martes, 23 de diciembre de 2014

RICARDO SILVA ROMERO [14.289] Poeta de Colombia


Ricardo Silva Romero

Ricardo Silva Romero (Bogotá, Colombia  14 de agosto de 1975) es un escritor, periodista, guionista y crítico de cine colombiano.

Silva Romero estudió en el colegio bogotano Gimnasio Moderno, desde 1980 hasta 1993. Las clases del poeta Ángel Marcel lo llevaron a escribir, hacia los 15 años, sus primeros cuentos, poemas y obras de teatro. Entre 1994 y 1998 estudió literatura en la Pontificia Universidad Javeriana y su tesis de grado fue sobre Paul Auster. En ese período escribió los cuentos humorísticos de Sobre la tela de una araña. Escribió también un cuaderno titulado El libro del sol que más tarde aparecería dentro de Terranía, y una primera versión de una obra de teatro que en 1999 se titularía Podéis ir en paz.

De 1999 a 2000 estudió una maestría en cine en la Universidad Autónoma de Barcelona, donde escribió sus primeros guiones cinematográficos.

Su poemario Réquiem, más tarde incluido en Terranía, obtuvo en enero de 1999 el premio de poesía del Instituto de Cultura y Turismo de Bogotá. Dos años después, en noviembre de 2001, la editorial Alfaguara presentó su primera novela: Relato de Navidad en La Gran Vía.

Su novela Tic apareció en abril de 2003, y Parece que va a llover, una nueva incursión en el género, en febrero de 2005. El poemario Terranía fue publicado en abril de 2004. En octubre de ese mismo año fue presentada su biografía titulada Woody Allen: incómodo en el mundo y publicada por la editorial Panamericana. En agosto de 2006 se publicó El hombre de los mil nombres, una novela que se hizo pasar por una biografía.

En 2006 fue elegido por la organización del Hay Festival como uno de los 39 escritores menores de 39 años más importantes de Latinoamérica.

En orden de estatura apareció en 2007. En 2009 fue lanzada su novela Autogol, motivada por el asesinato del futbolista Andrés Escobar tras su autogol en la Copa Mundial de Fútbol de 1994. A propósito de este trabajo, Daniel Samper Ospina dijo: «No sólo es una apasionante novela sobre el fútbol, sino uno de los mejores libros para entender al país; un trabajo literario impecable, minuciosamente documentado, que interpreta como pocos la epilepsia emocional que es ser colombianos, y que habla por una generación entera a la que Silva interpreta como nadie».

Sus relatos breves han aparecido en varias antologías en español. Se destacan Querida Señora:, Diagonal, El marido de María Klossner y Semejante a la vida.

Entre agosto de 2000 y junio de 2012, fue comentarista de cine en la revista Semana. Entre 2001 y 2009 tuvo en la revista SoHo una columna titulada Lugares comunes. Desde mayo de 2009 tiene una columna en el periódico El Tiempo titulada Marcha fúnebre. Desde 2001 ha colaborado con otras publicaciones como El Malpensante, Número, A+, Artifex, Cambio, Babelia, El Tiempo, Arcadia, Boletín Bibliográfico y Plan B.

En noviembre de 2012 se publicó Érase una vez en Colombia, que consiste en dos novelas en un solo libro. El Espantapájaros, que narra una masacre y Comedia romántica, que está construida totalmente en forma de un diálogo entre dos amantes.

En abril de 2014 presentó al público su onceava novela: El libro de la envidi

Obras publicadas

Novelas

Relato de Navidad en La Gran Vía (Alfaguara, 2001)
Tic (Seix Barral, 2003)
Parece que va a llover (Seix Barral, 2005)
El hombre de los mil nombres (Seix Barral, 2006)
Autogol (Alfaguara, 2009)
Érase una vez en Colombia (Alfaguara, 2012) (Conformado por dos novelas: El Espantapájaros y Comedia romántica)
Walkman (Punto de lectura, 2014) (Escrita en 2002)
Fin (Punto de lectura, 2014) (Escrita en 2005)
El libro de la envidia (Alfaguara, 2014)

Cuentos

Sobre la tela de una araña (Arango Editores, 1999)
Semejante a la vida (Alfaguara, 2011)

Infantil y juvenil

En orden de estatura (Norma, 2007)
Que no me miren (Tragaluz, 2011)

Biografía

Woody Allen: incómodo en el mundo (Panamericana, 2004)

Poesía

Terranía: 1994-2003 (Planeta, 2004)
El libro de los ojos (Tragaluz, 2013)




RICARDO SILVA ROMERO
TERRANÍA
1994-2003 




UNA ORACIÓN POR DIOS

NOVIEMBRE DE 2003

We don't know why we're going through
all this pointless pain, humiliation and
decays, so there better be someone
somewhere who does know.
HOWARD BEALE, NETWORK 



TODOS los demás están dormidos:
es esa la verdad sobre mi insomnio.

Los amigos imaginarios de los niños,
en los descansos de las escaleras,
se llevan las rodillas heladas al pecho.
Los fantasmas de las esquinas vacías,
pasajeros de la calle de la madrugada,
abordan los cuerpos equivocados.
Los monstruos de los últimos sótanos,
detrás de las cajas de papeles viejos,
son hombres con los ojos cerrados.
Los lápices, los juguetes, las estatuas:
todos los objetos del mundo dan un paso atrás,
más atrás de sus sombras inexactas,
porque temen el final de las miradas.

Y sólo quedo yo, en la maqueta desierta,
en la única ventana de la oscuridad,
de rodillas frente a las ramas huesudas
de un árbol que he declarado mi Dios.
Que todo vuelva a su lugar, le pido,
si mis plegarias llegan hasta sus raíces.
Que esta oración sea el remedio
en la tras escena de nuestro silencio. 






NO dejes que el mundo se mueva, Dios mío,
en el mar de esta noche de siempre.
Que no avance más. Que se detenga.

Sube a las hojas de este árbol, habítalas,
en los giros del último soplo de viento.
Pasa detrás de mí, en mi sueño malogrado,
como una mosca de vuelo invisible,
si no puedes decirme una sola palabra.
Revélame, al menos, las nubes en pausa,
los puños cerrados de las estrellas,
el paso en el aire de los obstinados,
en esta fotografía de lo que nos queda.
Une las líneas de mis dos manos,
en el espejo de mis palmas abiertas,
si los dedos son antenas de las súplicas.

Cuelga esta escena (escena dos, vigilia, fuera)
en la pared de una habitación despoblada
como un paréntesis al aliento de todo:
un viejo duerme en la base de este árbol
y una rama dorada, pendiente del tronco,
le anuncia "la vida es posible" a esta hora.

Que nadie despierte, Dios, a este milagro. 






UN perro con dueño les ladra, desde mi orilla,
a los perros perdidos del barrio de enfrente.
Les lanza los ruidos cifrados de la noche
porque ve algo, tres espíritus de cinco colores,
en el laberinto de velos de la penumbra.
Desde mis gafas, en el piso diez del edificio,
descubro la nostalgia por sus patas cojas
y presiento la gracia de sus respiraciones.
Dibujo sus bocetos, a las 11 y 39 del reloj,
porque si uno describe una escena, se sabe,
los cuerpos en movimiento se redimen.
Y podemos habitar, en paz, el escenario.

Sé que sólo la música sin palabras de fondo
te llega, desde el mundo, a los oídos,
pero mi única herencia de hombre muerto,
los gestos que me salvan del presente,
son estos predicados sin cabeza.
Recíbelos, Señor, en tus páginas blancas:
conviértelos en verbos de tu lengua. 






PERO elévame, antes, sobre mi propia vida.
Conviérteme en otros, en ellos, en todos:
hazme el portero que da vueltas con su radio,
la abuela que viaja en los dos ascensores,
el padre que fuma en el patio a escondidas,
el viudo que da vueltas a las manzanas,
la hija adoptiva del piso de abajo.
Que una tarde, cuando por fin salga de viaje,
no vaya yo conmigo. Concédeme eso.

Camino, descalzo, en el tapete de entrada,
como si olvidara, a las 11 y 50 de la noche,
qué persona debo ser al día siguiente:
¿por qué no puedo llegar hasta mañana?,
¿no van a irse nunca las imágenes,
las voces, los ojos, los diálogos posibles
de los últimos minutos de mi única vida?,
¿me dejarás pasar las horas pensando en mis errores,
haciendo conjeturas en la puerta del futuro?

Dame, de vuelta, la respiración entera.
Debe ser fácil, para ti, librarme de mi mente.
No, no te reclamo la honra ni el dominio.
Ni siquiera te pido que cambies mi nombre. 





LAMENTO, a esta hora, las ruinas de las vidas ajenas,
los carros que pasan como gotas de una llave mal cerrada,
la oscuridad, que se agrava en el descenso de las horas,
y las cenizas de luz, en los tejados del barrio de enfrente,
un pedregal edificado en dos o tres puertas selladas.
Lamento, en la ventana, el fracaso de esa lámpara,
los aros de humo helado de aquel hombre sin aliento,
el olvido transitorio de los escapes de gas,
el drama del sexo -veo, en el fondo, un mapa de cuerpos en
la cama de una mujer que trabaja hasta tarde.

Lamentas, dormida, que yo también deba pasar por esto,
que deba seguir de pies, a pesar de las evidencias,
sobre la espalda encorvada de una vida posible,
con las manos heridas por el peso de los féretros ajenos,
quitándome, de la cara, la arena en el viento de la playa.

Pero no se puede hacer nada por nadie: ese es el punto.
Tenemos prohibido el control de nuestros nervios.
Sólo quedan los ruegos, los errores, los conjuros.
Quedan la frase "me desdigo, me retracto, me retiro",
la vocación a arrodillarse en esta sala, a ser en blanco,
y la esperanza inútil de un cuerpo sin órganos. 






DIOS mío: envíale a Germán Pardo García-Peña,
que apareció en Bogotá el 14 de enero de 1976,
y desapareció en paz, en Honda, el 8 de agosto de 2003,
el eco de esta oración por el regreso del mundo,
que elevo a unos centímetros de su retrato.

Cuéntale que cargué su ataúd el 10 de agosto.
Que le hablo en su osario, en una esquina de piedra,
como si él asintiera, a salvo, con los ojos cerrados.
Que quiero ser viejo -íbamos a serlo- para oírlo de nuevo.
Que mis rodillas se pelan porque me resisto
a levantarme, sin todos mis miedos, en su ausencia,
pero que aún soportan el peso de todas mis voces,
el peso de todas mis fechas.

Se ha quedado joven, dile, en el portarretratos de nunca
jamás,
ante el auditorio mudo que deja morir a las hadas,
con su cansancio de ángel anónimo:
doy un aplauso prudente, a las 12 y 27 de la noche,
porque he vuelto a creer en su fantasma.

Si puedes verlo, repítele, sílaba por sílaba, estas nueve
palabras:
"No puedo vivir sin usted: no sé cómo vivo".
No lo despiertes, no. Déjalo dormir si duerme en calma. 





ME siento en el borde de la cama, frente a nada,
como si el único sentido de mi vida -eso es: de esto se
trata- fuera
guardar el sueño profundo de María.

Preserva, Dios, su cara de niña en la orilla del tiempo,
y dame la vida para decirle "Sí" a sus palabras sueltas,
para recibirla al final de sus pesadillas injustas,
para salvarla del frío que rueda por las ventanas
de estas tres habitaciones en tregua.
No te dignes a responderme si merezco
estar aquí, en su madrugada, en el suspenso
de su respiración, de su frente sin fiebre,
de sus gestos perdidos en el cielo de los gestos,
porque las voces ajenas le dan tanto miedo
como los pasos en el piso de arriba.

Si sólo puedes dar un paso, si sólo te queda un deseo,
protege a mi María de la noche. 







CONSUELA a la señora del apartamento de abajo,
que fuma, con los ojos enrojecidos, a las 12 y 39,
en memoria de las manos de cualquiera.
No renuncies a ella, no, ella les entrega sus llaves
a los hombres que prometen no verla a la cara
desde que descubrió su propia miseria.
¿Qué hace a esta hora, invadiéndome la voz
bajo las cuerdas de la cocina sin ropa mojada,
ante los ceniceros llenos de todas las mesas?

Déjala quitarse la vida, si eso es suficiente,
con todas las pastillas para la memoria de ese frasco,
mientras mis pies se acostumbran a los baldosines
del baño sin bombillo, lleno de cajas deshechas,
donde sólo se miran al espejo los insomnes.
Su dolor se aleja, como cualquier dolor ajeno,
al tiempo que el cigarrillo se pierde en sus dedos,
porque la compasión es un reloj de arena,
y la única forma de amanecer, de día en día,
es encogerse de hombros frente a la tragedia.

Guíala en la oscuridad de sus tres habitaciones,
entre las pocas sillas vacías que ha comprado,
hasta perderla en el fondo de sus siete cobijas.
Quizás entonces, en el paraíso de la oscuridad,
olvide las penas de su garganta. 






OIGO dos zapatos de madera, a la 1 y 42 de la madrugada,
en el hall de los cuatro apartamentos de este piso,
unos segundos antes de ver la sombra sin cara
en la luz que entra por debajo de la puerta.
Son dos, tres, cuatro pasos que no llevan a ninguna parte.
Unas huellas invisibles que vienen del ascensor,
pero que se pierden, sin aire, por las escaleras.

¿Qué quiere? ¿Quién es? ¿Por qué no ha golpeado?
¿Se ha ido, descalzo, a los sótanos cercados del garaje?
¿Se ha arrepentido, a último minuto, de una frase?
Cierra, Señor de antes, mis ocho puertas con seguro.
Que nadie entre, jamás, en el mundo secreto de otro.
Que el amigo imaginario de la niña de enfrente,
que grita en el camino de salida de sus pesadillas,
entienda que no puede estar en los cuartos vecinos.

El piso de un monstruo, se sabe, es el techo de otro.
Las cerraduras de las jaulas se abren con el tiempo.
Y sólo se vive a salvo, entonces,
en algunas palabras. 






ASISTE, desde mañana, a todas mis escenas.
Sé testigo de mi vanidad, de mi orgullo, de mi envidia.
Escóndete debajo de las camas, detrás de las puertas,
en los descansos mal iluminados de las escaleras,
mientras trato de serle fiel a mi propio personaje.
Adviérteme, en la tras escena de mis hábitos,
los lugares comunes que visito.

Llena mi vía de señales de tránsito secretas,
"Gire con precaución", "Bifurcación", "No pase",
o deja caer algo, un lápiz, una taza de té vieja,
si pierdo la cabeza en los bordes de mi cuerpo,
si me abrigo con la ropa de los días perdidos,
si las mismas melodías no llegan, en paz, a mis oídos.
Recuérdame -a las 2 y 12 se olvida el principio- la
fidelidad sagrada a las palabras.

No debo perder mi vida. Debo quedarme quieto.
Mis instintos se aferran a una rutina, Dios,
porque no tengo otra manera de sanarme. 





ESA es mi cara, en el espejo, con las gafas tristes,
bajo las capas abiertas de la luz del bombillo,
sin frases enteras en el camino a la lengua.
Este es mi autorretrato de las 2 y 39,
la cara detrás de la cara que cierra los ojos,
la cabeza que viene a la custodia de mis manos.

Se queda sin paraguas en los ataques de lluvia,
llega a la puerta un minuto después, sin nombre,
como si persiguiera el rastro de su único reflejo,
pero esta vez se deja ir, con todos sus temores,
en la escalera hacia abajo de las confesiones.
Quiere reírse, ahora, de la suma de sus partes:
sabe que sólo empieza a morir quien se contempla.

Ahí van los autorretratos deformes, rotos, maquillados
de las pantallas negras, del reloj, de las vitrinas,
que llevo conmigo en las filas de los días.
Les echo las ramas de agua que no se me escapan de los
dedos,
veo sus cráneos despintados en las superficies,
puedo oírlos elevar, si me vigilo, sus pocas plegarias de
salida. 





Y el timbre del teléfono me devuelve a mis nervios.
Y me conduce, como las manos que tocan las paredes,
hasta el escritorio en forma de esquina del estudio.

¿Qué quiere? ¿Quién es? ¿Por qué no dice nada?
¿Llama a esta hora a contarme historias del futuro?
¿Se ha arrepentido, a último minuto, de una frase?
¿Qué harías tú, Dios mío, si vivieras lo que vivo?
¿Cederías, abatido, a llevarme de una orilla a la otra?
¿Me darías la única noticia en una lengua incomprensible?
¿Podrías dormir, sin releer el horóscopo del día,
con sólo darles la orden a los dedos de tus pies?
¿Serías capaz de gobernar los restos de tu cuerpo?

Mi voz repite la misma palabra doce veces,
pero nadie responde, ni siquiera respira, al otro lado.
Quizás una silueta, en una cabina telefónica borrosa,
quiera pedirme perdón por tantos cabos sueltos.
Tal vez espere que le pida perdón por no saber
si es hombre o si es mujer o si se pierde
en las paredes de su terca habitación sin nervios. 






HE aquí, ahora, un réquiem por los personajes
secundarios.
Que mueren o salvan o esperan en los libros ajenos
sin confesar, nunca jamás, sus propias páginas secretas.
Debemos a sus bocetos unos pasos atrás,
un desagravio en los versos de nuestras oraciones,
porque no puede ser verdad que se queden allá,
en el lugar donde los vimos por última vez,
con las cabezas sin monólogos privados.
Desde el piso diez, en la ventana, van todos de paso
(un taxi recoge a una mujer que yo jamás había visto,
un padre le pide a su hija que regrese a la casa,
una avara no consigue darle la vuelta a la página,
una sala de urgencias observa la llegada de un herido,
un barco de papel espera a un soldado de plomo),
pero sus cuerpos arrastran preguntas, pecados, promesas,
a pesar de las señales vacías de sus jornadas.
No ven a Dios en las cenizas de sus matrimonios,
en los objetos que su salarios no pueden comprar,
en la terrible imposibilidad de caminar sobre el agua.
Se descubren, día por día, frente a confesionarios vacíos.
Y sin embargo insisten en meternos en sus ruegos. 





VEO mi reflejo, en el televisor, cada vez que cambio de
canal.
Quiero despertarlos a ustedes, a las 3 y 34 del insomnio,
para declararlos culpables de todos los crímenes,
para pedirles que se rindan a la llegada de este nuevo día,
para confesarles, como un falso fantasma, que les temo,
pero -viene una paradoja- no se llega a los oídos de nadie
cuando se le da la espalda al sueño. Sólo queda Dios
perdido, en alguna parte, a través de esta ventana.

Llego, por fin, a un canal en el que pasan Network.
Y Howard Beale, el locutor que se ha quedado sin
máscaras,
grita "I'm mad as hell and I'm not going to take this
anymore".
Y yo me quedo ahí, por enésima vez frente a su cara,
dispuesto a sorprenderme con su discurso desmedido,
con la cara iluminada por los latidos de la historia.
Y mientras oigo "who needs God?" o "I just ran out of bull
shit"
o "you people are the real thing: we are the illusion",
mis ojos comienzan a cerrarse.

Se queda el mundo en otro lugar, en una estación de tren,
porque mi propio nombre ya se ha ido de viaje.
Mi reflejo se deshace, unos segundos, sobre el aire. 






ANTES de apagar mi lámpara, en la mesa de noche,
reviso el álbum de fotos de los últimos diez años
como si tuviera que tragarlas a la fuerza.
Y me sorprendo porque no todas son celebraciones,
porque no se repiten las mismas personas en los mismos
viajes,
porque sólo cuatro o cinco se parecen a mi vida.
Si cierro el libro, si lo dejo en el suelo hasta mañana,
siento que todo ese tiempo se ha perdido:
esa quietud, semejante a la culpa, también me sorprende.
Ojalá no olvide, me digo, los gestos de mis muertos,
ni me niegue a hablar, un día, de sus sillas vacías,
ni me rinda -que no diga "no más"- ante la incertidumbre
de sus destinos concluidos.

María me pregunta, sin abrir los ojos, quién llamaba.
Y yo le digo "una equivocación" sin comprenderme.
Soy testigo, le dice mi mente, de tus pequeños milagros:
las escenas de cualquier día se descifran en tus ojos,
los objetos de este mundo esperan, sin aliento, tus palabras,
las palabras se despiertan en las líneas de tus manos,
pero tú no imaginas, siquiera, la gracia de tus pasos.
Crees, con la voz en la mano, que sólo tienes buena suerte.

Apago mi lámpara, de un golpe, a las 4 y 46.
Y, aunque un gallo canta en el barrio de enfrente, 
le pido a mi cuerpo que vuelva a la noche.
El telón se detiene en la mitad de su camino,
la oscuridad se desvanece en los bordes del escenario
y las palabras de mi monólogo se quedan sin vocales
en el paso de los siglos de mis conjeturas.

Ojalá no se extravíe la voz que me despierta. 






que mi cadáver, sin mis gafas, se ha llevado
las rodillas al pecho como dentro de mi útero,
en su renuncia al tictac del reloj en la mesa de noche.
La gente que me quiere podría visitar mi cuerpo,
si alguien me cargara desde acá hasta mi féretro,
pero le dirían "no", "no puede ser", "adiós" a un hombre
mudo.
No permitas, Dios, que mis padres me entierren:
no los enfrentes al pésame de los desconocidos,
no pongas en sus manos mi nuca vencida
ni los dejes verme sin espíritu.

Concédeme la vejez, Señor, pero detenlos a ellos en el
tiempo.

Déjame ser este hijo que se salva en el miedo
-este padre que ha adoptado a todos sus monstruosante
sus dos miradas por encima de las gafas.
Déjame creer en ti, mi Dios, aunque no quieras.
Que el pequeño crucifijo en el cajón de mi mesa
se mueva, de vez en cuando, de su sitio.
Que mi hermano invisible elija, por ti, el verbo "vivir",
de entre todas las palabras del diccionario de mis sueños,
para enterarme por fin de mis obligaciones. 





NO me obligues a pasar al frente, en plena misa,
ante el auditorio de todas las sillas vacías.
Sabes bien, Dios mío, que sólo me gusta rezar.
Que se pueden ir las horas que restan en el carro del
ensueño,
a medio camino entre los espectros, los pliegues y los
ruidos,
con los ojos cerrados en el suelo de la realidad.
Se puede aparecer el espíritu de los minutos pasados,
cuando uno sepulta el cuerpo bajo las cobijas,
con los pronósticos falsos de la mañana.
Puede decir una serie de líneas familiares ("un paso atrás",
"una equivocación", "sin usted", "ropa mojada",
"I'm going to blow my brains out right on this program a
week from today:
so tune in next Tuesday", "los demás están dormidos")
como si mis escenas se fueran en la sala de montaje.
Puede preguntarme, a las 5 y 59 del reloj despertador,
¿por qué no me parece suficiente lo invisible?,
¿qué pasará conmigo?, ¿para qué me guardo de las fases de
la tierra?,
¿por qué mi Dios es un árbol que se eleva hasta mi piso?
Y lo que sigue a los interrogantes es aquel letargo
de espejos sin objetos en el frente.

No digo "amén", Señor, porque mi imaginación se duerme.
Se esconde en la tras escena, como un monje que se cansa
de tejer, 
pues ya no es juez ni parte en este tribunal abandonado.
Se queda en la última estación, en paz, de frente a nada,
repitiéndose "concédenos la página siguiente, no nos
separes,
permítenos estar juntos, en esta ciudad, lo que nos falte",
porque quien no muere en el lugar en que nació, mi Dios,
tarda la historia del mundo en volver a su origen.

Se busca, sin fortuna, en sus retratos. 











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