del crepúsculo; en él es fácil desligar las miradas ante el recuerdo del viento “el viento sin recuerdo que borra la huida / al infinito del sueño”. Carencia que realiza, falta que cumple ¿por qué esta figura mandala?”. Porque de hecho, cayendo todo, caen los velos de las ramas, entre dos latidos del tiempo, del cuerpo inmenso. “El claro del bosque es nuestro olvido”.
En el aire, en el aliento y respiración del mundo, está la hierba, que se transfigura en manos de la misma luz. “La hierba tan profunda como la luz”, que atrae, encierra y lentamente libera la luz, el oro de la hierba y de la sombra. Transparencia, “fuente de la noche”. Abrimos la noche, cuanto la transparencia está sobre nuestros ojos. La hierba está entonces tan clara como la noche, tan pobre –perdido el olor con la lluvia–. La lluvia teje una segunda selva, prepara la transparencia, “bruñe los guijarros de niño / recuerdo de un camino en silencio”. Apertura fresca, siempre nueva; olor de resina a través del cristal: instante; “la maravilla que persiste / el peso del día contra el corazón / y la ofrenda que persiste”, cuando un grito ligero atraviesa el claro “un eco sin voz alguna”. Y (está) “el claro, color de hierba, bajo la nieve”.
No se puede esperar así ya más tiempo, cuando ha llegado la hora.


Tiempo sin tiempo

Hay que avanzar a través de la maleza del tiempo. Pero ¿cuándo es esto, y qué es esto que ha llegado? rápido ahora aquí ahora siempre. Una doble realidad: tiempo y no tiempo; espacio y no espacio; hay que ser de aquí para avanzar. “Yo soy de aquí mirad mis manos heridas / mis ramas pegajosas”; pero a la vez, “yo no soy de aquí / oís bien mi acento / yo no soy de aquí”.
La nieve, imagen total de la ausencia, presencia entera. “La nieve dibuja el silencio” –es en el espacio, lo que el silencio para el oído–. Atrae la mirada de todas partes hacia el centro “la ausencia”: ausencia que se oculta “a fuerza de ser tan blanca / y silenciosa y desnuda”. Una pincelada de nieve basta a llenar en un instante el cielo; la noche despliega por encima de todo –selvas, lagos y montañas– sus plumas sobre el mundo; “la noche que es negra y blanca”. (La nuit est noir et blanche fue un bello libro de poemas de Luc Estang; por eso sin duda lo subraya; o quizá no; aquí esa doble realidad, de la noche, es esencial al poema entero).
La nieve es como una lana pesada que cura el invierno, llenando los vacíos –como la contemplación más allá de todo sentido e imagen colma el alma–; acaricia incluso a las piedras, que “se hacen tan dulces como la nariz de un cabrito” –aquellas rocas que vimos, a la vez almas de roca, y a la vez obstáculos del camino.
La nieve es como el olvido –de los místicos, más allá de todo–: “la nieve borra la nieve “incluso; lo allana todo, da su lugar a las sombras, borra hasta el recuerdo y la sombra del recuerdo –los viejos senderos perdidos–. “En los pliegues del mapamundi / cae el rocío de media noche”. Con frase intraducible en su musicalidad añade: “sur les cimes les abîmes sur l'hermine des colines / s’éternise le signe de la neige” (sobre las cimas los abismos sobre el armiño de las colinas / se eterniza el signo de la nieve). Los olores de la tierra –los intereses de acá– ”duermen embalsamados / en ese palacio de cristal”. Todo pensamiento, todo dolor, las viejas cicatrices ennegrecidas, “son más que curadas transfiguradas / bajo la tierna severidad de la nieve” (como la presencia inefable cura las heridas en su ternura severa–. Nieve: lava límpida que recubre la hierba. De pronto, el viento se despierta de nuevo y alumbra sus enigmas, “una tapicería de fábulas / deslumbra los muros del mundo” –al levantar la nieve–: así vela incluso el claro del bosque, lejano, al Norte, “en el centro de las selvas del alma” –como Teresa puso su castillo en el centro del alma–; secreto y centro tan abierto, tan ofrecido, que ya no puede escribirse en él vestigio alguno, ni una mirada, ni un pensamiento “ni siquiera el Pensamiento de todo pensamiento”.

porque amorosamente se vuelve ella
como se vuelve uno por pudor
ante una belleza demasiado grande.

El mismo movimiento que a Juan de la Cruz le hace exclamar al final de su Cántico: “¡Apártalos, Amado, / que voy de vuelo!”.
Ante esta nieve, ante esta “blancura oscura”, tan blanca y tan olvidada (de todo) –blanca porque ya está olvidada de todo, más allá de todo–, ante esta blancura que se queda en sí misma para siempre –desconocida–, la selva como infinita “recubierta de su ausencia”, “retiene el aliento / y protege aun a su pesar a aquella cuyo nombre ha olvidado”. ¿Cuál? La primera, la última palabra del libro, todo el libro la han expresado. Ahí está en medio de nosotros; en mitad del mundo representado por la selva; ahí está protegida por la selva misma, asombrada de la maravilla. No; no hay paso ninguno, ni mirada, ni pensamiento,

y ni siquiera el Pensamiento de todo pensamiento,
oh pudor, oh secreto abandonado a la noche
tan blanca, tan desierta y tan blanca,
que existe incluso más allá del olvido.

 CLAIRIÈRE

*****

Ha terminado el poema. Toda la vida espiritual centrada en una sola imagen, mandala nuevo, originalísimo, denso de sentido y de mundo incorporado –dentro y fuera–. Clairière, claro del bosque. Centro y espacio del encuentro innombrable: transfiguración velada por un manto de nieve, de noche, negra y blanca; lugar del olvido y lugar del viento; del Jacob que ve el cielo abrirse y duerme –lejos de todo–; lugar donde un día –siquiera una mañana– la cortina de ramas se retira y es posible ver las montañas, las Muy Oscuras, que son al fin paciencia y paz, sonrisa. Claro del bosque, el corazón abierto –todo centro–, donde ya nada puede escribirse, por su total entrega. Pudor, secreto, blancura, más allá del olvido mismo: noche negra y blanca. Clairière. Presencia.
“Maravillosos poemas” llamó Supervielle a los de Le Veilleur aveugle. De los de Clairière podemos confirmar lo que, con toda conciencia, ha estampado el autor en nuestro ejemplar: “Ce grand Poème secret dont tu entendras le silence...”.


Publicado en Razón y Fe, mayo 1975, n. 928. J. Mambrino publicó, 1976, Sainte Lumière. E. del Río lo tradujo como El libro de la luz, y lo publicó Adonais, Rialp, Madrid, 1977. Mambrino dedicó el ejemplar francés: “Au cher Emilio del Río, merveilleux critique et ami sûr… avec fidèle affection. Jean Mambrino”.









Emilio del Río, s.j. y poeta

Jean Mambrino: el poeta, en sus cartas


Ahora, con dos libros nuevos suyos en castellano, y la 2ª edición de El libro de la luz, mientras él está delicado de salud, abrimos un manojo de cartas inéditas, 1952-1980. Y una, actual. Su lectura puede ayudarnos a entender qué fuerza le sitúa entre lo mínimo y lo inmenso, qué pulso le lleva a la Apertura innombrable. René Char le escribió: “Me emociona infinitamente, querido Mambrino. Lo que usted ama compone la mejor poesía que existe”.


Mi trato con Jean Mambrino viene de 1952 en que respondía a una pregunta sobre los grandes poetas católicos, pues yo preparaba una antología en esa dirección. Responde que las tres condiciones –grande, poeta, católico– no las cumplen en Francia más que dos: Claudel y Péguy, que con G. M. Hopkins en Inglaterra se pueden considerar como los tres genios, sin contar a Dante, San Juan de la Cruz, el Polyeucte de Corneille y la Athalie de Racine. Habla de la literatura que conoce, francesa, inglesa, italiana y española (25/10/52). En otra carta se abre a Ungaretti –parte de su obra–, Robert Lowel en America, Bergengruen en Alemania, etc. Escribe desde Enghien, Bélgica; estudia teología. En la carta tercera hay un cambio total; habla de un hecho asombroso; llevado por ciertas luces del Espíritu y ayudado por sus superiores ha decidido renunciar a todas las actividades literarias, para dedicarse a los Ejercicios y la predicación. “Alégrate conmigo, si esta renuncia puede hacer de mí un jesuita más santo” (1/9/53).
 Jean Mambrino se ordena sacerdote, 25/7/1954. Envía un recuerdo mínimo: 6 x 7 cms: rostro de Cristo gótico y al dorso sus datos esenciales. Yo le anuncié mi ordenación para 1960, y él responde desde Bourg Madame Pyr Or; acaba un campamento, sale para Lourdes y de allí a Londres. Recuerda nuestras largas conversaciones en Loyola, nos encontramos allí en 1955. Y habla ahora de su ordenación: “El sacerdocio es un momento terrible, que consuma. Me acuerdo de mi ordenación como un verdadero Sinaí en la noche. Que la Virgen nos haga dar ese paso con corazón de niño”. Se despide y firma. Pero añade esto aquí: “Es preciso que la poesía pase también por el fuego para renacer. San Jerónimo dice: ‘Carmen pertinet ad sanctos’... Te confiaré muy en especial a la Virgen para que te ponga con su Hijo” (31/7/60).
Hay un silencio largo, anda metido en gran actividad en el Colegio de Metz, prepara alumnos para el teatro, entre otras muchas cosas. Pero publica y me envía su primer libro de poemas Le veiller aveugle, El vigía ciego, 1965. Cuando le llega mi artículo sobre él en Razón y Fe, (nov. 1965, pp. 370-379), le alegra el texto y “que haya podido aparecer en Razón y Fe”. Ha entregado una separata al P. Giuliani “con quien estoy muy liado”, es Asistente, y “ha prometido hacerlo leer el P. General”. Mi carta le parece bella y densa: “Dices cosas muy ricas y complejas, me gustaría volver a verte y tener una larga conversación”. Vuelve al artículo: “En todo caso estoy profundamente tocado por la seriedad, la intensidad con la que me has leído. ¡Es la más alta recompensa de un poeta! Añade que “hace un año que no he escrito nada, he entrado en un gran silencio. (He recibido gracias extremas...). Estoy en una gran Paz. Adiós, querido Emilio. Unido, contigo, a la sombra de la Inocencia divina...” (Metz 21/12/65).
Ya desde Etvdes en París, su término, dedica unas palabras al libro que le he enviado, La ciudad al sol –Poema de Toledo–: “Un hermoso libro, dice, límpido y tranquilo, un espejo interior para mirar esta ciudad admirable”, que querría volver a ver. Me envía uno suyo, Poésie mystique française, (Seghers, París, 1973): es una selección de la literatura francesa, muy exigente en la calidad “literaria y mística” de los textos, también actuales. Y dos libros nuevos de poesía: Le signe de Feu –Círculo de Editores Franceses (1974)–, y Clairière (DDB, 1974). Explica: “Este último es un gran poema muy importante, muy diferente de todo lo que he escrito y que anuncia Sainte Lumière, que espero para el año próximo. Sería muy feliz si pudieras hacer un artículo en Razón y Fe sobre Clairière (como sobre Le veilleur...)”. Continúa: “Clairière es un poema muy despojado (un poco como la música de Monteverdi), pero muy secreto en su transparente simplicidad” (19/12/74). Le escribo mi parecer; le emociona que me haya gustado tanto y que escribiré sobre él; pide que no mencione sacerdote o jesuita: “no tengo nada que esconder, pero es preciso no confundir los planos; como poeta, basta”. Así “habla Onimus, que es cristiano, en Le Monde” (1/2/75). Insiste más tarde: “que no se dice R. P. Hopkins, ni ‘monsieur l’abbé Calderón” (6/9/76). (La alusión a Calderón religa a éste con los tres “genios”).
Mi estudio “Clairière: un gran poema secreto” (“Razón y Fe”, mayo, 1955), le llega en el ejemplar de Etvdes, y escribe con el gozo de un niño: “Gracias de todo corazón por tu admirable glosa de Clairière... exploración preciosa de este poema. Al leerte he tomado conciencia de la grandeza de lo que he hecho y de la complejidad de este texto, que ofrece ecos, prolongaciones, entrelazamientos en todos sus sentidos. “Todos los pasajes en cursiva son citas”: en el canto 33, “has visto bien lo de 100 phrases pour éventails de Claudel”; en el 7 hay una imagen de Breton; en el 69, una frase de T. S. Eliot en Four Quartets; en el 70, la “noche negra y blanca” es de Nerval: cuando se suicidó o fue asesinado, su tía recogió la carta sobre la mesa: “ne m’attend pas. Ce soir, la nuit sera noir et blanche”; en el 53, “a las cinco de la tarde” es la hora en que asistió a las Vísperas muy emocionantes del monasterio de Novodivitchi en Moscú (sept. 1966). (“Blajen” en ruso es bienaventurado; se cantaban las Bienaventuranzas (3/6/75).
En 1976 Sainte Lumière. Espera que me guste como Clairière. Hay, dice, en preparación una traducción alemana y otra inglesa. “Mi sueño sería que tú tradujeras Sainte Lumière en español, a fin de que mi poesía exista en las tres lenguas mayores de Occidente” (27/6/76). Lo traduje y le envié copia. Para él, elegimos Adonáis. Luis Jiménez Martos había publicado ya mi Cántico para Alfa y Omega (1971). (Mi libro, el de Mambrino, y mi versión de El Naufragio del Deutschland de G. M. Hopkins, están en la web Rialp, Col. Adonais). Al recibir la traducción a máquina de El libro de la luz, vuelve de provincias, lo halla en un montón de correo y se queda parte de la noche, confrontándolo con el texto francés. Y escribe: “Es una maravilla, has hecho un trabajo admirable. ¡Qué hombre asombroso eres!” Bergen ha publicado una reseña magnífica en “La Nouvelle Revue Française”, Onimus en “Etvdes”, julio 76; saldrá otra en “Le Monde”. Halla “un solo error”: soleil, cielo, por sol. Indica el doble juego francés en “suis”, “cerfeuil” –lo pasé a nota–. (6/9/76).
La colección “Artesa” de Burgos convoca un premio. Yo escribía algo, lo presento, gano el premio y lo editan: Creatura del Alba, 1977. He estudiado El vigía ciego, 1965, y “Clairière: un gran poema secreto”, 1975; y he traducido El libro de la luz. Al escribir Creatura del Alba, mi séptimo libro, estoy en su ambiente. Se lo envío y le digo que me ha “inspirado”. Le encanta: “Gracias por Criatura del alba. Estoy emocionado de ver que por primera vez en mi vida he “inspirado” la obra de otro poeta..., es para mí un estímulo” (24/5/77). (Garcilaso debe las formas poéticas; pero siempre habla él). Cuando le llega al fin El libro de la luz, publicado, comenta: “Es una edición muy bella y estoy absolutamente encantado” (13/1/78). Ese año envía L’Oiseau-Coeur en que el editor, Stock, reúne los tres libros: Claro de bosque, El libro de la luz y Pájaro-Corazón –lo nuevo-. Esta edición recibió el Premio Apollinaire, 1980. [Jonathan Griffin traduce al inglés Clairière, 1974 (Glade), tarde Ainsi russe le mystère, 1983 (Ruses of Mystery), y Le mot de passe, 1987 (Password)].
Por entonces las cartas se distancian, no el afecto. En 1998 me pregunta aún por una poesía suya de sentidos paulinos y teilhardianos que querría ver de nuevo; no la conservo. Ese año, 1998, James Torrens –estudió conmigo en Lovaina-, amigo de Mambrino, quiere que colaboremos los dos en un número de “Studies in the Spirituality of Jesuits”, Saint Louis Univ, sobre poesía actual de jesuitas, cada uno con al menos “un” poema. Con ironía dice Mambrino sobre “un” poema: “¡Después de L’Oiseau he publicado 9 libros de poesía!”. Al salir el número, mayo de 1988, Torrens, en la introducción, copia “Un seul cyprès”, indicando que en Mambrino “se abren unas nuevas corrientes de poesía”.
Mucho más tarde, de pronto llegan dos libros nuevos suyos en castellano, traducidos por Carlos Aurtenetxe: Comme un souffle de rosée bruissant, DDB, 2006, Como un viento de rocío, 2009; y Le mot de passe, Corti, 1986, La contraseña, 2010. Edición bilingüe, muy bella por Félix Maraña, San Sebastián (Bermingham Edit).Gracias a ellos, tenemos en Valladolid la presentación de los libros, en la “Fundación Santiago y Segundo Montes”, con Katy Montes. El acto fue una fiesta agradable. Carlos habló sobre la personalidad y obra de Mambrino y ofreció textos sobre él de escritores, académicos, gentes del teatro, cine y literatura de París. Mambrino estuvo entregado a ese público ¿inferior o extraño? (el viento de rocío le dice “algo inaudito: despósalo para salvarlo”). (Comme... poema 48). Sus reseñas en Étvdes y su trato amable le crean amigos, Rossellini a la Nouvelle Vague, hombres de teatro, de literatura. Se ha publicado su correspondencia con  Georges Simenon, y con René Char.
Carlos se puso al habla esa tarde de los libros, con Mambrino, por medio de Bernard Ponty, pintor y novelista, amigo en París. Le pedimos que le haga llegar nuestro afecto por su salud; habló al día siguiente con él y me escribió la emoción de Mambrino. Al final dice: “Lo que sí aprovecho es para transmitirte a ver cómo está el asunto de la posible reedición de El libro de la luz. Te lo digo porque él me ha pedido expresamente que te lo preguntara”. Recibí su indicación, me puse al habla con Vitruvio, que hizo mi antología, 2008, y llegamos a un acuerdo (Pablo Méndez deseaba incluirlo en su colección hacía tiempo). Le comunico la buena noticia a Mambrino por carta; le pido que su Superior me haga llegar unas palabras –él, por parkinson, no puede escribir-. Y Ricardo Jacquet me envía un correo en castellano con la siguiente carta de Mambrino:
París, 15 de enero 2011. Querido Emilio, de mi parte, van también mis mejores deseos para ti en este año 2011. He recibido con mucha alegría la noticia de la reedición de “El libro de la luz”. No sabes lo feliz que me hace esa noticia. Agradezco de corazón las buenas disposiciones de tus superiores al acoger con agrado esta empresa tuya. Agradezco profundamente tus gestiones. Eres en verdad un GRAN AMIGO. Te aprecio mucho. Carlos me ha comentado lo que fue la presentación de “Cómo un viento de rocío y La contraseña”. Aquí, en la comunidad, en una reunión he presentado solemnemente a los compañeros de la comunidad, esta edición española. Fue una gran fiesta, al menos, en ese pequeño círculo jesuita. Ya me puse en contacto con Carlos Aurtenetxe para que te haga llegar dos ejemplares del libro que me habías pedido: “GRACIA”, y con ello expresarte sinceramente, muchas “GRACIAS”. Por otro lado, ya tú sabrás cuántos libros querrás enviarme de la nueva traducción (una decena por ejemplo, ya será más que suficiente). Yo confío en aquel que nos concede toda “GRACIA”, pidiendo que haga de nuestros cuerpos débiles “su poema preferido”, en este resto de nuestras vidas. En la Compañía de Jesús, Jean Mambrino,

Mambrino nació en Londres donde vivió hasta los siete años, es de origen florentino, francés y español. Su poesía única se abre en cada libro a espacios admirables. La contraseña, frases de dos versos, tiene la soltura del “único golpe de pincel”. Dice Luc Berimont: “Esta obra grave escrita con las palabras de cada día”, nos lleva a la pregunta: “¿Cómo tanta belleza puede unirse a tanto dolor?”. Las cosas “se vuelven los mediadores de una transfiguración”. René Char le escribió: “Jean, usted y yo somos de la misma raza”. Y en carta posterior: “La reunión de sus poemas en un libro (L’Oiseau–Coeur) que es a la vez navío y orilla, el azul del ala del ave soberana sobre la ola aérea, me emociona infinitamente, mi querido Jean Mambrino. Lo que usted ama compone la mejor poesía que existe, puesto que usted aparece como en un milagro en todos los caminos terrestres y en la inmensidad de las cosas y los objetos victoriosos lo que dura el tiempo del encuentro entre una mirada y un corazón acordados”.



[Publicado en la revista Razón y Fe (núm. 1.348, febrero, 2011; pp. 147-152)].












En un cuerpo que anda[11]

Carlos Aurtenetxe



Dado que el viento y el azar han procurado el lance de reunirme en el camino con el hombre habitado por Jean Mambrino, ha seguido el empeño como el agua en el río, de forma natural, acogido al privilegio de asistir al encuentro con él y su palabra, como la sombra y la luz. Y nunca les agradeceré bastante al azar y al viento si adoptaron la humana forma de Bernard Ponty para lograrlo, como una aparición. Cuando asiste la magia del encuentro no es el hombre el ausente, sino todo lo contrario.
Lo que, en un principio, fue un encuentro humano entre hombres que viven, o al menos lo intentan, dentro de la creación poética, y el correspondiente cruce de obras, la realidad impuso su ley, y me hizo comprender enseguida que yo debía entrar en la ardua aventura de traducir su poesía, sin garantía alguna del resultado final.
El autor de la obra, sin decírmelo, aunque fue hondo el acuerdo, me encomienda, así, la tarea de traducir el silencio al silencio, la música del agua a la música del agua, el misterio al misterio, el sentido al sentido, el fondo de la noche al fondo de la noche, el crecer de la hierba al crecer de la hierba, en su lenguaje, de la lengua de Ronsard al idioma de Cervantes justo en lo que lo rebasa todo, de la palabra de la poesía a la palabra de la poesía en su único idioma: la poesía.
Jean Mambrino es una figura señera de la poesía francesa en la segunda mitad del siglo XX, con obras capitales como Le veilleur aveugle, Clairière, Sainte lumière, L´Oiseau-Coeur o Le mot de passe. Y otras que no cito ahora.
Y en sus relaciones personales con tantas figuras del siglo pasado se han ido forjando correspondencias inolvidables y reveladoras, algunas ya publicadas en los últimos años, como las mantenidas con  Georges Simenon (1951-1988), y con René Char (1950-1984), en la que, por ejemplo, éste último le manifiesta: “Jean, usted y yo somos de la misma raza”.
Y en carta del 19.11.79 le escribe: “La reunión de sus poemas en un libro que es a la vez navío y orilla, el azul del ala del ave soberana sobre la ola aérea, me emociona infinitamente, mi querido Jean Mambrino. Lo que usted ama compone la mejor poesía que existe, puesto que usted aparece como en un milagro en todos los caminos terrestres y en la inmensidad de las cosas y los objetos victoriosos lo que dura el tiempo del encuentro entre una mirada y un corazón acordados”.[12] 
Como acertadamente afirma Jean-Pierre Sicre, parece digno de reseñar que pocos hombres en el ejercicio de la poesía habrán recibido en el siglo XX tantos testimonios de admiración procedentes de horizontes tan diversos: T. S. Eliot, René Char, Jules Supervielle, Léopold Senghor, Norge, Kathleen Raine, Henri Thomas, Edmond Jabès, Jean Follain, Guillevic, André Dhôtel, Bernard Noël, antes o después, en un momento u otro del camino, han saludado la obra de Mambrino, en quien han reconocido un inspirador, un modelo o un hermano. Y aún otros nombres, en el mismo caso, quizás más inesperados:  Georges Simenon, Roberto Rossellini, Pasolini, Luigi Comencini, François Truffaut, Chabrol, Eric Rohmer, Roger Planchon…
Y me parece interesante, y revelador también, y acaso atípico, citar cómo Mambrino, con su conciencia abierta, ha cosechado tanta admiración, tantos encuentros profundos y verdaderos, y fraternales, con tantos hombres destacados no creyentes, como se puede ver en los nombres antes citados, siendo él sacerdote –acaso no sea ajeno el hecho de su profundísima unión, quizás unción sea la palabra más justa, con William Shakespeare–, y más allá de su condición de religioso, y de poeta, claro, y de hombre, me muestra su acuerdo cuando le explico, yo como hombre sin creencias religiosas, mi profundo y humano encuentro mutuo también con poetas vascos así mismo sacerdotes, y cómo ello demuestra, sin más, que la poesía rebasa las creencias y las opiniones. Como limpio canto y expresión sencilla de la altura, del río del misterio en nosotros y en todo cuanto es.
Y me vienen a la mente las palabras de José Luis Hidalgo:
Sólo quedan los ojos que preguntan
en la noche total, y nunca mueren.

Mambrino, como de sus orígenes, padre milanés, perteneciente a una familia originaria de Florencia, y, antes del siglo XV, de Andalucía, madre de la Champaña, con antecedentes de Alsacia, nacido en Londres donde vivió hasta los siete años, una gran Europa en sus venas, como él dice, habla así mismo de la diversidad de su poesía, y cómo en cada nueva obra suya intervienen novedades sustanciales respecto a las anteriores.
Como cuando dice: “Para presentar la totalidad de mi obra, de su manantial, su desarrollo, su espíritu, me gustaría servirme de una definición de Yves Bonnefoy, cuando nos recuerda lo que se dice de la poesía inglesa: “Comienza en una pulga y termina en Dios”, añadiendo que el movimiento de la poesía francesa va en sentido inverso, ya que “comienza en Dios, si puede, y termina en el amor a la cosa más cualquiera”.
Quizás por mis orígenes –afirma Mambrino– me parece que mi poesía anda en la confluencia de esos dos movimientos y que pasa de uno a otro sin cesar, y casi simultáneamente. Es lo que pensaba Jean Mouton cuando, para ilustrar esto, citaba dos “contraseñas”[13]:
¿Qué ausencia es esta
que les hace compañía sobre las colinas?

Una fuente que bebería 
de labios de tierra.

O también:
Un crisantemo blanco, 
en el umbral del jardín,
deslumbra a la muerte.

Como se ve, este doble movimiento aparece por todas partes. Pero mi poesía no es directamente religiosa –asegura Mambrino– salvo si se toma este término en el sentido original de “religare”: enlazar, juntar a todas las criaturas, ofrecerlas, transmutarlas. Lo que, sin duda, quería decir W. Stevens, poeta agnóstico americano, cuando definía al verdadero poeta como “sacerdote de lo Invisible”.
Y prosigue: “Toda poesía profunda es recogimiento, viaje hacia el Interior”, decía Novalis. Recordemos a Rilke: “Somos las abejas de lo invisible. Libamos locamente la miel de lo visible para acumularla en el gran panal de oro de lo invisible”. Tal es mi horizonte perpetuo”.
“Quiero añadir un último punto importante, sirviéndome de una comparación de Auden, sacada de los personajes de La Tempestad: Ariel y Próspero. Existen dos poesías, la de Ariel y la de Próspero. Ariel está fuera del tiempo, ninguna pasión en él, ningún dolor, es la Poesía pura. Sería fácil dar numerosos ejemplos en todas las literaturas (Góngora, Herrick, Campion, Mallarmé). Próspero introduce la pesadumbre, el infortunio, la desdicha, las heridas…
Pero debe liberarse de ello: “A Poem starts in delight and ends in wisdom”. (Frost). Y al revés, diría yo. Un poema comienza en el dolor, en la noche y acaba en la serenidad. Las tinieblas, además, pueden estar en el medio. Sólo Próspero es el único capaz de unir las dos poesías.
Yo siempre he intentado esto en cada una de mis obras. Como afirmo en La Odisea desconocida:
“La vida tan larga como una jornada, del alba a la caída de la noche. Sus miles de millones de acontecimientos (visibles o interiores) mezclando lo peor y lo mejor y lo ordinario, en pocas palabras. Hace falta la poesía. No “pura”, salvo en destellos. Sino por el contrario, grávida, mezclada, formada por todos los tonos, por todos los ritmos, como los momentos de la existencia cogidos al vuelo del devenir. Oscura o clara, según. Yendo, con sencillez, al misterio. Sin perder por el camino el Canto que nace del soplo”.
Ciertas siluetas llevan sobre sus hombros
el tiempo con suavidad,
como un sendero al caer la tarde la lluvia del otoño.
Se visten en silencio el dolor
del mundo. ¿Has visto acaso esa vieja mujer
que llevaba de la mano un niño, su cabecita
levantada hacia ella? Sus miradas, al cruzarse, 
se pasan la misma aurora. Vejez e infancia
huérfanas. No se sabe cuál alumbra a cuál.

Así se propaga la vida.

Su sentido e intención, el carácter trascendente de su poesía, el don de la luz ultramontana de su mirar, del sesgo imprevisto y sencillo a un tiempo, el puro hallazgo continuo de su hacer poético, la precisión como verdadero lenguaje del poema. Como una luz que viniera de la sobrenoche es leer a Jean Mambrino.
Su don de la proximidad y de la lejanía, en cada criatura, cuando de lo más humilde, lo más leve y lo más elevado erige el cuerpo único del ser, elevado a misterio, no descendido del misterio, de cuanto toca nuestra mano llevada de su mano.
Llevado él mismo de su afinadísima mirada, acuerda, afina, tañe el instrumento musical del mundo, del silencio, a otro orden de cosas, demuestra mi viejo aserto de que somos del tamaño de nuestra conciencia. Como la brisa en las aguas que descienden, sin adjetivo alguno, en el fondo de la noche, en el trabajo del corazón, del suspiro. El anhelo del horizonte, desde el fondo de la materia, en su función.
La poesía de Mambrino, como la verdadera poesía, forma parte del prodigio, de nosotros, es irradiada e irradia desde el fondo de la materia y, sobreviva o no, rebasa la vida. Y contra eso nada ni nadie puede nada.
Una conciencia que todo lo atraviesa: la luz, la oscuridad, la tierra, el aire, la presencia, la ausencia, la música, el silencio. Sólo la palabra verdadera se habita, se atraviesa a sí misma, se rebasa a sí misma.
Una mirada que viene del fondo de los tiempos y va al fondo de los tiempos.

Se diría que los árboles, la noche,
sueñan por encima de las rosas,
murmurando lo que les confían las estrellas,
y que al despertar olvidan,
cuando a su vez las rosas
se duermen, con un sueño ligero,
una siesta de sol, de las que los aromas
sueñan de lo que ellas han aprendido.

Mambrino se confirma aquí, en Como un viento de rocío, como en todas y cada una de sus obras, como uno de los más claros y ejemplares testimonios de corporeidad del espíritu y espiritualidad de los cuerpos, más que del espiritualismo, dentro de la poesía no ya sólo francesa o de la segunda mitad del siglo XX, sino de la poesía universal, de la poesía que trasciende todo tiempo y lugar. Más allá de toda posible taxonomía o hermenéutica, de todo estamento, de todo posible espíritu parcial del hombre, de toda fe, de todo proselitismo, de toda territorialidad, y en su punto justo, más allá de toda pura pureza, y hombre ante todo, más claro y alto ejemplo natural de la conciencia humana.
Delicado e intangible, Mambrino surte, en el sencillo edificio del misterio, hecho gesto y hombre, en el flujo de cristal de la mañana. Mientras fui hombre nada más pude hacer que eso, podría decir el héroe anónimo de sus poemas. Usted, yo, todos. Compañero habitual del infinito, es compañero de lo mínimo también, y de esa suma fraternal sale su tamaño, encarnado, protagonizado en un cuerpo que anda el camino de todo cuanto ve y vive. Dar esa forma al viento es viento mayor, interno, viento querido, voluntario, en cuanto aprende y enseña. Y pues anda inclinado sobre todo, y emergente, hay que seguir los pasos del que vuela. Los pasos sin sombra, sin medida, de algún cuerpo hecho hombre, y de su historia de todos.
Como quien recoge los maduros racimos bajo el sol que los fundó, junto al sudor y esfuerzo, y el buen hacer, así se vendimian en el placer conjunto, compartido, los racimos de palabras en buena formación, orden, forma, aroma y sabor, el tacto y el color del cuerpo, en crudo o en el futuro vino, de la buena palabra de Jean Mambrino, hecho fruto del manar de la luz sobre las viñas, como una larga y dulce y silenciosa lluvia iluminada de misterio.
Como del aire surcado de infinito, de secreto y pasos, es el corazón del mundo, noche y día, hecho trabajo en el corazón del hombre, latido en gozo y padecer.
Así arde suave y redonda y ardorosa la palabra de la mano de Mambrino, juego perfecto de la tarde, al precipitarse del día la noche, la noche del día, como un fruto maduro, como la fuente que no cesa, y el accidente de la fuente, en el canto del mirlo.
 De esa maduración de los frutos del mundo, sean luz o tiniebla, ruedan los poemas del mundo en Mambrino, suaves y profundos como los ríos del ocaso en la belleza, en las criaturas mínimas, anónimas, en el costoso tamaño del hombre.
Como en el verdadero canto del silencio, Mambrino no está delante, está detrás de todo, oculto, entre bambalinas, dirigiendo la obra, la escena, la función, y hace tan sólo un pequeño signo con la mano. El poema.
Y salva al aire, pues le condena a una aventura superior.
Más allá de la musculación, la furia o el ruido, la organización, el reinado, el gesto rutilante, el poder o la velocidad, la verdad se oculta candorosa, entre la hierba, desde el inicio de los tiempos, como una leve brisa.
Sólo hay que respirar la vida y la muerte para respirarla.
Armado de tan sucinta e ilimitada munición desarma al mundo su palabra con la precisión, con la transparencia del misterio.
Cada ser al que le ha sido dado aparecer en los caminos de la tierra, nadie sabe cómo, nunca posee el secreto de su aparición ni el sentido que ello pueda tener, ni el sentido de su deambular o de su próxima desaparición.
De esa radical incertidumbre unos tienden a unas propuestas y otros a otras, unos con más vehemencia y otros con menos vehemencia, con más seguridad o menos seguridad en sí mismos o más o menos respeto a los que no creen en lo mismo que ellos creen. De esa aventura inalcanzable que cada cual creerá o no creerá, o inventará, sumido en el fondo de su condición, sí hay, sin embargo, una cosa incuestionable y cierta. La poesía de Jean Mambrino es una emocionante versión del hombre, y de la elevación del hombre, y de la tragedia del hombre, y de las criaturas todas del mundo, y de la asunción de lo real. Una poesía que sobrevuela, que rebasa claramente las creencias humanas, valgan lo que valgan y vengan de donde vengan, y es la pura excelencia siempre –aunque se le privara, amputara de esta o aquella fe o parcela de la conciencia humana– en la pura unión de los corazones humanos, en la pura unión de sus partículas.
Por ello, hombres como somos todos, y abocados a nuestra dimensión y naturaleza, a la constatación de la belleza y el desastre, de la delicia y el castigo, todo me hace decir: Mambrino o la alegría dolorosa de habitar un hombre que merece un dios que le merezca.
Porque el misterio estriba justamente en que la poesía va más allá que sus palabras, como el hombre es más que la suma de sus actos o la suma de sus partículas elementales. La diferencia es justo lo que nos escapa, lo que nos rebasa y demuestra que la vida es mayor que la realidad.
Como los días y las noches, como los cuerpos llegan y desaparecen, así es clara y ligera, y profunda en el misterio, como la vida, la palabra en Mambrino. En el gozo y el lamento mezclados. Y así la has de respirar. Leve como un suspiro, como la lluvia en los atardeceres. Mas sabiendo que, tras ella, nada será ya como antes.







Las palabras que se aman[14]

Carlos Aurtenetxe


Prologar el infinito no es posible.
Pues me ha sido encomendado el honor de intentarlo, prologando a Jean Mambrino, y en obra tan ilimitada como él, cual es La contraseña, expresión misma de ese ser atravesados por el infinito, de parte a parte, de ese darnos, ofrecernos a ello, que siempre he pensado es la verdadera poesía, démonos pues a ese dulce fracaso adelantado de intentar lo imposible. Abrir la ventana a todo: a la noche y al día que le sigue, y viceversa.
A la incandescencia del ser que habita a Jean Mambrino. Y se torna palabra. La contraseña. Aquella palabra secreta, convenida, para poder franquear el bastión de la noche.
Pues si prologar el infinito es imposible, nos es dado el vivirlo. Y el morirlo. Y el respirarlo, en el misterio. Y en la palabra que lo dice, con precisión. Porque el misterio sólo debe ser dicho con precisión.
Mambrino, como de sus orígenes, padre milanés, perteneciente a una familia originaria de Florencia, y, antes del siglo XV, de Andalucía, madre de la Champaña, con antecedentes de Alsacia, nacido en Londres donde vivió hasta los siete años, una gran Europa en sus venas, como él dice, habla así mismo de la diversidad de su poesía, y de las novedades de cada una de sus obras respecto a las que les preceden. Y, en concreto, de la obra presente, asegura: “La contraseña, como surge con absoluta evidencia, es una cosa totalmente aparte del resto de mi obra. Ni grupo de haikus (si sabemos de qué estamos hablando), ni aforismos (a causa de la continua presencia de imágenes), conforman un libro total que se puede manejar en todos los sentidos, leerse de abajo a arriba, de derecha a izquierda, de delante a atrás o a la inversa, de forma centrípeta o centrífuga, indefinidamente. Roger Planchon (que lee todo lo que se puede leer en poesía) me ha dicho: “¡Has escrito 100.000 miles de millones de poemas, es un libro sin fin!”. Me siento orgulloso y feliz de que haya dicho eso, ya que tal era mi secreta ambición, y era consciente de darle cumplimiento al escribirla. Cada “contraseña” se apoya, de forma visible, en la transparencia del espíritu. ¡Y si tratáis de ponerle la mano encima se escurre como un lucio!”.
Mambrino, que parecería el símbolo mismo del espíritu, y lo es, más que del espiritualismo, alcanza sin embargo el don, el poder de subyugar, a través de la corporeidad, de la sensualidad de las pequeñas criaturas, de un panteísmo luminoso pero deudor, a un tiempo, de la tiniebla del misterio que desfila en todo y en todo momento, bajo una ley de ataduras, juegos y contemplaciones, nimbada de presencia. Como una fluencia, como una proclamación exultante de lo inevitablemente existente más allá del significado, más allá de la ausencia. Como una silenciosa e irremediable explosión de existencia en cada límite de cada partícula de cada cuerpo de la totalidad en cada sencillo ser de la complejidad de la mañana.
Como dice Mambrino, en La penumbra de oro:
Sólo lo que se llama poesía puede tejer
el hilo que une lo vario a la unidad.

Mozart lo dice de otro modo:
Busco las notas que se aman.

Así persigue Mambrino las palabras que se aman. Su reino secreto, sin fronteras. Como una larga, lenta destilación entre tierra y cielo. Como una decantación en la que el agua, al fin, recobra, con el reposo y el tiempo requeridos, su claridad, su transparencia, y vemos, de repente, a través de ella.
Así, las palabras, las “contraseñas”, no son sino gotas de lluvia iluminadas, en la noche, ilimitadas, que empapan el fondo sin fondo que nos cubre, sin protección alguna, por dentro de los cuerpos.
Como dice Julien Green, “Mambrino, en sus obras, posee el sentido de lo invisible escondido detrás de lo visible”.
Misterio: cada poema de Mambrino es una parte de infinito. En cada poema de Mambrino está todo el infinito, cabe todo el infinito. Como en cada gota de lluvia, en cada poema de Mambrino, en cada “contraseña”, están todas las leyes del infinito.
¿Cómo se puede traducir
en una lengua desconocida?

Como la realidad traduce a la realidad. Como la poesía traduce al hombre, el hombre a la poesía. Como un suelo transparente que sostuviera nuestro paso sobre el abismo, vértigo puro, y de repente se esfumara, es la conciencia, la realidad. Mas no por lo que finge, por lo que esconde, sino al contrario, por lo que revela. No por lo que no es sino por lo que es.
Entre lo más próximo y tú
sólo un imperceptible rumor.

A modo de alfilerazos, de fogonazos de conciencia, a través de cuatrocientos dísticos, al viento, un mapa sin fronteras donde todos los países emergen y se esfuman como todo cuanto es, todos los rostros habidos y borrados de cada uno de nosotros en cada punto de la vida, más allá de todo.
Sin quebranto, o desvío, o confusión, o disminución posible, por la limitación de nuestras manos, de la entereza que fue la nuestra, en cuanto fue, en nosotros, intención y aventura irremisibles.
De cada angulado escorzo, de cada vuelco de la idea, de cada guiño de la inteligencia queda, de súbito, al descubierto, al levantar la piedra de la ruta de lo normal, de lo cotidiano, formulado el prodigio, bajo la misma sencillez. Lo ordinario y lo extraordinario siempre se están tocando. Son contiguos. Coexisten. La opacidad se troca en transparencia.
Es conceder al hecho más mínimo, más humilde, el orden atmosférico, más aún, universal. El orden fragmentario a la totalidad, la totalidad al orden fragmentario. Del giro de aquel viento irreversible de la conciencia, prendido un instante en el espino, restituir, a todos los efectos, la verdad del instante, simplemente.
Ese camino ya trazado
que tus pies inventan.

Mas, como dice Mambrino, como aparece huye. No es objeto de posesión. Nos resbala en las manos. Sólo hay que verla pasar. Y saber que la has visto. O que la has entrevisto.
Lo inaccesible:
lo que la mano roza.

Como dice Mambrino, en cada una de sus palabras:
Escribe para los ciegos, los agonizantes,
los pájaros.

Los recuerdos
son un pasado que espera.

Unos años, unas horas, y después nada.
¿Qué ha pasado?

Es la sombra del otoño
la que pesa en los frutos.

Su palabra procede como un viento en las alas que hace volar a las aves más alto, como un viento en el velamen que lleva a la nave más lejos.
Una pradera de un verde tan profundo
que anuncia más que la vida.

Esta mano pronto fría escribe
aquello que cada cual es el único en saberlo.

En esta obra singular todo cabe y todo está, cual la realidad misma y lo que la rebasa.
Se diría que trabaja dentro del árbol
alguien que duerme.

Como en la palabra, como en la confusión de la maleza, tratar de hallar la ruta. Al cabo, sólo al despojarnos de todo nos ofrecemos, nos damos todo, del todo.
Conociendo a Mambrino, conociendo al hombre, y su misterio, he conocido al poeta. Conociendo al poeta he conocido al hombre. Es decir, a la poesía. Creo que de eso se trataba. Allí donde hombre, obra y vida son un mismo cuerpo habitado.
Como el río, dar curso a cuanto es. Como el hermano, repartir los dones, el pan, dar cuanto se tiene. Dar una oportunidad a lo esencial.
Encontrar, al fin, el tono de la vida.





                                                

HOMMAGE À


JEAN


MAMBRINO




[Fundación Segundo y Santiago Montes. Valladolid, Espagne, 25 novembre, 2010]






Florence Delay
(Académie Française)


[Merci, cher Carlos Aurtenetxe, pour ces deux beaux livres que vous m’avez fait parvenir avant l’été. Je me réjouis que Jean Mambrino ait trouvé en vous un poète fraternel. Voici les quelques lignes demandées par son ami Bernard Ponty, à lire le 25 novembre à Valladolid. Je serai de cœur avec vous ce jour-là. Bien à vous.]

Jean Mambrino, Valladolid, 25 novembre 2010

Pendant le tournage de son film Procés de Jeanne d'Arc, l’été 1961, le cinéaste Robert Bresson souhaita présenter à son ami Jean Mambrino la jeune inconnue qu’il avait choisie pour interpréter Jeanne. C’était moi, et je garde de notre première rencontre un souvenir effarouché. Ce pére jésuite, en effet, semblait connaitre un moment secret de ma vie qu’il jugeait fautif, et il suggérait que je m'en délivre par une confession, afín d’entrer plus pure dans le rôle qu’il m’était donné d’interpréter. Je déclinai son invite avec l’ardeur de mes vingt ans. Ainsi commença notre invisible amitié.
 Je le rencontrais le plus souvent au théâtre. Son visage s’éclairait en me voyant d’un sourire dont la douceur me pénètre encore. J’étais absoute et reconnaissante. Je lisais ses critiques, partageais ses goûts, ses avis. Après, plus tard, je découvris le poète. C’est lui désormais que j’écoute et qui me fait converser avec ses paysages intérieurs.
 Comme pour tout poète « de veras », on peut lire Jean Mambrino sans rien savoir de l’homme, mais on ne tarde pas à saisir sa double appartenance à la poésie et à la religion dont il fait un seul accord. Cet accord le rapproche dans mon esprit du grand frère anglais qu’il a traduit, Gérard Manley Hopkins, jésuite et poète comme luí.
 L'appartenance plénière à la création de Dieu comme à celle des hommes m’apparut dans son recueil L'Hespérie, pays du soir. Des poèmes « traduits du silence » et des paroles choisies de ceux que René Char appelait « les alliés substantiels ». Jean Mambrino attire parfois dans sa famille ceux qui n’en font pas partie, non par un coup de force, mais par un coup de grâce. Il fait du poème un état de grâce et de la prière un poème. C’est un généreux.





Marie-Claude Char


[De la part de Marie-Claude Char à Carlos Aurtenetxe : Ces quelques lignes d’hommage à Jean Mambrino où la voix de René Char mêlée à la mienne expriment affection et admiration. Bien cordialement à vous.]

Mon ami, Bernard Ponty, me demande de vous adresser quelques lignes d’hommage à Jean Mambrino.
Ces derniéres années, J’ai eu la chance de rencontrer Jean Mambrino à París. Son sourire, son regard, ses gestes, tout exprimait chez lui 1’amour, la générosité et le désir de partage.
Lors du centenaire de la naissance de René Char en 2007, nous avons pu entreprendre ensemble un voyage à Strasbourg où Jean a montré toute son émotion en évoquant l'amitié et l'affection qu'il portait à René Char. Mais pour parler de Jean Mambrino, poète, il me semble ríen de plus juste que de redonner la parole à René Char au travers des mots écrits durant leur longue conversation souveraine de 1951 à 1984 :
« Cher Jean, votre amitié est comme l’arbre qui donne au peintre des fruits impérissables. Vous possédez la poésie et la poésie vous possède dans une verticalité en éventail toujours plus souveraine.… Vos poèmes sont toujours proches de ma main et sous mon regard.... Vos derniers poèmes (Janv. 52) ont une chair et une spiritualité à la lumière desquelles je suis profondément sensible. Ondes, accompagnement, imprégnation.... La réunion de vos poèmes dans un livre (nov. 79) qui est à la fois navire et rivage, le bleu de l’aile de l’oiseau suzerain sur la vague aérienne, me touche infiniment. Ce que vous aimez compose la meilleure poésie qui soit, puisque vous y apparaissez comme par miracle sur tous les chemins terrestres et dans 1’immensité des choses et des objets victorieux le temps d’un regard et d’un cœur accordés. Bonne soif! Longue existence ici! votre ami René Char».

Enfin je terminerai par cette phrase de René Char envoyée en 1980 à Jean: «Comme dans tout poème, dans les bras du ravisseur, il y a l’imprenable».

Novembre, 2010.






Claude Dandréa
pour Jean Mambrino


Je me réjouis, avec tous les amoureux de la grande poésie, de l’hommage rendu à Jean Mambrino à l’occasion de la traduction espagnole de ses deux recueils, Le mot de passe et Comme un souffle de rosée bruissant.
L’œuvre poétique de Jean Mambrino est l’une de celles qui embrassent tout le créé, dans son adhésion totale à la vie sous toutes ses formes. Merveilles des spectacles de la nature, déchirante beauté de la face humaine, stupéfiantes réalisations de l’esprit humain… Mais aussi compassion pour tant d’êtres qui souffrent sans savoir pourquoi et que le poète évoque avec une tendré délicatesse.
Il émane de cette poésie, si variée dans sa forme, si riche en réussites verbales, comme un grand hymne au Mystère que seul peut approcher un regard de foi, confiant dans la miséricorde du Créateur.






François Cheng



La poèsie de Jean Mambrino

Quand je pense à la poésie de Jean Mambrino, deux mots essentiellement me viennent à l’esprit : clairière et lumière. Deux mots rimant entre eux certes, mais unis par un lien plus profond, car la lumière en question n’est point rayon luminescent projeté du dehors ; elle irradie toujours à partir d’un foyer secret, ce Vide au cœur du charnel où se meut le souffle vital, où l’éclat est à même d’advenir.
On y accède par un long cheminement à travers la forêt obscure que constitue la vie humaine aveuglée par l’habitude ou la souffrance. La lumière qui jaillit alors est une épiphanie, dans laquelle la vie se révèle à chaque instant comme un don, que chaque poème, à son tour, révèle dans sa fraîcheur de matin du monde.
Oui, chaque poème de Jean Mambrino est une épiphanie et une révélation que le poète offre avec ferveur, au fur et à mesure qu’il avance sur sa route. Sa poésie est célébration dont la scansion est faite de respiration rythmique et d’échos sans fin. Tout lecteur est invité à accueillir ce que désignent les mots et les vers, mais plus encore ce qui, tel un reflet de lune, résonne ou scintille entre eux.
 Clairière de l’âme, clarté du chant.
4 juin 2002.





Paul Valadier


[Ci-joint un petit hommage à Jean Mambrino, que m´a demandé Bernard Ponty. Bonne célébration de notre poète. Paul Valadier].



Jean Mambrino

De Jean Mambrino, on connaît surtout le poète; délicat, sensible, au verbe prenant, à la langue magnifique. Dans cette poésie, tout lecteur sent le souffle mystique de l’homme, du chrétien, du jésuite, non pas commc une inspiration imposée ou factice, mais comme l’expression d’un homme de foi qui avec la pudeur nécessaire dit son cheminement, sa recherche, ses découvertcs admiratives, ses moments de trouble ou d’incertitude. A coup sûr cette profondeur toute en surface de son style marque une œuvre de maniere originale et tout à fait personnelle, au sein des productions actuelles, et s’en détache par son refus de tout formalisme et de toute mauvaise abstraction.
Mais on connaît sans doute moins le Mambrino amoureux de théâtre et de littérature. Nommé au collège de Metz, encore jeune jésuite, Jean monta avec ses élèves des pièces de théâtre, selon la belle tradition de la Compagnie de Jésus qui comprit très tôt l’importance du corps, de l’expression, de la relation, du maintien, de la mémoire dans toute éducation humaine et chrétienne digne de ce nom. Jean excella dans cette tâche de metteur en scène: il sut éveiller chez nombre d’élèves des ‘vocations’ pour la scène (Koltès), ou en tout cas susciter des amoureux du théâtre. A la revue Etudes, dont il fut tant d’années un collaborateur assidu et fécond, Jean tint avec brio et passion la chronique de théâtre. Soir après soir, il arpentait les salles, nouait des relations chaleureuses, avec des acteurs, des metteurs en scène; il entretenait avec les plus grands des complicités d’artiste, et comment ne pas évoquer la mémoire de Roger Planchon avec qui il lut occasionnellement des poèmes sur scène. Ou encore celle de l’un de ceux qui ont redonné au théâtre son enracinement populaire, Jean Dasté.
A quoi il faut ajouter un amour passionné pour la littérature. Jean écrivit ses meilleurs articles pour ouvrir les lecteurs d’Etudes à des auteurs peu ou mal connus. Il ne se limitait pas à la seule littérature française, mais il sut ouvrir les esprits à la littérature d’Amérique du Sud, tant de langue espagnole que de langue portugaise. Il ne pouvait ignorer sa naissance londonienne, et il initia beaucoup de lecteurs aux plus grands écrivains et poètes de l’univers anglo-saxon, y compris à travers des traductions, celles célèbres du jésuite anglais Gerard Manley Hopkins ou celle de Kathleen Raine. Son talent de pédagogue lui donnait d’aider son lecteur à deviner les arcanes les plus cachés ou les plus secrets de ceux qu’il commentait toujours avec passion, et avec un souci permanent de rigueur, de justesse. Certes, comme tout grand critique, Jean a eu ses préférences et ses refus, mais par respect et peut-être par pudeur, il préférait ne pas écrire sur ceux qu’il jugeait de peu d’intérêt.
On ne serait pas complet si l’on n’ajoutait pas encore son amour du cinema sur lequel aussi il à beaucoup écrit. Poésie, théâtre, littérature, cinéma, il n’est aucun de ces arts que Jean n'ai suivi avec cette fougue que ses amis connaissent et admirent en lui. Fougue qui l’a toujours tenu en éveil pour découvrir et faire connaître des talents nouveaux, en éveil aussi pour présenter ceux et celles que la mode ou le conformisme ont trop vite enterrés. Et comment le créateur qu’il fut n’aurait-il pas été sensible à quiconque est lui-même créateur, et par là même honore à travers ses talents et ses oeuvres le Créateur et l’Inspirateur de toute beauté?






Claude Tuduri


[Voici quelques lignes sur Jean Mambrino. En vous souhaitant une très bonne soirèe d´hommage à Valladolid. Claude Tuduri].



Hommage à Jean Mambrino


Né en 1923 dans un milieu cosmopolite, marqué par la poésie anglaise, Supervielle, René Char et la littérature mystique, Jean Mambrino a su construire une œuvre abondante (une vingtaine de volumes), originale et forte. Jésuite, il a longtemps enseigné l’anglais et le français dans les collèges d’Amiens et de Metz tout en y animant aussi avec passion des ateliers de théâtre. De nouveau à Paris, depuis 1968, Jean Mambrino a assuré pendant quarante ans la critique littéraire de la revue Etudes.
Du Veilleur aveugle (1965) à Grâce (2009), la poésie de Mambrino recense avec admiration et une grande diversité de tons les splendeurs inépuisables du cosmos et de la mémoire, célébrant avec mille images et mille dépouillements leur lutte et leur réconciliation. Le langage poétique ouvre aux jeux infinis d’un Verbe qui veut l’accomplissement de tout l’homme dans la joie partagée d’une parole unique. Par eux, le parti pris des choses devient exorcisme de l’accessoire et avènement de la divine liberté que l’homme a reçu de pouvoir nommer le monde et l’être.
Si la nomination de ce qui demeure passe par des lieux propres à l’imaginaire du poète, ce dernier s’épanouit d’abord dans la contemplation des éléments premiers du monde –la terre, l’eau, l’air et le feu– éléments jamais plus parlants que lorsqu'ils découpent une géographie à la fois symbolique et réelle : la clairière et la forêt, la mer, les arbres et le sable, l’abîme et l’horizon, des paysages maritimes et minéraux, les microcosmes de la vie animale et végétale. La ville et les relations humaines ne sont pas mises en sourdine dans la poésie mambrinienne mais dans la plupart de ses recueils, excepté L'odyssée inconnue et surtout La saison du monde, ils apparaissent dans la réfraction d’un univers redonné à l’aura de son origine, un univers qui réclame le langage de la poésie, «un langage silencieux qui efface ses propres traces, pour qu’on entende ce que les mots ne disent pas».


Claude Tuduri, sj pour la revue Etudes







Bernard Ponty


[À Carlos Aurtenetxe. Pour l'hommage à Jean Mambrino du 25 novembre 2010 à Valladolid].

Lorsque j´ai annoncé à Jean Mambrino que Carlos Aurtenetxe souhaitait traduire en espagnol ses deux ouvrages : Comme un vent de rosée bruissant et Le môt de passe, nous devions déjeuner Jean Mambrino et moi, avec Marie-Claude Char, à qui il avait souhaité transmettre les lettres qu'il avait reçues de René Char et d'autres poètes célèbres.
Grâce à Carlos Aurtenetxe et à Jean Mambrino, ces deux événements sont demeurés à jamais liés parce qu'ils m'ont permis d'être un témoin privilégié de la fraternité des poètes, quels que soient leurs univers et leurs itinéraires personnels.
J'ai eu, en effet, au cours de ce déjeuner, la chance de tenir dans mes mains, et de lire, quelques unes des lettres que Jean Mambrino avait reçu de René Char, d'André Salmon, de Reverdy et bien d'autres poètes et je n'avais jamais rien lu de plus beau... Au point que, lorsque Marie-Claude Char et Jean Mambrino m'ont demandé de leur verser à boire, j'ai versé beaucoup de vin, en dehors de leurs verres...
Mais, à Paris et à Saint Sébastien, j'ai eu une autre grande chance puisque j'ai assisté à la naissance d'une indéfectible amitié entre Jean Mambrino et Carlos Aurtenetxe.
Lorsqu'est venu le moment où les difficultés de la traduction devaient être résolues par un intense dialogue entre Jean Mambrino et Carlos Aurtenetxe les amis qui les entouraient, Félix Maraña (l'éditeur), Jon Obeso (poète et romancier) et Ana Belaisch, ont eu, comme moi, le sentiment enthousiaste que procure la découverte de la vraie Realité. L'effort du traducteur de ne pas trahir les intuitions de son auteur et les subtilités de sa vision, leur ont donné la certitude d'entrer dans les révélations mystérieuses de l'expérience poétique, d'écouter “la petite musique” des choses et le chant profond de chaque être.
Carlos Aurtenetxe sait bien que je n'écris pas “chant profond” par hasard, puisque c'est le titre d'un magnifique recueil d'articles de Jean Mambrino, sur les auteurs qu'il aima.
C'est ainsi que, parfois, la prose se charge de nous faire entendre les secrets de la poésie, comme l'affection tranquille ouvre les portes mystérieuses du cœur, et que l'hommage au grand poète qu'est Jean Mambrino nous unit, à Valladolid, dans la même fraternité.
Merci à la “Fondation Montes”.
Merci à vous tous.






Isabelle Peaucelle


Attention! C’est «d'estime» que je vais parler, avec ma plus haute admiration, de l’éternel jeune homme, enthousiaste, émerveillé par la beauté, par la bonté de la création, des livres, si familiers de lui-même que leurs auteurs en sont devenus ses intimes, de ses poèmes tissés à l’aune de son existence, le conduisant de recueil en recueil vers l’âge le plus avancé, de ses traductions qui l’emmènent vers les rivages de ses frères d’autres univers, de la rencontre faite avec chacun d’entre nous, sur les sentiers du monde qu’il a lui-même si souvent arpentés....
Vous l’aurez compris Jean Mambrino est tout ouverture et ne cesse de nous étonner par ses multiples rebonds, sachant se faufiler dans chaque interstice pour mieux nous amener vers plus grand, vers le toujours meilleur. Il aime la vie, il aime les mots qui disent la vie, mais plus encore, Jean Mambrino aime les personnes qui vivent les mots de la vie et les accompagne dans le pays où chacun est préféré ; voilà cette contrée que m’a fait découvrir le professeur, l’ami-poète de mes tendres années, me donnant ainsi de traverser joies et larmes, se révélant transmetteur de génération en génération.
Rien n’arrête Jean Mambrino, ni le temps, ni l’espace; il s'envole de saison en saison, entouré de ses amis, grands et petits. Et chacun se souvient des heures qui s’inventent en sa présence, ne laissant que la marque indélébile et originale qui relie tous ceux qui le connaissent.
Si, aujourd’hui, l’homme n’est pas présent, il n’en est pas absent pour autant. Témoins en sont les livres qui le représentent, un peu. Ses livres, tout comme ses amis, ont été portés, chéris, aimés, pour nous livrer le cœur de son cœur, pour nous aider à recevoir la lumière qui s’échappe de ses yeux de voyant : son écriture est devenue le reflet de son regard, elle est claire, comme si son travail avait été de s’effacer pour dire, pour laisser dire la transparence du monde. Son écriture est généreuse et chaleureuse ; elle ouvre le cœur et on y sent le sien. Elle réchauffe aussi, elle sent le bien, elle sent le bon ; elle a le bon-heur de la simplicité qui tombe, juste, dans le cœur du lecteur. C’est là où l'auteur et le lecteur se rejoignent, dans cette même communion, avec les yeux du monde.
Mais le poète est fragile, son cœur de cristal exposé à tous les rayons, brille si fort, si généreusement qu’il en est de plus transparent et la lumière qui le traverse de toutes parts le rend encore infiniment plus clair, plus précieux parce que seul reste l’essentiel, l’unité du monde, riche de toutes ses diversités.
Tant de vies en quelques années, tant de joie vécue grâce à vous, Jean; soyez-en remercié parce que longtemps vivra votre œuvre qui en dit si long sur l’homme, humain, que vous êtes toujours.




[1] “Del que reconocerá su letra en el sobre...”.

[2] Florence Delay utiliza la expresión “de veras” en su texto en francés. Como buena hispanista.

[3] N.T.: Como traductor al castellano de la frase de René Char quiero hacer observar que “ravisseur” en francés significa el que rapta, y el que arrebata, y el que seduce con encantamiento. Esta multiplicidad de significados no se da en castellano. Me parece significativo el sentido con el que René Char parece asociar tal palabra, y acaso con algo de la suma de todas sus nociones en francés, con el acto del poeta al crear el poema.

[4] N.T.: François Cheng, al hacer la observación de que “claro del bosque” y “luz” riman, naturalmente, hace referencia a que riman en francés (clairière y lumière).

[5] N.T.: Jean Mambrino con la palabra “entende” expresa en francés “oiga” y “entienda”. Aquí pongo “oiga” porque se está refiriendo a un lenguaje silencioso, ya que en castellano no se pueden expresar los dos significados con la misma palabra.

[6] MAMBRINO, J.: Le Veilleur Aveugle, París, Mercure de France, 1965, 110 pp. Reedición en Librairie Bleue, 2002.


[7]JEAN MAMBRINO, Clairière, Desclée de B., París, 1974, 120 pp., en Garamond 14. Al mismo tiempo, fin del 74, Mambrino publica también otro volumen de poemas anteriores, Le Signe du Feu (Les Editeurs Français Réunis, París, 86 pp., 13 x 10. Y una espléndida antología, La poésie mystique française, Seghers, París, 314 pp.

[8]Desde este momento nos sumergimos dentro del poema y su léxico; cada párrafo nuestro interpreta un poema distinto parcial.

[9]Xavier Tilliete en una penetrante nota sobre Clairière publicada en Etudes, enero 75, habla de “la vie recluse en poésie” de este hombre de largos viajes y de intensa actividad, que es Jean Mambrino. La expresión es, sin duda, alusión velada a La vie recluse en poésie, libro maravilloso de poesía en prosa que Patrice de la Tour du Pin incluyó en su extensa Somme de poésie (Gallimard). Pero lo que había que buscar en La Tour du Pin es sobre todo 1a selva-bosque, la forêt: toda su obra está en esa forêt, que es a la vez los bosques en torno a su château de Le Bignon-Mirabeau, Loiret, y el bosque de sus sueños por donde vuelan “Les enfants de septembre”. Habría que revisar la Somme para encontrar allí también a la clairière –pero no convertida aún en el nuevo arquetipo, creado por Mambrino.
Sobre la obra toda de La Tour du Pin publicamos un ensayo en el próximo número de la revista Estudios de Deusto, de la Facultad de Letras de la Universidad de Deusto, Bilbao (edita Ediciones Castalia, Madrid).

[10]JEAN-CLAUDE RENARD, que ganó el Gran Premio de Literatura Católica en 1965 por sus espléndidos poemas religiosos Pére, voici que l’homme (cuya versión publicamos luego en Escelicer con el título La faz de oro), se ha ido retirando luego a una poesía sin el Nombre, como advertía ya en Incantation du temps, hasta llegar a su último libro Le dieu de nuit. Pero los completa esencialmente: es posible no usar siquiera el Nombre (de Dios y lo sagrado) haciendo un poema que todo él es revelación –de entrada a ese mismo Dios que no se nombra “por pudor”–. Yo siempre he pensado que en este sistema metódico de no-Nominación había algo ficticio; casi diría un cartesianismo de la imagen “químicamente pura” –sin su relación nombrada–. Si le falta el Nombre, le falta el carné de identidad –de la intención real profunda–; le falta aquel Nombre que Jesús vino a descubrir al mundo. Mambrino, aun sin nombrarlo, nos lo hace sentir cerca, con un temblor de espíritu, más allá de todo sonido. (Pero… el pudor nunca será pretexto al amor que quiere el Nombre, la presencia toda; al menos en esa posesión precaria que nos dan los labios.)

[11] Prólogo del libro de Jean Mambrino, Como un viento de rocío, publicado por Bermingham en 2009.

[12]  Se refiere a la edición de L’Oiseau-Coeur precedido de Clairière y Sainte lumière (Stock, 1979), que recibiría el premio Apollinaire (1980).

[13] Hace aquí alusión el prologuista a los dísticos que conforman la obra de Jean Mambrino Le mot de passe, traducidos como La contraseña.

[14] Prólogo del libro de Jean Mambrino La contraseña, publicado por Bermingham (San Sebastián, 2010).
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