jueves, 7 de mayo de 2015

RAUL GARDUÑO [15.891] Poeta de México


RAUL GARDUÑO CULEBRO 

Nació en la ciudad de México el 20 de noviembre de 1945; murió en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, el 27 de mayo de 1980. Poeta. Publicó sus primeros poemas en la Revista ICACH. Trabajó en la UACH. Colaboró en El Rehilete, La Cultura en México, Mester y Pájaro Cascabel.





Con uno solo de mis dedos rompo el muro de la noche
Rompo el recuerdo,
Rompo la amargura amarrada a mi cuello.
Aquí estas y vienen lagos.
¡Ah muchacha¡
Lagos de salvamento que me da tu cuerpo de delicia
Mientras salgo de cicatrices que se borran con manotazos de niebla.
Porque puse mi mano sobre tu carne como se pone la palabra sobre la lengua
Porque te di la hoja de vida que mastican tus dientes
Porque hablo de la rosa encerrada en tu rostro
Por eso,
Por eso no te extrañe si ante tantos copos de luna
Algo de mí cae sobre tus senos de oro enloquecido.
No te apure la danza
Cayendo en el cuarto como una mano de memoria.
Al pie de tu cabello siembro la antena del prodigio.
Juntos vemos pasar islas mojadas hasta el cuello
Huesos de aves que se levantan a duras penas
Sombras ceyendo como almendras
Tu boca abierta como un muro aniquilado,
Sábanas, mujer,
Sábanas como hojas de nube nos envuelven.
Ayer nos decia adios la papelera húmeda,
Que duerme entre letras abatidas.
Hoy vez el viento occidental que viene a nuestro lado
Pisando hojas,
Hoy vez a la gran ciudad como una barca sedienta.
Juramentos,
Mujer de cabello igual a una manta.
Juramentos contigo y con tu amor
Más pequeño y más grande que el mundo.





Para Antonio Coello Eboli

Apunte de Mar

Fatigada la mar del desacierto
en las aguas convulsas de la nave,
lanza el oleaje de su sueño de ave
sobre arenas ajenas al desierto.
Pasa la sal mientras el ojo abierto
instala salas del fulgor más grave.
Aquí no hay nadie, grita, ya no cabe
esconder el corazón de un pan despierto.
El silencio en la sed horrorizada
exhuda las lancetas de un estruendo.
Crece la tarde, en el fuego, la mirada
de un bosque de caballos combatiendo
al fondo de una perla fulminada
en el rayo de luz que se va hundiendo.





Porque puse mi mano sobre tu carne
como se pone la palabra sobre la lengua,
porque te di la hoja de vida que mastican tus dientes,
porque hablo de la rosa encerrada en tu rostro,
por eso,
por eso no te extrañe si ante tantos copos de luna
algo de mi cae sobre tus senos de oro enloquecido,
no te apure la danza
cayendo en el cuarto como una mano de memoria;
al pie de tu cabello siembro la antena del prodigio
y juntos vemos pasar islas mojadas hasta el cuello
huesos de aves que se levantan a duras penas,
sombras cayendo como almendras,
tu boca abierta como un muro aniquilado.
Sábanas, mujer, sábanas
como hojas de nube nevada nos envuelven,
ayer nos decía adiós la papelera húmeda
que duerme entre letras abatidas,
hoy ves la noche en un rincón como una muerte tonta,
hoy ves el viento occidental
que viene a nuestro lado pisando hojas,
hoy ves la gran ciudad como una barca sedienta.
¡Juramentos, mujer de cabello igual a una manta, juramentos
contigo y con tu amor
más pequeño y más grande que el mundo!
¡Alegría contigo, descalza en la salvación, alegría
en mis dientes que muerden tu hombro!
¡Párpado de agua, párpado de risa
prende la noche en tus establecimientos horizontales!




Del oído silencioso 

En tu cabello nació la flor de los encuentros,
tu cabello es la casa de la brisa,
tu cabello es el peso de la luna,
tu cabello se arrodilla para amarte,
tu cabello entra el canto de los ríos,
tu cabello hermoso golpea nuestra sangre
como si con un beso golpease nuestra alma,
tu cabello dará luz, alta luz
a un continente de ciegos.
Pues así, con la canción,
con la palabra fuera de uso,
con la ley equivocada en la disciplina del amor,
con la con que anuncia el tiempo
que nos queda para ser la rosa,
mis pies caminan llamándote.
Porque sin ti la vida
es un ataúd cotidiano,
porque sin ti no habrá palabras
para callar y olvidar tanto recuerdo.
Voy a seguirte llorando varias horas
hasta que el mundo entierre todos sus muertos,
en silencio, mujer, canción terrible,
siento bajo mis pies tu perpetuidad
mojándose de lluvia, ahogándose.
¿En dónde estamos?




Palabras de un muerto

En el centro de plazas desiertas se inaugura el silencio.
La ciudad sin nadie ha marchado a sus escombros
y ebria, ha caído en la alcoba de lo desconocido.
El miedo se descuelga de los edificios como un
bandolero alucinado.
Y ojos borrosos y números se hunden al fondo de su
cólera.

La ciudad…
Agosto camina con pies de fiebre en mi corazón,
Agosto pisa rosas encendidas en los huertos lejanos,
no sé si Agosto… Frases luminosas sobre mi cabeza,
torres de una sustancia amorosa entre mis dedos…
No me muevo. Ni mi soledad. Ni el calzado de mi ruina.

Solitario. ¿Quién soy? A nadie hablo ahora.
No me importan ustedes ni mi memoria es suya.
Es la noche entera como la sombra de su propia persona,
Son los silencios uniéndose a mis pasos en la gran
ciudad deshabitada

A nadie hablo. ¿A quién hablaría
Desde el desorden de cuerpos mutilados en las puertas de
la muerte?

Pero de pronto y lejano,
tomo con fuerza esa canción que a espalda de lo oscuro
va descendiendo hacia mi frente,
dejo que el sol tienda sus mantas al otro lado del mundo
mientras el bosque antiguo despierta en medio de la sangre
y va dejando sus manchas verdes en lo que fui.
¿En dónde anduve? ¡Qué rostro mío, a medianoche,
abrió los ojos en los parajes del espíritu?
¡Eternidad junto a mi piel
y otra vez la bandera de la profecía en los temporales del año!

Ahora tú, Ilusión,
podrías acomodarte de nuevo en mis arterias
y escuchar el sonido de la piedra
al caer sobre la música. Ahora
podrías recordar la ausencia de las aguas apartadas.

Mi voz se abría
en la profunda exclamación de los sueños:
era uno de esos días en que de pronto
ha entrado el otoño tirando puertas y ventanas
y empujando, más allá, hacia el crepúsculo,
las últimas frases de una conversación sin amigos
mientras llueve un poco
y el jazz se inunda bajo nuestro techo.
Andaba por ahí, bajo las luces
que apenas se encendían en el medallón de las horas,
frente a rostros desvencijados
y estatuas caídas en el arenal de lo ausente;
entré a un café donde la miseria derramaba perfumes
y quise tomar esa poca de vida
mientras la tarde subía por las escaleras adyacentes.
Entonces vino. Juntó mis manos
y dibujó una línea sobre el aire. Era domingo.
La muerte.

Allá me fui, con esas cosas deshechas,
y con el rostro en harapos, y ¿a quién llamar?
¡A quién decir esto no es cierto, tiren de mí,
éste es un barrio de locos?
La ciudad. Y el silencio en la cruz de su misterio.
Y la gran explanada de mi corazón. Y el vacío.

Desde aquí la señal
hunde su clavo en la piel de nadie.
Llueve en el sur de alguna ausencia,
llueve sobre la ciudad, sobre el escándalo del tiempo,
llueve,
y la lluvia demuele su claridad estatuaria.

En la ciudad vacía camino hacia ninguna parte
y hay una fuerte nostalgia en el muñón de mi caída.

(Las horas aprendidas, 1982)




Hallado en la sala de armas de un ciclón

Hoy trajeron el cadáver.
No hay nadie dijo el cadáver
dando la espalda,
acostumbrado a vivir.

Alguien llegó con un lienzo, con una esponja,
con una tinaja de sangre.

El viento golpea como nadie.

Una niña que apaciguaba gatos
huyó cuando tosían detrás de una puerta.

Ansiadas blanquecinas
descifraban gaviotas en el ataúd
y depositan envíos de bestias a las caravanas.

Arden los valles.

El viento golpea como nadie.

La casa para decirnos que se derrumba.

Un chamuscado que pasa
lleva su silencio de niguas
en el perro de su sombrero.

Se abren las luminarias.

Se abre el mundo
Como un fenomenal hocico invisible.

(El recinto donde duerme el oro, 1982)





Sepulturero…

Sepulturero: se sale de madre
la canción del mundo. El poema de tu nombre
tiembla en su huella de tumbas fatídicas. Se oyen pasos
allá donde vacilas abatido entre las hormigas,
en el horizonte de la tarde insepulta que nada ocupó,
junto al perro de aguas apaleado por la hermosura.

Hueco de campanas,
quieto,
sentado sobre el cráneo que la tierra devuelve,
rastreando tu corazón con la mano encendida
de la anhelada carne;
el sol anuncia las ruinas silvestres
del cadáver descifrado en estatuas por la lluvia:
son unas cuantas flores para nacer a fondo,
para irse de bruces,
para beber ese aguardiente que desnudó al espanto,
para beber esa lágrima mía que te purifica.

Mira bien a este joven que sostengo en vilo
a las puertas de tu custodia:
nieve de siglos da contigo en el brazo de su sombra,
en su traje de verano como jardín confuso
por donde haces pasar la noche de guaridas
con tu pala de ceniza airada, por donde
haces pasar espumas que trastornan nuestros nombres,
afuera,
entre los alacranes que ascienden,
en donde oigo que la arcilla deposita en tu bastimento
la exaltación del amor.

Vayamos, quemadura, hombre recio de sueño.
Vayamos por el amor del polvo
a los ojos donde un caballo muerde,
trotemos sobre las ruinas despavoridas y ardientes,
barrenemos la inscripción sagrada
y seamos la raíz del ser donde la arena piensa,
y sepamos hallar la rosa de platino del eterno frío,
el cetro que canta en la lluvia del eterno frío,
único dueño de la piel errante,
vicario de sí mismo en el derrumbamiento del sol…

Que venga, que suscite
la escafandra de su antigua visita inolvidable,
mientras la puerta extraviada y el reloj exánime
parezcan despedirse de su noción del calcio, parezcan
embarcarnos como gotas aherradas rumbo al fuego.





Atado al cuello… 

Atado al cuello de una soga
puedo verte pasar con los muñones que saltan,
con la boca volada,
sin pies ni cabeza,
batiente como una tromba entre los fantasmas.

Toda la noche larga en la oquedad ahíta
danzas devorando hormigas descomunales,
abriendo las alas amargas de tu desnudez
para mi amor y para el hambre
de los mares que me contienen.

A tus muertos robaré para decir un río,
partiré invisiblemente un terrón de pájaros,
me nutriré con el pétalo fuerte de tu desencanto.
Relataré un sepulcro a los ventanales amenazados
en voltejeos de una estampida al amanecer.

¿Qué me das a morir, Compañera
en el pueblo de los silencios?

Yo no nací sino la travesía secreta de tus párpados
cuando la vida y muerte aguardaban en palmas colosales.

Hoy soy el fuego, el agua en fuego,
el ruido de hechura devoradas,
la ceniza con su nombre de oleaje,
la apuesta insana desde un siglo al Tiempo.

(Los danzantes espacios estatuarios, 1982)





Nazco de ciertas palabras…

Nazco de ciertas palabras la noche de los asesinos.
El silencio transporta la cicatriz de mi nacimiento.
La reyerta pincha mi corazón abriendo cárceles,
templando lanzas fraguadas en el incendio.

La fragata de la idea, la muerte,
se deshace en tiempo.

Desfondados por evitar el sueño
donde los muertos viven y atraviesan el ojo de la aguja
con alambres de púas en las manos,
los labios echaron al fuego cortezas señeras,
fueron el amor calcinado en la plaza sagrada,
sintieron los hombros pesarosos de los ataúdes.

Y hoy, sin mejillas,
sin el ansia infinita al romper los cristales,
abro las puertas sanguinolentas del escondrijo letal,
del grito,
de esto que suena carcomiendo la tumba gota a gota.

(Caballo de espada, 1982)





LA POESÍA DE RAÚL GARDUÑO

Por Óscar Wong


De acuerdo con Georg Lukács, el arte es la forma más rica de conocer por cuando busca interpretar correctamente la realidad, a partir de la observación profunda. Acaso por lo mismo la poesía requiere de un lenguaje metafórico, ideal para abarcar las diversas instancias de lo real. Imagen tras imagen, el poeta ofrece su visión del mundo; desde esta perspectiva, la obra de arte significa un estilo, una actitud frente a los acontecimientos. De lo contrario el artista miente al ofrecer un producto que de ninguna manera corresponde a su pensamiento, a su posición ideológica (y aquí es justo señalar que ideología representa un modo de ser, un estar, un poder social).
Para Raúl Garduño [1], la poesía representaba una serie de presagios, de símbolos y señalamientos que, de alguna forma, ocultaban esa otra realidad, acaso la más justa y perfecta: la de las esencias. Por ello, en si producción lírica, encontramos diversas características que confirman mi aserto: el tono recitativo, propio del canto, expresado mediante estructuras anafóricas, con apoyo de epítomes y reiteraciones. Cabe destacar, también, el símil y la metáfora que, utilizados en grado sumo, generaban esa eclosión del lenguaje, esa necesidad perentoria de signar a las cosas por su nombre esencial.
Desde su primera incursión en ese libro colectivo denominado Poesía joven de México[2], junto con Alejandro Aura, Leopoldo Ayala y José Carlos Becerra (también desaparecido), Garduño se adentró en ese tono órfico, casi mesiánico, que lo caracterizaba y significaba, elaborando ríos de imágenes, trasfondos luminosos de la otredad. Hacia 1973 el gobierno del estado de Estado de Chiapas editó el único libro individual que publicó en vida: Poemas [3]. En mayo de 1982, con una introducción de Francisco Alvarez. las autoridades chiapanecas, en su Colección Libros de Chiapas, publicaron un conjunto de poemas titulado Los danzantes espacios estatuarios[4]; la mayoría de estos trabajos líricos estaban inéditos –algunos requerían la mano correctora del autor- y otros fueron recogidos de alguna manera de revistas y suplementos. Básicamente, aquí se manifiestan las inquietudes espirituales del poeta, como son: el amor, la desaparición física constante en su obra, el qué y el por qué de su presencia y participación en el mundo. Y también su concepción estética: la poesía como un ritual rítmico, un cántico ceremonial, órfico.
Por otra parte, Elva Macías dio a conocer, en la colección Ceiba N° 12, bajo los auspicios de Fonapas-Chiapas, la segunda edición del único volumen individual de Raúl Garduño: Poemas. De hecho, esta obra fue preparada por el autor, quien agregó dieciséis textos inéditos, aunque respetando la estructura original. La novedad de este poemario estriba en la necesidad última del poeta por entregar otros contenidos bajo el rigor del soneto.
En efecto, Poemas[5], destaca por la excelencia expresiva de Garduño, típica en él, a pesar del condicionamiento métrico en esos nueve sonetos. Poemas, en esta segunda edición, destaca también por sus temas recurrentes: el mar, la mujer, la ciudad observada al través del ojo luminoso del idealismo, la obsesión de la muerte erigida por el lenguaje: “tumba”, “sepulturero”, “campanas” y “cadáveres”. Es decir, un discurso poético lleno de vaticinios.
En virtud de lo anterior, es evidente que inmerso en la sonoridad de la palabra, imbuido por los cuatro costados de esa fuerza volcánica, telúrica, Raúl Garduño se yergue en toda su potencialidad lírica desde sus primeros poemas. Como Sabines, como los poetas de “La espiga”, Garduño escribe sus poemas
:
            “Buscándose en lo alto y lejano de su juego
            mientras contempla, caída cierta tarde,
            templos, sí, muros donde la razón cae vencida
            y todo es un espejo de luz”.

Nacido en México, D. F., en 1945, por sus orígenes familiares el poeta se consideraba oriundo de Comitán de Domínguez. En efecto, su obra lírica se identifica con las profundas serranías chiapanecas, agua y bosques, cálidos veranos. En su poesía confluyen los elementos naturales, “hojas francamente verdes” ¡y el mar! El erotismo amoroso, las ciudades y los barrios del pueblo confluyen en el recuerdo, en la muerte que golpea “el tanque de los astros”. Paisajes marítimos, de belleza cosmogónica, inundan sordamente los hallazgos líricos, los constantes deslumbramientos que configuran su sentimiento. Para Garduño la naturaleza es esencial, motor genérico y totalizador. Esta constante se repite a lo largo de su poesía:

            “Todo es una selva en guerra,
            un hundirse en la delicia,
            y no saber nada, ya no ignorar nada ...”

En ocasiones, su visión del mundo se materializa en una extraña simbiosis, aparentemente dicotómica: rayo-tiniebla, instante-mundo, recuerdo-olvido. Su lenguaje es rigurosamente expresivo, con la violencia natural de la vida que transcurre. Testigo de su tiempo, Garduño escribe una poesía conscientemente vigorosa, configurada por imágenes angustiadas, plenas, acendradamente maduras:

            “Nos sucede la cruz de los árboles veloces,
los amotinados asaltos
            a los más sobrios templos del corazón.
            Y andamos sin edad, casi apagados
            por la vendimia del alma en las ciudades.
            Y no sabemos nada.
            Ni nuestro canto un día”.

Como José Carlos Becerra, como Raúl Cáceres Carenzo, Garduño elabora su poesía en tanto instrumento de conocimiento. Método cognoscitivo que responde a su preocupación fundamental: el conocerse a sí mismo; La poesía como cosa para nosotros. En este orden de ideas, Garduño conoce las posibilidades de la polisemia, velo que esconde la verdadera expresividad. Por ello exclama:

            “Yo te mostraré el rumor,
            el ruido del desarraigo,
            las últimas noches de demasiada sobriedad
junto a Dios
            en el antiguo revés de esta misma palabra”[6].

Garduño falleció en 1980 en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en plena madurez lírica. Su obra aún produce asombro por sus altas resonancias. Sus anáforas, epítomes y reiteraciones lo hermanan con José Carlos Becerra. Ambos se erigen en tanto profetas, aunque Garduño es más exaltado, más luminoso. En ambos prevalecen acentos trágicos. Los dos fallecen jóvenes, los dos se encuentran emparentados por el tono sublime del verso.

[1] México, D.F.; 1945- Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1980
[2] Siglo XXI Edit., Méx., 1967
[3] Gobierno del Estado de Chiapas, Colec. Chiapas, 119 pp
[4] Gobierno del Estado de Chiapas, Serie Básica, Tuxtla Gutiérrez, 108 pp
[5] 1982, 164 pp
[6] Todas las citas corresponden al libro Poemas, Gobierno del Edo. de Chiapas, 1973, 119 pp.



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