viernes, 21 de diciembre de 2012

STEPHEN VINCENT BENÉT [8.896]


Stephen Vincent Benét 

(Bethlehem, 22 de julio de 1898 – Nueva York, 13 de marzo de 1943) fue un escritor, poeta y novelista estadounidense. Es muy conocido por su poema sobre la Guerra Civil Estadounidense, John Brown's Body, publicado en 1928. 

Ganó un Premio Pulitzer por dicha obra en 1929.

Su cuento de fantasía "The Devil and Daniel Webster" ganó un Premio O'Henry, y fue la base de una ópera de un solo acto compuesta por Douglas Moore.

Benét nació en una familia militar en Bethlehem, en el estado de Pensilvania. Durante su juventud residió principalmente en Benicia, California. De adolescente fue enviado a la Academia Militar Hitchcock. Se graduó en la Academia de Albany en Albany (Nueva York)y la Universidad de Yale, y ganó un segundo (y póstumo) Premio Pulitzer en 1944 por "Western Star", un poema sin terminar sobre la colonización de América.

El último verso de un poema de Benét, "Bury My Heart at Wounded Knee" da el título al libro de Dee Brown sobre la destrucción de las tribus indígenas de Norteamérica, Enterrad mi corazón en Wounded Knee.

Su hermano, William Rose Benét (1886–1950) fue poeta, antólogo y crítico, autor de una conocida obra de referencia, The Reader's Cyclopedia (1948).

Obras

Five Men and Pompey, 1915
The Drug-Shoop, 1917
Young Adventure, 1918
Heavens and Earth, 1920
The Beginnings of Wisdom, 1921
Young People's Pride, 1922
Jean Huguenot, 1923
The Ballad of William Sycamore, 1923
King David, 1923
Nerves, 1924 (with John Farar)
That Awful Mrs. Eaton, 1924 (with John Farrar)
Tiger Joy, 1925
Spanish Bayonet, 1926
John Brown's Body, 1928
The Barefoot Saint, 1929
The Litter of Rose Leaves, 1930
Abraham Lincoln, 1930 (screenplay with Gerrit Lloyd)
Ballads and Poems, 1915-1930, 1931
A Book of Americans, 1933 (with Rosemary Carr Benét)
James Shore's Daughter, 1934
The Burning City, 1936 (includes 'Litany for Dictatorships')
The Magic of Poetry and the Poet's Art, 1936
The Headless Horseman, 1937
Thirteen O'Clock, 1937
Johnny Pye and the Fool Killer, 1938
Tales Before Midnight, 1939
The Ballad of the Duke's Mercy, 1939
Nightmare at Noon, 1940
Elementals, 1940-41 (broadcast)
Freedom's Hard-Bought Thing, 1941 (broadcast)
Listen to the People, 1941
A Summons to the Free, 1941
Cheers for Miss Bishop, 1941 (screenplay with Adelaide Heilbron, Sheridan Gibney)
They Burned the Books, 1942
Selected Works, 1942 (2 vols.)
Short Stories, 1942
Nightmare at Noon, 1942 (in The Treasury Star Parade, ed. by William A. Bacher)
A Child is Born, 1942 (broadcast)
They Burned the Books, 1942 

Obras póstumas

Western Star, 1943 (unfinished)
America, 1944
O'Halloran's Luck and Other Short Stories, 1944
We Stand United, 1945 (radio scripts)
The Bishop's Beggar, 1946
The Last Circle, 1946
Selected Stories, 1947
From the Earth to the Moon, 1958



LETANÍA EN CONTRA DE LAS DICTADURAS

Por todos los apaleados, por los cabezas rotas,
los desheredados, los simples, los oprimidos,
los fantasmas de la ciudad en llamas de nuestro tiempo...

Por los llevados en rápidos autos a las permanencias y apaleados
allí por los muchachos listos, los muchachos de los puños de caucho,
agarrados y golpeados mientras la mesa les corta los lomos.

O pateados en la ingle y dejados, con los músculos brincando
como una gallina descabezada en el piso del matadero.
Mientras traían al siguiente con los ojos mirando despavoridos.
Por los que todavía decían “¡Frente Popular” o “¡Viva elrey!”
y por los que no eran valientes,
pero fueron apaleados de todos modos.
Por los que escupen sangrantes pedazos de dientes
en silencio en la sala,
duermen bien sobre piedras o hierro, aguardan el momento
y matan al guardia en el excusado antes de morir a su vez,
los de los ojos hundidos y la lámpara ardiendo.
Por los que ostentan cicatrices, los que cojean, por aquellos
cuyas tumbas anónimas se cavan en el patio de la cárcel
y se les nivela la tierra antes de amanecer y les echan cal.
Por los asesinados de una sola vez. Por los que viven meses y años
soportando, alertas, esperando, yendo diario
al trabajo o a la fila del pan o al club secreto,
y viven entretanto, tienen hijos, meten rifles de contrabando
y los descubren y los matan al fin como ratas en una cloaca.
Por los que logran escapar
milagrosamente al destierro y a la vida errante, lejos,
por los que viven en cuartuchos de ciudades extranjeras
y recuerdan todavía la patria, los extensos gramales,
las voces de la infancia, la lengua, el olor del viento entonces,
la forma de los cuartos, el café bebido en la mesa,
las lápidas con nombre donde ellos no serán enterrados
ni en ninguna en aquella tierra. Sus hijos son ya extranjeros.

Por los que hacían planes y eran líderes, y fueron derrotados,
y por aquellos, humildes y estúpidos, que no tenían plan,
pero fueron denunciados, pero se enfurecieron, pero
contaron un chiste,
pero no pudieron explicar, pero fueron despachados al
campo de concentración,
pero sus cadáveres fueron embarcados de vuelta en
sellados ataúdes,“Muerto de pulmonía”, “Muerto tratando de escapar.”

Por los cultivadores de trigo que fueron tirados junto a sus
propios manojos de trigo,
por los cultivadores de pan desterrados a los desiertos cercados de hielo,
y su carne recuerda sus trigales.
Por los denunciados por sus propios maricas, horrendos hijos,
a cambio de una estrella de pipermín y la alabanza del Estado Perfecto,
por todos los estrangulados o los castrados o sólo muertos de hambre
para formar estados perfectos; por el sacerdote ahorcado con sotana,
el judío con el pecho aplastado y los ojos agónicos,
el revolucionario linchado por la Policía secreta;
para formar Estados Perfectos, en nombre de los Estados
Perfectos.

Por los traicionados por sus vecinos con quienes
estrechaban las manos,
y por los traidores, sentados en la incómoda silla,
con el sudor a chorros enredándole el pelo y los dedos nerviosos
mientras dicen la calle y la casa y el nombre del hombre.
Y por aquellos que estaban sentados a la mesa en su casa
con la lámpara encendida y los platos y el olor de la comida,
hablando tan quedo; cuando oyen ruido de autos
y golpes en la puerta y de prisa se miran los unos a los otros.

Y sale la mujer a la puerta con cara rígida,
alisándose el vestido.
“Todos aquí somos buenos ciudadanos.
Creemos en el Estado Perfecto.
Y aquella fue la última vez
que Tony o Karl o el Chato vinieron a la casa
y la familia fue liquidada más tarde.
Fue la última vez.
Oímos los tiros en la noche;
pero al siguiente día nadie sabía lo que había sucedido,
y un hombre tiene que ir a su trabajo. Así que no lo vi,
por tres días, entonces, y yo ya al trastornarme,
y todas las patrullas en las calles con sus cochinos rifles,
y cuando volvió parecía borracho y lleno de sangre.

”Por las mujeres que lloran a sus muertos en la noche secreta,
por los niños a quienes hay que enseñarles a no hablar,
niños envejecidos,
los niños escupidos en las escuelas.
Por el laboratorio destruido,la casa saqueada, el retrato cagado, 
el pozo meado,
el desnudo cadáver de la Ciencia tirado en la plaza
sin que nadie levante la mano, sin que nadie hable.
Por el frío de la cacha del revólver y el fogonazo de la bala,
por la cuerda que ahorca, las esposas que maniatan,
la ronca voz, metálica, que grita mentiras desde mil radios
y las tartamudas ametralladoras que responden a todo.

Por el hombre crucificado en las ametralladoras en cruz,
sin nombre, sin resurrección, sin estrellas,
su cabeza ennegrecida bajo el peso de la muerte y su carne ya salada
con el olor de sus muchas prisiones —Juan Pérez, Juan Quídam,
Juan Nadie— ¡oh, rómpete la cabeza para dar con su nombre!
Sin rostro como el agua, desnudo como el polvo,
deshonrado como la tierra que las bombas de gas envenenan,
y bárbaro entre portentos.
Este es él,
este es el hombre que se comieron en la mesa verde,
poniéndose los guantes para no tocar su carne;
este es el fruto de la guerra, el fruto de la paz,
la madurez de la invención, el Cordero de ahora,
la respuesta que la sabiduría da a los sabios.
Y todavía está colgado y no muere todavía,
y todavía, en la ciudad de acero de nuestros días,
la luz se apaga y la sangre espantosa se desborda.
Creímos ya concluidas estas cosas, pero nos engañamos.
Creímos que, teniendo poder, teníamos también sabiduría.
Creímos que el largo tren llegaría hasta la plenitud de los tiempos.

Creímos que la luz aumentaría.
Ahora el largo tren está descarrilado y los bandidos lo saquean,
ahora el jabalí y el áspid tienen poder en nuestro tiempo.
Ahora la noche retrocede hacia Occidente y la noche es espesa,
nuestros padres y nosotros sembramos dientes de dragón.
Nuestros hijos conocen y sufren a los hombres armados.

Traducción de José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal


Un poema del escritor norteamericano Stephen Vincent Benét (1898-1943). Conocido por sus piezas sociales de largo aliento, humorosas y meditativas, ganó el premio Pulitzer en 1929 por su libro El cuerpo de John Brown, del que aquí presentamos un poema traducido por Sergio Eduardo Cruz.
http://circulodepoesia.com/2016/05/100-pulitzer-poets-stephen-vincent-benet-1929/


Pesadilla metropolitana

Llovió mucho aquella mañana. Despertaste
para mirar el cielo nublado, calles húmedas,
cosas que nadie notaba, si acaso los taxis
y la gente que paseaba. No paseas en tu ciudad.
Los parques enverdecieron. Los árboles
eran verdes hasta Julio o Agosto, sendos de hojas,
sendos de hojas y de raíces aburridas, esparciéndose,
pero nadie se daba cuenta de aquello más
que los jardineros, y ellos nunca hablan.
Ah, y te darías, quizás, cuenta los domingos:
caminando por algunas cuadras, cerca de los corceles
tan orgullosos, de las ventanas cubiertas, de la gente
que se ha ido, te darías cuenta de la aparición extraña
de hierba entre cuarteaduras y rendijas de las piedras
y de una flor carmesí en un balcón, consumida
por un ave. Y luego te pondrías a burlarte del pasto
que crece en las calles, y de ahí harías chistes
y un musical que se llamara “Húmedo y cálido.”
Meritaría un buen lugar en los periódicos. Cuando
un flamenco voló hacia una junta de la Secretaría
de Finanzas, el nuevo alcalde llamó de inmediato
a los fotógrafos. Cuando el primer estornino se posó
sobre el puente de Brooklyn, todos pensaron que era
de adorno, y lo dejaron quedarse.

Aquél año llegaron a Nueva York las termitas,
aunque no proliferan en el frío… pero, qué importa eso,
si sólo son hormigas, y las hormigas son nada más insectos.
Era gracioso, quizás melancólico en su extraña manera
(como mencionó Heywood Brown en el World-Telegram),
pensar en ellos buscando madera en esta ciudad de hierro.
Te hacía considerar la vida. Era divino, incluso demasiado.
Había fotos graciosas hechas por todos los artistas listos,
graciosos, y Macy’s hizo un anuncio tan inteligente:
“La termita de la viuda,” o algo parecido.

No había
molestías. Ni siquiera los Comunistas protestaron
para decir que ellas eran espías de Morgan. Hacía calor,
demasiado para protestar, demasiado para emocionarse,
calor incluso africano, fértil, lozano, vaporoso,
y se filtraba en la mente y en los huesos para no quebrarse.
La lluvia cálida caía largamente y amainaba para volver a caer.
Pronto uno se acostumbraba como si hubiera sido siempre así.

Uno se acostumbraba al ritmo cambiante, al pulso alterado,
a la gente caminando más lenta, al palpitar feroz
y luminoso de la ciudad ralentizado, a los hombres en shorts,
a los nuevos cascos a prueba del sol de Best y a los policías
en uniformes blancos, y al largo descanso de las 16 en la oficina,
en todos lados. No fue premeditado, ni nada. Pasó solamente.
Los dedos tecleaban más lento, los oficinistas
dormían en sus asientos, el contador se adormecía en el escritorio.
Primero, A.T&T cambió las horas de trabajo
y estableció un cuarto oficial para siestas,
pero se mantuvo eficienta. Sólo pasó, en esencia,
como el sueño mismo, como un sueño tropical,
hasta que incluso los Thirties estaban desiertos al atardecer
excepto por algunos turistas y un policía sudoroso.
Había botes para ver los lirios que crecían en el North River,
aunque sólo algunos turistas se daban en verdad cuenta
de los montones de periquillos y pajarracos rosas y verdes
que anidaban en los intersticios de piedra de la Catedral.
El resto de nosotros había olvidado cuándo llegaron.

No hubo algún cambio real: fue solo un golpe de calor,
un golpe de lluvia, un verano curioso, un chiste meteorológico,
a pesar de que los geranios midieran dos metros
en los pequeños jardines entre las calles Hester y Debrosses.
Nueva York aún era Nueva York. Cambiar le era imposible.
Cuando llegaron noticias desde Woods Hole sobre la Corriente
del Golfo, el Times publicó una nota bastante informada,
pero nadie más que los cientifiquillos lee ese tipo de cosas.

Hasta que, un día, un editor somnoliento
dio a un joven periodista la historia de las termitas para afinarse.
El joven venía de Vermont, así que decidió poner esmero
y trabajó en serio. Fue por todos lados.
Leyó todo lo que había sobre termitas en la Public Library
y le dolió mucho cuando lo despidieron.
Hasta que, una noche,
mientras hablaba con un vigía anciano, a un lado de los cimientos
delineados recientemente del nuevo edificio Planetópolis
(diez mil oficinas acondicionadas, cada una con regadera)
miró una línea oscura arrastrándose hacia abajo de la construcción
y la alumbró con su linterna.
“Sabes, amigo,” le dijo,
“Deberías cuidarte de esas hormigas. Comen madera, y es posible
que derrumben el edificio sin mucho esfuerzo.”
El vigía escupió.
“Ah, sí, ya dejaron de comer madera,” dijo casualmente,
“creí que ya todo el mundo lo sabía.”
Y, agachándose,
recogió de las mandíbulas del insecto una migaja, brillante, de hierro.


Metropolitan Nightmare

It rained a lot that spring. You woke in the morning
And saw the sky still clouded, the streets still wet,
But nobody noticed so much, except the taxis
And the people who parade. You don’t, in a city.
The parks got very green. All the trees were green
Far into July and August, heavy with leaf,
Heavy with leaf and the long roots boring and spreading,
But nobody noticed that but the city gardeners
And they don’t talk.
Oh, on Sundays, perhaps you’d notice:
Walking through certain blocks, by the shut, proud houses
With the windows boarded, the people gone away,
You’d suddenly see the queerest small shoots of green
Poking through cracks and crevices in the stone
And a bird-sown flower, red on a balcony,
But then you made jokes about grass growing in the streets
And gags and a musical show called “Hot and Wet.”
It made a good box for the papers. When the flamingo
Flew into a meeting of the Board of Estimate,
The new mayor acted at once and called the photographers.
When the first green creeper crawled upon Brooklyn Bridge,
They thought it was ornamental. They let it stay.

That was the year the termites came to New York
And they don’t do well in cold climates—but listen, Joe,
They’re only ants, and ants are nothing but insects.
It was funny and yet rather wistful, in a way
(As Heywood Broun pointed out in the World-Telegram)
To think of them looking for wood in a steel city.
It made you feel about life. It was too divine.
There were funny pictures by all the smart, funny artists
And Macy’s ran a terribly clever ad:
“The Widow’s Termite” or something.
There was no
Disturbance. Even the Communists didn’t protest
And say they were Morgan hirelings. It was too hot,
Too hot to protest, too hot to get excited,
An even African heat, lush, fertile and steamy,
That soaked into bone and mind and never once broke.
The warm rain fell in fierce showers and ceased and fell.
Pretty soon you got used to its always being that way.

You got used to the changed rhythm, the altered beat,
To people walking slower, to the whole bright
Fierce pulse of the city slowing, to men in shorts,
To the new sun-helmets from Best’s and the cop’s white uniforms,
And the long noon-rest in the offices, everywhere.
It wasn’t a plan or anything. It just happened.
The fingers tapped slower, the office-boys
Dozed on their benches, the bookkeeper yawned at his desk.
The A. T. & T. was the first to change the shifts
And establish an official siesta-room;
But they were always efficient. Mostly it just
Happened like sleep itself, like a tropic sleep,
Till even the Thirties were deserted at noon
Except for a few tourists and one damp cop.
They ran boats to see the big lilies on the North River
But it was only the tourists who really noticed
The flocks of rose-and-green parrots and parakeets
Nesting in the stone crannies of the Cathedral.
The rest of us had forgotten when they first came.

There wasn’t any real change, it was just a heat spell,
A rain spell, a funny summer, a weather-man’s joke,
In spite of the geraniums three feet high
In the tin-can gardens of Hester and Desbrosses.
New York was New York. It couldn’t turn inside out.
When they got the news from Woods Hole about the Gulf Stream,
The Times ran a adequate story.
But nobody reads those stories but science-cranks.

Until, one day, a somnolent city-editor
Gave a new cub the termite yarn to break his teeth on.
The cub was just down from Vermont, so he took his time.
He was serious about it. He went around.
He read all about termites in the Public Library
And it made him sore when they fired him.
So, one evening,
Talking with an old watchman, beside the first
Raw girders of the new Planetopolis Building
(Ten thousand brine-cooled offices, each with shower)
He saw a dark line creeping across the rubble
And turned a flashlight on it.
“Say, buddy,” he said,
“You’d better look out for those ants. They eat wood, you know,
They’ll have your shack down in no time.”
The watchman spat.
“Oh, they’ve quit eating wood,” he said, in a casual voice,
“I thought everybody knew that.”
—and, reaching down,
He pried from the insect jaws the bright crumb of steel.


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